El señor y la señora Borden le dieron permiso a Roy para que cenara con Colin. Comieron en la barra del Café de Charlie, disfrutando del aroma maravillosamente incomparable de la grasa borboteante y la cebolla. Colin pagó la cuenta.
Después de comer se fueron al Pinball Pit, un salón de recreo que constituía uno de los principales lugares de reunión de la gente joven de Santa Leona. Era viernes por la noche y el Pit estaba atestado de chiquillos que alimentaban con monedas las máquinas del millón y una amplia variedad de juegos electrónicos.
La mitad de los clientes conocían a Roy. Lo saludaban y él les devolvía el saludo: «¡Hola, Roy!», «¡Hola, Pete!», «¡Ven aquí, Roy!», «¿Qué dices, Walt?», «¡Roy!», «¡Roy!», «¡Ven, Roy!». Querían desafiarlo a algún juego, contarle chistes o simplemente charlar. Él se detuvo aquí y allá durante uno o dos minutos, pero no quería jugar con nadie más que con Colin.
Compitieron en una partida para dos jugadores en una máquina del millón que estaba decorada con figuras de chicas con grandes senos, piernas largas y diminutos biquinis. Roy prefirió escoger aquella máquina en lugar de una con piratas, monstruos o astronautas, y Colin hizo un esfuerzo por no ruborizarse.
Por lo general, a Colin le desagradaban los tugurios como el Pit y los evitaba. Las pocas veces que se aventuró a entrar en alguno había encontrado que el ruido era insoportable. Los sonidos de los marcadores de las máquinas y de los robots adversarios “pip-pip-pip, pong-pon-pong, bom-bompada-bom, hup-hup-huuuuuuuuuuup” se mezclaban con las carcajadas, los gritos de entusiasmo de las chicas y con las conversaciones casi a voz en grito. Cuando se veía asaltado por ruidos incesantes y estruendosos, le entraba claustrofobia. Siempre se sentía como un extraño, un ser de un mundo distante que estuviese atrapado en un planeta primitivo, aprisionado entre una multitud de indígenas hostiles, gritones, bárbaros y repulsivos que hablaban una jerga extraña.
Sin embargo, esa noche no se sentía así. Disfrutaba con cada minuto que pasaba y sabía por qué. A causa de Roy, él ya no era un extraterrestre atemorizado; ahora era uno de los indígenas.
Con su espeso cabello dorado, sus ojos azules, sus músculos y su discreta confianza en sí mismo, Roy atraía a las chicas. Tres de ellas —Kathy, Laurie y Janet— se reunieron a su alrededor para mirar cómo jugaban. Todas eran más guapas que la media: adolescentes llenas de vitalidad, bronceadas y de carnes prietas, vestidas con pantalones cortos y camisetas sin espalda; chicas de cabellos brillantes y complexión californiana, con pechos incipientes y piernas esbeltas.
Era evidente que Roy prefería a Laurie y, por su parte, Kathy y Janet mostraron un interés más que normal por Colin. Él no creía que las atrajera por sí mismo. De hecho, estaba seguro de ello. No se hacía ilusiones. Antes de que unas chicas como aquéllas se volvieran locas por chicos como él, el sol saldría por el oeste, a los bebés recién nacidos les crecería barba y un hombre honrado saldría elegido presidente. Coqueteaban con él porque era el amigo de Roy o porque estaban celosas de Laurie y querían poner celoso a Roy. Cualesquiera que fueran sus razones, el caso era que se concentraban en Colin, le hacían preguntas, lo tiraban de la lengua, se reían de sus chistes y lo aclamaban cuando ganaba una partida. Hasta entonces, las chicas nunca habían perdido el tiempo con él. En realidad, no le importaban los motivos que pudieran tener, simplemente disfrutaba de la atención que le prestaban y rezaba para que aquello no terminara nunca. Sabía que estaba muy ruborizado, pero la extraña luz anaranjada del salón lo disimulaba.
Cuarenta minutos después de haber entrado en el Pit se marcharon entre un coro de adioses: «Hasta luego, Roy; que te vaya bien, Roy; ya nos veremos, Roy». Éste parecía tener ganas de librarse de todos ellos, incluidas Kathy, Laurie y Janet. Colin se marchó a regañadientes.
En el exterior, el aire del anochecer era suave. Una brisa ligera transportaba un débil olor a mar.
Todavía no era completamente de noche. Santa Leona se hallaba inmersa en una penumbra brumosa y amarilla similar a la que antes Roy creara para aquel mundo en miniatura del garaje de los Borden.
Las bicicletas estaban encadenadas a un soporte en el aparcamiento situado detrás del Pit.
Cuando se inclinó para abrir el candado de la suya, Roy preguntó:
—¿Te ha gustado el Pit?
—Sí.
—Ya me imaginaba que te gustaría.
—¿Pasas mucho tiempo aquí?
—No. No demasiado.
—Pensaba que eras un habitual.
Roy se irguió y desenganchó la bicicleta del soporte.
—Casi nunca vengo.
—Todo el mundo te conocía.
—Conozco a los asiduos de allí. Pero yo no lo soy. No me gustan mucho los juegos. Por lo menos, no esos juegos tan fáciles como los que encuentras en el Pit.
Colin terminó de quitar la cadena de su bicicleta.
—Si no te gusta, ¿por qué hemos venido?
—Sabía que a ti te gustaría.
—Pero yo no quiero hacer cosas que te aburran —protestó Colin, frunciendo el ceño.
—No estaba aburrido. No me importa jugar una o dos partidas. Y, por supuesto, no me importa tener la oportunidad de echarle un vistazo a Laurie. Tiene un cuerpecito estupendo, ¿no te parece?
—Supongo que sí.
—¿Supones?
—Bueno, claro que sí…, tiene un buen cuerpo.
—Me gustaría instalarme entre esas hermosas piernas durante unos cuantos meses.
—Parecías estar deseando sacártela de encima.
—Después de unos quince minutos ya estoy hasta las narices de hablar con ella.
—Entonces, ¿cómo podrías aguantarla durante unos cuantos meses?
—No hablaríamos —contestó Roy, riéndose malévolamente.
—Ah.
—Kathy, Janet, Laude…, todas esas chicas lo único que hacen es provocar.
—¿Qué quieres decir?
—Que nunca se prestan.
—¿No se prestan a qué?
—¡A follar, por el amor de Dios! No follan jamás, nunca, ni con nadie.
—Ah.
—Laurie se me insinúa cuando me ve, pero si me atreviera a tocarle una teta, pegaría un alarido tan estrepitoso que el techo se vendría abajo.
Colin se iba ruborizando por momentos y empezó a sudar.
—Bueno, después de todo solamente tiene catorce años, ¿no?
—Es edad más que suficiente.
A Colin no le gustaba el giro que había tomado la conversación. Intentó encauzarla hacia el tema anterior.
—De todos modos, lo que yo quería decir es que a partir de ahora no haremos nada que te aburra.
Roy le puso una mano sobre el hombro y apretó cariñosamente.
—Escucha, Colin, ¿soy tu amigo o no?
—Por supuesto que lo eres.
—Un buen amigo estará siempre dispuesto a estar contigo, aunque hagas cosas que a ti te diviertan, pero que a él quizá no le interesen tanto. Lo que quiero decir es que no voy a pretender que siempre se haga lo que a mí me gusta, y no puedo esperar que tú y yo queramos en todo momento hacer las mismas cosas.
—Nos gustan las mismas cosas —se apresuró a replicar Colin—. Tenemos los mismos intereses.
Temía que de repente Roy se diera cuenta de lo diferentes que eran y se alejara de él para no volver jamás.
—A ti te gustan las películas de terror —objetó Roy—. Y a mí no me interesan en absoluto.
—Bueno, aparte de eso en concreto.
—Hay otras cosas que nos diferencian. Pero lo importante es que si tú eres mi amigo harás cosas conmigo que yo desee hacer, aunque a ti no te gusten en absoluto. Y eso sirve para los dos.
—No, no es verdad —rechazó Colin—, porque resulta que a mí me gusta hacer todo lo que tú propones.
—Hasta el momento. Pero llegará un día en que no querrás hacer algo que sea importante para mí, y lo harás porque somos amigos.
—No puedo imaginarme el qué.
—Ten paciencia. Ya lo verás. Más pronto o más tarde, chaval, llegará el momento.
La luz escarlata del letrero de neón del Pit se reflejaba en los ojos de Roy, dándoles un aspecto extraño y en cierto modo inquietante. Colin pensó que parecían los ojos de un vampiro de película: vidriosos, rojos, violentos, dos ventanas en un alma corrompida por la repetida satisfacción de deseos antinaturales. (De todos modos, Colin pensaba lo mismo cada vez que veía los ojos del señor Arkin, y el señor Arkin no era más que el propietario de la tienda de ultramarinos de la esquina y lo más parecido que tenía en cuanto a deseos antinaturales era su afición al alcohol, de lo que sus ojos enrojecidos no suponían sino el signo más evidente de una resaca permanente).
—Es igual —insistió Colin—. No soporto la idea de estarte aburriendo con…
—¡No me estaba aburriendo! ¿Quieres calmarte? No me importa ir al Pit si eso es lo que tú quieres. Sólo recuerda lo que te he dicho acerca de aquellas chicas. Se pegarán a ti durante un tiempo. De vez en cuando, «accidentalmente», rozarán sus culitos contra ti o quizás, «accidentalmente», te refregarán las tetas por el brazo. Pero nunca te divertirás de verdad con ellas. Su idea de una noche realmente inolvidable es ir a escondidas al aparcamiento, ocultarse entre las sombras y robar unos cuantos besos.
Ésta era también la idea de Colin de una noche inolvidable. En realidad constituía su idea del paraíso, pero se abstuvo de decírselo a Roy.
Llevaron las bicicletas a mano por el aparcamiento hacia el callejón.
Antes de que Roy pudiera saltar sobre la suya y alejarse pedaleando, Colin tuvo el suficiente valor para preguntar:
—¿Por qué yo?
—¿Eh?
—¿Por qué quieres ser amigo mío?
—¿Por qué no debería ser amigo tuyo?
—Quiero decir de un don nadie como yo.
—¿Quién ha dicho que seas un don nadie?
—Yo lo digo.
—¿Cómo puedes decir una cosa así de ti mismo?
—En cualquier caso, hace un mes que me lo vengo preguntando.
—¿Preguntándote el qué? Lo que dices no tiene sentido.
—Me he estado preguntando por qué quieres ser amigo de alguien como yo.
—¿Qué quieres decir? ¿En qué eres diferente? ¿Tienes la lepra o algo por el estilo?
Colin se arrepintió de haber planteado aquel tema, pero, ya que lo había hecho, prosiguió vacilante:
—Bueno, ya sabes, alguien que por lo general no es muy popular y, ya sabes, que no sirve para los deportes, ya sabes, ni es bueno en nada en concreto y…, bueno, ya sabes.
—Para de decir «ya sabes». No lo soporto. Una de las razones por las que quiero que seamos amigos es que tú sabes hablar. La mayoría de los chavales que hay por aquí están todo el día parloteando y nunca utilizan más de veinte palabras, dos de las cuales son «ya sabes». Pero tú tienes un vocabulario decente. Y eso da gusto.
Colin parpadeó.
—¿Quieres que seamos amigos por mi vocabulario?
—Quiero que seamos amigos porque tú eres tan listo como yo. La mayoría de los chicos me aburren.
—Pero podrías hacerte amigo de cualquier chico de la ciudad, de cualquier chico de tu edad, incluso de alguno que fuera uno o dos años mayor que tú. La mayoría de esos chicos del Pit…
—Son unos gilipollas.
—No te lo tomes a broma. Son algunos de los chicos más populares de la ciudad.
—Unos gilipollas. Te lo digo yo.
—No todos.
—Créeme Colin, todos. La mitad de esos tipos no saben cómo divertirse si no es fumando droga o tragándose píldoras o pillando una trompa como un piano y vomitándolo todo después. Los demás quieren ser o John Travolta o Donny Osmond. ¡Puah!
—Pero a ellos les caes bien.
—Le caigo bien a todo el mundo. Ya me encargo yo de que así sea.
—Te aseguro que me gustaría saber qué hacer para caerle bien a todo el mundo.
—Es fácil. Solamente tienes que saber cómo manipularlos.
—Vale. ¿Cómo?
—Si estás cerca de mí el tiempo suficiente, ya lo aprenderás.
En vez de alejarse del Pit pedaleando, fueron caminando por el callejón uno junto al otro, empujando las bicicletas. Ambos sabían que no había nada más que decir.
Pasaron por delante de un seto de adelfas. Las flores parecían ligeramente fosforescentes en la penumbra creciente, y Colin aspiró en profundidad su fragancia.
Los frutos de las adelfas contienen una de las sustancias más mortíferas que se conocen. Colin había visto una película antigua en la que un loco asesinaba a una docena de personas con veneno extraído de esa planta. No recordaba el título. Era una película estúpida de verdad, incluso peor que Godzilla contra King Kong, lo que significaba que era una de las peores películas de todos los tiempos de la historia del cine.
Después de recorrer casi una manzana, Colin preguntó:
—¿Te has drogado alguna vez?
—Una —contestó Roy.
—¿Con qué?
—Con hachís. En una pipa.
—¿Te gustó?
—Con una vez tuve suficiente. ¿Y tú?
—No. Las drogas me dan miedo.
—¿Sabes por qué?
—Porque pueden matarte.
—A ti no te asusta la muerte.
—¿No?
—No mucho.
—La muerte me asusta muchísimo.
—No —insistió Roy—. Tú eres como yo, exactamente igual que yo. Las drogas te asustan porque, si las utilizas, podrías perder el control. No puedes soportar la idea de perder el control sobre ti mismo.
—Bueno, claro, eso también tiene que ver.
Roy bajó la voz, como si temiera que alguien pudiera oírlo, y empezó a hablar a toda velocidad, uniendo unas palabras con otras en su anhelo por hacerlas salir de su boca.
—Tienes que ser perspicaz, estar despierto, alerta. Siempre vigilando por encima de tu hombro. Siempre a la defensiva. No bajes la guardia ni siquiera durante un segundo. Hay gente que se aprovechará de ti en el momento en que vea que no controlas la situación por completo. El mundo está lleno de esa clase de gente. Casi todos los que te encuentras son así. Somos animales en la selva y tenemos que estar preparados para luchar si queremos sobrevivir.
Roy transportaba su bicicleta con la cabeza inclinada hacia delante, los hombros hundidos, los músculos marcándose en su cuello, como si temiera que en cualquier momento alguien fuera a golpearlo violentamente en la nuca. Incluso a la luz purpúrea y ámbar del crepúsculo, que se debilitaba progresivamente, se distinguieron unas repentinas gotas de sudor en su frente y sobre el labio superior, similares a joyas brillando en la oscuridad.
—No se puede confiar casi en nadie, casi en nadie en absoluto. Hasta la gente a la que se supone que le caes bien se puede volver contra ti antes de lo que te imaginas. Y hasta los amigos. Los que te dicen que te quieren son los peores, los más peligrosos, de ellos te puedes fiar menos que de nadie. —Respiraba con dificultad y cada vez hablaba más deprisa—. Los que te dicen que te quieren te harán daño en cuanto se les presente la ocasión. Tienes que recordar siempre que sólo están esperando la oportunidad de atraparte. El amor es una trampa, una tapadera, un modo de pillarte desprevenido. No bajes nunca la guardia. Jamás.
Lanzó una mirada a Colin y sus ojos tenían un aspecto feroz.
—¿Tú crees que yo me volvería contra ti, que contaría mentiras sobre ti, que me chivaría a tus padres o cosas por el estilo?
—¿Lo harías? —preguntó Roy a su vez.
—Por supuesto que no.
—¿Ni siquiera si también te estuvieras jugando el cuello y la única manera de salvarte fuera delatarme?
—Ni siquiera entonces.
—¿Y qué pasaría si yo infringiera alguna ley, alguna ley seria de verdad, y la policía me buscara y te interrogara acerca de mí?
—Yo no te delataría.
—Espero que no.
—Puedes confiar en mí.
—Espero que así sea. De verdad que lo espero.
—No tienes que esperar nada. Tienes que saberlo.
—Tengo que ir con cuidado.
—¿Y yo tengo que ir con cuidado contigo?
Roy no dijo nada.
—¿Tengo yo que ir con cuidado contigo? —preguntó Colin de nuevo.
—Es posible. Sí, es posible que sí. Cuando te decía que todos éramos animales, solamente un puñado de animales egoístas, me incluía a mí también.
Los ojos de Roy tenían una expresión tan atormentada, reflejaban tal conocimiento del dolor que Colin se vio obligado a desviar su mirada.
No sabía lo que había desencadendo la diatriba de Roy, pero no quería seguir con el tema. Lo preocupaba que aquello pudiera conducir a una discusión y Roy no quisiera volverlo a ver; y él deseaba desesperadamente ser amigo de Roy durante el resto de su vida. Si estropeaba aquella relación, jamás se le presentaría otra oportunidad de ser el mejor amigo de alguien tan estupendo como Roy. Estaba seguro de ello. Si lo echaba todo a perder, tendría que volver a ser un solitario y, tras haber experimentado la sensación de verse aceptado por alguien, el compañerismo y la participación, no se veía capaz de retroceder.
Durante unos momentos caminaron en silencio. Atravesaron una calle perpendicular muy concurrida y bajo un dosel de robles y entraron en otra manzana del callejón.
Gradualmente, aquella tensión extraordinaria que le confería a Roy la apariencia de una serpiente encolerizada empezó a desvanecerse, para alivio de Colin. Roy alzó la cabeza, bajó los hombros y dejó de respirar como un caballo al final de una carrera de mil quinientos metros.
Colin sabía algo sobre carreras de caballos. Su padre lo había llevado al hipódromo unas seis veces, en la esperanza de impresionarlo con la cantidad de dinero que allí se apostaba y con la virilidad sudorosa del deporte. En lugar de ello, Colin se entusiasmó con la gracilidad de los caballos y hablaba de ellos como si fueran bailarines. A su padre no le gustó el resultado y en adelante se fue solo a las carreras.
Llegaron a otra esquina, giraron a la izquierda, salieron del callejón y empujaron sus bicicletas sobre una acera enmarcada por hiedra.
A ambos lados de la calle había casas de estuco muy similares entre sí, resguardadas bajo una gran variedad de palmeras y bordeadas por adelfas, plantas de jade, dracenas, schaefferias, rosas, cactos, acebos, helechos y arbustos de flor de Pascua; casas horribles, convertidas en elegantes por la exuberante belleza natural de California.
Roy fue el primero en hablar:
—Colin, ¿te acuerdas de lo que te he dicho sobre que algunas veces un tipo tiene que hacer cosas que su compañero quiere que haga, incluso aunque a él quizá le disguste hacerlo?
—Sí, lo recuerdo.
—Ésa es una de las auténticas pruebas de la amistad. ¿Estás de acuerdo?
—Supongo que sí.
—¡Por el amor de Dios!, ¿no puedes al menos por una vez tener una opinión firme sobre algo? Jamás dices un rotundo sí o un no. Siempre estás «suponiendo».
Dolido, Colin replicó:
—Muy bien. Creo que es una auténtica prueba de amistad. Estoy de acuerdo contigo.
—Bueno, y ¿qué pasaría si te dijera que quiero matar algo sólo por diversión y te pido que me ayudes?
—¿Quieres decir algo como un gato?
—Ya he matado a un gato.
—Ah, sí, salió en todos los periódicos.
—Lo maté. En una jaula. Como ya te dije.
—Pues no me lo puedo creer.
—¿Por qué iba yo a mentir?
—De acuerdo, de acuerdo. No vamos a discutirlo otra vez. Supongamos que me trago tu historia: anzuelo, sedal y plomo. Mataste a un gato en una jaula de pájaros. ¿Qué será lo siguiente? ¿Un perro?
—Si quisiera matar a un perro, ¿me ayudarías?
—¿Por qué querrías que te ayudara?
—Podría ser un bombazo.
—Jo.
—¿Me ayudarías a matarlo?
—¿De dónde sacarías el perro? ¿Crees que la sociedad protectora de animales se los da a la gente que quiere torturarlos?
—Simplemente, robaría el primer chucho que viera.
—¿El perrito de alguien?
—Claro que sí.
—¿Cómo lo matarías?
—Le pegaría un tiro. Le volaría la tapa de los sesos.
—¿Y no lo oirían los vecinos?
—Primero nos lo llevaríamos a las colinas.
—¿Tú crees que se estaría quieto y sonriendo mientras le disparamos?
—Lo ataríamos y le dispararíamos una docena de veces.
—¿De dónde crees que vas a sacar la pistola?
—¿Tu madre no tiene una?
—¿Crees que mi madre se dedica a guardar pistolas en la cocina y a venderlas ilegalmente o algo por el estilo?
—¿No tiene una pistola?
—Sí, claro. Un millón de pistolas. Y un tanque y un bazuca y un misil nuclear.
—Limítate a contestar a mi pregunta.
—¿Por qué iba mi madre a tener una pistola?
—Una mujer atractiva que vive sola suele tener una pistola para protegerse.
—Pero ella no vive sola. ¿Te has olvidado de mí?
—Si algún violador desequilibrado quisiera atacar a tu madre, pasaría por encima de ti sin problemas.
—Soy más fuerte de lo que parezco.
—Ahora en serio, ¿tiene tu madre una pistola o no?
Colin no quería admitir que había una pistola en su casa. Tenía el presentimiento de que se evitaría muchos problemas si mentía. Pero al final lo reconoció:
—Sí, tiene una pistola.
—¿Estás seguro?
—Sí, pero no creo que esté cargada. Ella nunca dispararía a nadie. A mi padre le gustan las armas y, por consiguiente, mi madre las detesta. Y lo mismo me pasa a mí. No voy a robarle la pistola para hacer algo tan descabellado como pegarle un tiro al perro de tu vecino.
—Bueno, podríamos matarlo de alguna otra manera.
—¿Cómo? ¿A mordiscos?
Un ave nocturna emitió un grito desde una rama situada encima de ellos.
La brisa marina era más fría que diez minutos antes.
Colin estaba cansado de empujar la bicicleta, pero tenía la impresión de que Roy todavía tenía mucho que decir y que quería decirlo en voz baja, lo cual sería imposible si iban pedaleando.
—Podríamos atar al perro y matarlo con una horca —propuso Roy.
—¡Jo!
—Eso sería un bombazo.
—Me estás poniendo enfermo.
—¿Me ayudarías?
—No necesitas mi ayuda.
—Pero probaría que no tan sólo eres mi amigo para los buenos ratos.
—Supongo que, si eso fuera realmente importante para ti, si tuvieras que hacerlo o morir, yo estaría allí cuando lo hicieras —aceptó Colin después de unos momentos.
—¿Qué quieres decir con eso de «estaría allí»?
—Quiero decir…, supongo que podría mirar.
—¿Y qué pasaría si yo quisiera que hicieras algo más que mirar?
—¿Como qué?
—¿Qué pasaría si te pidiera que agarraras la horca y se la clavaras varias veces al perro?
—Algunas veces dices cosas realmente raras, Roy.
—¿Se la clavarías? —insistió Roy.
—No.
—Apuesto a que lo harías.
—Nunca sería capaz de matar nada.
—¿Y en cambio podrías mirar?
—Bueno, si eso te probara de una vez por todas que soy tu amigo y que puedes confiar en mí…
Penetraron en un círculo de luz proyectado por una farola de la calle y Roy se detuvo. Estaba sonriendo.
—Cada día vas mejorando —dijo.
—¿Qué?
—Estás evolucionando de una forma muy prometedora.
—¿Ah, sí?
—Ayer dijiste que no soportarías ni siquiera mirar cómo alguien mata a un perro. Hoy dices que podrías mirar, pero no participar. Mañana o pasado mañana me dirás que te ves capaz de empuñar esa horca y hacer hamburguesas con el perro.
—No. Nunca.
—Y dentro de una semana admitirás finalmente que te gustaría matar algo.
—No. Te equivocas. Esto es una estupidez.
—Tenía razón. Eres exactamente como yo.
—Y tú no eres un asesino.
—Lo soy.
—Eso es una mentira como una catedral.
—No me conoces.
—Eres Roy Borden.
—Me refiero a lo que hay en mi interior. No lo sabes, pero ya lo descubrirás.
—Dentro de ti no hay un asesino de perros y gatos.
—He matado seres más grandes que un gato.
—¿Como qué?
—Como personas.
—Y supongo que seguiste luego con cosas aún más grandes, como elefantes.
—Nada de elefantes. Sólo personas.
—Supongo que el problema con un elefante es deshacerse del cadáver.
—Sólo personas.
Otra ave nocturna emitió un grito cavernoso desde su percha en un árbol cercano, y a lo lejos dos perros solitarios se aullaban el uno al otro.
—Esto es ridículo —dijo Colin.
—No, es cierto.
—¿Estás tratando de decirme que has matado a alguien?
—Dos veces.
—¿Y por qué no cien?
—Porque solamente fueron dos veces.
—Y a continuación me dirás que eres una criatura de Marte con ocho piernas y seis ojos y disfrazada de ser humano.
—Nací en Santa Leona —replicó Roy con voz tranquila—. Siempre hemos vivido aquí, toda la vida. Nunca he estado en Marte.
—Roy, esto está empezando a ponerse aburrido.
—Oh, será cualquier cosa excepto aburrido. Antes de que se acabe el verano, tú y yo juntos mataremos a alguien.
Colin hizo ver como si reflexionara sobre aquello.
—¿Al presidente de Estados Unidos quizá?
—No, simplemente a alguien de aquí, de Santa Leona. Será realmente un bombazo.
—Roy, vale más que lo dejes estar ya. No me creo ni una palabra y nunca conseguirás que me lo crea.
—Ya te lo creerás. Al final te lo creerás.
—No, esto es sólo un cuento de hadas, un juego, una prueba de alguna clase que me estás haciendo pasar. Y me gustaría que me dijeras para qué me estás poniendo a prueba.
Roy no dijo nada.
—Bueno, por lo visto —añadió Colin—, he pasado la prueba, cualquiera que sea. Te he demostrado que no es fácil engatusarme. No voy a picar con este estúpido cuento que me estás soltando. ¿Lo entiendes?
Roy sonrió y asintió con la cabeza. Consultó su reloj.
—Oye, ¿qué quieres hacer ahora? ¿Quieres que vayamos al Fairmont a ver una película?
Colin se quedó desconcertado por el súbito cambio de tema y la brusca transformación en la actitud de Roy.
—¿Qué es el Fairmont?
—El autocine Fairmont, por supuesto. Si tomamos por la carretera de Ranch y luego damos un rodeo por las colinas, llegaremos a la pendiente que hay encima del Fairmont. Podemos sentarnos allí arriba y ver la película gratis.
—¿Y también se oye?
—No, pero no hay ninguna necesidad de oír la clase de películas que ponen en el Fairmont.
—¿Qué demonios echan allí, películas mudas?
Roy estaba asombrado.
—¿Quieres decir que has vivido aquí durante un mes entero y no sabes lo que es el Fairmont?
—Me estás haciendo sentir como si fuera un subnormal.
—¿De veras no lo sabes?
—Tú has dicho que era un autocine.
—Es más que eso. Muchacho, ¿estás preparado para recibir una sorpresa?
—No me gustan las sorpresas.
—Anda, vamonos.
Saltó sobre su bicicleta y se alejó pedaleando. Colin lo siguió: salieron de la acera a la calzada, fueron de farola en farola, atravesaron trozos de sombra y de luz, forzando sus piernas para mantener el ritmo.
Una vez que llegaron a la carretera de Ranch y se dirigieron al sureste, alejándose de la ciudad, ya no había más farolas y encendieron sus faros delanteros. Los últimos vestigios de sol habían desaparecido de los bordes de las nubes altas que se desplazaban hacia el oeste. Era de noche. A ambos lados de la carretera se alzaban cadenas de colinas suaves, sin árboles, oscuras como boca de lobo y cuya silueta se recortaba contra un firmamento de color gris oscuro. De vez en cuando, un coche los adelantaba, pero la mayor parte del tiempo circulaban solos por la carretera.
Colin no era amigo de la oscuridad. Nunca había perdido su temor infantil a quedarse solo por la noche, una debilidad que algunas veces llenaba de consternación a su madre y hacía enfurecer a su padre. Siempre dormía con una luz encendida. Y en aquel momento se mantenía cerca de Roy, verdaderamente temeroso de que si se quedaba rezagado estaría en verdadero peligro; algo horroroso, algo inhumano, algo escondido en las sombras impenetrables de la carretera lo atraparía, lo apresaría entre sus afiladas garras tan grandes como hoces, lo arrancaría de su asiento y lo devoraría vivo con ruido de huesos que crujen y de sangre que salpica. O algo peor. Era un gran aficionado a las películas y a las novelas de terror. No porque tratasen de mitos llenos de colorido y estuvieran repletas de movimiento y excitación, sino porque, a su modo de ver, exploraban una importante realidad que la mayoría de los adultos se negaban a tomar en serio. Los hombres lobo, los vampiros, los zombis, los cadáveres en descomposición, nada dispuestos a descansar en paz en sus ataúdes, y un centenar de otras criaturas infernales existían de verdad. Si se basaba en la razón podía desecharlas de su mente como meras bestias producto de la fantasía, habitantes de la imaginación; sin embargo, en el fondo de su corazón sabía la verdad. Estaban allí. Los muertos vivientes. Al acecho. Esperando. Ocultos. Hambrientos. La noche era un sótano vasto y húmedo, el hogar de aquellos que avanzan arrastrándose, reptando y deslizándose. La noche poseía oídos y ojos. Tenía una vieja voz horrible y chirriante. Si se escuchaba con atención, dejando a un lado las dudas y manteniendo la mente abierta, podía oírse la temible voz de la noche; hablando en susurros de tumbas y de carne en estado de putrefacción, de demonios, fantasmas y monstruos de los pantanos. La voz de la noche hablaba de cosas imposibles de expresar.
«Tengo que acabar con esto de una vez por todas», se dijo a sí mismo. «¿Por qué tengo que torturarme siempre de esta manera? Jo».
Se alzó ligeramente del sillín de la bicicleta, para conseguir mayor velocidad, y empujó sus delgadas piernas contra los pedales, dispuesto a mantenerse cerca de Roy.
Los brazos los tenía de carne de gallina.