CAPÍTULO 9

Tras la improvisada ceremonia, Roy se limpió su mano pegajosa en los tejanos y cogió de nuevo su Pepsi medio vacía.

—¿Qué quieres hacer ahora?

—Son más de las once —contestó Colin.

—¿Es que te vas a convertir en una calabaza dentro de una hora?

—Es mejor que vuelva a casa.

—Es temprano.

—Si mi madre vuelve y no estoy allí, empezará a preocuparse.

—Por lo que me has contado, no parece ser la clase de madre que se preocupa demasiado por su hijo.

—No quiero meterme en líos.

—Pensaba que había ido a cenar con ese tal Thornberg.

—Eso fue alrededor de las nueve. Es posible que esté a punto de volver a casa.

—Chico, qué ingenuo eres.

Colin lo miró, suspicaz.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Tardará horas en volver a casa.

—¿Cómo lo sabes?

—A estas horas, han cenado, han tomado coñac y el viejo Thornberg la está metiendo en su cama.

—No sabes lo que dices —replicó Colin, molesto.

Pero recordó el aspecto que tenía su madre cuando salió: descansada, animada y bella, con un vestido ajustado y de gran escote.

Roy lo miró con socarronería, guiñando el ojo.

—¿Te crees que tu madre es virgen?

—Por supuesto que no.

—Entonces, ¿es que se ha convertido de repente en una monja o algo por el estilo?

—¡Jo!

—Reconócelo, chaval, a tu madre le gusta joder como a todo el mundo.

—No quiero hablar de eso.

—Y te aseguro que a mí también me encantaría echarle un polvo.

—¡Basta!

—Sí que estamos susceptibles, ¿eh?

—¿Somos hermanos de sangre o no?

Roy se bebió el final de su refresco.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que si eres mi hermano de sangre tienes que respetar a mi madre, exactamente igual que si fuera la tuya.

Roy colocó la botella vacía en el estante situado junto a la máquina de refrescos. Se aclaró la garganta y escupió sobre el pavimento.

—Qué demonios, yo ni siquiera le tengo respeto a mi madre. La muy zorra. De verdad que es una zorra. ¿Y qué razón hay para que trate a tu vieja como una especie de diosa cuando tú mismo no le tienes ningún respeto?

—¿Quién dice que no le tengo respeto?

—Yo lo digo.

—¿Crees que puedes leerme el pensamiento o algo por el estilo?

—¿No me dijiste que tu vieja siempre pasaba más tiempo con sus amigas que contigo? ¿Estuvo alguna vez a tu lado cuando la necesitaste?

—Todo el mundo tiene amigos —arguyó Colin con voz débil.

—¿Tenías tú amigos antes de conocerme?

Colin se encogió de hombros.

—Siempre he tenido mis aficiones.

—¿Y no me dijiste que, cuando estaba casada con tu padre, lo abandonaba una vez al mes…

—No tan a menudo.

—… que simplemente se marchaba unos días, incluso una semana o más?

—Eso era porque mi padre le pegaba.

—¿Te llevaba con ella cuando se marchaba?

Colin se terminó de beber su refresco de uva.

—¿Te llevaba con ella? —preguntó Roy otra vez.

—Normalmente, no.

—Te dejaba allí con él.

—Al fin y al cabo es mi padre.

—Mi impresión es que ese hombre es peligroso.

—A mí nunca me tocó. Sólo le pegaba a ella.

—Pero podría haberte hecho daño.

—Pero no lo hizo.

—Ella no podía saber con seguridad lo que ese hombre haría cuando te dejaba con él.

—Todo fue bien. Eso es lo que importa.

—Y ahora dedica todo su tiempo a esa galería de arte. Trabaja allí todo el día y también muchas noches.

—Está construyendo un futuro para nosotros.

—¿Es ésa su excusa? ¿Es eso lo que te dice? —dijo Roy, con expresión de amargura.

—Supongo que es la verdad.

—Qué conmovedor. Construyendo un futuro. Pobre Weezy Jacobs, cuánto trabaja. Se me rompe el corazón, Colin, de verdad que sí. Mierda. La mayoría de las noches las pasa por ahí con tipos como Thornberg…

—Eso son asuntos de negocios.

—… y, sin embargo, sigue sin tener tiempo para ti.

—¿Y qué?

—Pues que tienes que dejar de impacientarte por volver a casa. A nadie le importa un pepino que estés en casa o no. Nadie se preocupa. Así que vamos a divertirnos.

Colin puso la botella vacía en el estante.

—¿Qué vamos a hacer?

—Vamos a ver… Ya sé. La casa Kingman. Te gustará la casa Kingman. ¿Has estado allí alguna vez?

—¿Qué es la casa Kingman?

—Es una de las casas más antiguas de la ciudad.

—No me interesan demasiado los monumentos.

—Es esa casa grande que está al final de Hawk Drive.

—¿Esa vieja casa fantasmagórica que está en la cima de la colina?

—Sí. Hace veinte años que no vive nadie allí.

—¿Y qué es lo que tiene de interesante una casa abandonada?

Roy se acercó más a él y se rió de un modo diabólico, deformó su rostro grotescamente, puso los ojos en blanco y susurró con dramatismo:

—¡Está encantada!

—¿Qué chorrada es ésa?

—No es una chorrada. Dicen que está encantada.

—¿Quién lo dice?

—Todo el mundo. —Volvió a poner los ojos en blanco y trató de imitar a Boris Karloff—: La gente ha visto cosas realmente extrañas en la casa Kingman.

—¿Por ejemplo?

—Ahora no —contestó Roy, dejando ya de imitar la voz de Boris Karloff—. Te lo contaré todo cuando lleguemos allí.

Mientras Roy separaba la bicicleta de la pared, Colin dijo:

—Espera un momento. Creo que hablas en serio. ¿Quieres decir que esa casa está encantada de verdad?

—Supongo que eso depende de si crees o no en esa clase de cosas.

—¿La gente ha visto fantasmas allí?

—La gente dice que en esa casa ha visto y oído toda clase de cosas absurdas desde que la familia Kingman murió allí arriba.

—¿Murió?

—Los asesinaron.

—¿A toda la familia?

—A todos, a los siete.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace veinte años.

—¿Quién lo hizo?

—El padre.

—¿El señor Kingman?

—Una noche se volvió loco y los hizo picadillo mientras dormían.

Colin tragó saliva con dificultad.

—¿Los hizo picadillo?

—Con un hacha.

«¡Otra vez las hachas!», pensó Colin.

Durante unos momentos, su estómago pareció no formar parte de él, sino constituir una entidad viva por separado, puesto que se desprendió y se deslizó y se retorció de forma húmeda adelante y atrás, como si tratara de salir arrastrándose del cuerpo.

—Te lo contaré todo cuando lleguemos —prometió Roy—. Vamos.

—Espera un momento —dijo Colin nervioso, intentando ganar tiempo—. Tengo las gafas sucias.

Se quitó las gafas, sacó un pañuelo del bolsillo y limpió cuidadosamente los gruesos cristales. Todavía distinguía bastante bien a Roy, pero todo lo que se hallaba a más de metro y medio lo veía borroso.

—Date prisa, Colin.

—Quizá sería mejor esperar a mañana.

—¿Tanto tiempo vas a tardar en limpiar tus malditas gafas?

—Quiero decir que a la luz del día podríamos ver mejor la casa Kingman.

—Me parece que es más divertido ver una casa encantada por la noche.

—Pero por la noche no se ve demasiado.

Roy lo contempló en silencio durante unos segundos y finalmente dijo:

—¿Tienes miedo?

—¿De qué?

—De los fantasmas.

—Por supuesto que no.

—Pues lo parece.

—Bueno…, me parece bastante tonto ir a fisgar a una casa como ésa en la oscuridad, en plena noche, ya sabes.

—No. No lo sé.

—No hablo de los fantasmas. Quiero decir que uno de nosotros puede hacerse daño si vamos a curiosear a una vieja casa medio derruida y en mitad de la noche.

—Estás asustado.

—Que te crees tú eso.

—Demuéstrame que no lo estás.

—¿Por qué tengo que demostrarte nada?

—¿Quieres que tu hermano de sangre piense que eres un cobarde?

Colin guardó silencio. Estaba inquieto.

—¡Vamos! —dijo Roy.

Se montó en su bicicleta y se alejó pedaleando de la gasolinera solitaria para dirigirse hacia el norte por Broadway. En ningún momento miró atrás.

Colin se quedó de pie delante de la máquina de refrescos. Solo. No le gustaba estar solo. Especialmente por la noche.

Roy ya se había alejado una manzana y continuaba pedaleando.

—¡Maldita sea! —exclamó Colin—. ¡Espérame! —dijo gritando, y saltó sobre su bicicleta.