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Nicomedia

Finales de 326 d.C.

—No pude soportar su ausencia y vine a buscarle. No fue fácil. Pero después de muchas adversidades, lo encontré. Fueron sus ojos los que me llevaron hasta él. Gracias a ellos supe dónde estaba, y por fin un atardecer le vi salir por la puerta de palacio. Era... es uno de los escribas de la cancillería imperial, el jefe del servicio de escribas.

Poco antes de morir, Délfide compartió con ella su secreto. Temía que Calia repitiera su mismo error.

—Es mucho más anciano que yo. Yo era una niña cuando le conocí. Dicen que es cristiano, pero él nunca me lo ha reconocido. De vez en cuando viene a verme, y entonces nos reímos juntos de esta estúpida vejez que nos prepara para la muerte. Nos acordamos de cuando todavía éramos jóvenes y... Te parecerá una tontería, pero recordar juntos nos hace sentir menos viejos. Aquéllos fueron años felices. Nuestro amor lo llenaba todo, apenas nos quedaba tiempo para otra cosa que no fuera amarnos. Al reencontrarnos de nuevo, me prometió que se casaría conmigo. Yo le creí. He estado esperando toda mi vida a que él cumpliera su promesa, y ahora, cuando ya me muero, me pregunto de qué ha servido.

—Délfide, no digas que te mueres. Verás como te curas... Se lo he pedido a la diosa... Afrodita siempre cuida a los que aman. —Le hubiera gustado no llorar delante de ella, pero las lágrimas asomaron a sus ojos.

Ahora que su mundo se estaba desmoronando, el recuerdo de Délfide le resultaba mucho más doloroso. Calia recordaba sus palabras con tal nitidez que le parecía estar escuchándolas de su boca. La veía en la cama, envejecida y sin poder moverse a causa de la enfermedad. Hasta que un día se fue. Aunque habían pasado dos años, Calia seguía sin comprender por qué Délfide se había ido tan pronto, dejándola sola. Estaban muy unidas... Ni siquiera le había dado tiempo a verles de nuevo juntos. Marcelo y ella se reencontraron al poco de que la odiosa moira la visitara con sus tijeras.

Sin duda, le hubiera agradado presenciar el regreso de Marcelo. Délfide se lo hubiera agradecido a la diosa con una dulce ofrenda de miel. Calia sonrió a pesar de su tristeza. Desde que él la abandonara, su amiga le había insistido en que no le esperara, pues el soldado jamás regresaría a Nicomedia. Por muy cruel que pareciera, quería evitarle que cometiera su mismo error. Le pedía una y otra vez que no dejara pasar la vida, que viviera y no echara a perder su arrolladora belleza. Se la debía a la diosa. Con ella podía alcanzar cuanto quisiera, porque, sin duda, era la mujer más hermosa que jamás había pisado la corte. Sin embargo, Calia estaba convencida de que también ella presentía que algún día ellos dos volverían a amarse. Afrodita no permitía amar más que a una persona en la vida.

—Al menos, siempre hemos estado muy cerca el uno del otro. Desde entonces, no nos hemos separado. En aquellos años, Nicomedia era un buen lugar para trabajar. La ciudad bullía de actividad desde que el emperador Diocleciano decidiera convertirla en la capital del imperio. El dinero fluía, y también las oportunidades. Yo seguí con el negocio, porque no sabía ganarme el pan de otra manera. Y la diosa quiso que me fueran bien las cosas, e incluso que me enriqueciera a costa de los hombres. En aquel tiempo fui rica, mucho más de lo que soy ahora, pues nada de lo que poseemos es nuestro. Siempre supe rodearme de mujeres muy hábiles y hermosas, y la fama de mi casa no tardó en traspasar los muros de palacio. No sé si él tuvo algo que ver en eso. Nunca me he atrevido a preguntárselo. He preferido vivir con la ilusión de que fuera así. Lo cierto es que un día... lo recuerdo bien... en que yo estaba a punto de recibir a uno de mis clientes, me llegó un mensaje del emperador.

«El emperador...» Calia apenas podía contener el llanto. Se tapó la boca con la mano para no echarse a llorar. El recuerdo de Délfide se le hacía más doloroso por todo lo que les estaba sucediendo. Constantino ya no las quería en su palacio. Un nudo en la garganta le impedía respirar, pero no podía permitir que las demás la vieran derrumbarse. Tenía que ser fuerte y velar por las hetairas. Se lo había prometido a Délfide.

—No llores, pequeña. Pronto me iré. Y tú deberás ocupar mi lugar. Prométeme que cuidarás de nuestra diosa.

—Te lo prometo.

Se cogieron de la mano. No querían separarse. Délfide había sido su madre. La había querido como a esa hija que nunca le permitieron tener, pues a las hetairas de palacio les estaba prohibido guardar en sus vientres los frutos del amor. Siempre había querido protegerla, ya que se sentía en cierto modo responsable de haberla convertido en lo que era. Había hecho de ella una mujer más ambiciosa que las demás. Le había llenado la cabeza de sueños que difícilmente podría llegar a alcanzar. Y lo había hecho no por maldad, sino porque creía en ella y en que su belleza la llevaría mucho más alto de lo que ninguna de las hetairas hubiera podido soñar. Pero aquél era un largo camino en el que nunca la había dejado sola. Cuando caía, ahí estaba Délfide para ayudarla a levantarse. A partir de entonces, tendría que hacerlo sin ella. Calia había querido corresponder a sus desvelos en el final de sus días. La había cuidado durante la larga enfermedad que la mantuvo en cama buena parte de ese invierno. Y le había sabido devolver todo el cariño y la ternura que ella le había dado.

—¿Qué es lo que decía el mensaje? —le había preguntado en aquella ocasión.

Délfide estaba esperando a que lo hiciera. En apenas unos segundos, su cabeza regresó al lujoso prostíbulo que había regentado en el centro de la ciudad y sus ojos moribundos brillaron por última vez.

—Recuerdo, Calia, que abrí el correo con agitación. Diocleciano demandaba mis servicios. Aquello era mucho más de lo que yo podía esperar. No podía creer lo que estaba leyendo. El augusto nos quería dentro de palacio... Enseguida pensé en él... y en mi sueño.

La mirada de Délfide se apagó. Recorrió el soleado cubículo donde había estado postrada buena parte del invierno, fijándose un instante en la femenina escena que decoraba las paredes, en la que aparecían unas mujeres abandonadas a los placeres de la música y la poesía. Eran ellas, las hetairas. Por fin, sus lánguidos ojos reposaron en Calia. Iba a contarle por qué estaban allí.

—No sé si habrás oído que Diocleciano tenía orígenes humildes. Quizá por eso vivía obsesionado por toda la pompa que rodeaba a la monarquía persa, a la que admiraba y temía al mismo tiempo. Él quería emular a la corte de Persia en su propia corte, con sus fastuosas costumbres, sus riquezas y sus misteriosos ritos. Como el rey Narsés, al que Galerio acabó derrotando, él también quiso rodearse de mujeres hermosas, las más bellas. Por eso quería tenernos a su servicio y al de sus más íntimos colaboradores, a los que en adelante recompensaría con nuestros deliciosos favores. Por eso nos alojó en esta ala de palacio y nos cuidó como si fuéramos diosas, colmándonos de toda clase de lujos y comodidades. Así es como nos pusimos al servicio de Afrodita, y dejamos de ser prostitutas para convertirnos en cortesanas.

Nunca antes le había hablado con tanta claridad sobre lo que en realidad eran.

—Pero a cambio de lo que somos, perdimos la libertad. Diocleciano y los demás emperadores siempre han temido nuestro poder, el poder de Afrodita sobre los hombres. Por eso, juramos votos sagrados a la diosa como si nosotras fuéramos sus sacerdotisas y éste su templo, y no lo que en realidad somos. Es por nuestro poder sobre los hombres por lo que estamos cautivas en esta jaula de mármol, sin que nos dejen salir de ella hasta el día en que nuestra belleza se agota. Sólo entonces podemos marcharnos. Y por eso no se nos permite engendrar hijos de nuestros amantes, para evitar que conspiremos contra los emperadores y sus fieles colaboradores.

—Lamia les desafió y murió —sugirió Calia después de muchos años de silencio. Siempre había culpado al prefecto Flacino de haber matado a la hetaira.

Pero Délfide no había contestado a sus insinuaciones. Aquello le dolía. Se recriminaba a sí misma la desaparición de la siria, ya que nunca debió de haber permitido que la muchacha siguiera adelante con aquella locura suya.

—Aunque seamos hetairas, no somos tan libres como nos gustaría. No siempre hemos podido elegir con quién gozar; aunque nadie, escúchame bien, nadie, ni siquiera el emperador, puede decirnos a quién amar. Nuestro corazón es libre, no así nuestro cuerpo. Calia, tú lo sabes igual que yo. Cuando te uniste a nosotras, te mentí como mentimos a las jóvenes que entran al servicio de la diosa. Lo hice para que no cayeras en la desesperación. Y, ahora que el paso del tiempo te ha ido desvelando la verdad, no creo que te importe ser lo que eres.

Calia había sentido en sus manos cómo Délfide se aferraba a ella con la escasa fuerza que le quedaba. Tampoco quería marcharse.

—Me voy sabiendo que estás bien aquí. Eres la más hermosa de todas, y no ignoras qué es lo que Afrodita quiere de ti. Sigue el ejemplo de Friné: cuando yo no esté aquí para guiarte, ella se encargará de mostrarte el camino.

Calia le había dado su palabra. Corrió hacia el altar obsesionada por poder salvar la imagen de Friné de la furia de los soldados. No podía dejarla allí. Le había prometido a Délfide que cuidaría de la diosa, así que decidió llevarla consigo. Era lo único con lo que iba a quedarse. No quería ni las joyas ni los vestidos; ni siquiera todo el oro que había atesorado a cambio de sus favores. Sentía que no le pertenecían. Le bastaba con conservar la vida. Cuando la guardia del emperador irrumpió en la morada de Afrodita, todas, y también ella, creyeron que iban a ser ejecutadas allí mismo. Estaban desconcertadas, no comprendían la razón de tanta violencia. Ni siquiera las tocaron. Esos soldados venían a poner fin al plácido mundo de las hetairas, a destruirlo, pero no a acabar con sus vidas. La corte de Nicomedia estaba cambiando mucho desde que el nuevo emperador había fijado en ella su residencia, y ya no había lugar para sus frívolos placeres. Los soldados les advirtieron lo que pasaría si se resistían a abandonar la casa y les dieron tiempo a que recogieran sus pertenencias. No todas, sólo lo que pudieran llevarse consigo. Cumplían órdenes del emperador, que no quería cortesanas en su palacio. Su mera presencia ofendía a Dios, manchando la santa imagen de Constantino y de su familia.

Calia cogió la estatuilla de la diosa y la retiró del abarrotado altar sin preocuparle que, con el movimiento de su brazo, pudiera tumbar las figurillas que la rodeaban. Ni siquiera se entretuvo en devolverlas a su sitio. No le importó haberlas tirado, puesto que no sentía devoción por ninguna otra divinidad que no fuera la diosa. Antes de retirar a Afrodita de su altar, se detuvo un momento de rodillas frente a él, quemó unos granos de incienso y se los ofreció a la diosa mientras le elevaba sus plegarias por última vez. Era una costumbre que había aprendido de Délfide. Estaba viva gracias a ella. Pero por deseo de Constantino no volvería a sacrificar ante su altar. Tomó la estatuilla entre sus brazos y se encaminó a la puerta, hacia el lugar donde les aguardaban algunos soldados, mientras el resto sembraba el caos y la destrucción en aquel frívolo mundo lleno de lujos y comodidades.

Fue a reunirse con las demás hetairas. Al alcanzarlas, tuvo que reconocer a Livina sus esfuerzos por intentar poner orden entre ellas, antes de que los hombres del emperador perdieran la paciencia. Estaban como locas. Gemían y se tiraban al suelo, lamentándose a voces de su desgracia. Algunas habían actuado como plañideras antes de ser recuperadas para la diosa, algo bastante usual entre las prostitutas de baja estofa, como ellas. Así que costaba saber si sus lágrimas eran reales o fingidas, o si estaban exagerando su pena hasta lo grotesco. Parecían desconsoladas pero no lo estaban tanto como para descuidar lo que iban a llevarse de la casa. A pesar de sus plañidos, seguían muy pendientes de no soltar ni una sola de las piezas que se habían ganado con su trabajo.

En el escaso tiempo que les habían dado los soldados para que recogieran sus pertenencias, las hetairas vaciaron los arcenes de sus cubículos, llevándose los objetos de valor y cuanto pudieran ponerse encima. Con inaudita presteza, y sin ayuda de sus esclavas, lograron cubrir sus cuerpos de joyas y ropa superpuesta. En las muñecas de las más afortunadas no cabía un brazalete más; ni en sus dedos, un anillo; sus cuellos, su pelo y sus tobillos rebosaban de oro y de piedras. La falda de sus túnicas, o el manto que debía cubrirlas del crudo frío del invierno cuando salieran a la calle, les servían para cargar sus pertenencias. Allí se acumulaban diademas, tiaras, broches, fíbulas, anillos, brazaletes, collares y pendientes, en mayor o menor cantidad dependiendo de la generosidad de sus amantes. Al acercarse, Calia pudo comprobar cómo sus compañeras habían tomado prestadas algunas de sus alhajas. No le sorprendió, y tampoco hizo nada por evitar que se las llevaran. Ni siquiera les afeó el hecho de habérselas robado, pues a ella las riquezas fuera de palacio ya no le importaban. En cuanto saliera de sus muros, no sería nadie. Ya nunca volvería a ser la hetaira más bella y poderosa de la corte.

Al igual que Calia, Livina trataba de dar ejemplo y no caer en el histerismo de las demás mujeres. Ellas dos eran las hetairas principales, las que habían logrado mantener su belleza por más tiempo, las más deseadas y hábiles, las únicas dignas de un emperador. Y las encargadas de transmitir los secretos de la diosa a las jóvenes, de educarlas para que en un futuro pudieran acompañar con brillantez a los altos cargos de palacio. Ellas dos habían sabido ganarse el respeto de sus compañeras, muchas de las cuales ya se habían retirado a causa de la madurez. Hacía tiempo que la insaciable Dórice, Filina, Adrastea y la ocurrente Iris habían abandonado la corte para vivir en la ciudad rodeadas del lujo y las comodidades a las que estaban acostumbradas, pero lejos del poder de los hombres. Sin despertar recelos ni envidias, Calia y Livina ocuparon el lugar que había dejado Glycera y, algo después, Délfide. Si aquello no hubiera ocurrido, y el emperador no hubiera dictado aquel desahucio, no hubieran tenido que abandonar el palacio. Calia aún no había alcanzado el final de su camino.

—¿Qué está pasando? ¿Por qué nos hacen esto?

—No lo sé, Livina. Es el emperador Constantino el que ha ordenado que salgamos de palacio —respondió Calia, tan desconcertada como su compañera. Comprobó que ésta no había perdido el escaso tiempo que les habían dado los soldados para recoger sus cosas.

—Pero ¿qué mal hemos hecho? ¿Por qué nos expulsa? ¿Acaso piensa que servimos a alguien que no sea a Afrodita? Ahora él es nuestro nuevo dueño. ¡Es a él a quien pertenecemos! Somos las hetairas de la corte de Constantino. Todos los emperadores han permitido que sus altos cargos disfrutaran de nuestra compañía. Incluso ellos mismos lo han hecho.

—Livina, no es eso... —dijo Calia, al tiempo que palidecía. Sus ojos miraban, estupefactos, hacia la puerta. Era ese hombre. Marcelo le había advertido contra él.

Ésta le interrogó con su bonita mirada, sin comprender qué ocurría. Sus ojos verdes seguían empañados por unas lágrimas que no lograba contener.

Calia había reconocido al hombre que entraba por la puerta y nada más verle comprendió por qué las estaban humillando de aquella manera. Era un clérigo llamado Celso. Marcelo le había contado que él y un obispo hispano, un tal Osio, que habían hecho venir desde Occidente, eran en esos momentos los personajes más influyentes de la corte, después de que Constantino decidiera apostar por el cristianismo. Entre los dos habían conseguido que el augusto se deshiciera del obispo Eusebio, a quien las hetairas conocían de la época en que Licinio y su familia ocuparon el palacio. Le habían acusado de traición y de seguir promoviendo la herejía arriana a pesar de su condena en Nicea. Calia estaba convencida de que había sido aquel clérigo el que había promovido la expulsión de las hetairas, pues, según le había dicho su amante, éste tenía fama de ser implacable con cualquier asunto que él considerara escandaloso para la nueva moral que su Iglesia pretendía imponer en Roma. Se decía que había sido instructor de vírgenes durante el tiempo en que ejerció su presbiterado en la ciudad hispana de Emérita; y que defendía la castidad, o al menos la contención, como la mejor opción para agradar a Cristo. En resumen: aborrecía el pecado de la carne.

—Es un sacerdote cristiano —susurró Livina sin dejar de mirar hacia la puerta.

Su atuendo no dejaba lugar a dudas. Sobre la dalmática azul llevaba puesta una sobretúnica dorada, profusamente bordada con los símbolos de su fe. Los mismos que empezaban a proliferar en la corte desde la llegada de su nuevo inquilino, el emperador Constantino, y sus consejeros.

—Sí. Él es quien nos ha condenado —respondió Calia sin apenas mover los labios. No quería llamar la atención del clérigo—. ¿Ves con qué odio se dirige hacia nosotras? Estoy segura de que es él quien nos ha hecho esto. Marcelo lo conoce y me ha hablado de... ¡Marcelo! —De pronto, reparó en que él podía ayudarlas. Su condición de amigo del emperador le permitiría interceder por ellas. Marcelo haría cualquier cosa que ella le pidiera.

—¿Qué haces...? ¡Calia! —Livina intentó retenerla por el brazo, pero ella se zafó con decisión.

Tenía que intentarlo. Dudó unos segundos hacia quién dirigirse y al final consideró más prudente apelar a la guardia imperial, pues desconfiaba de la reacción que pudiera tener el sacerdote. Le disuadió la manera en que las observaba, con una mezcla de desprecio y de rencor.

—¡Soldados! Exijo poder ver a Marcelo, comes y amigo del emperador Constantino. Buscadle y contadle qué está pasando. Decidle que su amiga Calia va a ser expulsada de la corte junto a las demás hetairas. Pedidle de mi parte que intervenga por nosotras ante el emperador Constantino.

—¿Qué quiere esa mujer? —le interpeló Celso, guardando la distancia. Aunque rehuía cualquier contacto con las cortesanas, le molestaba que Calia le hubiera ignorado.

—Exige ver al comes Marcelo, señor. Pide que interceda por ella y las demás ante el augusto —respondió uno de los soldados, mientras admiraba la belleza de la hetaira. Había oído hablar de ella, pero no pensaba que fuera tan seductora. Le gustó verla frente a él, desesperada. Eso le hizo sentirse poderoso, aun siendo un simple miembro de la guardia imperial.

—¿Habéis oído? Esta ramera se cree que puede modificar la voluntad del emperador pidiéndole ayuda a su amante —estalló Celso. No podía ocultar su repugnancia hacia aquellas mujeres. Él era quien daba las órdenes y no iba a permitir que esa desvergonzada pidiera ayuda a ese depravado de Marcelo, a quien conocía, para enfrentarse a la voluntad imperial. Así que amenazó—. Será mejor que mantengas la boca cerrada mientras estés en palacio... Ya tendrás tiempo de quejarte cuando te encuentres en la calle, sin todos estos lujos que no mereces. Entonces tú y las demás os arrepentiréis de lo que habéis sido.

Calia le desafió con la mirada. No iba a permitir que ningún hombre la juzgara por lo que era.

El sacerdote empezó a dar órdenes y a gritar. Quería que todo aquello terminara cuanto antes.

—¡Lleváoslas a todas! ¡Sacadlas de aquí! ¡Pongamos fin de una vez a esta escuela de perversión, a...! —ordenó con indignación—. Pero que antes se despojen de toda vanidad. ¡Quitadles la seda y las joyas de su cuerpo! ¡Que no se lleven nada de aquí!

Los soldados no reaccionaban a las órdenes del sacerdote. Se limitaron a mirarle, sin atender a sus deseos. No se atrevían a tocar a las hetairas. En otros tiempos les hubieran cortado las manos.

—¿Me habéis oído, soldados? ¡Os hablo en nombre de Dios! ¡Despojadlas de sus adornos! Todas esas riquezas han sido robadas con sus malas artes. No ha sido el Señor quien se las ha proporcionado, sino el diablo. Son el fruto de la lujuria. Están manchadas con su pecado. No es a ellas a quien pertenecen, sino al emperador. ¡Ayudémoslas a encontrar el camino hacia la virtud! Hagamos que se arrepientan por haber comerciado con su cuerpo como si fuera mercancía, y no la sagrada obra del Creador. ¡Derrotemos al pecado de la carne, en nombre de Dios!

No fueron los soldados sino las propias hetairas quienes, amedrentadas por la ira descontrolada de aquel sacerdote, arrojaron sus ganancias al suelo con desesperación. Cesaron sus lloros y lamentos. Ninguna de ellas se atrevía a llamar la atención del sacerdote. Gimoteaban en silencio, humilladas y atemorizadas por ese hombre que decía actuar en nombre de Cristo, obligándolas a renunciar a sus bienes y, con ellos, a una vida digna fuera de los muros de palacio.

—Jesús no quería eso... —le espetó Calia.

—Calia, por favor... —rogó Livina— no te busques más problemas.

De repente, todas las miradas se centraron en ella. Quienes no conocían el pasado de Calia se sorprendieron por lo que estaba diciendo.

—Pero ¿qué es lo que pretende?

—Se ha vuelto loca.

Celso se volvió hacia Calia con brusquedad.

—¿Qué has dicho? Contesta, mujer —le interrogó con dureza.

—He dicho que Jesús no quería eso. Su mensaje era de amor y de perdón, nunca de odio.

—¿Y qué sabrás tú de Jesús? —se defendió Celso.

—Soy cristiana —le retó Calia con valentía, alzando la cabeza con orgullo—. Fui bautizada a pocas millas de aquí, en Paestro, en un pequeño templo que yo misma me encargaba de cuidar. Perdí a mi familia y fui castigada a pasar el resto de mis días siendo una hetaira... Y ahora, vos, en lugar de compadecer a las esclavas del emperador por su desgracia, vertéis sobre nosotras toda vuestra furia. Os ruego que perdonéis nuestra ofensa al Señor.

Celso enmudeció. Las palabras de Calia habían surtido el efecto deseado: el sacerdote no sabía qué hacer. Miraba, desconcertado, hacia las mujeres, dudando si estaba cumpliendo con la voluntad de Dios. De repente, reparó en algo que tranquilizó su conciencia pero que lo llenó de ira. Había estado a punto de dejarse engañar por aquella sierva del maligno.

Calia no soltaba la estatuilla de Friné. Le había prometido a Délfide que cuidaría de ella.

—¿Cristiana...? ¿Y qué llevas ahí? —Le arrancó la imagen de la diosa y la contempló con el mismo desprecio con que las miraba a ellas—. La diosa Afrodita... —La desnudez de Friné le resultó ofensiva—. ¿Y dices que eres cristiana? Será mejor que no vuelvas a importunarme, si no quieres ser castigada. Has apelado a mi buen corazón para engañarme. Eres lista y tu maldad es ilimitada. Por un momento te he creído, pero tu idolatría te ha traicionado. —La zarandeó—. ¿Qué pretendías hacer con la estatuilla? ¡Contesta! Yo te lo diré. Llevártela de aquí para seguir adorándola en otro templo de pecado. Ya no podrás hacerlo. ¡Esto es lo que hago con tu vergonzosa diosa! —Y arrojó la imagen de Friné contra el suelo. Lo hizo con tanta fuerza que el sensual cuerpo de la hetaira quedó partido. Celso apartó los trozos de una patada y entonces le embargó un sentimiento de triunfo. Estaba venciendo al demonio.

La estatua de Friné quedó en el suelo, rota, sin que Calia se atreviera a recoger sus pedazos. Le había prometido a Délfide que cuidaría de ella... Escuchó las palabras del sacerdote con impotencia.

—Afrodita... destruiremos su indigna morada, al igual que hemos acabado con sus vergonzosos santuarios en Fenicia.

Celso se refería a dos famosos templos que habían sido arrasados, en cumplimiento de una ley imperial contra la prostitución sagrada que él mismo había inspirado. Entonces aún no conocía la presencia de las hetairas de la corte. Nadie, ni siquiera Constantino, que de sobra sabía de su existencia, se lo había confiado. Montó en cólera al enterarse de que se lo habían ocultado, e insistió ante el emperador para que aquel foco de pecado fuera aniquilado cuanto antes. Estaba en juego la prosperidad del Imperio de Dios. Debían hacerlo antes de que aquellas mujeres terminaran corrompiendo a todos. No podían albergar al propio demonio en el palacio imperial. Éste al final acabó cediendo, como solía hacer en aquellos asuntos que escandalizaban a la moral de los cristianos, aunque mantuviera su total tolerancia al paganismo. Pues, aunque favorable al cristianismo, Constantino no dejaba de ser el emperador de Roma.

—¡Fuera de aquí! Contamináis la morada del emperador con vuestra presencia. ¡Soldados, sacadlas a la fuerza!

A pesar de la brusquedad empleada por la guardia imperial, las hetairas se resistían a salir de palacio. Todas sabían la clase de vida que les esperaba fuera de la corte. Una vida bien diferente a la que habían disfrutado bajo la protección de los emperadores. Llena de penurias y sacrificios. Por eso se resistían. Los soldados las fueron sacando de los apartamentos imperiales a golpes y trompicones, hasta que ellas mismas se dieron cuenta de que no podían hacer nada frente a la fuerza de los hombres, y dejaron de oponer resistencia, abandonándose a su suerte.

—¿Qué será de nosotras, Livina? —preguntó Calia, dando muestras de debilidad.

—La calle, el frío y la miseria... Esto es lo que nos espera a partir de ahora.

—Pero nosotras somos... —se rebeló Calia sin demasiada energía.

—En cuanto crucemos la gran puerta de palacio, ya no seremos nada —la cortó Livina.

Calia se juró a sí misma que aquello no iba a ocurrirle. Friné jamás se hubiera rendido.

A continuación las obligaron a desfilar por el centro de la vía principal, despertando el interés de cuantos se encontraban a su paso. Celso presidía el cortejo en nombre de la Cruz, exhibiendo ante los inquilinos de palacio su triunfo sobre el pecado de la carne. Las hetairas, escoltadas por los soldados, arrastraban sus pasos tras él, sin fuerzas ya para resistirse a su castigo. Caminaban cabizbajas y sin levantar la mirada, no por arrepentimiento sino por el rubor que les producía el vergonzoso espectáculo que estaban dando. Calia cerraba el grupo junto a Livina. No dejaba de mirar a un lado y a otro, aferrándose a la última esperanza que le quedaba para no traspasar los muros de palacio. Una vez lo hiciera dejaría de ser la hetaira más deseada de la corte. Ya no sería nadie.

Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para evitarlo. No veía a Marcelo por ninguna parte, aunque tal vez a esas alturas supiera lo que había ocurrido. Sin dejar de buscarlo, siguió avanzando por detrás de las demás hetairas. Sentía los ojos de los curiosos sobre su piel. Sabía que esta vez no juzgaban su belleza, sino su suerte. Pero ya no le importaba casi nada. Un pensamiento le hizo bajar la cabeza de repente, como si quisiera esconderse tras los mechones de pelo que caían sobre su rostro, y esas miradas empezaron a violentarle. Su hermano Clito podía hallarse entre los cientos de soldados y esclavos que flanqueaban su paso. La vería humillada por un sacerdote cristiano, castigada por su Dios... por su pecado.

Antes de alcanzar la monumental puerta del palacio, ésta comenzó a abrirse. Lo hizo con suma pesadez, y no para ellas, sino para dar paso al carro imperial. Éste tenía cuatro ruedas y estaba decorado con púrpura y oro. Su regia presencia les hizo detenerse en medio de la calle. Fueron los soldados quienes las forzaron a resguardarse bajo los soportales. Celso les obligó a que aguardaran el paso del carruaje hincadas de rodillas.

Pero Calia se mantuvo en pie a pesar de las súplicas de Livina, que le tiró varias veces de la túnica para que se arrodillara como las demás. No entendía la desafiante actitud de su compañera. Ésta no hizo caso. Aprovechando el desconcierto de los soldados y del propio Celso, saltó sobre el resto y se arrojó al suelo por delante del carro, haciendo que las monturas se descontrolaran. Las patas de los animales volaron por encima de la hetaira, amenazando con aplastar su cuerpo de un momento a otro, mientras ella gemía aterrorizada y se protegía el rostro con los brazos. Fueron apenas unos instantes, hasta que el auriga consiguió dominar las monturas e impedir un fatal accidente. Hubiera sido imperdonable que éste se produjera en presencia de la emperatriz. Calia, en cuanto se vio a salvo, comenzó a suplicar la clemencia del emperador, convencida de que era él quien viajaba en el interior del carro. La guardia imperial no tardó en prenderla.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué grita esa mujer? No comprendo qué ha podido pasar —ordenó la ocupante del carruaje imperial.

—Es una hetaira. Dice que es cristiana. La muy infeliz suplica la misericordia del emperador, como si se creyera digna de la atención de nuestro augusto —le respondió la dama que le acompañaba. No pudo ocultar su desprecio por aquella mujer.

—Bajad y decidle que suba. Y en cuanto a vos, será mejor que concluyáis el camino a pie —soltó Helena en tono imperioso.

La anciana había detectado el desprecio en la voz de su camarera y decidió mortificarla por ello. No toleraba aquella desconsideración. A pesar de su avanzada edad, la emperatriz tenía un carácter fuerte e indomable que muchas veces chocaba con los convencionalismos de palacio. Decían que había sufrido mucho por culpa del padre de Constantino, el emperador Constancio.

La dama tuvo que tragarse su soberbia y descender del carruaje para ofrecerle su lugar a la cortesana junto a la noble madre de Constantino. Haría a pie el resto del camino. La anciana se había prestado a compartir su vehículo con la hetaira hasta la residencia imperial. Quiso saber qué le había sucedido a esa mujer, que además aseguraba ser cristiana, para arriesgar así su vida. Pero también pretendía castigar a su doncella por la altivez con que se había referido a ella, los soldados dejaron marchar a Calia y la ayudaron a subir al carro imperial. Nunca antes una mujer de tan baja reputación había sido tratada con tanta familiaridad por alguien de tan elevado rango, al menos en público. Si tales eran los deseos de la emperatriz, había que acatarlos. Sin embargo, aquel sonado escándalo provocó la indignación de los consejeros eclesiásticos del emperador, en especial de Celso, que tuvo que contenerse para no intervenir en ese momento.

—¿Es cierto que sois cristiana?

—Sí, nobilísima emperatriz. Os estoy muy...

—Hablad. Contadme qué os ocurre. Parecéis desesperada —la interrumpió Helena. Prefería ahorrarse los cumplidos. Los dejaba para la corte de aduladores que, desde que era emperatriz, le regalaban los oídos con palabras vanas y obsequiosas.

—Soy cristiana. Y como muchos de los nuestros, he tenido que pagar un alto precio por defender la fe de Cristo. —Calia dudó si continuar por ahí. No se atrevía a mirar los ojos de la anciana. Su cercanía la cohibía.

—Seguid... no temáis —la animó Helena, esbozando una sonrisa.

—Vivíamos en una aldea cercana a la ciudad, la única aldea que contaba con un templo dedicado al Todopoderoso. Estábamos orgullosos de aquel pequeño edificio que, aunque humilde, era el centro de nuestras vidas. Mi familia era la encargada de cuidar de él. Yo misma lo hacía. Frente a su puerta nos reuníamos todos para escuchar las terribles historias de los más ancianos, que habían padecido la persecución de los emperadores. En la aldea todos sabíamos que aquello podía volver a pasar, que las persecuciones podían reavivarse de un momento a otro. Vivíamos con ese temor. Yo, antes de que todo comenzara, iba a casarme. Mi prometido y yo ya habíamos celebrado los esponsales con una gran fiesta para toda la comunidad. Aquel día mi padre no podía ocultar su orgullo. —No pudo evitar reír entre lágrimas; aquel recuerdo había estado enterrado demasiado tiempo—. Pero no hubo boda. La ira de los emperadores acabó con nuestras vidas. Mi padre y mi hermano pequeño, Clito, murieron en manos de los soldados —mintió—. Y a mí me trajeron a palacio.

—¿Y tu madre? —se interesó la anciana, conmovida por los recuerdos de la hetaira. Los cristianos habían sufrido mucho por culpa de Roma.

—Murió unos años antes. Fui yo quien se hizo cargo de la familia... Los perdí a todos. Y perdí lo más valioso que puede guardar una mujer, la virtud. Fui forzada a satisfacer el deseo de los hombres. A cambio de seguir conservando la vida, me convertí en servidora de Afrodita, pues no tuve valor para confesar mi fe y acabar con todo. Era joven y quería seguir viviendo. Desde entonces, he sido una de las hetairas de la corte. Mi propia hermosura me ha condenado. —Era absurdo negarlo. Calia alzó los ojos hacia ella y le confesó—: Reconozco, señora, que con el tiempo me he dejado llevar por el pecado de la lujuria y por la ambición, hasta convertirme en la hetaira más famosa de la corte. Durante muchos años pedí a Dios que todo esto acabara, que me devolviera mi libertad para poder retomar mi antigua vida. Pero un día me di cuenta de que eso era imposible. Estaba sola y no tenía a donde ir. Paestro, mi pequeña aldea, había sido arrasada y nadie había sobrevivido. Y ahora que vuestro hijo, el augusto Constantino, nos ha traído la paz y se me abren las puertas de palacio, aunque sea de esta manera tan cruel, vuelvo a sentir miedo.

»¿Qué será de mí en la calle? He pecado y me arrepiento por ello. No quisiera volver a mancillar mi cuerpo para seguir viviendo. Pero sé que allá afuera tendré que seguir corrompiéndome para subsistir, aunque ya no haya nadie que me fuerce a hacerlo. No merezco hallarme junto a vos, pues estoy manchada con el pecado de Eva. Pero os pido, señora, que me ayudéis. Dicen que también vos sois seguidora de Cristo. Os suplico, noble dama, que me deis la oportunidad que no he tenido hasta ahora. Necesito reencontrar el camino hacia Dios y que mis pecados sean perdonados. El Señor es bondadoso y si ve mi arrepentimiento sincero me perdonará. No permitáis, señora, que siga sufriendo. Os lo ruego. No me dejéis caer.

—Mujer, no seré yo quien juzgue vuestro pasado —le dijo con suavidad. Y ante la sorpresa de Calia, le anunció—: Me acompañaréis en mi viaje a Tierra Santa. Allí encontraréis el recogimiento que necesitáis para volver al camino de la Verdad. —De este modo ella también se libraría de la compañía de esa insufrible dama que le había recomendado su hijo Constantino.

Calia se inclinó ante ella, dándole las gracias por su bondad. Aunque no podía ver el rostro de la anciana, cubierto por la palla, escuchó las enigmáticas palabras que salían de sus labios. Con el tiempo llegaría a comprenderlas.

—Levántate, hija. Las dos necesitamos ser perdonadas.

La emperatriz Helena regresaba a su Bitinia natal después de toda una vida. Lo había hecho de la mano de su hijo, al que había acompañado con orgullo en la celebración del fin de sus vicennalia. Fue en Roma, en su residencia del palacio Sessoriano, donde habían celebrado el vigésimo aniversario de la proclamación de Constantino como emperador por las tropas de Eboracum. Pero la gloria de aquel aniversario quedó empañada por un terrible suceso que salpicó a la familia imperial, hasta el punto de motivar su visita a los Santos Lugares.