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Nicomedia

Invierno de 327 d.C.

La tragedia sacudió a la corte durante el año en que el emperador celebraba sus vicennalia. Nadie sabía exactamente qué había podido suceder para que el césar Crispo, el hijo mayor del emperador Constantino, nacido de sus amores de juventud con Minervina, hubiera sido ejecutado. Se rumoreaba que su propio padre había ordenado su muerte, aunque se desconocía el motivo. Pero eran meras conjeturas. Tal vez guardara relación con el terrible crimen que ese mismo año había sobrecogido a los habitantes de Roma. Poco después de que Crispo desapareciera, hallaron muerta a la emperatriz Fausta, esposa del emperador y madre de sus hijos. Con ellos aseguraba la legítima continuidad de su imperio. Por sus venas corría sangre de emperadores. Era hija de Maximiano y hermana de Majencio, en cuyo triste final había participado su esposo Constantino. La asesinaron en su propio baño. Alguien la obligó a sumergirse en agua hirviendo. Su piel presentaba terribles quemaduras. La habían escaldado viva. Al parecer, al autor del crimen no le costó acceder a la intimidad de la augusta. Pudo ser alguien cercano. O quizá se tratara de un suicidio. La emperatriz podía tener motivos para quitarse la vida. Sea como fuere, aquel oscuro crimen nunca llegó a aclararse. El emperador, queriendo olvidar lo ocurrido cuanto antes, ordenó que nunca más se recordase a Fausta. Su memoria, al igual que la del propio Crispo, fue sometida a la damnatio memoriae, castigándola, como a él, si no en vida, sí después de la muerte.

Algunos insinuaban que Crispo y su madrastra habían mantenido una relación amorosa a espaldas de Constantino, y que éste no les había perdonado dicha afrenta. Otros hablaban de una conjura de Crispo y Fausta contra el poder imperial. Quienes negaban cualquier implicación entre ellos, culpaban a la desmedida ambición de Fausta. Se decía que la emperatriz habría querido despejar el camino de la sucesión a sus hijos, induciendo, no se sabía bajo qué pretexto, a su esposo Constantino a que acabara con el primogénito Crispo. Y éste fue ejecutado a pesar de su prometedora carrera al servicio del imperio, pues había liderado la flota imperial en la batalla naval en la que las tropas constantinianas derrotaron a Licinio. Los principales beneficiarios de su muerte eran los vástagos de la emperatriz, candidatos a heredar el imperio de su padre. Cuando eso sucediera, Fausta se convertiría en madre, hija y hermana de emperadores. Pero la fatalidad hizo que muriera antes de ver cómo su descendencia ocupaba el trono imperial.

Se rumoreaba que, tras la muerte de Crispo, el emperador no pudo soportar los remordimientos y que, en su desesperación, ordenó aquel asesinato. Ni siquiera la anciana madre del emperador quedaba fuera de sospecha. A Helena la acusaban de haber vengado la injusta muerte de su querido nieto, quien había nacido del vientre de una concubina como ella.

Aquellos dos crímenes habían dañado la figura del augusto hasta el punto de convertirlos, a él y a su madre, en los principales sospechosos de la muerte de Fausta y de Crispo. Osio, Celso y el resto de los eclesiásticos que por entonces formaban el consejo de Constantino se prestaron a ayudar al emperador y a la augusta Helena a demostrar su inocencia ante el trágico final de su propia prole. O al menos tratarían de eludir su responsabilidad proyectando sobre ellos una nueva imagen de santidad. Nada podía justificar tal atrocidad, pero el asunto debía ser olvidado cuanto antes. Y en el caso de que hubiera algo de verdad en todo aquello, era Dios quien debía juzgarlo.

Una vez concluido el año de los vicennalia de Constantino, Helena fue invitada a visitar los Santos Lugares de la vida de Jesús. Tendría la oportunidad de rezar ante ellos, de pedir perdón por las ofensas cometidas, y de agradecerle al Señor el elevado destino de su hijo. Y, de paso, servir de embajadora de la familia imperial, dando muestras de su piadosa generosidad y supervisando las obras de los numerosos monumentos cristianos que allí se estaban construyendo, gracias a la importante labor evergética del emperador. En parte, había sido impulsada para favorecer al obispo de Aelia Capitolina, la antigua Jerusalén, frente al metropolitano Eusebio de Cesarea. Éste era uno de los principales cabecillas del bando arriano, que, a pesar de haber estampado su firma en el documento final, seguía mostrando su oposición al credo de Nicea. En ese viaje, la augusta se hizo acompañar por Calia, a quien tomó como dama de compañía en contra de su propio hijo y de los sacerdotes que formaban su consejo. Pues el fuerte carácter de la anciana hizo que nadie, ni siquiera Constantino, que no tenía ningún interés en enfrentarse con ella al final de sus días, pudiera disuadirla.

Para Helena, una mujer profundamente religiosa, la peregrinación a Jerusalén era una oportunidad única para reencontrarse con Dios. Allí podría sentir su sagrada presencia sobre los mismos lugares en los que Él vivió y padeció. Por eso llevaba a aquella mujer consigo. Estaba convencida de que su acompañante recuperaría la fe y la virtud que los perseguidores le habían arrebatado tan injustamente. Creía realmente que el arrepentimiento de la hetaira era sincero y que Dios la perdonaría. Se apoyaba en las palabras de Jesús —sobre las que ella tanto había reflexionado—, con las que fueron perdonados los pecados de aquella prostituta arrepentida que lloró sobre sus pies y luego los enjugó con su propio pelo: «Le son perdonados sus pecados, ya que ama mucho.» Calia había amado mucho, y por eso sería perdonada.

La corte de Nicomedia se había preparado para recibir a Helena Augusta tras meses de peregrinación. Traía consigo las santas reliquias para ofrecérselas a su hijo, el emperador, en una sencilla ceremonia que se celebraría en la intimidad de palacio. Pero antes la emperatriz, acompañada por sus principales damas, sacerdotes y familiares, había recorrido las calles de la ciudad. El cortejo partió de la gran iglesia cristiana que, pese a haber sido destruida por Diocleciano, volvía a levantarse frente al palacio imperial. La estaban reconstruyendo. La emperatriz Helena desfilaba junto a los restos de la Pasión. Los mostraba ante su pueblo para que éste participara del gran hallazgo de la cristiandad.

Ella misma había visitado el lugar donde se hallaron los restos de la Pasión de Jesús. Donde, según la tradición, había estado el Calvario en el que Cristo fue crucificado por orden de Pilato, muy cerca del sepulcro en el que fue enterrado y del que resucitó al tercer día. Durante siglos, los enemigos de la fe lo habían ocultado bajo un monumental templo de mármol dedicado a la diosa Afrodita. Pero, a instancias del propio Constantino, y bajo la celosa supervisión del obispo Macario, principal interesado en que encontraran algo, el templo fue demolido y se iniciaron las excavaciones. Tras varias semanas de nerviosismo e incertidumbre, y de elevar plegarias al cielo, el obispo obtuvo lo que estaban buscando: la evidencia de que era allí donde el Hijo de Dios había padecido y resucitado. Sobre él, Constantino había mandado construir la iglesia del Santo Sepulcro, de la que surgiría la nueva Jerusalén del Apocalipsis de Juan: «Su esplendor era el de una piedra preciosísima, como una piedra de jaspe cristalino.» Por fin, los cristianos tenían una prueba material de la grandeza de Cristo, quien, siendo Hijo de Dios, padeció y murió por la salvación de los hombres. Comenzaba un nuevo tiempo para la cristiandad.

En Nicomedia, los cristianos no eran mayoría. Sin embargo, aquel día, las calles por donde pasaba el cortejo se llenaron de gente expectante por ver esos restos de los que tanto se hablaba. Para los seguidores de Cristo, aquél era un día importante. Por fin veían que el triunfo de su fe estaba cerca. El emperador no sólo había acabado con las persecuciones, sino que había decidido apoyar abiertamente a las iglesias cristianas. Se había acercado a la Iglesia sin perseguir el paganismo, pues nunca lo hizo salvo en aspectos puntuales, e implicándose incluso en sus asuntos internos. No en vano, se presentaba ante la jerarquía eclesiástica como el representante de la cristiandad, «el obispo de lo de fuera». Constantino había decidido seguir los pasos de Cristo y había mandado desenterrar los restos de la Pasión, enviando a su augusta y anciana madre a visitar los Santos Lugares por los que transcurrió la vida de Jesús de Nazaret. Y aquel día, Nicomedia iba a recibir de sus manos las reliquias halladas en Jerusalén.

Para quienes no creían en Cristo, aquel desfile era una gran oportunidad para contemplar a la familia imperial. Toda exhibición de poder era una ocasión de regocijo. Asistían a cualquier celebración orgullosos de vivir en la misma ciudad donde residían los emperadores. Sin embargo, en los últimos tiempos les inquietaba la construcción de una nueva capital del imperio, Constantinópolis, que el emperador había ordenado levantar en honor a sí mismo. Aquello recordaba a lo que, siglos antes, hiciera Alejandro Magno con Alejandría. El lugar elegido fue la arrasada Bizancio, cuyo emplazamiento era mucho más ventajoso que el de la propia Nicomedia, en el estrecho del Bósforo, entre Asia y Europa. Ya se había trazado el nuevo perímetro sobre la antigua ciudad griega, y se habían iniciado las obras de las nuevas calles y de los edificios que albergarían a la corte. Sin embargo, habría que esperar unos años para inaugurarla.

Al paso de la procesión, una suerte de éxtasis colectivo los unió a todos: a los creyentes y a quienes no creían. Los unos sintieron la proximidad del Salvador; los otros, el alborozo general ante la cercanía de la octogenaria emperatriz Helena. La augusta encabezaba el cortejo e iba arropada por un séquito de damas de la alta aristocracia imperial y sacerdotes cristianos, como el obispo Macario y el propio Celso. A Osio, por el contrario, se le había invitado a regresar a Occidente.

Las gentes quedaron sobrecogidas al ver a aquella mujer octogenaria que caminaba encorvada por las calles de Nicomedia. De vez en cuando perdía la estabilidad y se tambaleaba, haciendo que a muchos de ellos se les cortara la respiración. Le hubiera venido bien llevar el bastón de oro en el que se apoyaba últimamente, pero su orgullo le había disuadido de mostrarse con él ante su pueblo. De hecho, había hecho la mayor parte del recorrido en una silla gestatoria, pero poco antes de alcanzar la puerta de palacio se empeñó en que debía culminarlo a pie. Era una anciana obstinada. Se negaba a mostrar las miserias de su vejez. Aunque lo cierto era que, por mucho empeño que pusiera, ya no podía ocultarlas. Estaba vieja. El pueblo no reconocía en ella a la Helena Augusta, cuya efigie aparecía en las nuevas monedas que su hijo Constantino había acuñado en la ceca de Nicomedia. No podía reconocerla, aquella imagen había sido idealizada. Su rostro, escondido tras la palla que velaba su cabeza y las de las demás damas, estaba lleno de arrugas. Resultaba más humano que el que había divulgado la propaganda imperial.

A ambos lados de la emperatriz, dos sirvientes portaban las reliquias. Y unos pasos por detrás, asistiéndola en todo momento, la mujer que la había acompañado hasta Palestina. Era la famosa hetaira de la corte que, según decían las malas lenguas, había sabido camelarse a la vieja. La guardia imperial les escoltaba. Encerraba literalmente el cortejo. Lo protegía de los desharrapados que contemplaban el desfile. Trataban de evitar que alguno de ellos tuviera la tentación de acercarse más de lo debido a los próceres del imperio que exhibían su poder y su riqueza.

En el peristilo que daba acceso a los aposentos imperiales le esperaba su hijo Constantino. Lo hacía a ras de suelo, y no sobre el elevado palco desde el que los emperadores de Nicomedia recibían los honores de sus súbditos cuando éstos aparecían en audiencia pública. Aunque aquello era sólo en contadas ocasiones. Asistía a la ceremonia el círculo privado del augusto: amigos, familiares, consejeros, altos funcionarios y domésticos. La mayoría de ellos eran cristianos. Los acompañaban algunos miembros de la aristocracia local y senatorial que por aquellos días visitaban Nicomedia. El emperador estaba formando el nuevo Senado de su capital, Constantinópolis, y ninguno de ellos quería caer en el olvido. Había que tomar posiciones. La llegada de la emperatriz fue recibida con el máximo de los respetos entre los presentes, que se postraron a sus pies hincando sus rodillas en el frío pavimento de mármol. Hubo entre ellos un momento de tensión cuando Helena comenzó a cruzar el amplio espacio de la plaza. Ésta se abría entre dos filas de esbeltas columnas corintias situadas a ambos lados y una gran puerta coronada por un monumental frontón que daba a las dependencias privadas del emperador. A sus pies, frente al palco imperial, la aguardaba Constantino.

A la anciana le faltaban las fuerzas. Caminaba con gran esfuerzo, muy lentamente, provocando desazón entre quienes la contemplaban. Daba un paso, luego otro... y otro más... parecía que no fuera a llegar nunca hasta el augusto. Pero éste ni siquiera se inmutó. Se mantuvo impasible, sin moverse de donde estaba, contemplando el achacoso paso de su madre. Esperaba. Debía ser ella, la octogenaria anciana, quien se acercara hasta el emperador para ofrecerle las sagradas reliquias, y no al revés. Las portaban dos jóvenes que caminaban a ambos lados de la augusta. A su derecha, sobre un cojín púrpura, se podían distinguir unas puntas a las que la pátina del tiempo les había arrebatado su brillo metálico: eran los clavos que habían atravesado la carne de Jesús de Nazaret. A su izquierda, entre las trémulas manos del joven siervo, un pequeño arcón de plata guardaba uno de los trozos del lignum crucis, el madero en el que fue crucificado. Eran los restos de la Pasión que habían sido hallados en el subsuelo de la antigua Jerusalén durante las excavaciones. Cuando los más perspicaces aclararon de qué se trataba, todos los presentes, incluso los que no eran cristianos, se humillaron hasta casi besar el suelo en señal de veneración y respeto hacia el Dios del emperador.

Aquella tarde, Constantino ofreció un espléndido banquete en sus apartamentos privados. Fue en el triclinio principal de palacio, un gran salón octogonal decorado con mosaicos y placas de mármol. A él se abrían dos pequeños salones en forma de cruz que eran utilizados en reuniones más íntimas y familiares. Pero aquel día el emperador y su augusta madre querían rodearse de lo más granado de la corte para celebrar la llegada de las santas reliquias a Nicomedia. Poco a poco, los invitados fueron llegando y esperaron con excitación la entrada de los anfitriones. Muchos seguían sobrecogidos tras haber sentido tan de cerca la presencia del Salvador. Antes de que lo hiciera Constantino, la estridente voz del gran chambelán eunuco anunció a la emperatriz. Los presentes dirigieron sus miradas hacia la puerta, expectantes. Pero la presencia de Helena aún se hizo esperar.

Por fin la octogenaria apareció ante ellos, luciendo un maravilloso collar de perlas y rubíes engarzado en oro. No era una joya cualquiera. Los iniciados distinguieron el nombre de Cristo con las mismas letras que su hijo había hecho grabar en los escudos de sus hombres, antes de la victoriosa batalla en el Puente Milvio. La extrema vejez de la dama la obligaba a caminar muy encorvada sobre su dorado bastón, que esta vez sí había consentido llevar, dando la impresión de que aquella alhaja pesaba más de lo que ella podía soportar. Unos pasos por detrás iba Calia, la mujer que había viajado con Helena a Palestina como dama de compañía. La propia augusta había insistido en que la acompañara en su entrada solemne al gran comedor. Del mismo modo que, esa misma mañana, le había ordenado desfilar por las calles de Nicomedia. Nadie comprendía la razón de aquel empecinamiento de la soberana. Y aunque muchos lo atribuían a su decrépito estado, sus más íntimos lo consideraban una postrera demostración de esa rebeldía que le había caracterizado toda su vida. A ella, a la augusta Helena, nadie le imponía con quién debía presentarse en público.

La aparición de Calia fue tan celebrada entre los invitados como la de la propia Helena. Pese a que todo el mundo trató de ser discreto, pues no convenía ofender a la augusta, el gran comedor de palacio se llenó de rumores y susurros. También la soberana se dio cuenta del revuelo que había despertado la aparición de su acompañante. Eso era lo que pretendía. Tuvo que ocultar su regocijo por el resultado de su pequeña maldad. En su vida, había sido juzgada con demasiada dureza y, al final de sus días, disfrutaba con esas inofensivas provocaciones. Sabía que la presencia de su hermosa camarera no había dejado impasible a nadie. Había provocado la admiración de todos los hombres, la envidia de muchas mujeres y el escándalo de algunos pocos. Era precisamente a ellos a quienes la anciana pretendía molestar.

Calia no quería llamar la atención. Pero a pesar de la sobriedad de su vestido —una sencilla stola en un azul desvaído y poco favorecedor—; de su ondulado cabello —partido en dos mitades y austeramente recogido sobre la nuca—; de la ausencia de joyas, pues no las tenía; y de su mesura... A pesar de todo, no hubo ni un hombre en aquel salón que no posara sus ojos en ella, aunque fuera unos instantes.

Hubo uno que apartó la vista temiendo condenarse con tan sólo mirarla. Era Celso. El presbítero reprobaba la presencia de aquella despreciable mujerzuela en la corte del emperador y estaba decidido a expulsarla de allí antes de que su pecado contagiara a los demás. La hetaira había engañado a la augusta y acabaría engañándolos a todos. Poco a poco, Calia empezaba a ser aceptada en los gineceos, pues había demostrado una gran habilidad a la hora de moverse entre las mujeres y los eunucos de palacio. Una vez superado el recelo que provocaba su belleza, a la hetaira no le había costado que se diera por olvidado su pasado, o al menos que se fingiera olvidado. Sólo Celso parecía querer recordarlo.

Su madura belleza tampoco pasó desapercibida entre las féminas que asistían al banquete en compañía de sus esposos. En especial, entre un grupo de damas de la aristocracia imperial, esposas de algunos senadores romanos que en esos días visitaban Nicomedia. De sus bocas salieron los comentarios más ruines, producto de la envidia. Los hacían en voz baja, tanto que, cuando aumentaba el runrún de la sala, se veían obligadas a inclinarse ligeramente hacia delante para poder escuchar lo que decían las demás. Y eso que su lengua latina les permitía expresarse con cierta libertad, pues tenían la falsa sensación de que ninguno de aquellos griegos les entendía. Murmuraban sobre Calia y la observaban con descaro, sin importarles lo más mínimo que su mirada pudiera resultar ofensiva. Era ella quien no merecía estar allí, en la corte de Constantino.

—Miradla. Dicen que es la mujer más bella de las provincias orientales...

—Y no exageran. Es hermosa.

—... y que era una de las cortesanas de palacio. La hetaira más célebre, como aquella otra... Friné, la que se hacía representar como Venus. Una buena amiga para cualquier hombre que supiera recompensarle. Ya me entendéis.

—Cuentan que todos los emperadores, desde Galerio a Licinio, pasando por el vicioso de Daya, han visitado su lecho. Y que incluso el propio Constantino conoció sus habilidades cuando era joven.

—Se dice que domina todas las posturas del amor, incluso esas que son prácticamente imposibles de practicar entre humanos.

—¡Calla! Nos van a oír.

—No creo que una prostituta sea la mejor compañía para nuestra emperatriz. Deberían apartarla de la anciana si no quieren que a los demás se nos despierte la memoria.

—¿A qué os referís? No os entiendo.

—Digamos que nuestra augusta ha tenido un pasado un tanto truculento. Ella también se dedicó al negocio de los hombres.

—Yo he oído que llegó a regentar un lupanar.

—No es así. Una buena amiga mía me contó que ya de muy joven ayudaba al negocio familiar. Su padre tenía una cantina y ella «servía a los clientes». Fue allí donde pescó a Constancio, cuando éste todavía no era emperador.

—¡Tenía buen ojo!

—¿De verdad lo creéis?

—Siendo una simple stabularia, llegó a convertirse en la concubina de Constancio.

—Y la madre de un emperador, no os olvidéis.

—Sí, pero eso lo es ahora.

—Constancio la repudió en cuanto tuvo la oportunidad de casarse con una dama. Teodora, la hija del emperador Maximiano, no sería tan buena en la cama pero al menos tenía cuna.

—Quien la conoció de joven asegura que fue una desgraciada. Dicen que Constancio le amargó la vida y que ella siempre ha estado obsesionada con Teodora y sus hijos, y que les ha hecho la vida imposible.

La voz del eunuco anunciando la entrada del emperador puso fin a la jugosa conversación de aquellas deslenguadas damas, aunque ya no quedaba demasiado por decir. Como el resto de los invitados, ellas también se abrieron en un ancho pasillo para permitir la entrada de Constantino y de su escolta.

—¡Chis! ¡Callad de una vez! ¡El emperador...!

Calia quedó al final de ese pasillo junto a la emperatriz, que esperaba allí a su hijo para luego acomodarse en los divanes centrales del gran salón. La casualidad quiso que frente a ellas aguardara Marcelo, que no le quitaba los ojos de encima. Le pedía una explicación. No era la primera vez que se encontraban desde que las hetairas habían sido expulsadas de palacio, aunque nunca lo habían hecho a solas. Ella lo había evitado, como también evitaba ahora sus miradas. Marcelo necesitaba una explicación. Se la estaba pidiendo, pero Calia no tenía nada que decirle. Por eso le rehuía. Él no comprendía por qué, de la noche a la mañana, ella actuaba como si fuera una desconocida. Había sido su amante, su amiga, su hetaira, la razón por la cual él estaba en Oriente, y, de repente, había pasado a no ser nada. Ni siquiera se atrevía a mirarle. Esquivaba sus ojos. Y, sin embargo, él no podía apartarlos de ella.

Estaba hermosa. Aunque también su aspecto había cambiado. Nunca hasta entonces la había visto con el rostro sin maquillaje. Su porte era sobrio y contenido. Parecía una gran dama. Ya no lucía aquellas insinuantes túnicas de seda de Cos y llamativos colores que tan bien le sentaban. En su lugar, vestía elegantes stolae de tonos pálidos y tejidos austeros, más propias de una matrona. Marcelo conocía a su amiga. Intuía el motivo por el cual se había acercado a Helena. Tenía que ver con su ambición. Tal vez se había propuesto llegar hasta el emperador. Pero al punto se arrepintió de haberlo pensado siquiera; podía haber otra razón. Le intrigaba conocer cómo había logrado ganarse a la emperatriz, igual de inaccesible que su hijo. Buscó de nuevo sus ojos, pero ella no quería mirarle.