Emérita
Otoño de 337 d.C.
A todo aquel que me confesare delante de los hombres, Yo también le confesaré delante de mi Padre, que está en los cielos; y todo el que me negare delante de los hombres, también Yo le negaré delante de mi Padre, que está en los cielos.
MATEO, 10, 32-33
—Señor, el sepulcro está abierto —anunció uno de los operarios que Celso había contratado para que descubrieran sus restos.
—Aguardad aquí y vigilad que no entre nadie. Cuando acabe, volveréis a sellarlo. Cobraréis lo que os debo al final del trabajo —les indicó el presbítero desde el umbral, y entró en el mausoleo, asegurándose de que la puerta quedaba cerrada tras él. Tenía prisa por quedarse a solas con Eulalia.
El sol del mediodía calentaba con fuerza, y los obreros se dispusieron a esperar la salida del clérigo, sentados en el suelo a la sombra del pequeño pórtico que protegía la entrada al mausoleo. Ellos mismos habían trabajado en la construcción. En los caminos de Emérita no había ni una sola tumba como la de aquella joven cristiana martirizada en época del emperador Maximiano. Pocos podían permitirse un enterramiento de esa índole. En la ciudad se decía que su propio preceptor se había hecho cargo de los gastos. Era el mismo que periódicamente enviaba dinero al obispado para embellecer el martyrium de la santa con mármoles y mosaicos de la mejor calidad. Lo hacía desde Constantinópolis, pues ese presbítero del que hablaba la gente, el anciano que les había contratado, había llegado a ser consejero del emperador.
Los tres operarios estaban más callados de lo habitual. La presencia del clérigo les había impresionado. Los rumores tenían que ser ciertos. A pesar de su avanzada edad, pues ya rondaría los setenta años, el aspecto de aquel hombre les dejó sin habla. Nunca antes habían visto a nadie vestido de aquella manera, ni siquiera al obispo. El presbítero iba ataviado con todo el lujo de Oriente. Gemas de jaspe, ámbar y amatista adornaban el cuello y las mangas de la dalmática de seda tornasolada que llevaba puesta. Aquel maravilloso tejido cambiaba de color con el reflejo de la luz. Unas veces era gris y otras verde, y en ocasiones ambas tonalidades se entremezclaban de manera casi prodigiosa para los obreros, acostumbrados a los vulgares tonos oscuros que teñían sus ásperas ropas de lana. Unos gruesos anillos de oro adornaban sus dedos. Debía de ser muy rico. Aunque no lo decían, todos esperaban recibir una buena recompensa de sus manos.
Celso había regresado hacía dos días y lo había hecho con el orgullo de haber sido consejero del emperador Constantino. Pero tuvo que abandonar la capital imperial precipitadamente, pues los terribles acontecimientos que se sucedieron tras la muerte del augusto le hicieron temer por su vida. La familia imperial se había vuelto a manchar con su propia sangre. Durante aquel caluroso verano, el último que el presbítero pasaría en Oriente, hubo matanzas. Éstas fueron promovidas por los tres hijos del emperador, que, con ayuda del ejército, lograron exterminar casi por completo a la rama colateral de su linaje e imponer su legítimo poder sobre el imperio. La masacre acabó con muchos nobles y destacados personajes de la corte, entre ellos, el gran chambelán eunuco que tantos enemigos había cosechado en vida de su amo. Sus temores a ser asesinado no debían ser infundados. Celso no estaba a salvo en palacio, como tampoco lo estaba el documento.
Era el momento de viajar a las Hispanias. Quería regresar a Emérita, pues hacía tiempo que sentía la necesidad de volver junto a Eulalia. A sus años, poco le quedaba por hacer en la otra parte del mundo. Ahora que el cristianismo había vencido, regresaría para rezarle en su martyrium. Le devolvería la túnica, pues ya sólo necesitaba el perdón de la mártir. En sus últimos días de vida, e incluso en la muerte, deseaba estar cerca de sus restos. Tenía previsto su propio enterramiento en el ábside del bello mausoleo que había hecho construir para ella. Julio y Rutilia ya le acompañaban, pues sus cuerpos habían sido trasladados al nuevo panteón junto a los restos de la santa. Después de tantos años, volvía a su tumba y lo hacía con la satisfacción de poder ofrecerle el triunfo del cristianismo.
Cuando se hubo quedado a solas con ella, Celso se deshizo de su ropa y comenzó a desenrollar la faja de gasa que sujetaba la reliquia. Una enorme cicatriz se extendía por el flácido vientre del presbítero. El sol que entraba a través de la linterna del techo inundaba el mausoleo de luz. Tomó la túnica de color malva entre sus manos y la besó por última vez antes de introducir en su interior el pergamino que le había arrebatado al emperador en su lecho de muerte. Allí estaría seguro. Frente a él, tras un pequeño arco de triunfo, se hallaba el sepulcro de la mártir. Anduvo lentamente hacia ella con la túnica entre sus brazos y los ojos puestos en el gran sarcófago de mármol que guardaba sus restos, cuya pesada tapa había quedado apoyada en un lateral del ábside. A medida que se iba aproximando, podía distinguir los relieves que decoraban el sepulcro. En la parte frontal, se sucedían las escenas del martirio presididas por la imagen del Buen Pastor, tal y como él había encargado.
—Aunque pase por un valle de tinieblas ningún mal temeré, porque Tú estás conmigo. —Se emocionó al recordar su enigmática sonrisa. Eulalia murió sin olvidar las bellas palabras del salmo.
Fue él quien le indicó el camino, y ella lo siguió. Se entregó al Esposo sin vacilar. Siempre supo que su pequeña Eulalia era una elegida. Abrazó con fuerza la túnica. Sus viejas piernas comenzaron a fallarle. No le respondían. El preceptor se dejó caer de rodillas bajo el arco triunfal del martyrium de Eulalia y comenzó a rezar con voz trémula, conmovido por su presencia.
—Mártir beatísima, recibiste la palma que merecías, venciste en el tormento y derrotaste con la confesión de Cristo al diablo. Bebiste de su mismo cáliz y Él te premió con la corona de la inmortalidad. Mi querida Eulalia, mi pequeña... tu sangre y la de nuestros hermanos que fueron martirizados por la fe ha empezado a germinar entre las gentes como semilla de nuevos cristianos.
Observó la insólita acumulación de objetos que las gentes habían depositado en agradecimiento a la patrona caelestis por su divina protección. Ropas, sandalias de niño, mechones de pelo, tablillas de cera, retratos, figurillas, bisutería e incluso joyas se apilaban entre las lucernas encendidas y los restos de frutas y flores.
—Eulalia, Emérita te venera. Roma se ha rendido a los pies de Cristo y cuantos entregasteis la vida por Él. Ésta es la mejor ofrenda que podía hacerte —susurró. El presbítero recordaba cada rasgo de su cara. Era a ella a quien hablaba, a su recuerdo—. Eulalia, tú que estás junto al Esposo, protege con el silencio el secreto del emperador... como has protegido mi secreto.
Sus ojos se velaron por las lágrimas. Aquel secreto le pesaría hasta su muerte. Muchas veces prefirió haberlo confesado todo ante sus hermanos, liberándose de esa carga, pero temía ser apartado de la Iglesia. Él nunca había dejado de creer en Dios.
33 años antes: diciembre de 304 d. C.
Acababan de dar sepultura al cuerpo de Eulalia. Fueron muchos los fieles que aquel día habían vencido el miedo a las autoridades y acudieron al sepelio de la mártir, cuya santidad comenzaba a ser asumida por la comunidad como un don del cielo. Querían acompañar a Julio y a Rutilia en su tristeza, pero también en la serena alegría de saber que su hija estaría ya junto al Padre. La muerte de la joven había renovado en ellos la fe en la resurrección, su esperanza en la vida eterna, debilitada a causa del continuo hostigamiento al que les sometían los emperadores. Aunque, en el fondo, a todos les sobrecogió la resignación con que la familia había asumido la voluntad de Dios. No hubo manjares ni bebidas con los que colmar el estómago tras los días de ayuno y duelo por la difunta. Bastó con que todos participaran en la mesa de Jesús, tomando de su cuerpo y de su sangre vertida, como la de la joven Eulalia, por la salvación de los hombres. Celso se encargó de los funerales. Fue él quien ofició la Eucaristía. Cuando todo hubo terminado, veló a la santa en solitario. Le costaba separarse de ella.
Al anochecer, el intenso frío le obligó a abandonar el sepulcro. En el camino de vuelta a la ciudad, dos soldados le vinieron al paso. Llevaban orden de detenerle.
—Acompañadnos. El gobernador os requiere —dijo uno de ellos.
Celso no opuso resistencia. Le habían estado esperando. Ya no sentía el frío del anochecer y la intensa alegría por haber sabido guiar a su querida discípula hasta el martirio se desvaneció a causa del miedo. Estaba atemorizado. Pedía a Dios que le ayudara ante lo que inevitablemente tenía que pasar. Era a él, al preceptor de Eulalia, a quien querían. De nada le había servido ocultarse durante meses en aquel polvoriento y sucio taller de mosaicos. Tendría que comparecer ante el gobernador para ser interrogado y obligado a sacrificar ante los dioses de Roma. Pedía al cielo la fortaleza suficiente para soportar el tormento y la muerte, pues él no era como ella. Era un cobarde.
—Muchos son los llamados, pocos los elegidos... —Aquella frase volvió a obsesionarle durante buena parte del trayecto.
A aquellas horas, las calles de Emérita estaban desiertas. Uno de los agentes tuvo que usar una antorcha para iluminar el camino que conducía hasta la residencia del gobernador, donde éste les esperaba desde primera hora de la tarde. Celso sintió la tentación de huir pero no confiaba en sus fuerzas, muy mermadas después de tantos meses de reclusión. Si salía corriendo, empeoraría las cosas. Así que se dejó conducir dócilmente entre los dos soldados, sin atreverse a protestar por aquel abuso. Al fin y al cabo, las autoridades tan sólo cumplían los edictos imperiales.
El gobernador les aguardaba en el vestíbulo de su residencia. Quería acabar cuanto antes con aquel asunto que tantas ampollas estaba levantando entre los ciudadanos de Emérita. La joven a la que habían ajusticiado en el foro no era una rea cualquiera, sino la hija de Marco Julio Donaciano, quien, a pesar de ser cristiano, procedía de la más rancia aristocracia local. El macabro sacrificio había entusiasmado al populacho, siempre muy agradecido por esa clase de espectáculos, pero había supuesto un duro varapalo para buena parte de la ciudadanía. Hubo quejas. Sin embargo, esta vez todo se llevaría con más discreción. El preceptor de la muchacha, ese presbítero llamado Celso, también había sido denunciado. El proceso no se haría público. El gobernador esperaba que con el tiempo todo aquello quedara en el olvido.
—Llevadlo hasta la sala de interrogatorios —ordenó, malhumorado.
Celso fue arrastrado hasta una fría cámara con las paredes encaladas y los muebles estrictamente necesarios para que el verdugo pudiera desempeñar su oficio. El presbítero se fijó en el potro de madera que aguardaba en un extremo de la estancia, iluminada por la antorcha que lucía sobre ella. Confirmó con horror todos sus temores.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó el gobernador con acritud.
El presbítero le había visto otras veces, incluso recordó habérselo encontrado saliendo de la domus de Julio. Lo había reconocido a pesar de que aquella noche no llevaba puesta la toga ni ese ridículo peluquín con el que pretendía disimular la calva que tanto le obsesionaba.
—Celso... —dijo con firmeza.
—¿Sabes por qué estás aquí?
—No.
—Verdugo, sería bueno que ayudáramos a nuestro invitado a recordar.
Al cabo de unos segundos, el hombre respondió con una risotada. No parecía tener muchas luces, aunque para su oficio tampoco las precisaba. Le bastaba con ser fuerte y poco escrupuloso. Y lo era.
—La túnica... —le indicó el gobernador, apartándose de la escena.
El verdugo conocía bien el procedimiento. Se acercó hacia un rincón de la estancia y se agachó pesadamente para recoger uno de los muchos instrumentos de tortura que había amontonados. Era una plomada. El presbítero se estremeció al distinguir de qué se trataba. Desde que los dos soldados le interceptaran por el camino, había rezado para que aquello no sucediera. Con el látigo en la mano, el verdugo le obligó a despojarse de todas sus ropas.
—¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó el gobernador, aproximándose a él.
—No. —Su voz sonaba menos contundente que antes. La completa desnudez de su cuerpo le hacía sentirse vulnerable.
—Te lo preguntaré de otra manera. ¿Eras tú el preceptor de Eulalia?
—Sí.
—Veo que sabes lo que le ha ocurrido. Has sido tú quien la ha llevado a la muerte.
Celso encajó con rabia aquella acusación. El gobernador no era la única persona que le culpaba de la muerte de su joven pupila. El propio Julio se lo había echado en cara con sus silencios durante los días que duraron los funerales, aunque sólo el viejo Lucio, el esclavo, se atrevió a hablarle con sinceridad.
—Eulalia siguió el camino de la salvación y alcanzó la corona de la inmortalidad —se defendió.
—Fue su temeridad la que le condenó.
—La que la bendijo —corrigió con rapidez.
No perdía de vista al verdugo, que esperaba detrás del gobernador a que éste le hiciera una señal para iniciar su trabajo. Él también tenía prisa por terminar cuanto antes. Aún no había cenado. Estaba hambriento y quería volver a casa junto a su mujer y sus dos pequeños. Había esperado a aquel hombre durante toda la tarde, sin nada mejor que hacer que limpiar sus instrumentos y prepararlos para la ejecución. Celso no podía evitar fijarse en las oscuras manchas de su túnica, de un discreto color marrón, y se preguntaba si aquella sangre seca que la salpicaba era la de Eulalia.
—Le llenaste la cabeza de necedades. Supongo que tú también querrás lucir esa corona de la que hablas.
—Sólo los elegidos pueden alcanzar la gloria.
—Y tú, ¿eres un elegido? ¡Contesta!
—Rezaré a mi Dios para que así sea.
—¿Y quién es tu Dios? —preguntó el gobernador maquinalmente. Interrogar a un cristiano comenzaba a ser algo rutinario.
—El Dios de los cristianos.
—¿Quién es el Dios de los cristianos?
—Si fueseis digno, lo conoceríais.
—Veo que eres igual de arrogante que tu discípula —le provocó. Por su anterior reacción había detectado que aquél era el punto débil del clérigo.
—Ella sólo es discípula de Cristo.
—¿Tú también eres discípulo de Cristo?
—Sí. Soy cristiano.
—¿No te has enterado de los edictos?
—Nunca sacrificaré a vuestros ídolos.
—Eso ya lo veremos. ¡Verdugo! Azótale hasta que entre en razón.
El verdugo sonrió, por fin había algo de acción. Se movía con rudeza. Con sus fuertes brazos obligó a Celso a humillar el cuerpo contra un grueso tronco que había clavado en el suelo, justo en el centro de la desnuda sala. Le cogió las manos por las muñecas y las ató a él, presionándole con la soga, para que le fuera imposible erguirse a pesar del dolor. Situándose por detrás, comenzó a descargar la plomada sobre él. Los látigos restallaron sobre la desnuda espalda del presbítero, que chillaba y se retorcía sin poder zafarse de aquel suplicio. En cada nueva embestida del verdugo, las pequeñas bolas de plomo que remataban los látigos rasgaban la piel y penetraban en sus carnes multiplicando el dolor hasta hacerlo insoportable. Celso cerró con fuerza los ojos, aguardando un nuevo envite. Y pensó que Jesús también fue azotado. Le pidió a Eulalia que le diera valor para continuar.
—Ayúdame a soportarlo...
—¡Para! Contéstame ahora. ¿Quién es tu Dios?
A Celso le resultaba imposible volverse hacia su inquisidor y apenas podía hablar. Aun así, contestó.
—El que hizo el cielo y las estrellas, creó la Tierra y la adornó de flores, el que ordenó los mares.
A una señal del gobernador, el látigo volvió a caer sobre la espalda de Celso, que se estremecía de dolor cada vez que recibía su castigo.
—Di que es Júpiter el que está en el cielo. Sacrifica al rey de todos los dioses y te dejaré marchar.
—Desde mi juventud sirvo a Dios y no sacrificaré a los ídolos. Soy cristia... —No pudo terminar. Un nuevo azote le hizo atenazar la boca con fuerza.
—O sacrificas o te haré atormentar en el potro.
—Recibiré con gozo los sufrimientos de mi Señor.
—Veo que tienes tantas ganas de morir como la enajenada de tu pupila. La muy loca sonreía cada vez que el verdugo le provocaba un nuevo tormento. Fue una pena que nos entregara su vida siendo tan joven. Le hubiera bastado con negar nuestras acusaciones.
—Fue por Dios por quien murió.
El verdugo le amenazaba con el látigo.
—¿Tienes tanta prisa por morir como ella? Lo digo porque aún vas a tener que sufrir mucho... a no ser que quieras sacrificar.
—No lo haré.
—¡Átalo en el potro!
El potro... Celso recordó lo que había oído contar sobre aquella terrible tortura, la más dolorosa de cuantas pudiera padecer un reo antes de los suplicios supremos. Sin que él pudiera evitarlo, aquel animal le había empujado sobre el tablón de madera, obligándole a tumbarse por la fuerza sobre su espalda. Sintió un insoportable dolor al hacerlo, pues el látigo había dejado profundas heridas en su carne. Quería resistirse a que ataran sus extremidades en aquel siniestro mecanismo, pero no podía. El verdugo le sujetaba con fuerza. Comenzó a hacer girar ruedas, tornillos y poleas hasta que el cuerpo se le tensó de tal modo que parecía que fueran a separarse. Celso sintió cómo sus brazos se retorcían, luego su torso y sus piernas, mientras sus músculos parecían ir a romperse de un momento a otro. Él sabía que si aquello sucedía sus huesos se dislocarían y quebrarían. Aullaba de dolor.
—¡Dios mío! ¡Soltadme!
El gobernador ignoró las súplicas de Celso, o más bien quiso agravar su desesperación. Dándole la espalda, se dirigió al verdugo en un tono lo suficientemente elevado como para que el presbítero pudiera oír sus palabras.
—Dejemos reflexionar a nuestro invitado mientras nosotros descansamos para cenar. Debes de estar hambriento.
Celso se quedó a solas en aquella fría sala, desnudo sobre el potro, sintiendo cómo su cuerpo se distendía amenazando con desmembrarse. De vez en cuando se veía sacudido por terribles espasmos. El sufrimiento era insoportable. Lloraba y pedía a Dios que le librara de aquel suplicio. Era un cobarde... y no podía soportar aquel dolor por mucho que rezara y pidiera fuerzas a su Señor. No lo soportaría...
—Eulalia...
De repente, volvió a escuchar la ronca voz del gobernador. Fue incapaz de saber cuánto tiempo había pasado.
—¿Llamáis a vuestra joven pupila? Ella sonreía, pero veo que tú no estás tan contento. ¿Es que no te alegras de alcanzar por fin esa gloria de la que hablabas? Dime, preceptor, veamos si ya has entrado en razón. ¿Quién es tu Dios?
—El de los cristianos.
—¿Aún eres cristiano?
—Sí.
—¿Sabes que hay más dioses? Si lo reconoces, te dejaré marchar.
A duras penas negó con la cabeza. Ya no podía articular la voz. Sólo podía gemir de dolor.
—Os contaré todo lo que tuvo que padecer ella. Tampoco vuestra amiga se libró de la plomada, ni del potro que acabó desquebrajando sus miembros... Aún recuerdo el crujido de sus huesos quebrantados. Pero ella reía. El garfio levantó su carne y sus pechos fueron arrancados... Lo que quedaba de ella fue abrasado con el fuego de las teas. Lo mismo te espera a ti antes de morir, si es que puedes soportarlo. Te doy la oportunidad de declarar tu inocencia. Di que no eres culpable de ser cristiano.
Celso no podía responderle. Tan sólo rezaba para que todo aquello acabara cuanto antes. De repente, notó que le estaban quemando vivo. El verdugo había acercado una tea ardiendo sobre su vientre. Tras aullar de dolor, sus miembros se retorcieron todavía más.
—Eres cristiano...
Celso no respondió. El diablo le estaba venciendo.
—Te lo pregunto otra vez. ¿Eres cristiano?
Silencio.
—¿Hay más dioses que los de Roma?
El presbítero sólo veía el fuego de la tea ardiendo frente a él.
—¿Es Cristo tu Dios? Niégalo y todo habrá acabado.
—¡No! ¡No lo es! —gritó al fin.
—Suéltalo ya, verdugo. Por lo menos éste no está tan loco como su discípula.
El verdugo rió con una risa necia y servil.
Celso no recordaba qué pasó después de aquello. Hubiera preferido morir mil veces antes de caer en la apostasía. Pero no pudo soportar el dolor.
—Señor, ¿estáis bien? —Era la voz de uno de los operarios, al otro lado de la puerta. Habían oído gritos en el interior del mausoleo.
El presbítero volvió en sí. Tenía el rostro desencajado y el pánico escrito en sus ojos. Apretaba con fuerza la túnica de Eulalia, como si quisiera encontrar en ella la salvación que no había alcanzado. Rompió a llorar.
—Negué a Cristo y me negué a mí mismo... He vivido para cumplir la promesa. Me dejé vencer por el demonio, apostaté. Soy un lapsus... Cometí el abominable pecado de la negación. Eulalia, beatísima mártir, ¡intercede por mí ante Nuestro Señor! ¡Perdóname!
FIN