Desde la carretera de Ranch giraron hacia un camino sucio apenas visible a la luz de la luna. Roy encabezaba la marcha. En la cima de la primera colina, el camino se estrechó hasta convertirse en un sendero estrecho. A unos cuatrocientos metros de allí, el sendero se dirigía hacia el norte, y ellos continuaron en dirección oeste, empujando sus bicicletas por la hierba áspera y el terreno arenoso.
Transcurrido menos de un minuto desde que dejaron el sendero, el faro de la bicicleta de Roy se apagó.
Colin se detuvo al momento, mientras que su corazón latía violentamente como el de un conejo asustado dentro de una jaula.
—¿Roy? ¿Dónde estás? ¿Hay algún problema? ¿Qué ha pasado, Roy?
Emergió de la oscuridad y se situó ante la tenue luz que provenía del faro de la bicicleta de Colin.
—Todavía tenemos que atravesar dos colinas más antes de llegar al cine. No vale la pena que luchemos con las bicicletas por más tiempo. Las dejaremos aquí y las recogeremos cuando regresemos.
—¿Qué pasará si alguien nos las roba?
—¿Quién?
—¿Cómo voy a saberlo? ¿Pero qué pasará si alguien lo hace?
—¿Una red internacional de ladrones de bicicletas con agentes secretos en cada ciudad? —Meneó la cabeza, sin hacer ningún esfuerzo por ocultar su exasperación—. Nunca he conocido a nadie que se preocupe de tantas gilipolleces como tú.
—Si alguien las robara tendríamos que regresar a casa a pie, y eso serían ocho o nueve kilómetros, o quizá más.
—¡Por todos los demonios, Colin, nadie sabe que las bicicletas están aquí! Nadie va a verlas y mucho menos a robarlas.
—Bueno, ¿y qué pasa si cuando regresemos no las encontramos porque está oscuro?
Roy hizo una mueca y no pareció sólo indignado, sino endemoniado. Era un efecto óptico: el haz de luz procedente del faro iluminaba sólo el contorno de sus facciones, dejándole en la oscuridad la mayor parte del rostro, por lo que se veía distorsionado, inhumano.
—Conozco este lugar —dijo Roy con impaciencia—. Vengo mucho por aquí. Confía en mí. ¿Podemos marcharnos ya? Nos estamos perdiendo la película.
Dio la vuelta y se alejó andando.
Colin titubeó hasta que se dio cuenta de que, si no dejaba la bicicleta, Roy lo dejaría a él. No quería quedarse solo en medio de aquel lugar desconocido. Tumbó la bicicleta y apagó el faro.
La oscuridad lo envolvió. De pronto fue plenamente consciente de miles de canciones misteriosas: el incesante croar de los sapos. ¿Sólo sapos? Quizá se trataba de algo mucho más peligroso que eso. Las múltiples voces extrañas de la noche se alzaban en un coro de chillidos.
El temor le recorrió el cuerpo, a semejanza de la bilis que se escapa de un intestino perforado. Los músculos de su garganta se pusieron rígidos. Le costaba tragar. Si Roy le hubiera dicho algo, no habría podido contestarle. A pesar de la brisa fresca, empezó a sudar.
«Ya no eres un chiquillo. Deja de comportarte como un bebé», dijo para sí.
Deseaba desesperadamente inclinarse y encender otra vez el faro de la bicicleta, pero no quería que Roy descubriera que lo asustaba la oscuridad. Quería ser como Roy, y Roy no le temía a nada.
Afortunadamente no estaba a ciegas por completo. El faro de la bicicleta no era demasiado potente, por lo que sus ojos se adaptaron rápidamente a un mundo en tinieblas. La lechosa luz lunar se esparcía por el terreno en pendiente. Podía ver ante él a Roy trepando con rapidez por la ladera de la colina de enfrente.
Intentó moverse, pero no pudo. Cada una de sus piernas parecía pesar cientos de kilos.
Se oyó un siseo.
Colin ladeó la cabeza. Escuchó.
El siseo se reprodujo. Más fuerte. Más cerca.
Algo crujió en la hierba a pocos centímetros de su pie y Colin salió disparado. Tal vez sólo fuera un inofensivo sapo, pero le proporcionó el estímulo que necesitaba para ponerse en marcha.
Alcanzó a Roy y, pocos minutos después, llegaron a la ladera situada detrás y por encima del Fairmont. Descendieron hasta la mitad de la colina y se sentaron en el suelo uno junto al otro en la oscuridad.
Debajo, los vehículos aparcados en el recinto del cine al aire libre apuntaban hacia el oeste. La pantalla se extendía frente a ellos y más allá se hallaba la autopista principal a Santa Leona.
En la pantalla gigante, un hombre y una mujer caminaban por la playa a la puesta del sol. A pesar de que no había ningún altavoz en la ladera de la colina y, por consiguiente, no se oía el sonido, Colin pudo ver por los primeros planos que los actores hablaban animadamente, y lamentó no saber leer en los labios.
—Estoy empezando a creer que esto ha sido una idea estúpida, venir hasta aquí para ver una película que ni siquiera podemos oír —comentó después de un rato.
—No es necesario que la oigas.
—Si no podemos oírla, ¿cómo vamos a seguir el argumento?
—La gente no va al Fairmont por el argumento. Todo lo que quieren ver aquí son tetas y culos.
Colin dirigió una mirada atónita a Roy.
—¿De qué estás hablando?
—El Fairmont está muy bien situado. No hay casas por aquí cerca. No se puede ver la pantalla desde la carretera. Así que proyectan películas de porno blando.
—¿Que proyectan qué?
—Porno blando. ¿No sabes qué es eso?
—No.
—Tienes un montón de cosas que aprender, chaval. Por suerte tienes un buen maestro. Es decir, yo. Esto es pornografía. Películas guarras.
—¿Qui-quieres decir que vamos a ver a gente… haciéndolo?
Roy sonrió. La luz de la luna se reflejó en sus dientes y en sus ojos.
—Eso es lo que veríamos si fuera porno duro —le explicó—. Pero esto es solamente blando.
—Ah —dijo Colin.
No tenía ni la más mínima idea de lo que realmente Roy quería decir.
—Así que no veremos más que a gente desnuda fingiendo que lo hacen.
—¿Están… desnudos de verdad?
—Por supuesto.
—Pero no del todo.
—Del todo.
—Pero las chicas no.
—Las chicas en especial. Presta atención a la película, atontado.
Colin miró a la pantalla, temeroso de lo que pudiera ver allí.
La pareja de la playa se estaba besando. Luego, el hombre retrocedió unos pasos, la mujer sonrió, se acarició a sí misma para provocar al hombre y, seguidamente, se llevó las manos a la espalda, se desabrochó la parte superior del biquini que llevaba puesto, lo dejó deslizarse lentamente por sus brazos y, de repente, sus pechos desnudos quedaron al descubierto, grandes, firmes, erguidos, balanceándose deliciosamente, y el hombre los tocó…
—Sí, agárrala, agárrala bien —dijo Roy.
… acarició los pechos, los estrujó y la mujer cerró los ojos y pareció suspirar y el hombre, con sus pulgares, tocó con suavidad los pezones erectos.
Colin no se había sentido tan avergonzado en toda su vida.
—Vaya par que tiene ésa —soltó Roy con entusiasmo.
Colin hubiera preferido estar en cualquier otro lugar. En cualquier lugar menos allí. Incluso donde se habían quedado las bicicletas, en la oscuridad, solo.
—¿No te parece que tiene un magnífico par de tetas?
Colin quería arrastrarse al interior de un agujero y esconderse.
—¿Te gusta ese par de tetas?
No podía ni hablar.
—¿Te gustaría chupárselas?
Deseó que Roy se callara.
En la pantalla, el hombre se inclinó y chupó los pezones de la mujer.
—¿No te gustaría ahogarte ahí dentro?
A pesar de que la película lo asombraba y avergonzaba, no podía apartar la vista de la pantalla.
—¡Colin! ¡Eh, Colin!
—¿Sí?
—¿Qué te parece?
—¿El qué?
—Ese par de tetas.
En la pantalla, el hombre y la mujer corrían playa arriba hacia un lugar cubierto de hierba donde poder tumbarse. Los pechos de la mujer saltaban y se balanceaban.
—¡Colin! ¿Has perdido la voz?
—¿Por qué quieres hablar de eso?
—Es más divertido si lo comentamos. Aquí arriba no nos llega ningún sonido, así que no podemos oírles hablar.
La pareja se había acostado sobre la hierba y el hombre estaba besando otra vez los pechos de la mujer.
—¿Te gustan sus tetorras?
—Por Dios, Roy.
—¿Te gustan?
—Supongo que sí.
—¿Supones?
—Bueno, claro que sí. Son bonitas.
—¿A quién no le gustarían?
Colin no respondió.
—Quizás a un marica.
—A mí sí me gustan —dijo Colin con un hilo de voz.
—¿Qué es lo que te gusta?
—¿Has olvidado de lo que estamos hablando?
—Quiero oírtelo decir.
—Ya lo he dicho. Me gustan.
—¿Qué es lo que te gusta? —insistió Roy.
En la pantalla: unos pezones erectos.
—¿Qué es lo que te pasa? —preguntó Colin.
—A mí no me pasa nada.
—Eres muy raro, Roy.
—Tú eres quien tiene miedo a decirlo.
—¿Decir qué?
—¿Cómo se llaman?
—¡Jo!
—¿Cómo se llaman?
—Vale, vale, si eso hace que te calles lo diré.
—Pues dilo.
—Me gusta ese par que tiene. Ya está. ¿Contento?
Se puso rojo como un tomate. Se alegró de que estuviera oscuro.
—Di otra palabra más.
—¿Qué?
—Otra cosa además de «par».
—¿Quieres irte a la porra?
En la pantalla: unos pechos mojados con saliva.
Roy le puso una mano en el brazo y apretó, haciéndole un poco de daño.
—Otra palabra.
—Dila tú. Pareces conocerlas todas.
—Y tú tienes que aprenderlas.
—¿Por qué tanto interés en decir guarradas?
—¿Es que el pequeño Colin tiene miedo de que lo oiga mamá y le lave la boca con jabón?
—No seas absurdo —replicó Colin, luchando por conservar su dignidad.
—Pues si no tienes miedo de mamá, di otra palabra. Mira a la pantalla y dime qué ves allí que te guste.
Colin se aclaró la garganta con nerviosismo.
—Bueno…, me gusta su pechuga.
—¿Pechuga? ¡Por Dios, Colin! ¡La pechuga es lo que tiene un pollo!
—Bueno, lo que tiene una mujer se llaman pechos, ¿no? —se defendió.
—Quizá los médicos lo llamen así.
—Todo el mundo.
Roy le apretó más el brazo y clavó sus afiladas uñas en la carne.
—¡Maldita sea, suéltame! Me estás haciendo daño.
Trató de soltarse, pero no lo consiguió. Roy tenía mucha fuerza.
El rostro de Roy sólo era parcialmente visible a la blanca luz de la luna, pero a Colin no le gustó lo poco que veía: los ojos muy abiertos, penetrantes, febriles. Colin se imaginó que podía percibir el calor que irradiaban. Los labios de Roy estaban desfigurados por una sonrisa tensa, como si fuera a empezar a gruñir lo mismo que un perro dispuesto a atacar.
Debido a que había algo extraordinario en aquellos ojos, algo misterioso y potente, pero indescriptible, y debido a la intensidad con la que su amigo hablaba, Colin se dio cuenta de que aquella extraña conversación era terriblemente importante para él.
No estaba solamente tomándole el pelo, sino desafiándolo. Se trataba de una lucha de voluntades y, de algún modo que Colin era incapaz de captar, el resultado sería decisivo para su futuro juntos. También tenía la sensación, sin acabar de comprender verdaderamente por qué, de que, si él no ganaba esta contienda, lo lamentaría durante toda su vida.
Roy le apretó el brazo con más fuerza.
—¡Ayyyyyyy! ¡Jo! ¡Suéltame, por favor!
—Dime otra palabra.
—¿Para qué?
—Dime otra palabra.
—Roy, me estás haciendo daño.
—Dime otra palabra y te soltaré.
—Creía que eras mi amigo.
—Soy el mejor amigo que jamás tendrás.
—Si fueras mi amigo no me harías daño —protestó, apretando los dientes.
—Si fueras mi amigo dirías esa palabra. ¿Qué coño te cuesta decirla?
—¿Y a ti que más te da si la digo o no?
—Creí que habías dicho que podía confiar en ti, que harías cualquier cosa que yo te pidiera, como debe hacerlo un amigo. Y ni siquiera quieres hablar conmigo de esa película de mierda.
—Vale, vale.
Y, de hecho, se sintió un poco culpable porque lo que Roy le pedía era una pequeñez:
—Di tetas.
—Tetas —repitió Colin, con voz poco clara.
—Di tetorras.
—Tetorras.
—Di melones.
—Melones.
—Di que te gustan sus tetas.
—Me gustan sus tetas.
—¿Tan difícil era? —dijo Roy, a la vez que lo soltaba. Disimuladamente, Colin se dio un masaje en el brazo—. Oye, ¿no te gustaría usar sus tetas como orejeras para el frío?
—¡Qué vulgar eres!
Roy se echó a reír.
—Gracias.
—Creo que me has hecho sangre.
—No seas niño. Sólo te apreté un poco. ¡Vaya! ¡Mira la pantalla!
El hombre le había quitado a la chica la parte inferior del biquini. Le estaba acariciando las nalgas desnudas, que eran muy blancas en contraste con la espalda y los muslos bronceados; tan blancas que parecían las dos mitades regordetas de una nuez pálida, rodeada de una cáscara blanda marrón.
—Me comería medio kilo de ese culo para desayunar —comentó Roy.
El hombre también estaba desnudo. Se tumbó boca arriba y la chica se puso a horcajadas encima de él.
—No nos enseñarán la parte interesante —se lamentó Roy—. En el Fairmont no. No nos enseñarán cómo se la mete. —La cámara enfocó los pechos bamboleantes de la mujer que se balanceaban y su hermoso rostro, que se contraía en éxtasis fingido—. ¿No te la pone tiesa?
—¿Eh?
—Que si no estás empalmado.
—Eres muy raro.
—¿También te da miedo esa palabra?
—No me da miedo ninguna palabra.
—Pues dila.
—¡Jo!
—Dila.
—Empalmado.
—¿Lo estás?
Colin se sentía casi enfermo de vergüenza.
—¿Estás empalmado, chaval?
—Sí.
—¿Sabes cómo se llama?
—Marvin.
Roy soltó una carcajada.
—Eso está bien. Realmente rápido. Me gusta.
La aprobación del otro muchacho fue un paliativo. El miedo de Colin remitió un poco.
Roy preguntó:
—¿Sabes realmente cómo se llama?
—Pene.
—Eso es tan ridículo como pecho.
Colin no dijo nada.
—Di polla.
Colin lo dijo.
—Muy bien —asintió Roy—. Excelente. Antes de que se acabe esta película ya sabrás todas las palabras y te sentirás cómodo diciéndolas, igual que yo. No te separes de mí, chaval, y yo te educaré como Dios manda. ¡Eh, mira! ¡Mira lo que le está haciendo ahora! ¡Mira, Colin! ¡Vaya bombazo! ¡Mira!
Colin se sentía como si se hallara sobre un monopatín, descendiendo vertiginosamente por una larga y empinada colina, totalmente descontrolado. No obstante, miró.