Transportaron a mano sus bicicletas por la última calle empinada que conducía hacia la casa ruinosa que surgía en lo alto. Con cada paso que daban, la ansiedad de Colin se acrecentaba.
«Sí que tiene el aspecto de estar encantada», pensó.
La casa Kingman se hallaba situada dentro de los límites de Santa Leona y, sin embargo, estaba separada del resto de la ciudad, como si todo el mundo tuviera miedo de construir en sus proximidades. Se alzaba sobre la cima de una colina y ocupaba unas dos hectáreas y media de terreno. Por lo menos la mitad de aquellas tierras fueron en otros tiempos jardines tradicionales y bien cuidados, pero hacía ya tiempo que se encontraban deteriorados.
El tramo norte de Hawk Drive se convertía en un callejón sin salida y formaba un amplio espacio que permitía dar la vuelta a un vehículo frente a la propiedad de los Kingman, y las farolas no llegaban hasta el final de la calle, así que la vieja mansión y sus alrededores cubiertos de maleza se hallaban envueltos misteriosamente por las sombras más negras, solamente iluminados por la luz de la luna. En los dos tercios inferiores de la colina, a ambos lados de la carretera, se habían edificado casas unifamiliares modernas, de estilo californiano y sujetas de forma precaria a las pendientes, esperando con asombrosa paciencia un alud de barro o el siguiente movimiento de la Falla de San Andrés. La casa Kingman era la única construcción que ocupaba el tercio superior de la colina y parecía esperar algo más terrorífico, algo mucho más malévolo que un terremoto.
La mansión estaba orientada hacia el centro de la ciudad, extendida a sus pies, y hacia el mar, que no era visible de noche más que en su forma negativa, como una vasta extensión de oscuridad. Construida a imitación del estilo Victoriano, era una ruina enorme de distribución irregular, con demasiadas chimeneas de adorno y demasiados gabletes, y con el doble de ornamentación recargada alrededor de aleros, ventanas y verjas de lo que exige el estilo Victoriano. Las tormentas habían arrancado varias tablillas del techo. Algunas partes de los adornos de madera estaban rotos y en otros sitios se habían caído. En los lugares donde todavía quedaban postigos, éstos con frecuencia colgaban inclinados, sostenidos por un solo soporte. La pintura blanca sufría el deterioro del contacto con la intemperie. Las tablas de madera presentaban un color gris plateado, se hallaban descoloridas por el efecto del sol y el constante viento procedente del mar, y tenían manchas de humedad. Los peldaños del porche principal se habían hundido y las barandas tenían agujeros. La mitad de las ventanas se encontraban cerradas por casualidad, pero el resto de ellas carecían de protección y, por lo tanto, los cristales estaban rotos; la luz de la luna revelaba fragmentos de cristales puntiagudos, similares a dientes transparentes que mordieran el oscuro vacío en los lugares donde se habían arrojado piedras. A pesar de su estado lamentable, la casa Kingman no tenía el aire de una casa en ruinas; no provocaba tristeza en los corazones de aquellos que la contemplaban, como sucede con muchas mansiones que en otros tiempos fueron nobles, pero que luego se convirtieron en edificios decrépitos; de alguna manera, parecía llena de vitalidad, viva… incluso de una forma estremecedora. Si de una casa se pudiera decir que ofrece una actitud humana, un aspecto emotivo, en este caso se podría afirmar que aquélla estaba enfadada, muy enfadada. Furiosa.
Dejaron las bicicletas en la entrada principal, una gran verja de hierro oxidado y con un dibujo en el centro en forma de sol.
—Vaya lugar ¿eh? —comentó Roy.
—Sí.
—Vamos allá.
—¿Quieres entrar?
—Claro.
—No tenemos linterna.
—Bueno, al menos subamos hasta el porche.
—¿Por qué? —preguntó Colin, temblando.
—Podemos mirar por las ventanas.
Roy atravesó la verja abierta y empezó a andar por el camino de baldosas rotas, a través de la maraña de maleza. Colin lo siguió unos cuantos pasos; luego, se detuvo y dijo:
—Espera. Roy, espera un segundo.
Roy se volvió.
—¿Qué pasa?
—¿Has estado aquí antes?
—Por supuesto.
—¿Has entrado?
—Una vez.
—¿Viste fantasmas?
—¡Qué va! No creo en los fantasmas.
—Pero dijiste que la gente ve cosas aquí.
—Otra gente. Yo no.
—Y que la casa estaba encantada.
—Te he dicho que la gente dice que está encantada. Yo creo que no son más que tonterías. Pero sabía que te gustaría este lugar, siendo tan aficionado a las películas de terror y todo eso.
Roy empezó a andar otra vez por la senda.
Después de algunos pasos más, Colin volvió a decir:
—Espera.
Roy miró hacia atrás y sonrió.
—¿Estás asustado?
—No.
—¡Ja!
—Es que me gustaría preguntarte algunas cosas.
—Pues date prisa y pregunta.
—Has dicho que aquí murió mucha gente.
—Siete personas. Fueron seis asesinatos y un suicidio.
—Cuéntame lo que pasó.
Durante los últimos veinte años, la auténtica tragedia de los asesinatos de los Kingman se había convertido en una historia adornada, una leyenda espeluznante de Santa Leona, recordada principalmente durante la víspera de Todos los Santos y compuesta de mito y verdad, quizá más de lo primero que de lo segundo, según el narrador. Pero los hechos básicos del caso eran simples, y Roy se mantuvo fiel a ellos cuando le relató la historia a Colin.
Los Kingman eran ricos. Robert Kingman fue el único hijo de Judith y Big Jim Kingman, y la madre murió de una hemorragia durante el parto. Big Jim era ya entonces un hombre rico y su riqueza se incrementó con el paso de los años. Ganó millones en California con asuntos de negocios inmobiliarios, de fincas, de petróleo y con los derechos sobre el agua de riego. Era un hombre alto y corpulento, al igual que su hijo, y le gustaba alardear de que no existía nadie al oeste del Mississippi capaz de comer más carne, beber más whisky o ganar más dinero que él. Poco antes de cumplir veintidós años, Robert heredó todas las propiedades de Big Jim cuando éste, que había bebido demasiado whisky, se atragantó con un pedazo grande y mal masticado de filet mignon y murió. Perdió aquel concurso de comida ante un hombre que todavía no había ganado su primer millón de dólares con accesorios para tuberías, pero que, por lo menos, pudo jactarse de haber sobrevivido a la fiesta. Robert no desarrolló el carácter competitivo de su padre hacia la comida y la bebida, aunque sí adquirió el sentido de los negocios del viejo y, aún siendo bastante joven, logró ganar todavía más dinero con el capital heredado de su padre.
Cuando cumplió veinticinco años contrajo matrimonio con una mujer llamada Alana Lee, mandó construir para ella la casa de estilo Victoriano sobre Hawk Hill y se dispuso a ser el padre de una nueva generación Kingman. Alana no procedía de una familia rica, pero decían de ella que era la muchacha más hermosa del condado y que tenía el carácter más dulce de la provincia. Los hijos empezaron a llegar deprisa; cinco en ocho años: tres chicos y dos chicas. Formaban la familia más respetada de la ciudad, la más envidiada, y también la más amada y admirada. Iban a la iglesia, eran amables, poseían el don de la sencillez en su trato con la gente, a pesar de su elevado nivel social, eran caritativos y participaban de la vida de su comunidad. Resultaba obvio que Robert amaba a Alana, y todo el mundo se daba cuenta de que ella lo adoraba; y los hijos correspondían a su vez al afecto que sus padres les prodigaban.
Una noche de agosto, pocos días antes del duodécimo aniversario de boda de los Kingman, Robert machacó en secreto dos docenas de píldoras, que un médico le había recetado a Alana para el insomnio periódico, y disolvió el polvo en la bebida y la comida que tomó la familia como piscolabis antes de irse a dormir, así como en diversos alimentos que iban a consumir la doncella, la cocinera y el mayordomo, que vivían en la casa. Él no comió ni bebió nada de lo que había contaminado. Cuando su esposa, los hijos y los sirvientes estuvieron profundamente dormidos, salió al garaje y tomó un hacha de las que se usaban para cortar los troncos de leña con destino a las nueve chimeneas de la mansión. Perdonó la vida a la doncella, a la cocinera y al mayordomo, pero a nadie más. En primer lugar mató a Alana, luego a sus dos hijas y, por último, a los tres chicos. A cada miembro de la familia lo asesinó de la misma manera terrible, brutal y sangrienta: dos hachazos breves y contundentes; uno, vertical y otro, horizontal, formando una cruz, bien sobre la espalda, bien sobre el pecho, según la posición en que estuviera durmiendo el atacado. Una vez hubo concluido, hizo una segunda visita a sus víctimas y a todos ellos los decapitó cruelmente. Bajó la escalera con sus cabezas goteando sangre y las alineó sobre la larga repisa de la chimenea de la sala de estar. Era un cuadro escalofriante y horripilante: seis rostros inanimados y cubiertos de sangre, que lo contemplaban como si fueran los miembros de un jurado o los jueces del tribunal del infierno. Con sus queridos difuntos observándolo, Robert Kingman escribió una breve nota para quienes lo encontraran, a él y al resultado de su locura, a la mañana siguiente: «Mi padre siempre decía que entré en el mundo nadando en un río de sangre, la sangre de mi madre agonizante. Y ahora, en breves momentos, lo abandonaré nadando en otro río similar». Escrita esta curiosa despedida, cargó un revólver Colt del calibre 38, se metió el cañón en la boca, se volvió hacia los rostros de su familia, desencajados por la muerte, y se voló la tapa de los sesos.
Cuando Roy finalizó la narración, Colin sintió un frío intenso que penetró hasta sus huesos. Se abrazó a sí mismo y empezó a temblar violentamente.
—La cocinera fue la primera en despertarse —prosiguió Roy—. Encontró sangre por todo el pasillo y por la escalera, siguió el rastro hasta la sala de estar y vio las cabezas sobre la repisa de la chimenea. Salió corriendo de la casa y descendió por la colina, gritando con todas sus fuerzas. Recorrió casi un kilómetro y medio antes que alguien la hiciera detenerse. Dicen que estuvo a punto de enloquecer a causa de aquello.
La noche daba la impresión de ser más oscura que cuando Roy inició el relato. La luna parecía más pequeña, más lejana que antes.
En una autopista distante, un voluminoso camión cambió de marcha y aceleró. Aquel ruido sonó como el grito de un animal prehistórico.
Colin tenía la boca tan seca como la ceniza. Hizo un acopio de saliva a fin de articular alguna palabra, pero sólo le salió un hilillo de voz.
—Por el amor de Dios, ¿por qué? ¿Por qué los mató?
Roy se encogió de hombros.
—No había ninguna razón.
—Tenía que haber una.
—Si la hubo, nadie consiguió jamás averiguarla.
—Quizás hizo alguna mala inversión y perdió todo su dinero.
—Nada de eso. Dejó una fortuna.
—Puede que su esposa estuviera a punto de abandonarlo.
—Todos sus amigos decían que era muy feliz en su matrimonio.
El ladrido de un perro.
El silbido de un tren.
El viento susurrando entre los árboles.
El movimiento furtivo de lo invisible.
La noche hablaba por todos lados alrededor de Colin.
—Un tumor cerebral —apuntó.
—Mucha gente pensó lo mismo.
—Apostaría a que fue eso. Apostaría a que Kingman tenía un tumor cerebral o algo por el estilo, algo que le hizo actuar como si hubiera perdido la cabeza.
—En aquella época ésa fue la teoría más generalizada. Sin embargo, la autopsia no reveló ningún síntoma de enfermedad cerebral.
Colin frunció el ceño.
—Pareces haber considerado todos los hechos del caso.
—Lo conozco casi tan bien como si me hubiera sucedido a mí.
—Pero ¿cómo sabes lo que la autopsia reveló?
—Me leí todo lo que se publicó.
—¿Dónde?
—La biblioteca tiene todos los artículos atrasados del News Register de Santa Leona en microfilme.
—¿Investigaste sobre el caso?
—Sí. Es exactamente el tipo de asunto que me interesa. ¿Te acuerdas de lo que te dije? La muerte. La muerte me fascina. En cuanto me contaron la historia de los Kingman, tuve ganas de saber más. Muchísimo más. Deseaba conocer con precisión hasta el último detalle. ¿Lo entiendes? Quiero decir, ¿acaso no hubiera sido fabuloso estar en esta casa aquella noche, la noche en que ocurrió, sólo observando, escondido en un rincón, precisamente esa noche, oculto y viendo cómo actuaba aquel hombre, siendo testigo de cómo los asesinaba a todos y luego se suicidaba? ¡Imagínatelo! Sangre por todas partes. ¡Nunca has visto tanta maldita sangre en toda tu vida! Sangre en las paredes, empapando las sábanas y secándose allí, resbaladizos charcos de sangre por el suelo, sangre en las escaleras, sangre salpicando los muebles… ¡Y aquellas seis cabezas encima de la repisa de la chimenea! ¡Vaya bombazo! ¡Qué bombazo tan fabuloso!
—Otra vez te estás poniendo raro.
—¿Te hubiera gustado estar allí?
—No, gracias. Ni a ti tampoco.
—¡Te juro que me hubiera encantado!
—Si hubieras visto toda aquella sangre, habrías vomitado.
—Yo no.
—Sólo estás tratando de que me muera de asco.
—Te equivocas otra vez.
Roy empezó a caminar hacia la casa.
—Espera un momento —dijo Colin.
Esta vez no se volvió. Ascendió por los peldaños hundidos y empezó a caminar por el porche.
Colin se reunió con él, pues prefería cualquier cosa antes que quedarse solo.
—Háblame de los fantasmas.
—Algunas noches aparecen luces extrañas en la casa. Y los que viven más abajo, en la falda de la colina, dicen que hay veces que oyen a los niños Kingman proferir alaridos de terror y gritar pidiendo auxilio.
—¿Oyen a los niños muertos?
—Gimiendo y pataleando.
De repente, Colin se dio cuenta de que estaba apoyado en una de las ventanas rotas del primer piso. Se apartó inmediatamente.
Roy prosiguió con aire tétrico:
—Algunos dicen que han visto espíritus que brillan en la oscuridad, cosas disparatadas, niños decapitados que salen a este porche y corren de un lado para otro como si los persiguiera alguien… o algo.
—¡Caray!
—Lo que probablemente han visto es a un grupo de chiquillos tratando de embaucar a todo el mundo —añadió Roy, riéndose.
—O tal vez no.
—¿Qué otra cosa entonces?
—Puede ser que simplemente hayan visto lo que dicen haber visto.
—Pues es verdad que crees en los fantasmas.
—Tengo una mente receptiva —replicó Colin.
—¿Sí? Bueno, pues lo mejor es que tengas más cuidado con la clase de basura que metes dentro o acabarás teniendo una cloaca al descubierto.
—Qué listo eres.
—Todo el mundo lo dice.
—Y además modesto.
—Eso también lo dice todo el mundo.
—¡Jo!
Roy se acercó a la ventana rota y miró dentro.
—¿Qué ves? —preguntó Colin.
—Ven y lo verás.
Se puso a su lado y miró al interior de la casa.
Un olor rancio y extremadamente desagradable salía por la ventana rota.
—Es la sala de estar —comentó Roy.
—No veo nada.
—Es la habitación donde está la repisa de la chimenea sobre la que alineó las cabezas.
—¿Qué repisa? Ahí dentro está oscuro como boca de lobo.
—En un par de minutos se nos habrán acostumbrado los ojos a la oscuridad.
Algo se movió en la sala de estar. Se oyó un leve crujido, luego un estrépito repentino y el sonido de algo que se abalanzaba hacia la ventana.
Colin dio un salto atrás. Tropezó con sus propios pies y se cayo al suelo con un gran estruendo.
Roy lo miró y estalló en carcajadas.
—¡Roy, hay algo ahí dentro!
—Ratas.
—¿Qué?
—No son más que ratas.
—¿Hay ratas en la casa?
—Por supuesto que las hay en un sitio viejo y putrefacto como éste. O también es posible que lo que hayamos oído sea un gato vagabundo. O tal vez las dos cosas, un gato persiguiendo a una rata. Pero te garantizo algo: no se trata ni de un fantasma ni de un espíritu necrófago. ¡Tranquilízate, por Dios!
Roy volvió a ponerse de cara a la ventana y se inclinó hacia dentro con la cabeza ladeada, escuchando, observando.
Sintiéndose más herido en su orgullo que en su carne, Colin se puso en pie con presteza y agilidad, pero no volvió a la ventana. Permaneció de pie junto a la desvencijada baranda y miró en dirección oeste hacia la ciudad y, luego, hacia el sur a lo largo de Hawk Drive.
Después de un momento dijo:
—¿Por qué no han echado esto abajo? ¿Por qué no han construido aquí casas nuevas? Estos terrenos deben de tener mucho valor.
—Toda la fortuna de los Kingman, incluida esta propiedad, fue a parar al Estado —contestó Roy, sin separar la vista de la ventana.
—¿Por qué?
—No quedaba ningún pariente vivo en ninguna de las dos ramas de la familia, ningún heredero.
—¿Y qué va a hacer el Estado con esta propiedad?
—Durante veinte años se las han apañado para no hacer absolutamente nada, nada de nada, cero. Una vez, se rumoreó que se iban a vender la casa y las tierras en subasta pública. Luego dijeron que se construiría un parque pequeño. Todavía se oye de vez en cuando el rumor de lo del parque, pero nunca hacen nada. ¿Quieres callarte un momento? Creo que por fin mis ojos empiezan a habituarse a la oscuridad. Tengo que concentrarme en esto.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que hay ahí dentro que te interesa tanto?
—Estoy tratando de ver la repisa.
—Ya estuviste aquí antes. Ya la has visto.
—Intento imaginarme que ésta es aquella noche. La noche en que Kingman se volvió loco. Estoy tratando de imaginar cómo ocurrió. El sonido del hacha… Casi puedo oírlo…, juuuuuush-chank, juuuuuush-chank… Y quizás un par de alaridos breves…, los ruidos de sus pisadas bajando la escalera…, pisadas muy fuertes…, la sangre…, toda aquella sangre…
La voz de Roy se hizo gradualmente más débil, como si se hubiera autohipnotizado.
Colin caminó hasta el extremo del porche. Las tablas de madera crujieron bajo sus pies. Se apoyó en la barandilla tambaleante y dobló el cuello para poder echar un vistazo en torno a la parte lateral de la casa. Solamente pudo distinguir el jardín lleno de maleza alta en tonos grises, negros y plateados como la luz de la luna: césped hasta la altura de la rodilla, setos descuidados, naranjos y limoneros doblándose hacia el suelo por el peso de sus ramas, que nadie había podado, rosales desparramados, algunos con pálidas flores, blancas o amarillas que parecían nubéculas de humo en la oscuridad, y un centenar de otras plantas entrelazadas, formando una única maraña en la oscuridad de la noche.
Tuvo la sensación de que algo lo observaba desde las profundidades del jardín. Algo que no era humano.
«No seas infantil», pensó. «Ahí no hay nada. Esto no es una película de terror. Esto es la vida».
Trató de mantener la calma, pero la posibilidad de que lo estuvieran observando se convirtió en un hecho patente, al menos en su mente. Sabía que, si permanecía allí mucho tiempo, seguramente lo agarraría una criatura con grandes garras y lo arrastraría al interior de la densa maleza, y allí la bestia lo torturaría a placer. Se alejó del jardín y se reunió con Roy.
—¿Nos vamos ya?
—Veo toda la habitación.
—¿En la oscuridad?
—Veo bastantes cosas.
—¿Sí?
—Veo la repisa.
—¿Sí?
—Sobre la que alineó las cabezas.
Como si lo atrajera un imán más potente que su voluntad, Colin se colocó al lado de Roy, se inclinó adelante y echó un vistazo al interior de la casa de los Kingman. Allí dentro estaba extraordinariamente oscuro, pero pudo ver un poco más de lo que había visto un rato antes: formas extrañas, tal vez muebles rotos apilados y otros escombros; sombras que parecían moverse pero que, por supuesto, permanecían quietas; y la repisa de mármol blanco encima de la enorme chimenea, el altar sobre el que Robert Kingman ofreció a su familia sacrificada.
De repente, tuvo la sensación de que aquél era un lugar del que debía mantenerse apartado a partir de aquel mismo memento, un lugar del que debía mantenerse apartado para siempre. Lo supo instintivamente, en un nivel profundamente animal; y, como si fuera un animal, se le erizaron los pelos de la nuca y siseó de forma suave e involuntaria a través de los dientes.
—¡Fuuuuumb-chank! —dijo Roy.