—Sabía dónde encontraros —susurró Celso en cuanto hubo tomado asiento junto al padre.
Era más de medianoche. En aquella fría cripta no podía oírse el murmullo de los últimos invitados al banquete que, tras la copiosa cena y el abundante vino, se resistían a abandonar el salón. Macario fue de los primeros en retirarse, poco después de que lo hiciera el emperador en compañía de su madre. Celso le había seguido con la mirada y, en cuanto sus compromisos se lo permitieron, salió tras él. Se adentró por los oscuros corredores de palacio y descendió con mucho cuidado por las empinadas escalerillas de piedra que conducían al oratorio donde provisionalmente habían sido depositados los clavos y la cruz de Cristo. Estaba seguro de que el obispo Macario estaría allí, velando las reliquias.
—Siento interrumpir vuestras oraciones, pero me urge hablaros. He de hacerlo en privado. Son muchos los asuntos que debemos tratar antes de vuestro regreso —le susurró sin obtener respuesta del obispo.
Macario prolongó sus meditaciones durante unos minutos, como si no hubiese reparado en la presencia del presbítero ni escuchado sus palabras. Éste no insistió. Respetó su silencio mientras le observaba. Tenía los párpados cerrados y la cabeza gacha. Su blanca barba le caía sobre el pecho. Podía pensarse que, dada su avanzada edad, se había quedado dormido si no fuera porque sus inquietas manos, entrelazadas sobre la falda de la amplia dalmática de color ocre, no dejaban de moverse. De repente, se soltaron para posarse sobre las rodillas de su dueño. Éste respiró, profundamente molesto por la interrupción, y se volvió con desgana hacia el recién llegado. Dio por finalizadas sus oraciones.
—Bien. Habéis logrado lo que queríais, Celso de Emérita. Tenéis en la corte los clavos y la cruz de Cristo. Constantino ya tiene sus reliquias.
—No todas las que fueron halladas. En vuestro poder ha quedado al menos uno de los trozos del lignum crucis, que conserváis en una arqueta de plata idéntica a esta otra que habéis tenido a bien traer hasta nosotros —le recordó.
Frente a ellos, en el centro del pequeño altar de mármol, envueltas en la luz de los cirios, estaban las santas reliquias, sobre el mismo cojín púrpura y la misma caja de plata en la que habían sido veneradas por el pueblo antes de ser entregadas a Constantino. Permanecerían en la corte de Nicomedia hasta que inauguraran Constantinópolis, pues estaba previsto que fueran las protectoras de la nueva capital y de su emperador. Éste se había dejado seducir por la idea de uno de los arquitectos de erigir una colosal estatua del dios Sol, al que Constantino se asimilaba, sobre una gran columna de pórfido en un lugar destacado del foro. Y en ella, velando desde lo alto por los habitantes de la ciudad, quedaría depositado el lignum crucis de Jesús. En cuanto concluyeran las celebraciones, los sagrados clavos serían enviados a los orfebres imperiales para que los acoplaran en el casco del emperador, pues le correspondía ser el beneficiario de su divino poder.
Macario ignoraba cuál sería el destino de las reliquias de la Pasión de Cristo, no así Celso, que nada quiso añadir al respecto. Sabía que el obispo no se hubiera desprendido de ellas sin la insistencia de la corte imperial.
—Bien, presbítero Celso. ¿Qué es eso tan importante de lo que queríais hablarme? —preguntó todavía con las manos en sus rodillas.
—Padre... —comenzó éste. No sabía cómo conseguir que el obispo olvidara la interrupción y le prestara atención. Volvió a presentarle sus disculpas—. Os ruego que me perdonéis. Quería hablaros antes de que emprendierais el viaje de regreso a Palestina, pues vos sabéis, igual que yo, que hay ciertos temas que por prudencia no deben ser tratados en el texto de una epístola, y no podía desaprovechar la ocasión de vuestra estancia en la corte para departir con vos.
—Decidme, hijo... —le invitó con un ligero movimiento de cabeza.
—Me resulta difícil reconocerlo, pero nuestra estrategia en Nicea está resultando un fracaso. Si no ponemos remedio, el hermoso credo que salió de nosotros acabará siendo revocado por el propio emperador. —Pero él estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para impedirlo.
—Recordad que fue firmado por todos los presentes...
—... salvo por Arrio y sus dos colaboradores. —Se refería a Theonas de Marmárica y a Secundo de Ptolemaida, quien, al igual que aquél, fueron excomulgados y castigados con el exilio. El resto suscribió el credo bajo presión.
De nada sirvieron la coacción y las amenazas por parte del entorno del emperador, pues casi todos los que suscribieron el credo niceno a regañadientes no tardaron en arrepentirse de haberlo hecho y volvieron a defender sus posiciones frente a la ortodoxia aprobada en aquel texto. Aquel credo, impuesto en nombre de Constantino para alcanzar la concordia, había tenido el efecto contrario. En torno a él, se recrudecieron los enfrentamientos entre las distintas facciones que dividían a la Iglesia en Oriente. Los partidarios de Arrio hicieron bandera de su abolición, mientras que sus instigadores lo defendieron encarnizadamente, pues para ellos era un instrumento de exclusión, con el que podían castigar a quienes no compartían sus formulaciones. Mientras el credo siguiera en vigor, Celso y los suyos serían la Iglesia ortodoxa, la oficial, y sus opositores, condenados como herejes y anatematizados por ello.
—He de confesaros que también nosotros somos conscientes de que no se logró el consenso. Tal vez deberíamos buscar una nueva fórmula que nos represente a todos —sugirió el obispo sin demasiada convicción.
—¿Os referís a la consustancialidad del Padre? —respondió Celso sin esperar respuesta—. No. No es el concepto de homoousios lo que molesta a nuestros enemigos. O no sólo eso. El problema, a mi entender, va más allá de las discusiones sobre el Logos, sobre si el Hijo es igual o inferior al Padre, sobre la ousia... No es eso lo que a ellos les interesa, ¡sino el poder! Y por eso quería hablaros...
El rojizo resplandor de las velas iluminaba tenuemente la estancia. Macario vio el titileo de las llamas reflejado en los claros ojos de su confidente, que le miraba fijamente tratando de convencerle. Celso había envejecido mucho en los últimos años. Su cabello había encanecido, y su rostro empezaba a evidenciar los primeros síntomas de la vejez. Aun así, seguía conservando ese magnetismo que le hacía atraerse la voluntad de los hombres, aunque había dejado de resultar seductor para las mujeres. Aquello le aliviaba, pues cada vez sentía más rechazo hacia los placeres de la carne, tanto propios como ajenos. Para él, el único camino hacia Dios era el de la castidad más absoluta. Así que había ido canalizando su enorme magnetismo en beneficio de la fe, al servicio de sus íntimos anhelos. Cuando se lo proponía, era igual de persuasivo que lo había sido en su juventud. Un embaucador consciente de que, sin ese innato atractivo que él se esforzaba en fomentar, le hubiera costado permanecer en la corte. Pero se había logrado mantener al lado del emperador, y debía continuar adelante.
—Obispo, tenemos que estar unidos para combatir a los herejes. Quieren arrebatarnos el poder, ser ellos quienes ocupen nuestro lugar en la corte. Por eso se han propuesto abolir nuestro credo. También ellos son conscientes de que mientras el credo niceno siga en vigor, nosotros controlaremos la Iglesia.
Macario volvió a mirar hacia el altar. Mentalmente, pidió perdón a Dios por su propia necedad y la de los suyos.
—Presbítero Celso. ¿Es necesario que hablemos de esto aquí, frente a las reliquias de Jesús? Siento que estamos profanando la sagrada presencia de Nuestro Señor tratando temas tan... —Se sentía incómodo por hablar de aquellos asuntos frente a los restos de la Pasión.
—¿Tan terrenales? No os apuréis. Éste es un buen lugar para poder conversar sin temor a ser escuchado. El Señor está con nosotros, pues lo único que pretendemos es que su Iglesia triunfe en la Tierra. Si ellos vencen, también vencerá la idea de que Aquel que murió en la cruz no era de la misma sustancia que el Padre... no era Dios. —Celso apeló a las creencias del obispo, que él mismo compartía—. No podemos negar nuestra propia Salvación, ni la de nuestros mártires.
—Tenéis razón, hijo. A mis años, todo este asunto me sobrepasa. —Las inquietas manos del prelado volvieron a entrelazarse sobre la falda de su dalmática. Comenzó a frotarlas para darse calor. Hacía mucho frío en aquella cripta. Se notaba la cercanía del mar.
—Debéis ser fuerte, venerable obispo. Desde que Osio de Córduba tuvo que abandonar la corte y el anciano Alejandro enfermó gravemente, sois vos nuestro principal apoyo. Pues se rumorea que Eustacio de Antioquía, con el que contábamos hasta ahora, va a ser depuesto de su sede.
—Lo sé, hijo. Lo sé. Él mismo me confió que le habían tendido una trampa. Le acusan de haber seducido a una mujer y de llevar una vida disoluta, impropia de su dignidad. Nuestro hermano sostiene que todo es una invención de los arrianos, y le creemos. Aunque mucho nos tememos que el otro cargo que pesa sobre él sea cierto. Había demasiados testigos como para negar la evidencia.
—¿Os referís a las injurias vertidas sobre la santa madre de nuestro emperador?
Macario afirmó con la cabeza sin atreverse a hacer más comentarios. Celso tampoco los hizo. El obispo Eustacio había irrumpido en graves insultos contra la emperatriz al enterarse de que también Helena era devota del mártir Luciano, y muy cercana a las posturas defendidas por Arrio, que ella misma estaba extendiendo en la corte. No pudo contenerse. Su vehemencia le condenó. Tendría que haber sido más discreto y no haber compartido sus opiniones con su audiencia. En ese asunto lo más prudente era estar callado. Al fin y al cabo se trataba de la madre del emperador y de su pasado, por mucho que a ella parecieran no importarle las habladurías. Más bien las provocaba. Ninguno de los dos comprendía por qué la augusta se había hecho acompañar por la hetaira en su peregrinación a Palestina, sembrando la duda sobre la santa imagen que quería proyectar. Con todo, callaron.
—Ha sido el obispo de Cesarea, vuestro metropolitano, quien ha dirigido las acusaciones contra Eustacio. Y lo ha hecho ante el propio emperador. Su estrategia está clara. Pretende apartar del gobierno a uno de los nuestros con el único fin de debilitarnos. Se ha propuesto combatir la ortodoxia nicena al frente del partido arriano y ya vemos cuáles son sus métodos. Obispo, debéis tener mucho cuidado con él —le advirtió Celso.
—Presbítero, desde que fui nombrado obispo de Aelia Capitolina, no he hecho otra cosa que combatir el excesivo poder del metropolitano Eusebio. Conozco perfectamente a mi rival —le aclaró Macario, un poco molesto por la advertencia.
—En este momento, él es nuestro peor enemigo... aunque pronto se le unirá el obispo de Nicomedia. Sin duda sabréis que el obispo Eusebio va a ser rehabilitado en el próximo concilio, que, no por casualidad, ha de celebrarse en la corte a finales de año. Macario, no os puedo ocultar que estoy muy preocupado. Las cosas se están torciendo para nosotros. Tengo la sensación de que nuestro emperador juega en los dos bandos, tanteando qué es lo que cada uno de nosotros podemos ofrecerle, mientras se escuda en sus grandes deseos de concordia para la Iglesia cristiana. Desconfío de sus intenciones —le confesó entre susurros.
—Presbítero, debéis estar tranquilos y confiar en Dios. La ortodoxia que aprobamos en Nicea, y que él mismo impuso, es el único camino posible hacia la unidad de la Iglesia.
—Por eso no podemos permitir que se ponga en peligro nuestro credo —insistió de nuevo. El obispo Macario parecía no querer darse cuenta del peligro que corrían si éste era revocado—. Os ruego que me escuchéis. El metropolitano de vuestra provincia, Eusebio de Cesarea, se está ganando la voluntad de Constantino con sus escritos. Ha elaborado una doctrina teocrática muy del gusto de nuestro emperador y, si no nos mantenemos vigilantes, él y los suyos pronto ocuparán nuestro lugar en la corte.
—¿Y qué debemos hacer, presbítero Celso? No podemos contradecir la voluntad del emperador.
—Pero sí combatir el poder de nuestros enemigos. Sois vos quien debe atacar la autoridad de Eusebio con más vigor del que habéis empleado hasta ahora, pues nunca antes el peligro ha sido mayor. Sois el titular de Aelia Capitolina, Jerusalén, y ha llegado el momento de recuperar el lugar que vuestra cátedra merece dentro de la Iglesia de Cristo.
—Nada me gustaría más que liberar a mi sede del dominio de la metrópolis, pero no podemos contradecir los cánones de nuestro primer concilio. Fuimos nosotros mismos los que, para defender al obispo Alejandro de las pretensiones de los melecianos, establecimos que el poder de los metropolitanos era incontestable.
—Pero no es vuestro caso, Macario. Vuestra sede es especial, y así lo defendimos en Nicea. En Jerusalén está el origen de nuestra fe, y por eso debe ser considerada el centro de toda la cristiandad. Vos, su obispo, debéis de estar por encima del obispo Silvestre de Roma y de cualquier otro obispo... por encima de vuestro metropolitano de Cesarea.
Macario escuchaba complacido.
—Sabéis mejor que nadie lo generoso que ha sido nuestro emperador Constantino con la Iglesia. Nos ha concedido leyes, privilegios y grandes cantidades de dinero para que podamos dotar al imperio de templos dedicados a Dios y a nuestros mártires. Su proyecto es crear un escenario sagrado al servicio del cristianismo, en cuyo centro estaría el santuario de la Salvación que se está construyendo bajo vuestra supervisión sobre la gruta del Santo Sepulcro. De sus cimientos resurgirá la nueva Jerusalén que anunciaba el Apocalipsis —concluyó Celso, aunque obvió decir que en los planes de Constantino no entraba la destrucción masiva de los templos paganos, algo que hubiera tenido muy buena acogida entre los propios cristianos.
El presbítero sonrió, dispuesto a convencer al prelado de que la santidad de su sede le situaba por encima de cualquier otro obispo, y sobre todo de su propio metropolitano, Eusebio de Cesarea, al que debía seguir combatiendo antes de que éste extendiera su autoridad sobre los sagrados sitios de Palestina, incluida Jerusalén.
—Es el emperador el promotor de ese bello templo que se está construyendo sobre los sagrados lugares del Calvario y el Sepulcro, en los que padeció, murió y resucitó Nuestro Señor. Pero fue vuestra perseverancia la que les devolvió la luz. Si había dudas entre los hombres sobre nuestra fe, ahí tienen la evidencia. En este nuevo tiempo, las gentes de toda Roma seguirán los pasos de nuestra santa emperatriz y acudirán en peregrinación a esta Tierra Santa que es la vuestra, para seguir los pasos de Jesús y visitar los Santos Lugares por los que transcurrió su vida, hoy descubiertos para su veneración: la gruta de la Natividad de Nuestro Señor, la del Monte de los Olivos... y, sobre la santa gruta, el más sagrado Martyrium. El lugar donde el Hijo fue coronado con la victoria sobre la muerte, como el primero de los mártires de Dios.
»Obispo Macario. Dios os ha elegido para que mostréis al mundo la evidencia de la Salvación. Es el momento de convencer a las masas, de atraerlas hasta los Santos Lugares que vos regentáis y de mostrarles el poder divino de las santas reliquias de la Pasión de Jesús. Contadles cómo supisteis cuál de las tres cruces que había enterradas bajo la tierra era la verdadera cruz de Cristo.
Mientras hablaba, Celso no dejaba de mirar al obispo. Sus palabras le habían hecho palidecer. Temblaba. Parecía que fuera a derrumbarse de un momento a otro. El peso de aquel hallazgo era casi insoportable para él. Desde que los operarios desenterraran las huellas de Cristo, él no había dejado de rezar y de pedirle a Dios que le ayudara. Era mucha la responsabilidad que había asumido. Y ahora aquel presbítero trataba de convencerle de que era él quien debía sacar provecho de los restos sagrados de Jesús.
—Tengo entendido que vuestros operarios hallaron varios restos de maderos, junto a una inscripción en la que todavía podía leerse, en griego, latín y hebreo, las palabras que escribió Pilato: «Jesús de Nazaret, rey de los Judíos.» No hay duda de que ése es el lugar del Calvario y que la Cruz que veneramos es la verdadera. Debisteis sufrir mucho hasta saber cuál de los maderos hallados era la reliquia de la Pasión de Nuestro Señor. Me imagino, obispo, vuestro gozo cuando la verdad os fue revelada. Cuentan que, por esos días, una de las damas de vuestra aristocracia estaba a punto de morir y que vos acudisteis hasta su lecho con las tres cruces, dispuesto a averiguar en cuál de ellas había padecido el Hijo de Dios. Una a una, las aplicasteis sobre el cuerpo de la enferma: las dos primeras hicieron que la mujer empeorara; mientras que la tercera la devolvió de las puertas de la muerte, sanándola por completo. Decidme, obispo Macario... ¿Es cierto lo que cuentan? ¿Fue así como os fue revelado cuál era la sagrada reliquia de Cristo?
El obispo se hincó de rodillas y, apoyando la frente sobre el frío suelo de la cripta, comenzó a rezar. Ya no atendía a lo que el hispano decía, aunque éste seguía hablando presa de una gran emoción. Jerusalén había vuelto a florecer entre los hombres como la nueva morada de Dios sobre la Tierra. El final del camino estaba cerca. Celso se arrodilló junto al obispo y rezó, abrazando con fuerza la túnica de la santa.