CAPÍTULO 15

Colin se sentó en un banco junto a la pared de la cabina y empezó a beber a sorbos su cerveza fría, preguntándose qué sucedería a continuación.

No habiendo encontrado nada de interés en el vientre del tiburón, arrojaron el animal muerto por la borda. Se mantuvo a flote durante un momento y luego se hundió repentinamente o algo con un gran apetito lo arrastró hacia las profundidades.

Los hombres, empapados de sangre, se colocaron a lo largo de la baranda de popa mientras Irv los regaba con una manguera de agua de mar. Se quitaron los trajes de baño, que estaban para tirar a la basura, y se embadurnaron el cuerpo con pastillas de jabón amarillo y granuloso y, mientras, bromearon sin cesar acerca de los genitales de los demás. Cada uno de ellos recibió un cubo de agua fresca para aclararse. Cuando bajaron a secarse y a ponerse la ropa de calle, Irv regó la cubierta y arrastró los últimos restos de sangre hacia los desagües.

Más tarde, los hombres se entretuvieron un rato practicando el tiro al plato. Charlie e Irv siempre llevaban a bordo dos escopetas y un lanzaplatos para entretener a los clientes cuando los peces no picaban. Los hombres bebieron whisky y cerveza, destrozaron los discos voladores y se olvidaron por completo de la pesca.

Al principio, Colin hacía una mueca cada vez que alguien disparaba una de las escopetas, pero al cabo de un rato las explosiones dejaron de molestarlo.

Aún más tarde, cuando los hombres se cansaron de disparar a aquellos pichones de barro, abrieron fuego sobre las gaviotas que buceaban, en busca de pececitos pequeños, a poca distancia de la embarcación. Las aves no reaccionaron ante el estruendo de los disparos, sino que continuaron alimentándose y lanzando sus extraños grititos estridentes, aparentemente sin darse cuenta de que las estaban eliminando una a una.

A Colin, aquella matanza no le provocó ganas de vomitar, como le hubiera ocurrido tiempo atrás, y tampoco despertó su atención. No sintió absolutamente nada al ver cómo derribaban a las aves y le sorprendió su incapacidad para reaccionar. En su interior se sentía indiferente y perfectamente en calma.

Las escopetas disparaban, y las gaviotas reventaban en el aire. Miles de diminutas gotas de sangre salpicaban el vacío dorado como si fueran perlas de cobre fundido.

A las siete y media se despidieron de Charlie y de Irv y se marcharon a un restaurante del puerto a cenar bistec con langosta. Colin estaba muerto de hambre. Devoró con avidez todo lo que tenía en el plato, sin pensar en ningún momento en el tiburón destripado ni en las gaviotas.

Bastante después de la puesta del sol estival y tardía, su padre lo llevó a casa. Como de costumbre, condujo demasiado deprisa y sin respeto alguno por los demás conductores.

Diez minutos antes de llegar a Santa Leona, Frank Jacobs desvió la conversación de los acontecimientos del día a temas más personales.

—¿Eres feliz con tu madre?

La pregunta puso a Colin en un aprieto. No deseaba discutir, así que se encogió de hombros y dijo:

—Supongo.

—Eso no es una respuesta.

—Quiero decir que supongo que soy feliz.

—¿No lo sabes?

—Soy bastante feliz.

—¿Te cuida bien?

—Claro que sí.

—¿Comes bien?

—Sí.

—Sigues estando muy flaco.

—Como estupendamente.

—No es muy buena cocinera.

—Lo hace bien.

—¿Te da suficiente dinero para tus gastos?

—Oh, sí.

—Yo te podría enviar algo cada semana.

—No lo necesito.

—¿Qué tal si te mandara diez dólares a la semana?

—No tienes por qué hacerlo. Tengo más que suficiente. Lo malgastaría.

—¿Te gusta Santa Leona?

—Está bien.

—¿Sólo, bien?

—Es un sitio estupendo.

—¿Encuentras a faltar a tus amigos de Westwood?

—Allí no tenía ningún amigo.

—Por supuesto que los tenías. Los vi una vez. Aquel chico pelirrojo y…

—Eran solamente chicos de la escuela. Conocidos.

—No tienes que fingir delante de mí.

—No lo hago.

—Sé que los echas de menos.

—En serio que no.

Se desviaron hacia la izquierda, adelantaron un camión que ya excedía el límite de velocidad y volvieron a situarse en el carril de la derecha demasiado pronto.

Detrás de ellos, el camionero tocó la bocina enfadado.

—¿Qué coño le pica a ése? Le he dejado sitio suficiente, ¿no?

Colin no dijo nada.

Frank levantó el pie del acelerador. El vehículo redujo la velocidad de ciento cinco a noventa kilómetros por hora El del camión volvió a tocar la bocina. Frank apretó con fuerza la bocina del Cadillac y la hizo sonar por lo menos durante un minuto para demostrarle al otro conductor que no se sentía intimidado.

Colin echó un vistazo hacia atrás con inquietud. El gran camión se había situado apenas a un metro de distancia del parachoques del coche de su padre. Los faros del camión los deslumbraron.

—¡Cabrón! —exclamó Frank—. ¿Quién coño se ha creído que es?

Redujo la velocidad a sesenta y cinco.

El camión se colocó en el carril de adelantamiento.

Frank desplazó el Cadillac a la izquierda y se colocó delante del camión, cortándole el paso y manteniendo la velocidad a sesenta y cinco.

—¡Ja! ¡Eso hará que se cabree el hijo de puta ese! Eso le dará por el culo, ¿no?

El camionero volvió a tocar la bocina.

Colin estaba sudando.

Su padre se inclinó hacia delante, las manos como garras sobre el volante. Mostraba los dientes y abría los ojos cada vez más, mientras los movía rápidamente atrás y adelante, de la carretera al retrovisor. Parecía respirar con dificultad, casi jadeaba.

El camión se cambió al carril derecho.

Frank le volvió a cortar el paso rápidamente.

Al final, el camionero pareció darse cuenta de que se estaba enfrentado a un borracho o a un loco y que la mejor forma de actuar era teniendo el máximo cuidado. Redujo la velocidad a cincuenta y se quedó atrás.

—Eso le servirá de lección a ese jodido imbécil. ¿Es que se creía que era el dueño de la maldita carretera?

Tras haber ganado la batalla, volvió a poner el Cadillac a ciento diez y se perdieron rápidamente en la noche.

Colin cerró los ojos.

Circularon en silencio durante unos cuantos kilómetros y, luego, Frank dijo:

—Y, siguiendo con eso de tus amigos de Westwood, ¿qué te parecería volver allí y vivir conmigo?

—¿Quieres decir para siempre?

—¿Por qué no?

—Bueno…, supongo que estaría bien —contestó, porque sabía que aquello era imposible.

—Veré lo que puedo hacer, muchacho.

Colin lo miró alarmado.

—Pero el juez le concedió a mamá mi custodia. Tú sólo tienes derecho a visitarme.

—Tal vez eso pueda cambiar.

—¿Cómo?

—Hay varias cosas que tendríamos que hacer, y un par de ellas no serían precisamente agradables.

—¿Qué cosas?

—Una de las cosas es que tendrías que estar dispuesto a comparecer ante el tribunal y decir que no eres feliz viviendo con tu madre.

—¿Tendría que hacer eso antes de que decidieran cambiar la situación?

—Estoy casi seguro de que sería así.

—Supongo que tienes razón —accedió Colin, sin comprometerse.

Se relajó un poco, porque no pensaba decir nada parecido en el tribunal.

—Tienes huevos para hacerlo, ¿verdad?

—Oh, claro que sí —respondió y, para conocer la estrategia del enemigo, preguntó—: ¿Qué más tendríamos que hacer?

—Bueno, habríamos de demostrar que no es una buena madre.

—Pero eso no es verdad.

—Vaya, no lo sé. Tengo la impresión de que podríamos probar un cargo de falta de moralidad ante cualquier juez.

—¿Cómo?

—Esa gente del mundillo de la pintura —contestó Frank, malhumorado—. Esa gente con la que trata.

—¿Qué les pasa?

—Esos artistas poseen valores diferentes a los de la mayoría de la gente. Y se enorgullecen de ello.

—No te entiendo.

—Bueno…, ideas políticas extravagantes, ateísmo, drogas…, orgías. Se acuestan con todo el que pillan.

—¿Crees que mamá…?

—Detesto tener que decir esto.

—Pues no lo hagas.

—Por tu bien debo considerar la posibilidad.

—Ella no… hace esas cosas —replicó Colin, si bien no estaba seguro de si era así o no.

—Tienes que enfrentarte a la realidad de esta vida, muchacho.

—Ella no hace esas cosas.

—Es humana. Podría sorprenderte. Puedes estar absolutamente seguro de que no es ninguna santa.

—No puedo creer que estemos hablando de algo así.

—Es algo que vale la pena tener en cuenta, que merece que investiguemos si ayudaría a que volvieses conmigo. Un chico necesita tener a su padre cerca mientras está creciendo. Necesita tener a un hombre que le enseñe a convertirse a su vez en un hombre.

—Pero ¿cómo podrías demostrar que ella… hace ese tipo de cosas?

—Hay detectives privados.

—¿Serías capaz de contratar a un puñado de detectives que vigilen todos sus movimientos?

—No quiero hacerlo. Pero podría ser necesario. Sería la forma más rápida y más fácil de saber a qué se dedica.

—No lo hagas.

—Solamente lo haría por ti.

—Entonces, no lo hagas.

—Quiero que seas feliz.

—Lo soy.

—En Westwood serías más feliz.

—Por favor, papá, yo no sería feliz si contrataras a una manada de sabuesos para perseguir a mamá.

Su padre frunció el entrecejo:

—¿Sabuesos? ¿Quién está hablando de sabuesos? Mira, esos detectives son profesionales. No son matones. No le harían daño. Ella ni siquiera sabría que la están vigilando.

—Por favor, no lo hagas.

—Espero que no sea necesario —fue todo lo que dijo su padre.

Colin pensó en la posibilidad de regresar a Westwood, de volver a vivir con su padre; y fue como tener una pesadilla sin estar dormido.