CAPÍTULO 12

Cuando Colin llegó a su casa a las doce y media, su madre todavía no había regresado de su cita con Mark Thornberg. El coche no estaba en el garaje. La casa se encontraba a oscuras y tenía un aspecto amenazador.

No se atrevía a entrar solo en la casa. Contempló las ventanas vacías, la oscuridad palpitante más allá de los cristales, y tuvo la impresión de que algo lo esperaba dentro, alguna criatura salida de una pesadilla y con la intención de comérselo vivo.

«¡Basta, basta, basta! —se reprendió enojado—. No hay nada que te esté esperando ahí dentro. Nada. No seas tan condenadamente tonto. ¡A ver si creces de una vez! Quieres ser como Roy, pues haz exactamente lo que Roy haría si estuviera aquí. Entra tranquilamente en la casa, que es lo que él haría. Hazlo. Ya. ¡Vamos!».

Sacó la llave, que estaba escondida en el alcorque de una secoya situado al lado de la acera. Le temblaban las manos. Introdujo la llave en la cerradura, vaciló y reunió el valor suficiente para abrir la puerta. Metió una mano dentro y encendió la luz, pero no atravesó el umbral.

La habitación principal estaba desierta.

No había monstruos.

Se dirigió a la esquina de la casa, se metió detrás de unos matorrales y orinó. No quería tener que utilizar el cuarto de baño cuando entrara en la casa. Algo le podría estar esperando allí, detrás de la puerta, detrás de la cortina de la ducha, quizás incluso dentro del cesto de la ropa, algo oscuro y de movimientos rápidos, con ojos feroces, muchos dientes y garras afiladas y puntiagudas.

«¡Basta de pensar estas cosas! Es una locura. Basta ya. Los adultos no temen a la oscuridad. Si no consigo superar pronto este miedo, acabaré en un manicomio. ¡Jo!».

Volvió a colocar la llave en el parterre y entró en la casa. Trató de caminar con seguridad, como lo hubiera hecho Roy; sin embargo, al igual que una marioneta gigante, necesitaba cuerdas de valor para conseguir actuar como un héroe, pero dentro de sí sólo pudo encontrar un hilo muy fino de valentía. Cerró la puerta y se apoyó contra ella. Se quedó totalmente quieto, conteniendo la respiración, escuchando…

Tictac. Un viejo reloj situado sobre la repisa.

Gemidos. El viento al chocar con los cristales.

Nada más.

Echó el cerrojo a la puerta.

Se quedó quieto de nuevo.

Escuchó.

Silencio.

De repente cruzó la sala de estar a toda prisa, esquivando los muebles, e irrumpió en el vestíbulo de la planta baja, encendió la luz de un manotazo, no vio nada fuera de lo común, subió las escaleras como un rayo, encendió las luces del pasillo del segundo piso, entró corriendo en su dormitorio, encendió las luces de allí, se sintió algo mejor al comprobar que seguía estando solo, abrió de un tirón la puerta del armario, no encontró ni hombres lobo ni vampiros acechando entre la ropa, empujó la puerta del dormitorio, echó el cerrojo, la bloqueó con una silla de respaldo recto, corrió las cortinas de las ventanas, para que nadie pudiera verlo desde fuera, y, jadeando, se desplomó sobre el colchón. No le hizo falta mirar debajo de la cama: estaba construida sobre una plataforma que llegaba hasta el suelo.

Se encontraba a salvo hasta la mañana siguiente; a menos, por supuesto, que algo echara abajo la puerta a pesar de la silla atrancada bajo el pomo.

¡Basta!

Se levantó, se desnudó, se puso un pijama azul, puso el despertador a las seis y media, a fin de estar listo cuando llegara su padre, se deslizó bajo las sábanas y ahuecó la almohada. Cuando se quitó las gafas, los extremos de la habitación se volvieron borrosos, pero, como ya había tomado sus precauciones y asegurado el territorio, no tenía que permanecer alerta al cien por cien. Se acostó boca arriba y durante mucho tiempo permaneció escuchando los ruidos de la casa.

¡Click! Creeeeeeek… Un suave gruñido, un chasquido breve, un chillido casi inaudible. Solamente los sonidos normales de una casa. Ni más ni menos.

Incluso cuando su madre estaba en casa, Colin dormía con una luz encendida. Pero esa noche, a menos que ella regresara antes que él se quedara dormido, dejaría encendidas todas las luces. La habitación estaba tan iluminada como un quirófano dispuesto para una intervención quirúrgica.

La visión de sus pertenencias le proporcionó un poco de bienestar. Quinientos libros de bolsillo llenaban dos estanterías altas. Las paredes estaban decoradas con carteles: Bela Lugosi en Drácula; Christopher Lee en El horror de Drácula; el monstruo de La mujer y el monstruo; Lon Chaney, hijo, como el Hombre Lobo; el monstruo de Alien, de Ridley Scott; y el cartel de la espectral autopista nocturna de Encuentros en la tercera fase. Sus maquetas a escala de monstruos, que él mismo había construido con juegos de piezas para armar, se hallaban alineadas en una mesa al lado del escritorio. Un espíritu necrófago de plástico deambulaba eternamente por un cementerio pintado a mano. El monstruo de Frankenstein estaba allí de pie, con los brazos de plástico extendidos y el rostro petrificado en una mueca de puro odio. En total, una docena de maquetas. Las numerosas horas dedicadas a su construcción fueron horas durante las que se sintió capaz de vencer el temor a la noche y a la percepción de su voz siniestra; puesto que, mientras sostenía entre sus manos aquellos artificiales símbolos del mal, tenía la sensación de que podía controlarlos, de que era su amo, y, curiosamente, se sentía superior a los monstruos reales que representaban.

¡Click!

Creeeeeeeek

Después de un rato se acostumbró a los ruidos originados en la casa y casi dejó de oírlos. Y en su lugar oyó la voz de la noche, la voz que nadie más parecía ser capaz de oír. Presente desde la puesta del sol hasta el amanecer, una constante presencia maligna, un fenómeno sobrenatural, la voz de los muertos que querían regresar de sus tumbas, la voz del diablo. Farfullaba enloquecida, se reía con estridencia, se reía entre dientes, respiraba jadeante, siseaba, murmuraba palabras sobre sangre y muerte. En tonos sepulcrales hablaba de una cripta malsana, húmeda y sin ventilación, de los muertos que todavía caminaban, de carne agusanada. Para la mayoría de las personas se trataba de una voz subliminal que solamente hablaba en el subconsciente; sin embargo, Colin era absolutamente consciente. Un susurro constante. Unas veces, un grito. Otras veces, un fuerte alarido incluso.

La una.

¿Dónde demonios estaba su madre?

¡Tap-tap-tap!

Algo en la ventana.

Tap. Tap-tap. Tap-tap-tap-tap. Tap.

Sólo una polilla muy grande golpeando el cristal. Eso era todo. Tenía que ser eso. Solamente una polilla.

La una y media.

Se pasaba casi todas las noches a solas. No le importaba cenar solo. Ella tenía que trabajar mucho y estaba en su derecho de citarse con hombres, ahora que volvía a estar soltera. ¿Pero era necesario que lo dejara solo cada noche a la hora de irse a dormir?

Tap-tap.

Otra vez la polilla.

Tap-tap-tap.

Trató de ignorar el sonido de la polilla y se puso a pensar en Roy. Qué gran tipo era. Qué gran amigo. Qué compañero tan estupendo. Hermanos de sangre. Todavía podía sentir el pinchazo superficial en la palma de la mano, latiendo débilmente. Roy estaba de su parte, estaba allí para ayudarlo, ahora y para siempre, para siempre jamás, o al menos hasta que uno de ellos muriera. Eso era lo que significaba ser hermanos de sangre. Roy lo protegería.

Pensó en su mejor amigo, sustituyó las visiones de monstruos por imágenes de Roy Borden, acalló la voz de la noche con el recuerdo de la voz de Roy y, poco antes de las dos, se durmió. Pero tuvo pesadillas.