Achyrona, en las afueras de Nicomedia.
Mayo de 337 d.C.
Sentía que su tiempo en Oriente se estaba agotando. Necesitaba pasar un rato a solas, reflexionar. Huir de la asfixiante atmósfera que se respiraba en el interior de la villa. Los acontecimientos se habían precipitado desde la pasada festividad de la Pascua, cuando Constantino mostró los primeros síntomas de una grave dolencia que les sorprendió a todos, incluso al propio emperador. Este ultimaba los preparativos de su próxima campaña contra los persas, que de nuevo se presentaban como una amenaza para Roma, y aquella enfermedad truncó sus planes. Por primera vez se vio obligado a hacer caso a los físicos de la corte, que llevaban años advirtiéndole que debía reducir su actividad bélica y sus prolongados viajes. Sus más de sesenta años ya no admitían tales excesos. Debía descansar, permanecer tranquilo en su nueva corte de Constantinópolis hasta que se viera recuperado de su mal. Pero el descanso no fue suficiente. La enfermedad avanzó mucho más rápido de lo que todos esperaban y los médicos no podían, ni sabían, cómo curarla. Su cuerpo se había deteriorado mucho. Su salud estaba tan debilitada que le impedía atender a sus obligaciones en la corte. Poco quedaba por hacer. Sólo las drogas y los baños termales podían paliarle el intenso dolor que, a buen seguro, le habría de acompañar hasta el final de sus días. Constantino se estaba muriendo.
Celso paseaba por el peristilo de la bonita residencia que la familia imperial poseía a las afueras de Nicomedia. Le invadía un desasosiego que apenas podía controlar. A la preocupación por la deriva que habían tomado los acontecimientos en los últimos tiempos se le sumaba la inquietud por la anunciada presencia del obispo Eusebio, que no tardaría en presentarse en la villa. No se atrevía a pedírselo a Dios, pero deseaba que el emperador muriera antes de que pudiera ser bautizado. Por eso había abandonado la sala en la que los demás sacerdotes de la corte elevaban sus oraciones al Altísimo y rogaban por la pronta recuperación del augusto. Lo que él quería no era su curación, sino que el Señor se lo llevara antes de que un arriano le suministrara el sagrado sacramento. Presa de aquella angustia, se había precipitado hacia el jardín para tomar el aire. No soportaba las monótonas plegarias de sus hermanos que insistían una y otra vez en pedir por la salud del emperador, rogando a Dios que retrasara su muerte. Fue entonces cuando se dio cuenta. Tenía que hacer algo. Si la vida de Constantino se prolongaba más de lo debido, éste recibiría el bautismo de manos de un hereje.
El presbítero quería que la agonía del augusto terminara cuanto antes, aunque el protector del cristianismo tuviera al fin que abandonar este mundo sin la impronta de la inmortalidad. Sentía sobre su pecho el enorme peso de la promesa que un día le hiciera a Eulalia, cuando ya se veía en el final del camino. No podía permitir que el emperador muriera como un hereje. Aquella idea le atormentaba. Por eso abandonó los rezos. Al menos, en el peristilo no se escuchaban aquellas monótonas plegarias. Sólo oía de vez en cuando el piar de algún pájaro. Ese año la primavera se había presentado tarde y el jardín empezaba a llenarse de flores e insectos. Rezumaba vida. Celso lo estuvo contemplando. Poco a poco fue contagiándose de su tranquilo esplendor. Había dejado de respirar con dificultad y sus pensamientos comenzaban a fluir con algo más de orden. Se sentía más sosegado.
Cuando Constantino anunció su voluntad de trasladarse hasta Helenópolis para tomar baños calientes y orar ante la tumba del santo Luciano, por el que su madre sentía una gran devoción, él había hecho lo imposible para unirse al séquito imperial. Debía mantenerse cerca del emperador en previsión de lo que pudiera pasar. Quería estar junto a él en el momento en el que se produjera el fatal desenlace. Durante aquellos días fue un clérigo más. Allí, en la iglesia de los Mártires, donde estaba el martyrium del mártir Luciano, el augusto había mostrado su voluntad de convertirse en catecúmeno. Y, tras confesar sus pecados, se sometió al rito de la imposición de manos. También para él fue una alegría inmensa oírle pedir el bautismo, ahora que se acercaba su muerte. El emperador quería morir como cristiano. Pero su dicha terminó en desesperación al escuchar a quién le había reservado tal honor. Constantino quería ser bautizado por Eusebio de Nicomedia, a quien consideraba el peor de los arrianos.
En cuanto los cortesanos conocieron la voluntad de Constantino, se apresuraron a llamar al obispo Eusebio, que permanecía en su sede de Nicomedia ajeno al empeoramiento de la enfermedad. Pues todo lo concerniente a la salud del emperador era objeto de la máxima discreción, incluso de un cierto secretismo. Así que el prelado desconocía la inminencia del óbito imperial; en caso de conocerla, estaría en esos momentos junto al enfermo, tomando posiciones ante sus herederos. Últimamente era muy bien recibido en la corte, y el obispo había sabido aprovechar ese trato de favor como nadie. Se había ganado al emperador igual que antes hiciera con Constancia, Helena y las más nobles damas de palacio. Por eso Constantino le había hecho llamar a su lado. Un enviado imperial había salido en su busca hacía ya tiempo, pero algo debía haber ocurrido para que tardaran tanto, dada la urgencia de la llamada.
—¡Daos prisa! ¡Nuestro emperador se muere! Ha de ser bautizado... ¡deprisa!
Era evidente que el obispo todavía no había llegado. Celso reconoció la aguda voz del gran chambelán eunuco que, durante los últimos días, no se había separado ni un solo momento del lecho imperial. Le extrañó verle aparecer por la avenida central del peristilo. Era a él a quien buscaba. Cuando lo tuvo cerca, pudo darse cuenta de que el eunuco lloraba con la sensiblería de las mujeres, sin que aquella falta de virilidad le produjera pudor alguno. Al prelado siempre le había resultado desagradable la feminidad con la que se comportaba el gran chambelán, su estridente risa, sus miradas, aquella voz aguda y los blandos movimientos de sus regordetas manos. Aunque era precisamente por esa falta de virilidad por lo que había sido llamado a compartir la intimidad imperial, llegando a convertirse en uno de los personajes más poderosos de la corte.
A nadie le importaban ya los orígenes esclavos de aquel armenio al que habían castrado siendo un niño. Aquella espantosa mutilación y su femenina inteligencia le habían valido para alcanzar el puesto que ahora ocupaba, el de primer eunuco de la corte: jefe del guardarropa imperial, responsable máximo de la intimidad y el bienestar del emperador, pero también jefe del personal doméstico y del servicio de los treinta silentiarii encargados de mantener el silencio y el orden en presencia del augusto. El gran chambelán era quien controlaba el acceso a Constantino, y hacía pagar bien caro el derecho a ser recibido. Administraba tales privilegios según su propio interés y conveniencia. Celso, que había padecido la despótica crueldad del eunuco en más de una ocasión, lo odiaba profundamente. Le repugnaba el rostro anormalmente hinchado e imberbe del eunuco y sus sensuales labios carnosos, que ahora se dejaban oprimir entre los dientes de su dueño en un desesperado intento por contener el llanto.
—¡Daos prisa! ¡Constantino no debe morir con la mácula de sus pecados! Está muy grave... agoniza. —El eunuco se sorbió los mocos e hizo un esfuerzo por dejar de gimotear como un niño. Tenía que convencer al hispano de que fuera él quien bautizara al emperador—. Ninguno de los sacerdotes se atreve a contradecir sus augustos deseos. ¡No quieren bautizarle! Prefieren esperar a que sea el obispo Eusebio quien lo haga, pero el obispo no viene... No sé qué ha pasado. Os ruego que seáis vos quien le administre el sacramento antes de... —No quiso llamar a la muerte. Intuía que cuando al final sucediera, su destino no estaría a salvo.
Se tranquilizó al constatar que el hispano estaba dispuesto a bautizar a Constantino. Dándose la vuelta, reemprendió el mismo camino que le había llevado hasta allí. Regresaba junto a su señor en compañía del presbítero. Éste lo observaba por detrás. A Celso le llamó la atención el aspecto descuidado del eunuco, que siempre iba impecable. Su túnica estaba arrugada, algo que hubiera sido inadmisible si la desgracia del emperador no le hubiera hecho olvidarse de sí mismo. Ni siquiera iba tocado con la cofia de color azul intenso que lo distinguía. Mientras caminaba por el interior de aquella lujosa villa de recreo, iba comprobando que el hispano le siguiera. Las prisas le impedían detenerse. Atravesó un segundo peristilo mucho más pequeño e íntimo que el anterior y se adentró por el largo corredor que conducía al cubículo imperial. El suelo de mosaico se desdibujaba a su paso. Avanzaba casi sin aliento, pero incluso así no dejaba de hablar ni un solo momento. Necesitaba hacerlo para vencer el miedo a la muerte. Su voz sonaba más chillona y estridente que otras veces, pues la pena y el esfuerzo por caminar deprisa le asfixiaban.
—Mi señor hubiera querido ser bautizado en el río Jordán, como Cristo, pero no ha llegado a tiempo... —gimió—. Tampoco llega a tiempo el obispo Eusebio, al que el emperador tiene en gran estima. Iba a convertirle en el obispo de Constantinópolis, pero eso ya no podrá ser.
A Celso le embargó una profunda satisfacción. Después de todo, iba a ser él quien bautizara a Constantino, al primer emperador cristiano. Desde aquel momento «emperador» y «cristiano» dejarían de ser dos términos enfrentados, tal y como le había leído a Tertuliano en uno de sus escritos. Aquéllos eran tiempos de cambio. Pero tenía que darse prisa; Eusebio no tardaría en presentarse. El presbítero no podía contener su agitación. Los arrianos les habían ganado muchas batallas, pero él y los suyos estaban a punto de alcanzar la victoria. El emperador moriría en la ortodoxia cristiana, al amparo de la verdadera Iglesia católica, la de los Apóstoles. Tenían a la Providencia de su parte. Había castigado a Arrio con la más humillante de las muertes: yéndose de vientre en una letrina pública justo antes de ser rehabilitado solemnemente en Constantinópolis por el propio emperador, al que los arrianos habían conseguido convencer con falsedades y mentiras. El de Arrio había sido un castigo divino, por mucho que sus partidarios quisieran ocultar la verdad acusándoles a ellos, a los verdaderos cristianos, de haberle administrado algún tipo de veneno. No fue un homicidio, sino una señal del cielo. Celso así lo interpretaba. El Altísimo había querido vengar con aquella muerte tan oportuna las graves injusticias que se estaban cometiendo en Su nombre contra los defensores de la verdadera fe. En especial, contra el joven obispo Atanasio, el único que merecía suceder a Alejandro pese a la oposición de arrianos y melecianos. Atanasio había sido muy maltratado por sus adversarios y por el propio Constantino, que, creyendo las infamias vertidas contra él por los arrianos, le había enviado a un triste e injusto destierro.
El gran chambelán eunuco irrumpió en el cubículo del emperador sin ninguna ceremonia. Celso entró tras él. Notó que no era bien recibido entre el círculo íntimo del emperador. No era a él a quien esperaban ver entrar por aquella puerta, sino al obispo de Nicomedia. Las ventanas habían sido cegadas para evitar que la brillante luz del mes de mayo entrara en el cubículo del emperador, donde no podía reinar más que la desolación. El trémulo resplandor de las velas aportaba algo de claridad a la oscura estancia, creando a su alrededor una zona de penumbra de la que escapaban los rostros de los cortesanos. En la sombra, un nutrido grupo de consejeros y comites imperiales arropaban el lecho del emperador enfermo. Era imposible distinguir sus gestos, pero en el tenso silencio que la certeza de la muerte les imponía se oían sus gemidos ahogados. Lloraban la suerte de Constantino.
—¿Y éste qué hace aquí? ¿Por qué no ha venido el obispo Eusebio? —preguntó el comes Marcelo, mostrando su indignación. Fue el único que se atrevió a poner en entredicho las intenciones del gran chambelán. Tenía motivos más que suficientes para desconfiar del hispano.
—Yo mismo le he ido a llamar —le aclaró el eunuco con voz queda, ocultando que Celso era el único de los sacerdotes que había accedido a contravenir las últimas voluntades del emperador.
Y bajando aún más la voz, añadió—: Mucho me temo que si esperamos a Eusebio, no podremos satisfacer la voluntad de nuestro señor Constantino. Desea ser bautizado en la fe de Cristo.
—Pero ¿por qué le habéis llamado a él? ¡Vivimos rodeados de sacerdotes cristianos! —insistió Marcelo.
Aunque con los años se le había ido suavizando el carácter, a veces le seguía resultando muy difícil controlar su fuerte temperamento. Muchos lo achacaban a su rápido ascenso dentro de la corte, sin más mérito que el de haber sido un leal guardaespaldas del emperador.
—Dejadlo, comes Marcelo. Nadie mejor que el gran chambelán sabe qué es lo más conveniente —soltó otro de los comites, mientras que el resto atendía a la discusión sin ganas ni intención de intervenir. Pensaban que Marcelo no había nacido para vivir en la corte sino para bregar en el campo de batalla. Era un legionario, no un cortesano.
El gran chambelán desdeñó las quejas del comes. Sin tan siquiera replicarle, se había encaminado al blanco lecho del emperador. Andaba de puntillas para no alterar su ánimo. Se disponía a anunciarle que por fin había llegado el tan ansiado momento. Constantino necesitaba limpiar sus faltas antes de marcharse. Había pecado mucho en vida. Sólo él y Dios sabían el alto precio que había tenido que pagar por los bienes que había disfrutado.
Y temía que, en caso de sobrevivir, siguiera pecando. Por eso apuró su tiempo y sería bautizado a las puertas de la muerte, cuando ya no le quedaban fuerzas para pecar.
—Señor, vais a ser bautizado —le anunció entre susurros. Y se retiró del lecho para permitir que el presbítero se acercara. El eunuco se despidió de su señor con amargura, apenado por no haberle podido traer a Eusebio a tiempo.
El emperador agonizaba. En sus delirios confundió a Celso con el obispo de Nicomedia, a quien había estado aguardando antes de que comenzara a perder la conciencia. La muerte le estaba venciendo.
—¿Sois vos? —preguntó con un extraño rictus que fue interpretado por el chambelán como una sonrisa—. ¡Dejadnos solos!
—Sí, señor —asintió éste, acongojado.
A una señal del eunuco, el cortejo que acompañaba al emperador abandonó el cubículo imperial, y él tras ellos. Celso y Constantino se quedaron solos ante Dios.
—Eusebio, mi querido obispo... Os estaba esperando —dijo el emperador. Su voz sonaba extraña, como si ya no le perteneciera.
—Decidme, emperador... —respondió Celso, consciente del engaño. No quería aproximarse demasiado al lecho para evitar ser reconocido, aunque lo creía improbable, dado su avanzado estado de inconsciencia.
—Eusebio... las sábanas... —le indicó la mortecina voz del emperador.
El presbítero no entendía a qué se refería, pero no se atrevía a hablar por temor a ser descubierto. Él no era el obispo de Nicomedia, sino Celso de Emérita, y Dios le había dado la oportunidad de apartar a Constantino de la herejía. El emperador sería bautizado en la verdadera fe. No había tiempo que perder.
—... las sábanas... —insistió.
La delgada mano del emperador comenzó a moverse. Era la única parte de su cuerpo que lo hacía. Tanteó con impaciencia el lecho, una y otra vez, como si quisiera llamar la atención sobre algo que el presbítero no acertaba a comprender. Los dedos comenzaron a arañar las sábanas tratando de retirarlas para descubrir algo que debía de haber oculto en su interior. Entonces lo vio. Oculto bajo el fino lienzo que cubría el escuálido cuerpo del emperador había un documento. Era un rollo de pergamino. Lo tomó.
Los ojos de Constantino se posaron en él. Le miraban fijamente, aunque sólo veían el satisfecho rostro del obispo Eusebio: su negra y rizada barba, sus ojos rasgados... su mundana sonrisa.
—Es la retractatio del emperador... me la habéis pedido con insistencia... es justo que la tengáis. Conservadla... hacedla valer en cuanto tengáis oportunidad... La concordia, Eusebio, la concordia... —susurró el emperador con mucho esfuerzo. El aire se le estaba agotando y sus palabras eran casi ininteligibles. Cada poco se veía obligado a tomar grandes bocanadas de aire para continuar. Al fin logró decir lo que quería—. Y ahora, quiero el bautismo.
La puerta se abrió. El obispo Eusebio había llegado a tiempo de bautizar al emperador. Celso trató de disimular su sobresalto y ocultó como pudo el rollo de pergamino entre los pliegues de su dalmática. Tenía que salir de ahí cuanto antes. Con una rápida mirada se despidió de Constantino, el emperador que había permitido el triunfo del cristianismo, aunque a última hora de su vida hubiera caído en la herejía arriana. Quería evitar cualquier enfrentamiento con Eusebio. Renunciaba a ser él quien le administrara el sacramento. Se consoló pensando que, a fin de cuentas, aquélla no era la decisión de un emperador sino la de un hombre frente a su propia muerte. Ni siquiera vestía ya la púrpura. Se había despojado de sus atributos imperiales para cubrirse con la blanca indumentaria de los neófitos.
Celso había sido capaz de suplantar a Eusebio sin que el emperador se diera cuenta de la usurpación y le había arrebatado aquel documento, cuya existencia el propio obispo desconocía. Debía evitar como fuera que el rollo que ahora tenía en su poder, oculto en su dalmática, cayera en manos de su verdadero destinatario, pues eso supondría el final de la ortodoxia nicena. Si bien no había podido leer su contenido, sabía perfectamente que se trataba de la tan temida retractatio de Constantino, en la que el emperador revocaba el credo niceno que él mismo había impuesto. El texto manifestaba su deseo de unidad para la Iglesia de Cristo y hacía recaer en Eusebio la responsabilidad de negociar una fórmula de fe que pudiera ser aceptada en todo el imperio. Sólo de ese modo terminarían las disputas doctrinales.
—El augusto agoniza. Delira... Dice que le han envenenado —mintió, pensando que aquella mentira le protegería de lo que pudieran decir cuando él abandonara el cubículo.
El emperador deliraba. Eso le protegía. Pero tenía que desaparecer de allí antes de que fuera descubierta su impostura. Renunciaba a ser él quien bautizara al emperador. Pensaba que aquél no era más que un acto privado de Constantino con Dios, por el que no se ponía en juego la salvación del imperio sino la de aquel hombre moribundo que yacía sobre el lecho imperial. Mientras ese peligroso documento se mantuviera oculto, el triunfo de la ortodoxia sería posible, pues lo había escrito el emperador de Roma. Constantino había sido engañado por los herejes. Se había rendido a los deseos del obispo, a sus mágicos poderes, arrastrando a la cristiandad hacia el arrianismo. Celso estaba dispuesto a silenciar la voluntad imperial por el bien de la Iglesia. Guardaría el documento en un lugar seguro, oculto a los ojos de los hombres, para que nadie pudiera sacarlo a la luz.
—Desea ser bautizado por vos, el obispo de Nicomedia —dijo el presbítero con sequedad antes de abandonar la estancia. Sus miradas se cruzaron por última vez.
—El emperador ha muerto. Lo ha hecho en la paz de Dios —anunció Eusebio desde la puerta.
—¡Ay, ay, domine!
El tenso silencio de la espera se rompió por el duelo de los cortesanos, que, al conocer la noticia, llamaron lastimeramente a su señor para que éste volviera a la vida. Y al no obtener respuesta, lloraron su muerte. El gran chambelán fue el primero en abandonarse a su dolor. Se dejó caer en el frío suelo y sollozó como un niño, con verdadero desconsuelo, pues sentía que se había quedado solo. Nadie acudió a consolarle. A su alrededor todo eran gemidos y gritos de desolación. Mientras, los sacerdotes oraban quedamente por el alma del difunto, y los embalsamadores preparaban su cuerpo con resina y miel; los servidores imperiales rasgaban sus vestiduras, se mesaban los cabellos y golpeaban su pecho, gimiendo en señal de luto por la pérdida de su protector. Fueron los soldados de la guardia imperial quienes levantaron el cadáver y lo introdujeron en una caja de madera de ciprés y oro con la que sería trasladado a Constantinópolis, la ciudad que él había fundado y que llevaba su nombre. Allí estaba previsto celebrar los funerales.
Mientras tanto, en Constantinópolis...
El emperador Constantino gobernó después de muerto. Su cadáver permaneció expuesto durante días en el gran vestíbulo del palacio imperial de Constantinópolis. Ante él se arrodillaron los miembros de la corte y del ejército, magistrados, senadores y funcionarios. También el pueblo pudo honrar a su emperador, presentarle sus respetos una vez muerto, ya que no pudieron hacerlo en vida.
Aquél fue un gran acontecimiento. Se formaron largas colas en torno a la corte, pues nadie quería perderse el espectáculo. Incluso había quienes, después de esperar a la intemperie durante horas, vendían a buen precio su turno para entrar en el palacio. En la nueva capital, como ocurrió en su día en Nicomedia, ningún negocio se despreciaba. Las cantinas captaban a la clientela con llamativos reclamos sobre el acontecimiento y en muchos establecimientos del centro podían encontrarse pequeños recuerdos con la efigie de Constantino. En aquellos días, las calles bullían. Los funerales imperiales habían conseguido atraer a numerosos visitantes procedentes de Tracia y Bitinia, e incluso de otras regiones del imperio. De la antigua Bizancio sólo quedaba el recuerdo de sus principales templos y algún edificio salvado de la ruina. Con razón, Constantinópolis se había convertido en el orgullo de su fundador.
El palacio se llenaba cada día de hombres y mujeres del vulgo, incluso de niños, que al poner sus pies en el vestíbulo de palacio se dejaban caer de hinojos, maravillados por lo que tenían ante su vista. En el centro de la sala se elevaba la gran urna de oro donde yacía el cuerpo del emperador, ataviado con la púrpura y distinguido con las insignias imperiales. Su calzado de color negro recordaba el luto por su propia muerte. Todo a su alrededor resplandecía con el reflejo de las antorchas que lucían sobre ricos candelabros también de oro, dispuestos en círculo como si fuesen los rayos del sol. Los ricos ungüentos y aceites aromáticos que ardían en las conchas lograban ocultar el tufo a carne putrefacta. Constantino, desde lo alto, recibía los honores de sus súbditos, que se desplazaban arrodillados desde la misma puerta de entrada, obligados a respetar el ritual de la proskynesis incluso una vez muerto el emperador.
Andar de rodillas no resultaba nada fácil, en especial para los ancianos o para quienes se habían excedido en la taberna. Cada poco, perdían el equilibrio y se veían obligados a detenerse para reponer fuerzas, provocando la impaciencia de quienes les seguían. Todos querían llegar cuanto antes a los pies del catafalco para presentarle sus respetos al emperador difunto. Durante un rato la fila dejó de avanzar y un rumor de voces amenazó con desatarse de repente. Era una mujer la que había provocado la parada. Se le oía llorar. La vigilante presencia de los soldados disuadió a la azorada concurrencia de provocar un disturbio.
—¡Aparta ya, puerca! ¿Quién te crees que eres, la emperatriz? —le espetó una voz a su espalda.
Al oír aquello, la mujer levantó la cabeza. Quiso reaccionar con dignidad, pero al verla nadie creería que ella también vivió en la corte, junto a Constantino. Agachó la cabeza y se retiró de la urna, sin importarle las humillantes miradas de cuantos esperaban. Se había acostumbrado a que la miraran así. Al fin y al cabo, no era más que una vulgar prostituta.
El cadáver de Constantino permaneció en palacio hasta la llegada de Constancio, el hijo mediano del emperador, que, tras conocer la noticia en Antioquía, había viajado a la capital con la esperanza de ser el primero de los césares en presentarse en las exequias de su padre. Fue él quien se encargó de dirigir las honras fúnebres en honor al emperador, dejando clara su intención de prevalecer sobre el primogénito Constantino y el menor de sus hermanos, Constante, de cara a la sucesión del imperio. Él mismo encabezó el traslado del féretro hasta el espléndido mausoleo de planta circular que el augusto se había hecho construir para su eterno reposo. Pero no pudo asistir a la ceremonia religiosa que iba a celebrarse en su interior y la parte final de los funerales imperiales quedaron, por primera vez en la historia de Roma, en manos de sacerdotes cristianos. El emperador había previsto hasta el último detalle. Sus restos mortales serían depositados en el lugar que él mismo se había reservado en vida, en el centro del mausoleo, rodeado por doce cenotafios que con el tiempo debían de albergar los restos de los doce discípulos de Jesús. Constantino quiso que los Apóstoles de Cristo acompañaran al emperador en su eterno descanso.