—¿Has matado algo alguna vez? —preguntó Roy.
Colin frunció el ceño.
—¿Como qué?
Los dos muchachos se hallaban en una colina alta situada en el extremo norte de la ciudad. Más allá se extendía el océano.
—Cualquier cosa. ¿Alguna vez has matado algo, sea lo que sea?
—No sé a qué te refieres —contestó Colin.
A lo lejos, sobre el agua bañada por los rayos del sol, un gran barco navegaba en dirección norte, hacia el lejano San Francisco. Más cerca de la orilla había una plataforma petrolífera. Sobre la playa desierta, una bandada de aves picoteaba incesantemente la arena mojada, en busca de comida.
—Tienes que haber matado algo —dijo Roy con impaciencia—. ¿Chinches tal vez?
Colin se encogió de hombros.
—Sí, claro. Mosquitos. Hormigas. Moscas. ¿Y qué?
—¿Te gustó?
—¿Si me gustó el qué?
—Matarlos.
Colin clavó los ojos en él y finalmente movió la cabeza.
—Roy, a veces dices cosas muy raras.
Roy sonrió.
—¿Te gusta matar chinches? —preguntó Colin inquieto.
—A veces.
—¿Por qué?
—Porque es un bombazo.
Todo lo que a Roy le parecía divertido, todo lo que le entusiasmaba, decía que era «un bombazo».
—¿Qué es lo que tiene que gustarme? —quiso saber Colin.
—El chasquido que hacen cuando las aplastas.
—¡Qué asco!
—¿Le has arrancado alguna vez las patas a una mantis religiosa y luego te has parado a mirar cómo trata de andar? —Es extraño. Muy, pero que muy extraño. Roy se volvió hacia el mar, que rompía incesante en la orilla, y se puso las manos en las caderas con actitud desafiante, como si quisiera retar a la marea ascendente. Constituía una pose normal en él: era un luchador nato.
Colin tenía catorce años, la misma edad que Roy, y nunca había desafiado a nada ni a nadie. Se dejaba llevar por la vida, vagaba hacia donde ésta lo condujera, sin ofrecer resistencia. Hacía tiempo que sabía que la resistencia causaba dolor.
Estaba sentado en la cima de la colina, sobre la hierba seca y escasa. Alzó la vista hacia Roy, con admiración. Sin apartar la mirada del mar, Roy dijo:
—¿Y has matado alguna vez algo mayor que una chinche?
—No.
—Yo sí.
—¿Sí?
—Cientos de veces.
—¿Qué has matado?
—Ratones.
—¡Espera! —exclamó Colin, recordando algo de repente—. Una vez mi padre mató a un murciélago.
Roy bajó la vista hacia él.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace un par de años en Los Ángeles. Mi padre y mi madre todavía no se habían separado. Teníamos una casa en Westwood.
—¿Fue allí donde mató al murciélago?
—Sí. Por lo visto había algunos viviendo en el desván. Uno de ellos se coló en la habitación de mis viejos. Ocurrió de noche. Me desperté al oír gritar a mi madre.
—Estaba muerta de miedo, ¿no?
—Aterrorizada.
—Ojalá hubiera estado yo allí para verlo.
—Eché a correr por el pasillo para enterarme de qué pasaba y vi un murciélago revoloteando por su habitación.
—¿Estaba desnuda?
Colin parpadeó.
—¿Quién?
—Tu madre.
—Por supuesto que no.
—Pensé que quizá dormía desnuda y la habías visto.
—No —replicó Colin. Sintió que su rostro enrojecía por momentos.
—¿Llevaba una bata?
—No lo sé.
—¿No lo sabes?
—No me acuerdo —contestó Colin, algo incómodo.
—Si hubiera sido yo quien la hubiera visto, te aseguro que me acordaría.
—Bueno, supongo que llevaba una bata. Sí, ahora me acuerdo.
En realidad no recordaba si llevaba puesto un pijama o un abrigo de pieles, y no comprendía por qué le importaba eso a Roy.
—¿Se veía algo? —preguntó Roy.
—¿Qué es lo que se tenía que ver?
—¡Por el amor de Dios, Colin! ¿Se veía algo a través de la bata?
—¿Y por qué iba yo a querer ver algo?
—¿Eres imbécil?
—¿Por qué motivo tendría que quedarme boquiabierto mirando a mi propia madre?
—Porque tiene un buen cuerpo, por eso mismo.
—¡Debes de estar de broma!
—Y unas tetas estupendas.
—Roy, no seas ridículo.
—Y unas piernas increíbles.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—La vi en traje de baño. Es sensual.
—¿Que es qué?
—Que es excitante.
—¡Oye, que estás hablando de mi madre!
—¿Y qué?
—Algunas veces no te entiendo, Roy.
—Eres un caso perdido.
—¿Yo? ¡Jo!
—Un caso perdido.
—Creía que hablábamos del murciélago.
—¿Y qué le pasó al murciélago?
—Mi padre agarró una escoba y empezó a golpearlo. Siguió pegándole escobazos hasta que dejó de chillar. Tío, tendrías que haberle oído chillar. —Colin se estremeció—. Fue espantoso.
—¿Había sangre?
—¿Cómo?
—Que si había mucha sangre.
—No.
Roy volvió a contemplar el mar. No parecía impresionado por la historia del murciélago.
La cálida brisa le encrespó el cabello. Tenía el cabello abundante y rubio y el rostro saludable y cubierto de pecas, del tipo de los que se ven en los anuncios de la televisión. Era un muchacho robusto, muy fuerte para su edad, un buen deportista.
A Colin le hubiera gustado parecerse a él.
Algún día, cuando fuera rico, pensaba, se presentaría en la consulta de un cirujano plástico con, digamos, un millón de dólares en efectivo y un retrato de Roy. Haría que le cambiasen el aspecto. Que lo transformaran por completo. El cirujano convertiría sus cabellos castaños en cabellos rubios como el oro. Diría: «No quieres tener esta cara pálida y delgada, ¿verdad? No me extraña. ¿A quién le gustaría tener una cara como ésa? Vamos a convertirla en hermosa». También se ocuparía de las orejas. Cuando se las hubiera arreglado, ya no serían tan grandes. Y también esos malditos ojos. Y diría: «¿Quieres que añada unos cuantos músculos en el pecho, en los brazos y en las piernas? No hay problema. Será coser y cantar». Y entonces Colin no sólo se parecería a Roy, sino que sería tan fuerte como él, podría correr igual de rápido y no tendría miedo a nada, absolutamente a nada en el mundo. Eso mismo. Pero tal vez fuera mejor acudir al consultorio del médico con dos millones en vez de uno.
Todavía observando cómo el barco surcaba el mar, Roy dijo:
—También he matado cosas más grandes.
—¿Más grandes que ratones?
—Sí, claro.
—¿Como qué?
—Un gato.
—¿Mataste a un gato?
—Eso es lo que acabo de decir, ¿no?
—¿Por qué lo hiciste?
—Me aburría.
—Eso no es una razón.
—Así tuve algo que hacer.
—¡Jo!
Roy apartó su mirada del mar.
—Vaya estupidez —añadió Colin.
Roy se puso en cuclillas frente a Colin, mirándolo a los ojos.
—Fue un bombazo, en serio que fue un bombazo.
—¿Un bombazo? ¿Fue divertido? ¿Qué tiene de divertido matar a un gato?
—¿Por qué no habría de serlo?
Colin se mostró escéptico.
—¿Cómo lo mataste?
—Primero lo metí en una jaula.
—¿Qué clase de jaula?
—Una jaula de pájaros grande y vieja, de un metro cuadrado aproximadamente.
—¿Dónde conseguiste una cosa así?
—Estaba en el sótano de casa. Hace mucho tiempo mi madre tenía un loro. Cuando el loro murió, no lo sustituyó por otro pájaro, pero tampoco se deshizo de la jaula.
—¿Era vuestro gato?
—No. Era de unos vecinos que vivían un poco más abajo de la calle.
—¿Cómo se llamaba?
Roy se encogió de hombros.
—Si realmente hubiera habido un gato, te acordarías de su nombre —replicó Colin.
—Bolita. Se llamaba Bolita.
—Parece creíble.
—Es verdad. Lo metí en la jaula y empecé a incordiarlo con las agujas de hacer punto de mi madre.
—¿A incordiarlo?
—Le iba pinchando a través de los barrotes. ¡Hostia, tendrías que haberlo oído!
—No, gracias.
—No era más que un maldito gato loco. Se puso a escupir, a pegar alaridos y a tratar de arañarme.
—Así que lo mataste con las agujas de hacer punto.
—No. Las agujas sólo sirvieron para ponerlo furioso.
—No sé por qué.
—Más tarde fui a la cocina y cogí un tenedor de los que se usan para la carne, largo y con dos pinchos en la punta, y lo maté con eso.
—¿Dónde estaban tus viejos mientras?
—Trabajando. Enterré al gato y limpié toda la sangre antes de que volvieran a casa.
Colin meneó la cabeza y exhaló un suspiro.
—Vaya mentira más gorda.
—¿No me crees?
—Tú nunca has matado a ningún gato.
—¿Por qué me iba a inventar una historia como ésta?
—Estás tratando de revolverme el estómago. Quieres que me den náuseas.
—¿Tienes náuseas? —dijo Roy, sonriendo.
—Por supuesto que no.
—Se te ve algo pálido.
—No puedes hacerme sentir náuseas porque sé que no lo hiciste. No mataste a ningún gato.
Los ojos de Roy eran penetrantes y exigentes. Colin se los podía imaginar perfectamente pinchando su carne con las puntas de aquel tenedor.
—¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos? —preguntó Roy.
—Desde el día después de que mi madre y yo nos mudáramos aquí.
—¿Cuánto hace de eso?
—Ya sabes, fue el uno de junio. Hace un mes.
—¿En todo ese tiempo te he mentido alguna vez? No. Porque tú eres mi amigo. Y yo no mentiría a un amigo.
—No estás mintiendo exactamente. Es como si estuvieras jugando a algo.
—No me gustan los juegos —replicó Roy.
—Pero te gusta mucho gastar bromas.
—Ahora no estoy de broma.
—Claro que lo estás. Pretendes enredarme. Tan pronto como yo diga que me creo lo del gato empezarás a reírte de mí. Y no voy a caer en la trampa.
—Bueno, lo he intentado.
—¡Ah! ¡Así que me estabas enredando!
—Si eso es lo que prefieres pensar, a mí me da lo mismo.
Se alejó. Se detuvo a unos seis metros de Colin y se volvió de nuevo hacia el mar. Permaneció contemplando el horizonte brumoso como si estuviera en trance. Para Colin, que era un entusiasta de la ciencia ficción, Roy parecía estar en contacto telepático con algo oculto que se hallaba lejos, en las aguas profundas, oscuras y encrespadas.
—Roy. Eso del gato era una broma, ¿verdad?
Roy se volvió, lo contempló con frialdad durante un momento y luego sonrió.
Colin también sonrió, y dijo:
—Sí, lo sabía. Estabas tratando de tomarme el pelo.