Nicomedia
Febrero de 330 d.C.
—¡Soldados, traedla!
La traían prendida, a la fuerza, pues Calia jamás hubiera entrado en aquellas dependencias por su propio pie. No en vano, estaban reservadas a los consejeros eclesiásticos del emperador.
—¿Qué pretendéis, presbítero Celso? ¿Por qué la habéis hecho traer ante nosotros? —quiso saber el obispo de Nicomedia, a quien la aparición de la mujer le había hecho desconfiar.
—Recordad, obispo Eusebio, que no he sido yo quien ha promovido esta asamblea, sino nuestro emperador. Él es el primer interesado en aclarar el asunto que nos concierne.
—¿Qué asunto? Espero que no sea otra de vuestras artimañas para seguir manteniéndoos en la corte. Deberíais haber regresado a vuestra pequeña Emérita mucho antes, como el propio Osio. Poco os queda por hacer en Oriente.
—No hemos venido a hablar de mí, Eusebio de Nicomedia. Ya podréis atacarme en otra ocasión, aunque os agradecería que tuvierais la delicadeza de hacerlo en mi presencia. Sois igual de chismoso que esas damas a las que visitáis con frecuencia. Eusebio, un obispo no puede pasarse el día rodeado de eunucos y de mujeres. El acceso al gineceo debería estar prohibido para vos —le recriminó.
Eusebio se movía cómodamente en ese mundo de mujeres que, lejos de resultar inofensivo, era el centro de casi todas las intrigas y confabulaciones que se cocían en palacio. En vida de las dos emperatrices, las opiniones que circulaban entre las damas de la corte pudieron incluso llegar a ejercer alguna influencia sobre el propio emperador. O al menos, eso era lo que opinaban muchos de sus consejeros cada vez que éste variaba de parecer sobre el tema de los arrianos, principal asunto que preocupaba en la corte por aquellos días. Al igual que Celso, buena parte de los eclesiásticos que habían sido convocados a aquella asamblea culpaban de la vuelta de Eusebio a las nobles damas que formaban ese influyente círculo imperial; y, a éste, del viraje de Constantino a favor de las tesis de Arrio y de sus partidarios, todos ellos contrarios al credo niceno.
—¿Acaso nos consideráis tan ingenuos como para pensar que en el gineceo no se hace otra cosa que tejer e hilar la lana? —preguntó retóricamente el presbítero. Se dirigió a los demás clérigos que formaban la asamblea—: Hermanos, Eusebio os podría contestar a esta pregunta, pero seré yo quien lo haga: en el gineceo, ¡se conspira! ¿No es así, mujer? —Y dándose la vuelta, trató de intimidarla.
Calia no respondió. Temía a aquel sacerdote más que a cualquier otro personaje de la corte. Cada vez que sus miradas se encontraban, él se esforzaba en recordarle su afrenta. No le había perdonado que le hubiera prohibido echarla de palacio junto a las demás hetairas. Pero, a pesar de la inquina de ese hombre, ella seguía en la corte. Mientras contó con la protección de la augusta Helena y, luego más tarde, con la de la emperatriz Constancia, Calia se sintió segura. Sin embargo, la muerte de la hermana del emperador —a quien éste había acogido en su corte con el máximo de los honores pese a ser la viuda de Licinio— la había puesto en una situación de desamparo que no tardó en ser aprovechada por Celso. Tal vez el obispo Eusebio, tan cercano a la última de sus mentoras, quisiera hacer algo por ella. Al fin y al cabo, el hispano había empezado zahiriéndoles a los dos.
—Presbítero Celso, no sé hasta dónde queréis llegar con vuestras insidias, pero os recuerdo que no tenéis potestad alguna para juzgar. Esto no es un tribunal. Os estáis sobreexcediendo en vuestras competencias. Aunque sigáis siendo consejero del emperador, espero que por poco tiempo, para nosotros no sois más que un presbítero y ni siquiera pertenecéis a nuestra diócesis —le advirtió Eusebio, levantándose del diván.
Quería que todos pudieran apreciar su implacable actitud, para que, de una vez por todas, se dieran por enterados de que él, Eusebio de Nicomedia, no iba a dejarse abrumar por las desproporcionadas acusaciones del hispano. No era la primera vez que éste trataba de atacarle.
Su aspecto imponía. Llevaba puesta una dalmática azul, tan oscura como la noche y adornada con gemas, que le hacía parecer más estilizado y alto de lo que en realidad era. Su rostro enjuto y cetrino estaba cubierto por una barba demasiado cuidada. La había dejado crecer en exceso, más allá del cuello, y en sus extremos llegaba a formar pequeños tirabuzones de un negro tan intenso y brillante como el plumaje de un cuervo. Muchos atribuían el mérito a los tintes y las tenacillas calientes de una supuesta ornatrix que estaría al servicio del obispo, cuya existencia nadie había probado. Aquel malintencionado bulo criticaba las tendencias afeminadas del prelado, que tanta repulsión provocaba entre sus numerosos enemigos, y que tan útil le resultaba a él para moverse entre las damas y los eunucos de la corte. El obispo Eusebio debía de sentirse muy pagado de su barba, pues no dejaba de acariciársela con su huesuda mano repleta de anillos. Lo hacía con gran lentitud y deleite. Entornando los ojos con cada una de esas caricias, como si éstas le provocaran un intenso placer, mientras observaba de soslayo a su rival. Pero Celso no se daba por vencido.
—¿Nosotros, obispo? ¿Acaso os referís a los que estáis fuera de la Iglesia? ¿A los herejes como vos y como vuestro protegido Arrio de Baucalis? —El presbítero, también de pie, le devolvió el ataque.
—Debo recordaros que he vuelto a ser restituido por voluntad del emperador y que Arrio ha sido de nuevo admitido en comunión. El emperador se ha dado cuenta de lo injustamente que ha sido tratado por todos vosotros, y por eso ha obligado a vuestro íntimo amigo el obispo Atanasio de Alejandría a aceptarlo de nuevo en su iglesia. Pero Atanasio ha resultado ser más radical que su antecesor Alejandro y se ha negado a seguir el mandato del emperador. Os advierto que lo pagará caro, al igual que vos.
—No hay lugar para herejes en la Iglesia de Cristo —se limitó a replicar Celso.
—Presbítero Celso, yo de vos me andana con más tiento. Confiáis demasiado en vuestra influencia sobre Constantino, pero últimamente es a nosotros a quienes tiende la mano. Y os auguro que el propio emperador acabará creyendo en las doctrinas arrianas y rechazará al fin ese credo tramposo que nos impusisteis —le desafió.
—Sois vos los que estáis engañados. Para Constantino, no sois más que un traidor. Siempre os ha tenido como tal. No creo que haga falta recordar, obispo Eusebio, que, antes de introduciros en nuestra corte, gozabais de la confianza de Licinio, algo que el emperador nunca os perdonará. Como tampoco olvidará vuestras hirientes palabras durante aquella aciaga sesión de nuestro santo concilio. De poco sirvió que desaparecieran las actas, pues el augusto tuvo noticias de todo lo ocurrido. —Y acusándole con el dedo, siguió sembrando la duda sobre él—. Prelado, seguís siendo igual de petulante y engreído que entonces, e igual de peligroso. ¿Estáis seguros de que fue la libre voluntad del emperador la que os trajo de vuelta a Nicomedia? Constantino no os tiene en buena estima después de vuestra polémica intervención en Nicea, así que nos inclinamos a pensar que más bien se vio obligado a hacerlo. Dicen de vos que guardáis demasiados secretos, de esos que las mujeres son incapaces de conservar por su naturaleza irracional y chismosa, y que amenazasteis con desvelarlos si no se os devolvía a vuestra sede —soltó Celso, sabiendo que aquello no era del todo cierto.
Se negaba a admitir públicamente que la restitución de Eusebio de Nicomedia y el reconocimiento de Arrio había sido uno de los más claros éxitos del obispo de Cesarea y de sus partidarios. Veía con desesperación cómo, ante la impotencia de los suyos, el bando arriano estaba logrando atraer para sí al emperador, y que gracias al obispo Eusebio ya tenía prácticamente ganada a su corte. También los escritos del metropolitano de Cesarea habían hecho mucho daño. Pero él no iba a darse por vencido, no podía hacerlo. Estaba en juego el mantenimiento de la ortodoxia, que él pensaba bellamente defendida por el credo niceno con la fórmula del homoousios, cuya erradicación se había convertido en el principal objetivo de los herejes.
Echaba la culpa al clero oriental, siempre dispuesto a discutir sobre filosofía, de poner en peligro el triunfo de la Iglesia que él y sus colaboradores habían estado a punto de conseguir gracias al apoyo de Constantino. Había sacrificado su vida, y puede que su propia salvación para algún día poder ofrecerle a Eulalia, su querida discípula, la victoria del cristianismo. Para ello, había contado con la protección de la mártir, con la fuerza sobrenatural que emanaba su reliquia, pero el camino no era fácil. Con pequeñas tretas había logrado mantenerse al lado de Constantino, quien lo seguía tratando con cierta consideración por mucho que sus consejos no hubieran surtido el efecto esperado. Incluso el propio emperador, prácticamente ganado al arrianismo, comenzaba a considerarlos demasiado extremos. El obispo Osio, amigo de su mocedad en Córbuba, había sido apartado por ese motivo. Sin embargo, a él se le seguía escuchando en la corte, aunque no siempre se le hiciera caso.
—¡Ya he oído suficientes sandeces por esta mañana, presbítero Celso! ¡No estoy dispuesto a seguir formando parte de este teatro! ¡Me voy! —Eusebio de Nicomedia cogió su clámide de lana gris de encima del diván y se dispuso a abandonar la sala.
—¡Esperad! ¡Tal vez os interese saber cuál ha sido el motivo de que hayamos hecho llamar a vuestra amiga! —le retuvo. Y volviéndose hacia la puerta, donde aguardaban los soldados, les ordenó que condujeran a Calia hasta ellos—: ¡Acercadla!
Eusebio se contuvo. Aquella mujer podía necesitar su ayuda, tal vez la esperaba. Así que se unió al resto de clérigos que observaban desconcertados, sin saber muy bien cuáles eran las pretensiones del hispano, al que todos tenían por un hombre astuto y embaucador, que acababa consiguiendo sus propósitos, aunque éstos no siempre resultaran acertados. Sabían perfectamente quién era Calia, e incluso que no siempre había llevado una existencia casta. Pero estaban íntimamente de acuerdo en que ya había pagado por ello y no tenían nada que reprocharle sobre su comportamiento, al menos en lo que ellos supieran.
—Hermanos, todos conocéis a esta mujer. La habéis visto en vida de la augusta Helena y de la noble Constancia, hermana del emperador. Acompañándolas. Al igual que ellas, dice ser devota del mártir Luciano —apeló al sentimiento antiarriano, sin sospechar que en la mayoría de ellos comenzaba a flaquear.
—Sí. Es devota del mártir Luciano, de nuestro maestro, como lo era la emperatriz Constancia y la propia Helena, madre del emperador —confirmó Eusebio. Se refería a Luciano de Antioquía, en torno a cuyas enseñanzas algunos decían que se había formado el núcleo principal del bando arriano, el de los llamados lucianistas, del que él, Eusebio, era el principal cabecilla—. Yo mismo le he acompañado a visitar el martyrium del santo. Está muy cerca de aquí, en Helenópolis, la antigua Drepanum, donde nació nuestra amada emperatriz. Lo digo por si alguno de los presentes desea acudir a honrar la tumba del santo —ironizó el obispo, mientras se acariciaba la barba a la espera de alguna reacción.
Ninguno de los congregados era seguidor de los postulados arrianos. Como era de esperar, el presbítero Celso había puesto todo el cuidado en seleccionar a los miembros que debían formar aquella asamblea de clérigos, reunida con la intención última de desacreditar a Eusebio como obispo. Había iniciado su particular batalla contra el arrianismo.
—Ahora es una de las damas de compañía de palacio —continuó Celso sin dar pábulo al comentario de Eusebio—. Seguramente muchos de vosotros conocéis a quién servía antes de entrar en la intimidad de la familia imperial... antes de que os convenciera de su arrepentimiento y de que fuera perdonada. Antes de que volviera a ser acogida en nuestra Iglesia. Como sabéis, esta mujer era una de las servidoras de Afrodita, agasajadas y reverenciadas por sus amantes como si la corte de nuestro emperador fuera un prostíbulo y no la casa del elegido de Dios —les introdujo Celso sin prestar ninguna atención a Calia. Luego se dirigió hacia ella dando la espalda a la asamblea. Trataba de ocultarles a los presentes la injuriosa sonrisa que esbozaba—. Pero apuesto a que ignoráis su verdadera historia. Es triste y conmovedora... —les dijo sin mirarles, fingiendo una compasión que no iba a demostrar.
Calia bajó los ojos. No sabía cómo encajar las palabras del presbítero.
—Pero... decidme, mujer. ¿Es verdad que nacisteis cristiana?
—Sí —se limitó a responder.
—Y no miente. Los soldados del emperador la deshonraron por serlo —apuntó Celso. Daba vueltas en torno a ella y se paraba de vez en cuando para contemplarla.
—¿Es que también la vais a acusar de haber sido mancillada? La forzaron, no fue ella quien consintió. ¡No hay pecado si no hay intención! Vos deberíais saberlo —se anticipó a defender Eusebio, pues intuía adonde conduciría todo aquello. Pero, por desgracia para él, no podía imaginárselo todo.
—Pudo haberlo evitado, y no lo hizo. —Y volviéndose a ella, le inquirió—: Decidme, mujer. ¿Por qué no saltasteis al fuego de la hoguera como las demás? ¡Yo os lo diré! Preferisteis ser deshonrada antes que huir hacia el Señor, dando testimonio de amor cristiano, al igual que hicieron las santas vírgenes que hoy veneramos como mártires de nuestra fe. Las que de verdad amaban a Dios. Las verdaderas Esposas de Cristo.
Así que era eso lo que el hispano pretendía. Calia clavó una mirada oscura, profunda y sostenida, con la que trataba de hacerle ver que ni sus vejaciones ni sus palabras iban a humillarla.
—Os dejasteis vejar... —La voz del presbítero sonaba acusadora—. Y en ese momento entregasteis el alma a la esclavitud de los demonios. Aunque tengo noticias de que en la gran iglesia no llegasteis a sacrificar, o al menos es eso lo que siempre habéis asegurado. Cuando fuisteis conducida a palacio, hasta la morada de Afrodita de la que yo mismo os saqué, el Espíritu Santo os mantuvo alejada del pecado. A pesar de estar donde estabais, veló por vuestra salvación y os protegió del deseo de los hombres. Hasta que vos desdeñasteis su divina protección y, dejándoos arrastrar por la molicie, os rendisteis voluntariamente a los placeres de la carne. En ellos os sumergisteis, abandonando poco a poco el recuerdo de Dios.
—¡Mentís! —se defendió Calia. Parecía una leona, rabiosa, enfurecida, dispuesta a callarle. Otra vez ese maldito pasado... Aquel hombre no cejaría hasta verla cruzar la monumental puerta de palacio. El peligro de ser expulsada de la corte le hizo reaccionar con agresividad—: ¡Eso que decís es mentira! ¡No sois más que un fanático! Un día os lo dije, y os lo repito ahora delante de nuestros hermanos: Jesús quiere que nos amemos. Él nos trajo el amor a la Tierra y no ese odio que vos predicáis. —Intentó calmarse y, ya sin gritar, argumentó—: Fui obligada. Durante años no pude salir de aquella casa ni de la esclavitud de Afrodita, aunque rezaba todos los días para que aquello acabara. Rogaba a Dios que el diablo dejara de perseguirnos —mintió, pero no consiguió que aquel sacerdote olvidara su pasado.
—¿Estáis segura de que se os obligó a pecar? Os refrescaré la memoria. ¿Os acordáis de una hetaira llamada Livina... o ya os habéis olvidado de vuestras amigas? Bastaron unas monedas para hacerle hablar. En realidad, os hubiera vendido por mucho menos, tal era el hambre y la desesperación de esa ramera.
Livina tenía razón. Una vez en la calle, lo único que les esperaba era el hambre y la miseria.
—¡Eso no es cierto! Ella no puede habéroslo contado... No pudo hacerlo, ¡porque no es verdad! Yo nunca quise hacer lo que hice, nunca... —susurró. Se sentía traicionada por Livina.
—Sí lo es. Y vos lo sabéis. ¿Acaso queréis que le preguntemos al comes Marcelo? Os aseguro que desea devolveros todo el sufrimiento que le habéis causado. Erais su hetaira, su amiga, su amante, ¿os acordáis? Pero eso era antes de que engañarais a la anciana madre del emperador con vuestras imposturas. Apelasteis a su santa misericordia y fingisteis un arrepentimiento que no sentíais... ¡Y que tampoco ahora sentís!
La mención de Marcelo la hizo desfallecer. De pronto, creyó a Celso. Al fin y al cabo, ella no había sido leal con él. Había roto la promesa que los dos le hicieron a la diosa cuando ésta les permitió volver a amarse. Esta vez había sido ella quien la había roto. Lo había hecho por desesperación, y por ambición. Afrodita no permite amar más que a una persona en la vida, y por eso le había rehuido durante todo ese tiempo, pues temía apartarse del camino si se amaban de nuevo. Ahora que Délfide no estaba allí, era Friné quien la guiaba. Sentía haber provocado tanto dolor en su amigo, pero, a pesar de sus años, ella seguía siendo la mujer más hermosa que había habido en la corte, la única digna del emperador. No podía desperdiciar su belleza ahora que le faltaba tan poco para perderla. Se lo debía a Afrodita. Y pronto envejecería.
—Engañasteis a la augusta Helena. Le hicisteis creer que estabais sola en la vida. No le hablasteis de vuestro amante el comes... Ni de Clito, vuestro hermano Clito, al que negasteis por ser esclavo después de haberle creído muerto. Tal vez os interese saber qué es lo que piensa de vos. Para él, erais como una madre... y ahora no sois más que una vulgar prostituta.
El recuerdo de Clito no le dolió tanto como el de Marcelo. Al fin y al cabo, aquel joven esclavo no era su hermano, o al menos, nada tenía que ver con el niño que desapareció con las persecuciones junto a padre y los demás. No era más que un desconocido que había acudido ante ella para llenarla de reproches.
—¿Cristiana? A mí jamás me habéis engañado. Aunque en una ocasión lo intentasteis, y casi lo conseguisteis. Habéis tratado de confundir a todos los demás, ocultando vuestros verdaderos propósitos. Sois ambiciosa, tanto como para dar la espalda a los que de verdad os han amado, tanto como para llenar vuestra vida de embustes... ¡tanto como para pretender alcanzar los amores del emperador!
Un rumor recorrió la sala. Los sacerdotes se escandalizaron al oír aquello... Si era cierto, esa mujer no merecía el perdón de Dios.
—Y ahora, hermanos... ¡Miradla bien!
A una señal del presbítero, los dos soldados desenfundaron sus espadas y rasgaron la sencilla stola en tonos pastel que cubría el cuerpo de Calia. Lo hicieron con decisión, cortando la tela a la altura de los hombros, de modo que el ligero tejido de hilo fue cayendo con suavidad hasta descubrir sus voluptuosas formas. Celso había previsto hasta el más mínimo detalle de aquella representación, aleccionando a los dos soldados sobre qué debían hacer e insistiéndoles en que no eran ellos los destinatarios de la hermosa desnudez que exhibiría la hetaira. Aun así, los dos jóvenes no pudieron evitar contemplar el cuerpo desnudo de Calia, que, aunque maduro, seguía siendo atractivo. Ella se lo agradeció. La diosa la había hecho bella para deleite de los hombres y no para ocultar su belleza bajo pudorosas estolas. Era en la exuberante sensualidad de sus formas donde residía su poder sobre los hombres.
—Calia, se llama... hermosa, buena. Eso es a lo que se refiere su nombre —se limitó a decir Celso, convencido de que aquellas palabras le ayudarían a demostrar lo que se proponía.
La hetaira volvió a sentirse poderosa. Le gustó escuchar aquello y sentirse contemplada por los dos soldados, pues hacía demasiado tiempo que nadie la deseaba. Ni siquiera prestó atención a la reacción de los clérigos, quienes esperaban de ella que defendiera su pudor con lágrimas en los ojos, como habían visto hacer a sus vírgenes durante las persecuciones. Para ellos, aquél era uno de los castigos más crueles e injuriosos que podía sufrir una mujer casta y virtuosa, pero Calia no lo era. Para su escándalo, la dama reaccionó con el descaro propio de una hetaira. Pensaba en Délfide. Recordaba sus últimas palabras. Ahora que ella no podía mostrarle el camino, sería la propia Friné quien le sirviera de guía.
Friné, la más hermosa de las hetairas —tanto que la diosa Afrodita decidió encarnarse en ella—, también fue juzgada. Se le acusaba de impiedad, por haberse bañado desnuda en el sagrado mar de Eleusis, olvidando que era una simple mortal. Su abogado, sin más argumentos que esgrimir en su defensa, recurrió a su belleza para salvarle la vida, seguro de que nadie en Grecia condenaría a una mujer tan bella. Le despojó del peplo que cubría su cuerpo para que Friné pudiera ser admirada por los miembros de aquel alto tribunal que se disponían a juzgarla. La célebre hetaira, lejos de avergonzarse, se descubrió ante ellos orgullosa de su desnudez, como había hecho Calia. Cuando el presbítero ordenó que la despojaran de sus vestidos, ésta sintió suya aquella historia de Friné que tantas veces les había contado Glycera con su dulce voz, y que ellas nunca se cansaban de escuchar. Despertó el deseo en los soldados y se mostró hermosa ante aquellos que pretendían juzgarla. Sin darse cuenta de la acusadora mirada de los sacerdotes, exhibió sin recato la voluptuosa belleza de su cuerpo desnudo. Al igual que Friné, Calia conocía los secretos de Afrodita y sabía cómo atraer la concupiscencia de los hombres. Los sacerdotes miraban hacia otro lado, abochornados por la impúdica exhibición de la dama.
—Hermanos, os he quitado el velo de los ojos. ¡Esta mujer os ha estado engañando a todos! ¿La habéis visto cubrir su desnudez en algún momento? ¿Dónde está esa castidad de la que presume? ¿Acaso se avergüenza de su belleza?
—Presbítero Celso. Ya veo lo que pretendíais. Queríais humillar a la dama. Castigarla, exhibiendo su cuerpo desnudo ante nuestras miradas, pero no habéis conseguido vuestro propósito. No sólo el alma, también el cuerpo es obra de Dios, y no hay nada vergonzoso en la desnudez de una mujer. Queréis hacernos ver fealdad donde no la hay. La belleza nunca puede ser la representación del mal, si es eso lo que pretendéis demostrar.
—Obispo, no es un secreto vuestra falta de moral. Os aprovecháis de la elevada posición que ocupáis en beneficio de vuestra libido. Confundís la belleza del cuerpo con la bondad del alma. Pero la belleza no es lo que veis. Si el hombre es la más bella de las criaturas se debe a que sólo él es capaz de amar a Dios. Y el cuerpo, con todas sus superfluas necesidades, a las que vos os dedicáis con excesivo deleite, no es más que una carga para quienes desean que ese amor con Dios sea perfecto.
—¡Os lo repito, presbítero! ¡No sois nadie para juzgar a un obispo!
Calia empezó a tiritar. Hizo intentos por cubrirse con sus ropas, ya que en aquella sala hacía demasiado frío para permanecer desnuda durante tanto tiempo. Esperaba que la dejaran volver a vestirse. De nada le había servido mostrar su hermoso cuerpo, salvo para condenarse. Aquellos sacerdotes no eran como el tribunal que según la leyenda había juzgado a Friné. Para ellos, la belleza del cuerpo desnudo no era motivo de repulsa.
—¡Creo que ya hemos tenido bastante!
—¡Al menos dejadla que se vista! ¡Hace frío!
Fue Eusebio quien le tendió su clámide de lana para que pudiera cubrirse con ella, pues su stola había sido rasgada.
—¡Vestíos! Vuestra desnudez ofende a los hombres de Dios. Hermanos, yo os pregunto: ¿seguís pensando que esta mujer merecía ser perdonada?
—También Jesús perdonó los pecados a una prostituta —se aventuró a contestar uno de los clérigos.
—Sí, es cierto. Aunque, ¿alguno de vosotros la ha visto llorar por los remordimientos? ¿Avergonzarse de su propia carne? Está claro que no.
Eusebio reprobaba lo ocurrido. Creía saber por qué el hispano había hecho aquello.
—Veo, presbítero Celso, que habéis esperado a que sus dos mentoras estuvieran muertas para poder vengaros de que la augusta Helena la tomara como acompañante. Tengo entendido, pues yo no me encontraba aquí, que habíais puesto mucho empeño en ese viaje a Jerusalén y que nunca aceptasteis su compañía junto a la augusta. Ponéis en duda el perdón de Cristo tan sólo porque no habéis conseguido hacerla llorar de vergüenza.
—Obispo Eusebio, tenéis mucho interés en defender a vuestra amiga. ¿No nos ocultáis algo? No hay duda de que su arrepentimiento nunca ha sido sincero, por mucho que vos os empeñéis en asegurar lo contrario. Esta mujer es una hetaira, una prostituta, y no cejará hasta conseguir sus propósitos. No es más santa por seguir las doctrinas de vuestro Arrio.
—¿Ésta no es una de vuestras argucias para vengaros de ella y de paso atarnos a nosotros? —le recriminó el obispo.
—Mujer, contestad a mi pregunta. ¿Sabéis quién es Mardonio? —interrogó Celso, ignorando el comentario. Volvió a dar vueltas en torno a Calia. Trataba de incomodarla.
—Sí, señor. Es uno de los eunucos.
—Es uno de los eunucos egipcios que hay en la corte, ¿no es así?
—Así es, señor.
—Un hombre que no es hombre, que ve y que no ve... como en el acertijo infantil. Quien me advirtió sobre él, lo hizo con estas mismas palabras. No me costó saber a quién se refería. En palacio no hay más que un eunuco tuerto. Uno de los diez eunucos encargados de atender a las damas de la corte, con el que nuestro obispo tiene un trato más que amistoso.
—Mardonio es uno de los eunucos de la corte. Y, sí, trato con él a menudo. Todos lo conocemos —le replicó Eusebio.
—Pero no todos compartimos con él sus oscuras aficiones —apuntó mirando al obispo de reojo. Volvió a centrarse en su interrogatorio a Calia—. ¿Sabéis de qué os hablo, mujer?
—No, señor.
—Mardonio practica la «ciencia de las mujeres», feminarum scientia, la magia erótica. Sus genitales fueron cortados a flor de vientre cuando no era más que un niño, por lo que quedó liberado de los pecados de la carne, pero no le libraron de su femenina maldad. Su magia le ha servido para conspirar entre las mujeres. —Al decirlo, Celso observó a Eusebio y éste le sostuvo la mirada unos instantes para demostrarle que no le había intimidado—. Os lo pregunto una vez más, mujer. ¿Conocíais las oscuras aficiones del eunuco?
—No.
—¿Os habéis beneficiado de su magia?
—Nunca, señor —contestó Calia, cada vez más tensa.
Se daba perfecta cuenta de la situación. No podía creer que se le quisiera acusar de utilizar la magia para obtener el amor del emperador. A ella le bastaba con los secretos de Afrodita.
—Tal vez nuestro obispo pueda ayudaros a recordar —sugirió el hispano.
—¡No tengo intención de entrar en vuestro juego! —se indignó Eusebio.
—El eunuco Mardonio ha sido apresado, pues era cierto todo lo que se contaba de él. En su cubículo fueron encontrados libros, hierbas y venenos con los que el eunuco elaboraba filtros y conjuros amorosos. Acabó confesando. Hermanos, esta mujer ha recurrido a la magia para despertar la concupiscencia del emperador. Vosotros mismos habéis podido juzgar su predisposición al pecado. Se ha atrevido a provocar el deseo en nosotros sin importarle que seamos sacerdotes de Cristo. Esta arpía, enviada del demonio, no siente el temor de Dios, ni teme al emperador. Yo mismo la he sorprendido en varias ocasiones clavando la mirada en él, tratando de seducirlo con el dulce contoneo de su cuerpo. Pero Constantino está por encima del resto de los hombres y no ha caído en su seducción. Por eso ha tenido que recurrir a la magia.
—¿Estáis seguro? Este asunto es de la máxima gravedad —advirtió Emiliano, uno de los clérigos más destacados del consejo. Llevaba junto a Constantino desde los tiempos de su corte en Tréveris.
—Sí. Es el propio Mardonio quien la ha inculpado. Hay testigos. La oyeron conjurar el nombre del emperador mientras caminaba desnuda sobre una lámina de cinc en la que aparecía escrito lo que pretendía conseguir. ¡Despertar la concupiscencia de Constantino! —Se acercó a ella y la tomó bruscamente por el mentón para obligarla a mirarle a la cara. Insistió—: Y ahora os vuelvo a preguntar... ¿Habéis utilizado la magia para atraeros al emperador?
—No.
—¿Quién os confió el conjuro?
—Nadie. Niego vuestras acusaciones, señor.
—¿Ha sido Mardonio, o tal vez nuestro obispo?
—Ninguno de los dos, señor.
—Mujer... no ganáis nada negando la verdad. Es mejor que confeséis quién os ha ayudado.
—Nadie, señor.
Celso introdujo la mano derecha entre los pliegues de su túnica y extrajo un pequeño rollo de papiro que enarboló por encima de su cabeza para que todos los presentes pudieran ver de qué se trataba.
—¿Reconocéis este rollo, obispo? ¿Sabéis lo que es?
—No, presbítero.
—Es un tratado de magia erótica.
Aquella velada acusación volvió a desatar los rumores en la sala.
Si lo que sugería Celso no era cierto, el presbítero estaría cometiendo una imperdonable imprudencia. La duda ya estaba sembrada.
—Hermanos, este rollo de papiro escrito en la lengua de los egipcios ha sido encontrado entre las pertenencias del eunuco Mardonio. —Lo desplegó para que todos pudieran ver su contenido y, señalando las notas en griego que aparecían en los márgenes del texto, soltó con la peor de las intenciones—: Obispo, yo mismo soy aficionado a glosar los textos con anotaciones, pero no en esta clase de escritos. «Yo te conjuro a ti, dios Yabok, vuelve el corazón de Constantino, hijo de Constancio y de Helena...» —leyó una de las notas—: Éste es el conjuro que Mardonio le recomendó utilizar a esta incauta mujer, el mismo que apareció escrito sobre la lámina de cinc. El eunuco asegura que no fue él sino vos quien anotó en los márgenes la traducción al griego. Sostiene que él conoce el egipcio, pues es su lengua materna. Si eso es cierto, cabría pensar que vos estáis igual de interesado que ella en doblegar la voluntad del emperador, tal vez para influir más directamente sobre él. Pero, no os preocupéis, obispo... No son más que conjeturas.
—¡No habéis hecho otra cosa que calumniarme! ¡Pagaréis por esto! —amenazó Eusebio, abandonando la sala.
—Nunca he utilizado la magia para seducir a un hombre —dijo Calia, desesperada, pues se había quedado sola y sin nadie que pudiera defenderla.
—¿Así que confirmáis vuestra intención de seducir al emperador? —continuó Celso.
—Yo no he dicho eso. No podéis condenarme por algo de lo que soy inocente.
—Serán las leyes del imperio las que juzguen. «Eorum est scientia punienda et severissimis merito legibus vindicanda, qui magicis accincti artibus aut contra hominum moliti salutem aut pudicos ad libidinem deflexisse animos detegentur» —recitó Celso de memoria.
Se trataba de una ley de Constantino en la que se condenaba la magia contra la salud de los hombres o para provocar deseo sexual desenfrenado en personas pudorosas, aunque permitía otro tipo de prácticas mágicas destinadas a la agricultura. Celso se había opuesto a su aprobación, pues para él y para su Iglesia no había más fuerza sobrenatural que la de los mártires y la de sus reliquias. No podía imaginarse que aquel texto le sería tan útil a sus propósitos. Cuando Mardonio fue acusado de magia, después de que fuera denunciado por otro eunuco, a él le resultó sencillo sembrar la sospecha sobre una posible conjura contra el propio emperador en la que estarían implicados sus dos grandes enemigos en la corte, la hetaira y el obispo. El emperador creyó, o al menos toleró, las acusaciones contra Calia, si bien se negó a aceptar que el obispo Eusebio estuviera implicado en una confabulación contra él. Ése era el motivo por el cual el presbítero emeritense se había limitado a sembrar la duda sobre el prelado, sin llegar a acusarle directamente de realizar prácticas mágicas prohibidas.
—Si los hombres guardaran en su corazón los mandamientos de Dios, no serían necesarios los juicios ni las leyes, ni tampoco las prisiones y los castigos —concluyó—. Mujer, estáis acusada de utilizar la magia para provocar la concupiscencia del emperador. Seréis juzgada bajo pena capital. ¡Lleváosla!
En aquella mazmorra hacía frío. La humedad del mar se filtraba entre los muros y penetraba en su cuerpo, impidiéndole entrar en calor por mucho que se cubriera con la gruesa capa de lana del obispo Eusebio. Tiritaba y encogía sus piernas desnudas para intentar cubrirlas con ella. Tenía el cuerpo entumecido. Llevaba tres días sin poder moverse de aquel rincón, desde que el carcelero le ciñera los grilletes de hierro a sus delgados tobillos, pues la cadena que salía de ellos apenas le permitía dar unos pasos. Lo justo para poder acurrucarse en el suelo mojado e intentar dormir, y para alejarse un poco cuando su cuerpo lo requería. La celda estaba llena de suciedad e inmundicia pero ella no podía verlas, pues estaba a oscuras.
De vez en cuando escuchaba pasos sobre su cabeza. Tal vez hubiera alguno de los salones de palacio en los que ella había ejercido su poder. Sabía que nunca más volvería a hacerlo. Aquel sacerdote ya tenía su venganza, y probablemente acabarían acusándola de querer conseguir el amor de Constantino a través de la magia erótica. Algo que su propia belleza le hubiera entregado si hubiera seguido en la corte. Puede que la condenaran a la pena capital, o que acabara muriendo allí mismo de frío y de hambre. Estaba débil. Tan sólo le daban agua y unos trozos de pan tan duros como piedras. Ésa era la única alegría que le esperaba cada día. Mientras tanto permanecía atenta a los ruidos, a los pasos, a las idas y venidas de los carceleros, a los gritos y sollozos de los demás presos, pensando que de un momento a otro se abriría la puerta para anunciarle el final.
Un sonido de llaves le sacó de su estado de duermevela. Miró hacia la puerta con abandono, dejando caer la cabeza sobre su hombro, como si no le interesara lo más mínimo quién fuera a aparecer tras ella. No esperaba ver a Marcelo. De repente, se le abrió el cielo. Lloró. Era Marcelo. Sí, era él. Podía verlo a contraluz, aunque hubiera adivinado su presencia con los ojos cerrados. Escuchó su voz.
—Calia... Tranquila. He venido a ayudarte —la intentó calmar. Se acercó a ella y se sentó agachado a su lado. Empezó a acariciarle el pelo, otrora suave, y ahora tan sucio y enmarañado como el de una pordiosera, mientras le hablaba entre susurros—. Pronto saldrás de aquí. El emperador me ha prometido que te dejará marchar. Ya no te pasará nada.
—¿Por qué me ayudas, Marcelo? Fui yo la que rompí nuestra promesa y no me...
—Calla... No quiero que sigas hablando. —Le selló los labios con los dedos.
—Gracias —musitó.
—Hay algo que debes saber. Cuando estés libre, no puedes seguir en palacio. Constantino te quiere lejos. ¡Vete! Huye de Nicomedia. En cuanto el presbítero se entere de que has logrado escapar, te buscará. Huye, Calia. Vete lejos de la corte. Aquí no estás segura —le insistió. Quiso darle un beso antes de marcharse.
—Adiós, Marcelo.
Éste no pudo evitar volverse desde la puerta para verla por última vez. Pero la celda estaba demasiado oscura y no se distinguía más que su sombra.
—Lo he hecho porque eres la única mujer a la que he amado —le contestó.