CAPÍTULO 17

Después de que Roy hubo aplastado una gran cantidad de hormigas y pisoteado el montículo, él y Colin jugaron a waterpolo con un balón playero azul y verde. Ganó Roy.

Hacia las tres se cansaron ya de la piscina. Se quitaron los trajes de baño y se sentaron en la cocina a comer galletas con trocitos de chocolate y a beber limonada.

Colin vació su vaso y, mientras masticaba un cubito de hielo, preguntó:

—¿Confías en mí?

—Claro que sí.

—¿He pasado la prueba?

—Somos hermanos de sangre, ¿no?

—Entonces, dímelo.

—¿Que te diga el qué?

—Ya sabes. El gran secreto.

—Ya te lo dije.

—¿Me lo dijiste?

—Te lo dije el viernes por la noche, después de salir del Pit, antes de ir al Fairmont a ver aquella película porno.

Colin movió la cabeza.

—Si me lo dijiste, no te oí.

—Me oíste, pero hiciste oídos sordos.

—¿Qué significan estos juegos de palabras?

Roy se encogió de hombros. Agitó el hielo de su vaso.

—Dímelo otra vez —le pidió Colin—. Esta vez quiero oírlo.

—Mato a gente.

—¡Jo! ¿De verdad que es ése tu gran secreto?

—A mí me parece un secreto importantísimo.

—Pero no es cierto.

—¿Soy tu hermano de sangre?

—Sí.

—¿Se mienten los hermanos de sangre?

—Se supone que no. Vale. Si has matado a personas, esas personas debían de tener un nombre. ¿Cómo se llamaban?

—Stephen Rose y Philip Pacino.

—¿Quiénes eran?

—Sólo chavales.

—¿Amigos?

—Lo podrían haber sido si hubieran querido.

—¿Por qué los mataste?

—Se negaron a ser mis hermanos de sangre. Después de eso, ya no podía confiar en ellos.

—¿Quieres decir que me hubieras matado si yo no hubiera querido ser tu hermano de sangre?

—Tal vez.

—¡Y una mierda!

—Si te hace feliz pensar así…

—¿Dónde los mataste?

—Aquí, en Santa Leona.

—¿Cuándo?

—Me cargué a Phil el verano pasado, el uno de agosto, el día siguiente a su cumpleaños, y acabé con Steve Rose el verano anterior a ése.

—¿Cómo lo hiciste?

Roy sonrió con actitud soñadora y cerró los ojos, como si estuviera reviviendo los episodios en su mente.

—Empujé a Steve por el acantilado de Sandman’s Cove. Se golpeó con las rocas del fondo. Tendrías que haberlo visto rebotar. Cuando lo subieron al día siguiente estaba tan desfigurado que ni su propio viejo fue capaz de identificarlo.

—¿Qué pasó con el otro…, con Phil Pacino?

—Estábamos en su casa, construyendo una maqueta de avión. Sus padres no estaban. No tenía hermanos ni hermanas. Nadie sabía que yo había ido allí. Era una oportunidad perfecta, así que le rocíe la cabeza con líquido para recargar encendedores y le prendí fuego.

—¡Jo!

—Tan pronto como me aseguré de que estaba muerto, salí pitando de allí. Ardió toda la casa. Fue un verdadero bombazo. Un par de días más tarde, el jefe de bomberos decidió que Phil había provocado el fuego jugando con cerillas.

—Realmente es una buena historia —comentó Colin.

Roy abrió los ojos, pero no dijo nada.

Colin se llevó los platos y los vasos al fregadero, los lavó y los colocó en el escurreplatos. Mientras estaba en ello, dijo:

—¿Sabes, Roy? Con la imaginación que tienes deberías dedicarte a escribir historias de terror cuando seas mayor. Ganarías una buena pasta.

Roy no movió un dedo para ayudarle a fregar lo que habían utilizado.

—¿Quieres decir que todavía crees que estoy jugando a algún tipo de juego contigo?

—Bueno, te inventas un par de nombres…

—Steve Rose y Phil Pacino eran gente de verdad. Lo puedes comprobar con bastante facilidad. Sólo tienes que ir a la biblioteca y hojear los ejemplares atrasados del News Register. Allí podrás leer todo lo referente a sus muertes.

—Tal vez lo haga.

—Tal vez debieras hacerlo.

—Pero, aunque ese Steve Rose se hubiera caído del acantilado en Sandman’s Cove, y aunque Phil Pacino muriera carbonizado en su casa…, eso no probaría nada. Nada de nada. En ambos casos pudo tratarse de un accidente.

—Entonces, ¿por qué iba yo a atribuirme el mérito?

—Para hacer que ese cuento de que eres un asesino suene más real. Para hacérmelo creer. Para engañarme y luego reírte de mí.

—Mira que llegas a ser cabezota.

—¡Pues anda que tú!

—¿Qué tengo que hacer para que te enfrentes a la verdad?

—Ya conozco la verdad.

Acabó de limpiar y se secó las manos con un trapo a cuadros rojos y blancos.

Roy se levantó y se acercó a la ventana. Se puso a contemplar el agua de la piscina, salpicada por los rayos del sol.

—Supongo que la única manera de convencerte será matando a alguien.

—Eso mismo —contestó Colin—. ¿Por qué no lo haces?

—No te crees que sería capaz de hacerlo, ¿no?

—Sé que no serías capaz de hacerlo.

Roy se volvió hacia él. Los rayos del sol que entraban por la ventana le iluminaban un lado del rostro y dejaban el otro en la sombra, lo cual hacía que uno de sus ojos apareciera aún más violentamente azul que el otro.

—¿Me estás desafiando a que asesine a alguien?

—Sí.

—Entonces, si lo hago, la mitad de la responsabilidad será tuya.

—De acuerdo.

—¿Así de simple?

—Así de simple.

—¿No te preocupa acabar en chirona?

—No. Porque no lo harás.

—¿Hay alguien en especial de quien quieras que me encargue? ¿Alguien a quien te gustaría ver muerto?

Colin sonrió, porque en aquel momento tenía la completa certeza de que se trataba de un juego.

—Nadie en particular. Mata a quien tú quieras. ¿Por qué no eliges al azar un nombre de la lista telefónica?

Roy se volvió de nuevo hacia la ventana.

Colin se reclinó contra el mostrador y esperó.

Después de unos instantes, Roy consultó su reloj y dijo:

—Tengo que irme a casa. Mis padres van a cenar a casa de mi tío Marión. Es un perfecto gilipollas, pero tengo que ir con ellos.

—¡Espera un momento, espera un momento! No puedes cambiar de tema tan fácilmente. No intentes escaquearte. Estábamos hablando de a quién vas a matar.

—No pretendía escaquearme.

—¿Entonces?

—Necesito tiempo para pensarlo.

—Claro, como unos cincuenta años.

—No. Mañana te diré quién será.

—No dejaré que te olvides.

Roy asintió con aire sombrío.

—Y una vez que me ponga en marcha no dejaré que me detengas.