Su padre llegó en un Cadillac blanco a las siete y cinco, y Colin lo estaba esperando en la acera de la casa.
El viejo le dio unas palmadas en el hombro y le preguntó:
—¿Qué tal, hijo?
—Bien —respondió Colin.
—¿Preparado para pescar unos cuantos de los grandes?
—Supongo.
—Hoy picarán.
—¿Picarán?
—Eso es lo que dicen.
—¿Quiénes?
—Los que saben.
—¿Los peces?
Su padre le lanzó una mirada.
—¿Qué?
—¿Quiénes son los que saben?
—Charlie e Irv.
—¿Quiénes son?
—Los tipos que se encargan de alquilar las barcas.
—Ah.
A Colin algunas veces le costaba creer que Frank Jacobs fuera de verdad su padre. No se parecían en absoluto. Frank era un hombre corpulento, ágil, robusto, de metro noventa de altura, ochenta y cinco kilos de peso, brazos largos y manos grandes y curtidas. Era un pescador excelente, un cazador que había obtenido muchos trofeos y un arquero muy diestro. Le gustaba jugar al póker, asistir a fiestas, bebía mucho, aunque no era un borracho, se mostraba extrovertido, el típico machote. Colin admiraba algunas de las cualidades de su padre, pero había muchas cosas que se limitaba a tolerar y unas cuantas que despertaban en él cólera, temor e incluso odio. Por ejemplo, Frank se negaba sistemáticamente a admitir sus errores, aunque fueran del todo evidentes. En las raras ocasiones en que no tenía más remedio que admitir que se había equivocado, se enfurruñaba como un chiquillo malcriado, como si fuera totalmente injusto hacerle responsable del resultado de sus errores. Nunca leía libros, tan sólo revistas para deportistas, y, sin embargo, tenía una opinión firme sobre cualquier cosa, desde la situación árabe-israelí hasta el ballet estadounidense; y defendía con obstinación y a gritos sus puntos de vista infundados, sin siquiera darse cuenta de que hacía el ridículo. Lo peor de todo era que perdía los estribos ante la mínima provocación y le costaba un gran esfuerzo recuperar la compostura. Cuando estaba muy enfadado se comportaba como un loco furioso: vociferaba acusaciones paranoicas, profería alaridos, daba golpes y rompía cosas. En más de una ocasión se había peleado a puñetazos. Y era uno de esos hombres que pegan a sus esposas.
También conducía demasiado deprisa y de forma imprudente. Durante los cuarenta minutos que duró el viaje en dirección sur hacia Ventura, Colin estuvo sentado tenso y rígido, con las manos pegadas a los lados del cuerpo y los puños apretados, temeroso de mirar a la carretera, pero también temeroso de no mirar. Se sorprendió enormemente de que llegaran vivos al puerto.
La embarcación se llamaba Erica Lynn. Era grande, blanca y estaba bien cuidada, pero despedía un desagradable olor que sólo Colin parecía percibir, una mezcla de gasolina y de hedor a pescado.
El grupo de pesca lo formaban Colin, su padre y nueve amigos de su padre. Todos ellos eran hombres altos, bronceados, de aspecto duro, igual que Frank, y tenían nombres como Jack, Rex, Pete y Mike.
Mientras el Erica Lynn encendía los motores, efectuaba las maniobras pertinentes para salir de la bahía y se dirigía hacia la mar abierta, se sirvió una especie de desayuno en la cubierta situada detrás de la cabina del piloto. Había varios termos llenos de bloody mary, dos clases de pescado ahumado, cebollas verdes picadas, tajadas de melón y panecillos tiernos.
Colin se abstuvo de comer, porque, como de costumbre, le invadió una ligera sensación de mareo en el momento en que el barco empezó a alejarse del muelle. Sabía por experiencia que, aproximadamente al cabo de una hora, se encontraría restablecido, pero, hasta que se acostumbrase al movimiento del barco, no estaba dispuesto a arriesgarse a comer nada. Incluso se arrepintió de haberse tomado las dos galletas y el zumo de naranja, si bien hacía ya una hora de eso.
Al mediodía, los hombres comieron salchichas y bebieron mucha cerveza. Colin mordisqueó un panecillo, se bebió una Pepsi y trató de mantenerse apartado de todo el mundo.
A aquellas alturas, ya todos habían llegado a la conclusión de que Charlie e Irv estaban equivocados. Los peces no picaban.
Empezaron el día intentando pescar peces en aguas poco profundas, a un par de kilómetros de la orilla, pero los bancos de peces parecían encontrarse vacíos, como si todos los habitantes acuáticos de los alrededores se hubieran marchado de vacaciones. A las diez y media se alejaron hacia aguas más profundas, donde prepararon las cañas para pescar piezas mayores. Pero los peces tampoco picaron.
La combinación de energía exuberante, aburrimiento, frustración y demasiado alcohol crearon una atmósfera explosiva. Colin se dio cuenta de que se avecinaban problemas mucho antes de que los hombres decidieran practicar sus juegos peligrosos, violentos y sangrientos.
Después de comer, pescaron arrastrando el anzuelo y moviéndose en zigzag: al noroeste, al sur, al noroeste, al sur, empezando a unos dieciséis kilómetros de la orilla y navegando mar adentro. Maldijeron a los peces que no aparecían y al calor que no desaparecía. Se quitaron la camisa y los pantalones, y se pusieron los trajes de baño que habían llevado; y el sol oscureció aún más sus ya bronceados cuerpos. Contaron chistes verdes y hablaron de mujeres como si estuvieran discutiendo los relativos méritos de los coches deportivos. Poco a poco empezaron a dedicar más tiempo a beber que a vigilar las cañas de pescar, alternando tragos de whisky con latas de Coors fría. El océano azul cobalto estaba extraordinariamente calmado, como una balsa de aceite. Las aguas ondeaban con suavidad, casi con indolencia, bajo el casco de la embarcación.
El motor emitía un ruido monótono, chaga-chaga-chaga-chaga-chaga, que casi se podía sentir, además de oír. El cielo estival era tan azul como una llama de gas. Whisky y cerveza. Whisky y cerveza. Colin sonreía a menudo, hablaba cuando le hablaban, pero la mayor parte del tiempo trataba de pasar desapercibido.
A las cinco aparecieron los tiburones y, a partir de entonces, el día se puso muy feo.
Diez minutos antes, Irv había vuelto a intentar pescar, vaciando cubos de cebo apestoso y troceado en la estela del barco, con la intención de atraer a peces grandes. Había hecho lo mismo media docena de veces con anterioridad, y siempre sin éxito; pero, incluso bajo las miradas penetrantes de sus clientes desilusionados, continuó demostrando que confiaba en sus métodos.
Charlíe fue el primero en observar el hecho desde su puesto en el puente. Avisó por el altavoz:
—Tiburones a popa, caballeros. Aproximadamente a unos ciento treinta y cinco metros.
Los hombres se agolparon a lo largo de la barandilla. Colin pudo encontrar un hueco entre su padre y Mike, y se apretujó allí.
—A noventa metros —anunció Charlie.
Colin entrecerró los ojos, concentrándose con todas sus fuerzas en el paisaje líquido, pero no pudo ver los tiburones por parte alguna. El sol centelleaba sobre el agua. Parecía haber millones y millones de seres vivos serpenteando sobre la superficie del mar, pero la mayor parte no eran más que chispas de luz moviéndose de un punto a otro de las olas.
—¡A setenta metros!
Se oyó un grito cuando varios de los hombres divisaron los tiburones al mismo tiempo.
Un momento después, Colin vio una aleta. Luego, otra, dos más. Finalmente, una docena.
De repente, el sedal de una de las cañas empezó a desenrollarse del carrete.
—¡Ha picado uno! —gritó Pete.
Rex saltó hacia la tumbona de cubierta detrás de la caña doblada y tambaleante. Mientras Irv lo bajaba con la cuerda, Rex extrajo el aparejo, sumergido en las profundidades del mar, de las abrazaderas de acero que lo habían estado sujetando.
—Maldita sea, los tiburones no son más que una mierda de peces —comentó Jack con desdén.
—Nunca conseguirás un trofeo por un tiburón, por muy jodidamente grande que sea —añadió Pete.
—Lo sé —admitió Rex—. Y tampoco estoy dispuesto a comerme el maldito animal. ¡Pero te juro que no voy a dejar que se escape ese hijo de puta!
Algo mordió el anzuelo del segundo sedal y salió corriendo con él. Mike reclamó aquella silla.
Al principio fue una de las cosas más excitantes que Colin había visto en su vida. Aunque aquélla no era la primera vez que participaba en una expedición de pesca, observó con admiración cómo los hombres luchaban por conseguir sus presas. Gritaban y decían palabrotas, y los demás los animaban. Los músculos de sus gruesos brazos resaltaban. En los cuellos y en las sienes sobresalían las venas. Gruñían, se agitaban y hacían fuerza, estirando y enrollando el sedal, estirando y enrollando. Pronto estuvieron empapados en sudor e Irv les secó el rostro con un trapo blanco, para impedir que les llegara a los ojos.
—¡Mantén tenso el sedal!
—¡No dejes que suelte el anzuelo!
—Hazlo correr más.
—Haz que se agote.
—Ya está agotado.
—Vigila que no enreden los sedales.
—Llevamos un cuarto de hora.
—¡Por Dios, Mike, una viejecita ya lo hubiera atrapado!
—Mi madre ya lo habría atrapado.
—Tu madre tiene un cuerpo como el de Arnold Schwarzenegger.
—¡Está rompiendo aguas!
—¡Ya lo tienes, Rex!
—¡Es grande! ¡Mide más de metro ochenta!
—¡Y el otro! ¡Allí está!
—¡Sigue luchando!
—¿Qué coño vamos hacer con dos tiburones?
—Tendremos que soltarlos.
—Matadlos primero —sugirió el padre de Colin—. Nunca debéis permitir que un tiburón vuelva vivo al mar. ¿No es cierto, Irv?
—Eso mismo, Frank.
—Irv, es mejor que vayas a buscar la pistola —dijo el padre de Colin.
Irv asintió con la cabeza y se alejó a toda prisa.
—¿Qué pistola? —preguntó Colin, molesto. Se sentía incómodo cuando había armas de fuego a su alrededor.
—Tienen a bordo un revólver del 38 para matar tiburones —contestó su padre.
—Está cargado —anunció Irv cuando regresó con el revólver.
Frank lo empuñó y se situó junto a la barandilla.
Colin hubiera querido taparse los oídos, pero no se atrevió a hacerlo. Los hombres se reirían de él y su padre se enfadaría.
—Todavía no veo a ninguno de esos bichos —comentó Frank.
Los robustos cuerpos de los pescadores estaban brillantes de sudor.
Las cañas de pescar parecían dobladas más allá de su punto de ruptura, como si siguieran enteras sólo por la voluntad indomable de los hombres que las controlaban.
—¡Casi ya tienes el tuyo, Rex! ¡Lo estoy viendo! —grito Frank de repente.
—Es un asqueroso hijo de puta —dijo Pete.
—Se parece a Pete —comentó alguien.
—Ya está en la superficie —anunció Frank—. No le queda suficiente sedal para volver otra vez a aguas más profundas, parece estar derrengado.
—Yo también lo estoy —replicó Rex—. Por el amor de Dios, ¿vas a disparar de una vez a ese cabrón?
—Acércamelo un poco más.
—¿Qué coño quieres? ¿Quieres que lo coloque contra una pared y le ponga una venda en los ojos?
Todos se rieron.
Colin vio aquella criatura de piel lisa, gris, semejante a un torpedo, tan sólo a unos seis o nueve metros de popa. Nadaba a poca profundidad, justo bajo las olas, y en la superficie se veía una aleta oscura. Durante un momento permaneció muy quieto y, luego, empezó a luchar y a sacudirse y a revolverse ferozmente para intentar liberarse del anzuelo.
—¡Joder! —exclamó Rex—. Me va a arrancar los brazos.
Cuando consiguieron acercarlo más a pesar de su violento forcejeo, se puso a dar vueltas de un lado a otro, retorciéndose en el anzuelo y dispuesto a desgarrarse las fauces para poder soltarse, pero sólo consiguió introducirse la lengüeta del anzuelo más adentro. Su cabeza plana y malévola salía del agua mientras daba vueltas y, por un instante, Colin contempló aquel ojo brillante y totalmente extraño que relucía con una luz interior feroz y parecía irradiar pura rabia.
Frank Jacobs disparó el revólver.
Colin vio abrirse un boquete a pocos centímetros por detrás de la cabeza del tiburón. El agua quedó salpicada de sangre y de carne.
Todos lo vitorearon.
Frank disparó otra vez. La segunda bala penetró a unos cinco centímetros de la primera.
En aquel momento, el tiburón ya tendría que haber muerto, pero en lugar de ello pareció revivir con las balas.
—¡Mirad cómo se revuelve el hijo de puta!
—No le gusta el plomo.
—Dispara otra vez, Frank.
—Apunta a la cabeza.
—Dispara a la cabeza.
—A un tiburón hay que darle en la cabeza.
—¡Entre los ojos, Frank!
—¡Mátalo, Frank!
—¡Mátalo!
Antes, la espuma que se levantaba alrededor del tiburón era blanca. Ahora era rosada.
El padre de Colin apretó dos veces el gatillo. El gran revólver dio una sacudida entre sus manos. Falló un tiro, pero el otro acertó a la presa exactamente en la cabeza.
El tiburón saltó convulsivamente, como si tratara de subir a bordo, y todos en la embarcación gritaron sorprendidos; pero, de inmediato, cayó hacia atrás, al agua, y se quedó completamente quieto.
Un segundo después, Mike sacó su presa a la superficie y, cuando lo tuvo a tiro, Frank apretó el gatillo. Esta vez hizo una diana perfecta y mató al tiburón del primer disparo.
La espuma del mar se tornó púrpura.
Irv se adelantó a toda prisa con un cuchillo y cortó los dos sedales.
Rex y Mike se desplomaron en sus sillas, aliviados y, con seguridad, doloridos de la cabeza a los pies.
Colin contempló los peces muertos flotando a la deriva y boca arriba sobre las olas.
De repente, sin avisar, el mar empezó a hervir como si se le hubiera aplicado debajo una gran llama. Por todas partes aparecieron aletas, reuniéndose en una pequeña zona junto a la popa del Erica Lynn: una docena…, dos docenas…, cincuenta tiburones o más. Atacaron con furia a sus camaradas muertos, rasgaron y desgarraron aquella carne que era como la suya propia, chocaron unos con otros, luchando por cada bocado, saliendo a la superficie y sumergiéndose, batiéndose en un frenesí devorador inconsciente y salvaje.
Frank vació el revólver sobre el lugar del alboroto. Debió de darle por lo menos a uno de los monstruos, porque la confusión se acrecentó aún más.
Colin hubiera deseado apartar la vista de la masacre, pero no podía. Algo se lo impedía.
—Son unos caníbales —dijo uno de los hombres.
—Los tiburones se lo comen todo.
—Son peores que las cabras.
—Hay pescadores que han encontrado cosas verdaderamente raras en el estómago de los tiburones.
—Sí. Conozco a un tipo que se encontró un reloj de pulsera.
—A mí me dijeron que alguien se encontró una alianza.
—Y otro una caja de puros baratos, empapados de agua.
—Y dentaduras postizas.
—Una moneda poco común que valía una pequeña fortuna.
—Cualquier cosa que la víctima tenga puesta o lleve consigo y que no se pueda digerir se queda allí, en el buche del tiburón.
—¿Por qué no subimos a bordo uno de esos cabrones y vemos lo que esconde entre las tripas?
—Oye, eso podría ser interesante.
—Y lo abrimos en canal aquí, en cubierta.
—A lo mejor nos encontramos una moneda valiosa y nos hacemos ricos.
—Lo más seguro es que nos encontremos un montón de carne de tiburón recién comida.
—Puede que sí, puede que no.
—Por lo menos es hacer algo.
—Tienes razón. Ha sido un día desastroso.
—Irv, será mejor que prepares otra de esas cañas de pescar.
Empezaron de nuevo a beber whisky y cerveza.
Colin se limitó a observar.
Jack se situó en la silla y, dos minutos después, un tiburón mordió el anzuelo. Cuando consiguió acercarlo, el frenesí devorador ya había terminado y la manada se encontraba lejos. Por el contrario, el frenesí a bordo sólo acababa de empezar.
El padre de Colin volvió a cargar el 38. Se inclinó por encima de la barandilla y disparó dos balas sobre el enorme pez.
—Le has dado justo en la cabeza.
—Le has hecho polvo un trozo de su jodido cerebro.
—Los tiburones tienen el cerebro del tamaño de un guisante.
—Igual que tú, ¿no?
—¿Está muerta esa cosa?
—No se mueve.
—Súbelo.
—Vamos a ver lo que tiene dentro.
—A ver si encontramos esa moneda valiosa.
—O la dentadura postiza.
Whisky y cerveza.
Jack enrolló tanto sedal como le fue posible. El tiburón muerto chocó contra la quilla del barco.
—El maldito cabrón mide tres metros.
—Nadie va a subir a ese pequeñín sólo con un garfio.
—A bordo tienen un torno.
—Esto va a ser un follón.
—Pero habrá valido la pena si encontramos esa moneda valiosa.
—Es más probable que encontremos una moneda en tu estómago.
Con cinco hombres, dos cuerdas, tres garfios y un torno eléctrico, se las arreglaron para sacar el tiburón del agua y subirlo por la barandilla de popa, y entonces se les escapó un momento antes de llegar al suelo, de modo que se estrelló contra la cubierta, donde revivió inesperadamente o, mejor dicho, se espabiló, porque las balas lo habían herido y atontado, pero sin producirle la muerte. La bestia se retorció sobre la cubierta, todos saltaron hacia atrás y Pete agarró un garfio, lo blandió y le clavó el gancho en la cabeza, salpicando de sangre a varios de los presentes, y las grandes fauces se abrieron tratando de alcanzar a Pete y otro hombre se adelantó a toda prisa con otro garfio y metió la punta larga en uno de los ojos, mientras que un tercer garfio se introdujo en una de las heridas de bala y había sangre por todas partes, por lo que a Colin le recordó la matanza de los Kingman, y todos los hombres, como iban en traje de baño, estaban manchados y salpicados de sangre y el padre de Colin gritó que todo el mundo se echara hacia atrás y, aunque Irv le dijo que no disparara sobre cubierta, Frank volvió a disparar al tiburón en la cabeza y éste finalmente dejó de moverse y todo el mundo estaba muy excitado, hablando y gritando al mismo tiempo, y se agacharon en medio de la sangre, le dieron la vuelta al tiburón y le abrieron el vientre con el cuchillo de limpiar pescado. La carne blanca se resistió durante un momento, pero luego cedió y dejó al descubierto una mezcla pútrida y viscosa de tripas y pescado a medio digerir y los que aún estaban de pie aclamaban a los otros, mientras los que estaban de rodillas revolvían aquella masa repugnante, buscando la mítica moneda valiosa, la alianza, la caja de puros y la dentadura postiza, riendo y bromeando, incluso lanzándose unos a otros puñados de sangre coagulada.
De repente, Colin reunió las fuerzas suficientes para moverse. Salió disparado hacia la proa del barco, resbaló en la sangre, se tambaleó y casi se cayó, pero recobró el equilibrio. Cuando estuvo alejado de los juerguistas el máximo posible y lo más a proa que pudo, se inclinó y vomitó por encima de la barandilla.
Cuando terminó, su padre estaba allí, imponente por encima de él, la viva imagen de la brutalidad, la piel manchada de sangre, el cabello manchado de sangre, una mirada feroz. Su voz fue suave, pero firme.
—¿Qué te pasa?
—Me he mareado —respondió Colin débilmente—. Sólo estaba mareado. Pero ahora ya ha pasado todo.
—¿Qué demonios te pasa?
—Ya me encuentro bien.
—¿Es que quieres hacerme quedar en ridículo?
—¿Cómo?
—Portándote de esta manera delante de mis amigos.
Colin se lo quedó mirando, sin comprender nada.
—Están haciendo chistes sobre ti.
—Bueno…
—Se están burlando de ti.
Colin estaba mareado.
—Algunas veces me pregunto qué te pasa —añadió su padre.
—No he podido evitarlo, de verdad. He vomitado. No he podido aguantarme.
—A veces me pregunto si de verdad eres mi hijo.
—Lo soy. Por supuesto que lo soy.
Su padre se inclinó más hacia él y lo examinó, como si buscara características delatoras de algún viejo amigo o del lechero. Le apestaba el aliento.
Whisky y cerveza.
Y sangre.
—A veces no te portas en absoluto como un chico. A veces no me da la impresión de que algún día te vayas a convertir en un hombre —comentó su padre con voz tranquila, pero insistente.
—Lo intento.
—¿De veras?
—De veras —respondió Colin, con desesperación.
—Algunas veces te comportas como un afeminado.
—Lo siento.
—Algunas veces te comportas como un jodido maricón.
—No era mi intención avergonzarte.
—¿Quieres serenarte?
—Sí.
—¿Puedes serenarte?
—Sí.
—¿Puedes?
—Claro que puedo.
—¿Lo harás?
—Claro que sí.
—Hazlo.
—Necesito un par de minutos…
—¡Ya! ¡Hazlo ya!
—De acuerdo.
—Serénate.
—Vale. Ya estoy bien.
—Estás temblando.
—No es cierto.
—¿Vas a regresar conmigo?
—Sí.
—Demuestra a esos tíos de quién eres hijo.
—Soy tu hijo.
—Tienes que demostrarlo, muchacho.
—Lo haré.
—Tienes que darme una prueba.
—¿Puedo beberme una cerveza?
—¿Qué?
—Creo que eso me ayudaría.
—¿Te ayudaría a qué?
—Me haría sentir mejor.
—¿Quieres una cerveza?
—Sí.
—¡Bueno, eso ya está mejor!
Frank Jacobs se rió y despeinó el cabello de su hijo con una mano sangrienta.