CAPÍTULO 4

Entraron en la casa de los Borden por la puerta de la cocina.

—¿Mamá? —gritó Roy—. ¿Papá?

—Creí que habías dicho que no estaban en casa.

—Sólo lo comprobaba. Es mejor asegurarse. Si nos pillaran…

—Si nos pillaran ¿haciendo qué?

—No me dejan que toquetee los trenes.

—Roy, no quiero tener problemas con tus padres.

—No los tendremos. Espérate aquí. —Se adentró en la sala de estar—. ¿Hay alguien en casa?

Colin había estado allí solamente en otras dos ocasiones y, al igual que las otras veces, le sorprendió que todo estuviera tan limpio. La cocina resplandecía. El suelo se hallaba recién fregado y encerado. Los mostradores brillaban casi como espejos. No había platos sucios amontonados para lavar ni migas esparcidas por la mesa y ni siquiera una sola mancha en el fregadero. Los utensilios de cocina no colgaban en ganchos de las paredes. Todas las cazuelas, sartenes, cucharas y cucharones se encontraban guardados en cajones y en armarios sin una mota de polvo. Al parecer, a la señora Borden no le gustaban las chucherías, porque en las paredes no había ni un solo plato de decoración ni láminas ni muestras de trabajos bordados ni un estante con frascos de especias ni un calendario ni desorden de ninguna clase, y no daba en absoluto la sensación de que aquél fuera un lugar donde gente de verdad cocinase comida de verdad. Por el aspecto de la casa, se tenía la impresión de que la señora Borden empleaba todo su tiempo en organizar complicadas operaciones de limpieza en serie: rascar, frotar, fregar, lavar, secar, pulir, sacar brillo; de la misma manera que un ebanista lija un trozo de madera, empezando con papel de lija tosco y siguiendo hasta llegar al de grano más fino.

No era que la madre de Colin tuviera sucia la cocina. Todo lo contrario. Contaban con una asistenta que iba a casa dos veces por semana para ayudarles a mantener limpias las cosas. Pero su casa no se parecía en nada a aquélla.

Según Roy, la señora Borden se negaba a contratar a una asistenta. No creía que nadie pudiera alcanzar un grado de pulcritud tan elevado como ella. No estaba satisfecha con tener una casa limpia, necesitaba que estuviera esterilizada.

Roy regresó a la cocina.

—Aquí no hay nadie. Vamos a jugar un rato con los trenes.

—¿Dónde están?

—En el garaje.

—¿De quién son?

—Son del viejo.

—¿Y se supone que no debes tocarlos?

—¡Que se joda! Nunca lo sabrá.

—No quiero que tus padres se enfaden conmigo.

—Por el amor de Dios, Colin, ¿cómo van a enterarse?

—¿Es éste el secreto?

Roy había empezado a darse la vuelta. De repente, miró hacia atrás.

—¿Qué secreto?

—Tú tienes un secreto. Ya casi estás preparado para soltarlo.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo veo… en la forma en que te comportas. Has estado probándome para ver si puedes confiarme un secreto.

—Eres bastante listo —admitió Roy, moviendo la cabeza.

Colin se encogió de hombros, sintiéndose un poco violento.

—No, en serio que lo eres. Es como si me hubieras estado leyendo el pensamiento.

—Así que me has estado probando.

—Sí.

—Ese asunto estúpido del gato…

—Era cierto.

—Sí, claro.

—Es mejor que te lo creas.

—Todavía me estás probando.

—Es posible.

—Así que hay un secreto.

—Un gran secreto.

—¿Los trenes?

—No. Eso es solamente una pequeña parte del secreto.

—Entonces, ¿qué más hay?

Roy sonrió.

Había algo en aquella sonrisa, algo extraño en aquellos ojos azules que hizo que Colin deseara apartarse del otro muchacho. Sin embargo, no retrocedió.

—Te lo contaré todo —prometió Roy—. Pero sólo cuando me encuentre preparado.

—¿Cuándo será eso?

—Pronto.

—Puedes confiar en mí.

—Cuando esté preparado. Vamos, te gustarán los trenes.

Colin lo siguió a través de la cocina y de una puerta blanca. Al otro lado había dos pequeños escalones y, luego, estaban el garaje y… el ferrocarril en miniatura.

—¡Caray!

—¿No es un bombazo?

—¿Dónde aparca tu padre el coche?

—Siempre fuera, en la entrada. Aquí no hay sitio.

—¿Cuándo consiguió todo esto?

—Empezó a coleccionar cosas cuando era un niño —respondió Roy—. Cada año añadía algo. Vale más de quince mil dólares.

—¡Quince mil! ¿Quién pagaría tanto dinero por un puñado de trenes de juguete?

—La gente que debería haber vivido en tiempos mejores.

Colin parpadeó.

—¿Cómo?

—Eso es lo que dice mi viejo. Dice que los aficionados a los trenes de juguete son gente que tendría que haber vivido en un mundo mejor, más limpio, más agradable y más organizado que el de hoy en día.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Que me aspen si lo sé. Pero es lo que él dice. Puede estar divagando durante una hora acerca de lo muchísimo mejor que era antes el mundo, cuando había trenes, pero no aviones. Puede aburrirte mortalmente con ese rollo.

El tren estaba montado sobre una plataforma que les llegaba por la cintura y que casi llenaba por completo el garaje, en el que cabían tres coches. En tres de los lados había sitio suficiente para moverse. El cuarto, donde se hallaba la consola de control, lo ocupaban dos taburetes, una mesa de trabajo estrecha y un armario para herramientas.

Sobre aquella plataforma se había construido un mundo en miniatura, concebido con inteligencia e increíblemente detallado. Montañas y valles, arroyos, ríos y lagos, praderas salpicadas de minúsculas flores silvestres, bosques donde ciervos tímidos observaban desde las sombras entre los árboles, pueblecitos como los que aparecen en las postales, granjas, puestos fronterizos, gente diminuta y de aspecto real ocupada en cientos de tareas, modelos a escala de coches, camiones, autobuses y motocicletas, casas impolutas con vallados de estacas, cuatro estaciones de tren exquisitamente reproducidas (una de estilo Victoriano, otra de estilo suizo, una más italiana y la cuarta española) y tiendas, iglesias y escuelas. Por todas partes discurrían tramos de ferrocarril de vía estrecha: a lo largo de los ríos, por en medio de las ciudades y de los valles, alrededor de las laderas de las montañas, atravesando caballetes y puentes levadizos, entrando y saliendo de las estaciones, de arriba abajo y de un lado a otro formaban lazos elegantes, líneas rectas, curvas pronunciadas, herraduras y zigzags.

Colin dio la vuelta lentamente a la maqueta, estudiándola con evidente admiración. La ilusión no perdía su encanto al examinarla de cerca. Incluso desde una distancia de dos o tres centímetros tan sólo, los bosques de pinos parecían auténticos; cada uno de los árboles estaba reproducido de forma espléndida. A las casas no les faltaba ni un detalle; hasta tenían tuberías de desagüe y algunas de ellas, ventanas que se podían abrir y cerrar, caminitos hechos de piedras y antenas de televisión sujetas con cables finos. Los coches eran más que vehículos de juguete. Estaban cuidadosamente construidos y, aunque diminutos, por lo demás eran réplicas exactas de los automóviles de tamaño normal y, excepto en aquellos que se hallaban aparcados a lo largo de las calles y en los caminos, en todos había dentro un conductor e incluso a veces también pasajeros y, ocasionalmente, un perro o un gato en el asiento trasero.

—¿Qué es lo que ha construido tu padre de todo esto? —preguntó Colin.

—Todo, menos los trenes y algunos de los coches.

—Es fantástico.

—Se necesita una semana entera para construir una de esas casitas y algunas veces más si se trata de algo especial. Se pasó meses y meses con cada una de las estaciones de tren.

—¿Cuánto hace que lo terminó?

—No está terminado. Nunca estará terminado, hasta que él muera.

—Pero es imposible hacerlo más grande. Ya no queda espacio.

—No más grande, sino mejor —aclaró Roy. Su voz había adquirido un nuevo matiz, una especie de dureza, de frialdad. Tenía los dientes bastante apretados, pero aún seguía sonriendo—. El viejo siempre está perfeccionando la estructura. Lo único que hace cuando vuelve del trabajo es entretenerse con esta maldita cosa. Creo que ya ni siquiera le queda tiempo para tirarse a la vieja.

Este tipo de conversación hacía que Colin se sintiese violento, así que no añadió nada. Se consideraba a sí mismo como alguien menos avanzado que Roy e intentaba con todas sus fuerzas cambiar para mejor en todo lo que fuera capaz; sin embargo, no conseguía aprender a sentirse a gusto cuando se decían palabrotas fuertes o se hablaba de sexo. No podía evitar ruborizarse ni que repentinamente se le trabara la lengua y se le secara la garganta. Se sentía infantil y estúpido.

—Se mete aquí cada maldita noche —prosiguió Roy, utilizando todavía aquella voz nueva y fría—. Incluso algunas veces cena aquí. Está tan chiflado como ella.

Colin había leído bastante sobre muchas cosas, pero solamente un poco sobre psicología. No obstante, mientras continuaba maravillándose con las miniaturas, se daba cuenta de que la obsesión tenaz por el detalle era una expresión de la misma insistencia fanática en la pulcritud y el orden que resultaba evidente en la incesante batalla de la señora Borden por conservar la casa tan limpia como el quirófano de un hospital.

Se preguntó si los padres de Roy no estarían chiflados de verdad. Por supuesto que no eran un par de locos de atar, no eran dementes. No llegaban al extremo de sentarse en un rincón hablando solos y comiendo moscas. Era posible que estuvieran algo locos. Solamente un poquito chiflados. Quizás empeorarían con el tiempo y gradualmente irían enloqueciendo cada vez más y, al cabo de diez o quince años, comerían moscas. Valía la pena reflexionar sobre ello.

Decidió que, si él y Roy seguían siendo amigos durante toda su vida, solamente se dejaría caer por casa de Roy en el transcurso de los diez años siguientes. Después conservaría la amistad, pero evitaría al señor y a la señora Borden, de modo que, cuando por fin se volvieran completamente locos, no pudieran ponerle las manos encima y obligarlo a comer moscas o, peor todavía, cortarlo en pedacitos con un hacha.

Sabía todo lo relacionado con los asesinos locos. Había visto películas sobre ellos: Psicosis, El caso de Lucy Harbin. ¿Qué fue de Baby Jane? Y también unas cuantas docenas más. Quizá cien. Una de las cosas que había aprendido en aquellas películas era que los locos tenían predilección por los asesinatos asquerosos. Utilizaban cuchillos, guadañas y hachas. Jamás encontrabas a uno que recurriera a algo que no produjese derramamiento de sangre, como el veneno, el gas o una almohada.

Roy se sentó en uno de los taburetes frente a la consola de control.

—Ven, Colin. Desde aquí lo podrás ver todo mejor que desde cualquier otro lugar.

—Creo que no deberíamos tocar esto si tu padre no quiere que lo hagamos.

—¿Quieres tranquilizarte, por el amor de Dios?

Con una rara mezcla de desgana y expectación, Colin se sentó en el segundo taburete.

Roy giró cuidadosamente un botón del cuadro de mandos que se hallaba frente a él. Estaba conectado a un reóstato y en seguida la intensidad de las luces del garaje empezó a disminuir.

—Es como en un cine —comentó Colin.

—No —replicó Roy—. Es algo así como… si yo fuera Dios.

—Sí. Porque puedes hacer que sea de día o de noche en el momento que a ti te plazca —asintió Colin, sonriendo.

—Y un montón de cosas más.

—Enséñamelo.

—Ahora mismo. No lo voy a poner todo completamente oscuro. No haré que sea noche cerrada, porque entonces no se ve casi nada. Haremos que sea el anochecer, el crepúsculo.

Después Roy pulsó cuatro interruptores y se encendieron las luces de todo aquel mundo en miniatura. En cada pueblo, las farolas de la calle lanzaron haces de luz opalescentes sobre el pavimento. En la mayoría de las casas, un fulgor amarillo, cálido y acogedor hizo que las ventanas cobraran vida. Algunas casas incluso tenían luces en el porche y pequeñas farolas al final del camino de acceso, como si estuvieran esperando invitados. Las iglesias proyectaban formas coloreadas de vidrieras sobre el suelo que las rodeaba. En unos cuantos cruces importantes, los semáforos cambiaban gradualmente del rojo al verde y, luego, al ámbar y al verde otra vez. En una aldea, la marquesina de un cine vibraba con un letrero de luces diminutas.

—¡Es fantástico! —exclamó Colin.

Mientras contemplaba aquel despliegue, la expresión y la actitud de Roy eran peculiares. Tenía los ojos entrecerrados, los labios apretados, los hombros encorvados hacia arriba, y era evidente que estaba tenso.

—Con el tiempo —explicó Roy—, el viejo colocará faros de verdad en los automóviles. Y está diseñando un sistema de desagüe y una bomba que permitirá que el agua fluya por los ríos. Incluso habrá una cascada.

—Tu padre parece ser un tipo interesante.

Roy no contestó. Estaba contemplando el pequeño mundo que se extendía ante él.

En la esquina izquierda del extremo de la plataforma, cuatro trenes esperaban órdenes en los desvíos de la estación de depósito. Dos eran de mercancías y los otros dos solamente admitían pasajeros.

Roy pulsó otro interruptor y uno de los trenes cobró vida. Empezó a zumbar suavemente, las luces parpadearon en los vagones.

Colin se inclinó hacia delante con expectación.

Roy siguió manipulando interruptores y el tren empezó a traquetear para salir de la estación. Mientras se dirigía hacia el pueblo más próximo, las luces rojas de advertencia se encendían y apagaban cada vez que una calle se cruzaba con las vías. Barreras a rayas blancas y negras descendieron obstaculizando el paso por la calzada. El tren ganó velocidad y empezó a silbar ruidosamente en tanto atravesaba el pueblo, subía una pequeña pendiente, desaparecía por un túnel, volvía a aparecer en el extremo de la montaña, aceleraba, pasaba por un puente, seguía ganando velocidad, entraba en una recta a gran velocidad, tomaba una curva amplia con un violento estrépito y las ruedas rechinando, luego otra curba más cerrada, ladeándose peligrosamente, y continuamente avanzando más rápido, más rápido, más rápido.

—¡Por el amor de Dios, no hagas que descarrile! —exclamó Colin, nervioso.

—Eso es exactamente lo que voy a hacer.

—Entonces tu padre sabrá que hemos estado aquí.

—Qué va. No te preocupes.

El tren atravesó la estación suiza sin reducir la velocidad, se balanceó al borde del desastre cuando se situó en una vía en zigzag, entró rugiendo en un túnel y siguió por una recta, adquiriendo velocidad con cada segundo que pasaba.

—Pero si se rompe el tren, tu padre…

—No voy a romperlo. Tranquilízate.

Un puente levadizo empezó a abrirse justamente por donde tenía que pasar el tren.

Colin apretó los dientes.

El tren llegó al río, pasó a toda velocidad por debajo del puente alzado y se salió de la vía. La locomotora en miniatura y dos vagones fueron a parar al canal y los demás vagones descarrilaron, provocando una breve lluvia de chispas.

—¡Jo! —se asombró Colin.

Roy se bajó de su taburete y se acercó al lugar del accidente. Se inclinó hacia delante y contempló de cerca el tren descarrilado.

Colin se puso a su lado.

—¿Se ha estropeado? —Roy no contestó. Estaba escudriñando por el interior de las diminutas ventanillas del tren—. ¿Qué estás buscando?

—Cuerpos.

—¿Qué?

—Muertos.

Colin echó un vistazo al interior de uno de los vagones caídos. No había gente en su interior; es decir, no había figuritas. Miró a Roy.

—No lo entiendo.

Roy no apartó su mirada del tren.

—¿No entiendes qué?

—Yo no veo muertos.

Moviéndose lentamente de un vagón a otro, mirando dentro de cada uno de ellos, casi en trance, Roy dijo:

—Si éste fuera un tren de verdad y lleno de gente hubiera descarrilado, los pasajeros habrían salido despedidos de sus asientos. Se hubieran abierto la cabeza contra las ventanas y contra las barandillas. Habrían acabado como un montón de cuerpos enmarañados en el suelo. Se verían brazos rotos, piernas rotas, dientes destrozados, rostros aplastados, ojos colgando, sangre por todas partes… Desde dos kilómetros de distancia se les oiría profiriendo alaridos. Algunos de ellos también estarían muertos.

—¿Y qué?

—Pues que estoy tratando de imaginarme qué aspecto tendría todo esto si hubiera ocurrido de verdad.

—¿Por qué?

—Porque me interesa.

—¿Qué es lo que te interesa?

—La idea.

—¿La idea de un descarrilamiento de verdad?

—Sí.

—¿No es eso un poco enfermizo?

Finalmente, Roy alzó la vista. Sus ojos tenían una expresión fría y distante.

—¿Has dicho «enfermizo»?

—Bueno —empezó Colin, algo incómodo—, quiero decir…, disfrutar con el sufrimiento de los demás…

—¿Crees que eso no es normal? —Colin se encogió de hombros. No quería discutir—. En otros lugares del mundo, la gente va a las corridas de toros y, en el fondo, la mayoría de esas personas sólo esperan que el toro le dé una cornada al torero. Siempre consiguen ver cómo sufre el toro. Y les gusta. Y hay montones de gente que van a las carreras de coches sólo para ver los accidentes más aparatosos.

—Eso es diferente.

Roy sonrió ampliamente.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué?

Colin reflexionó sobre aquello, tratando de encontrar las palabras para expresar lo que él sabía por intuición que era cierto.

—Bueno…, en primer lugar, el torero sabe cuando entra en el ruedo que puede resultar herido. Pero la gente que vuelve a su casa en tren… no espera nada parecido…, no busca problemas… y entonces ocurre… Eso es una tragedia.

Roy se rió.

—¿Sabes lo que significa «hipócrita»?

—Sí, claro.

—Bueno, Colin, no me gusta decirte esto porque eres un buen amigo, mi mejor amigo. Me caes muy bien. Sin embargo, en lo que a este tema se refiere, eres un hipócrita. Crees que soy un enfermo porque me interesa un accidente de tren y, en cambio, tú te pasas la mayor parte de tu tiempo libre yendo al cine a ver películas de terror o mirándolas en la televisión o leyendo libros sobre muertos vivientes, hombres lobo, vampiros y otros monstruos.

—¿Y qué tiene que ver una cosa con la otra?

—¡Esas historias están plagadas de asesinatos! Muertes. Matanzas. Prácticamente no tratan de otra cosa. En esas historias muerden a personas, las desgarran, les arrancan la piel a tiras y les hacen picadillo con hachas. ¡Y a ti te encantan!

Colin dio un respingo al oír mencionar las hachas.

Roy se inclinó hacia él. Su aliento olía a chicle Juicy Fruit.

—Y ésa es la razón por la que me caes bien, Colin. Somos tal para cual. Tenemos mucho en común. Por eso quería que te dieran el empleo de ayudante del entrenador. Así podremos ir por ahí juntos durante la temporada de fútbol. Los dos somos más listos que los demás. Los dos sacamos por lo general sobresalientes en la escuela sin ningún esfuerzo. A los dos nos han hecho pruebas de inteligencia y nos han dicho que somos genios o algo similar. Vemos las cosas más claramente que los demás chicos e incluso que muchos adultos. Somos especiales. Gente muy especial.

Roy colocó una mano sobre el hombro de Colin y lo miró fijamente a los ojos; parecía no estar mirándolo sólo a él, sino también a su interior y, en última instancia, a través de él. Colin no podía apartar su mirada.

—A los dos nos interesan las cosas importantes —añadió Roy—. El dolor y la muerte. Esto es lo que nos atrae a los dos. La mayoría de la gente cree que la muerte es el final de la vida, pero nosotros sabemos que es diferente, ¿no? La muerte no es el final. Es el centro. Es el centro de la vida. Todas las demás cosas giran en torno a ella. La muerte es lo más importante de la vida, lo más interesante, lo más misterioso, lo más excitante que existe.

Colin se aclaró la garganta con nerviosismo.

—No estoy seguro de saber de qué estás hablando.

—Si no tienes miedo a la muerte —aclaró Roy—, entonces no puedes tenerle miedo a nada. Una vez aprendes a vencer el temor más grande, al mismo tiempo vences todos los pequeños temores, ¿no es así?

—Yo… supongo que sí.

Roy hablaba casi en susurros para dar más énfasis a sus palabras, con una intensidad asombrosa, con fervor.

—Si yo no le temo a la muerte, nadie podrá hacerme daño. Nadie. Ni mi viejo ni mi vieja. Nadie. Nunca más mientras viva.

Colin no sabía qué decir.

—¿Le tienes miedo a la muerte? —preguntó Roy.

—Sí.

—Tienes que aprender a no tenerle miedo.

Colin asintió. Se le resecó la boca. El corazón le latía con fuerza y se sentía ligeramente mareado.

—¿Sabes lo primero que tienes que hacer para superar tu temor a morir?

—No.

—Familiarizarte con la muerte.

—¿Cómo?

—Matando cosas.

—No puedo hacer eso.

—Por supuesto que puedes.

—Soy un chico pacífico.

—En el fondo todos somos asesinos en potencia.

—Yo no.

—Mierda.

—Mierda para ti.

—Me conozco —afirmó Roy—. Y te conozco a ti.

—¿Me conoces mejor de lo que yo me conozco?

—Sí.

Roy mostró una amplia sonrisa.

Sus miradas se encontraron.

El garaje estaba tan silencioso como una tumba egipcia abandonada.

—¿Quieres decir… que podríamos por ejemplo matar a un gato? —se atrevió Colin finalmente.

—Para empezar.

—¿Para empezar? ¿Y luego qué?

Roy le apretó el hombro con más fuerza.

—Luego pasaríamos a cosas más grandes.

De repente Colin se dio cuenta de lo que ocurría y se relajó.

—Casi me haces picar otra vez.

—¿Casi?

—Sé lo que estás intentando hacer.

—¿Ah, sí?

—Me estás poniendo a prueba otra vez.

—¿Yo?

—Me estás engañando. Lo que quieres es que me ponga en ridículo.

—Te equivocas.

—Si yo hubiera accedido a matar a un gato para demostrarte algo, te habrías desternillado de risa.

—Pruébalo.

—Nada de eso. Conozco tu juego.

Roy le soltó el hombro.

—No es ningún juego.

—No tienes que ponerme a prueba. Puedes confiar en mí.

—Hasta cierto punto.

—Puedes confiar plenamente en mí —replicó Colin sinceramente—. Dios mío, eres el mejor amigo que he tenido en mi vida. Nunca te decepcionaría. Haré un buen trabajo como ayudante del entrenador. No te arrepentirás de haberme recomendado. Puedes estar seguro de eso. Puedes confiar en mí para cualquier cosa. Dime, ¿cuál es el gran secreto?

—Todavía no es el momento.

—¿Cuándo?

—Cuando estés preparado.

—¿Cuándo será eso?

—Cuando yo diga que lo estás.

—Jo.