El despertador sonó a las seis y media.
Se levantó y descorrió las cortinas. Durante uno o dos minutos disfrutó del débil sol de la mañana, que no emitía ninguna voz ni representaba amenaza alguna.
Veinte minutos más tarde estaba duchado y vestido.
Recorrió el pasillo hasta la habitación de su madre y encontró la puerta entreabierta. Llamó con unos débiles golpecitos secos, pero no hubo respuesta. Empujó unos cuantos centímetros la puerta y la vio. Destapada, tumbada boca abajo y con el rostro vuelto hacia él; los nudillos de la mano izquierda, apretados contra la boca relajada. Los párpados se movían como si estuviera soñando, y la respiración era superficial y rítmica. Durante la noche, la sábana se había deslizado, dejando al descubierto la mitad del cuerpo. Parecía estar desnuda bajo las delgadas sábanas. Tenía la espalda al descubierto y Colin vio un esbozo del pecho izquierdo, una excitante sugerencia de plenitud donde se apretaba contra el colchón. Contempló aquella piel tersa, con la esperanza de que ella se diera la vuelta en sueños y revelara el globo entero, blanco y suave.
«¡Es tu madre!».
«Pero tiene un hermoso cuerpo».
«Cierra la puerta».
«Puede que se dé la vuelta».
«Tú no quieres verla».
«¡Vaya si no! ¡Date la vuelta!».
«Cierra la puerta».
«Quiero ver sus pechos».
«Esto es repugnante».
«Sus tetas».
«¡Jo!».
«Estoy seguro de que me gustaría tocárselas».
«¿Te has vuelto loco?».
«Entra sigilosamente en la habitación y tócaselas sin despertarla».
«Te estás volviendo un pervertido. Un asqueroso pervertido. Debería darte vergüenza».
Se sonrojó y cerró la puerta con cuidado. Tenía las manos frías y sudadas.
Descendió las escaleras y desayunó dos galletas y un vaso de zumo de naranja.
Aunque trataba de apartar aquel pensamiento de su mente, no podía pensar en otra cosa, excepto en la espalda desnuda de Weezy y el rotundo contorno de su pecho.
—¿Qué me está pasando? —se preguntó en voz alta.