El obispo de Nicomedia soltó una risa sarcástica. Estaba convencido de su fuerza. Sabía que sus palabras agradarían a muchos de los presentes. Pues el concilio, a pesar de haberse presentado como universal y ecuménico, apenas contaba con representación occidental. Por eso mismo, Eusebio pretendía apelar a las raíces de sus hermanos orientales.
—¿Y cuál es ese camino, Osio, obispo de Córduba? ¿El camino que habéis venido a imponernos desde Occidente?
—El camino verdadero, Eusebio. En el que la mayoría de nosotros creemos. El que nos ha sido revelado a través de los textos. El único que es grato a Dios. Sois vosotros, los arrianos, los que negáis la doctrina verdadera. «El Hijo es igual al Padre.» «Es Luz de Luz.» «Es plenamente divino como lo es el Padre.» «Engendrado, de la misma naturaleza que el Padre.» Homoousios, hermanos, homoousios!
—¡Eso nunca! —protestó Eusebio de Cesarea con indignación—. Podemos llegar a aceptar la sustancialidad del Hijo, pero jamás ese confuso término que proponéis. Homoousios!
—Permitidme que os recuerde que el término tiene tradición en nuestra religión, mi querido Eusebio —apuntó Osio.
—¿Qué tradición? ¿No estaréis hablando de la tradición bíblica? —le interpeló éste.
—Recordad, hermanos, el Evangelio de Juan: «Yo y el Padre somos la misma cosa.» —El hispano se dirigió a toda la asamblea.
—Pero el término que proponéis no aparece ni una sola vez en las Sagradas Escrituras, y es allí donde debemos encontrar el sustento de nuestra fe. Es un término filosófico, bastante polémico, por cierto. Conocéis igual que yo las profundas discrepancias que despierta entre la tradición romana y la alejandrina. —El titular de Cesarea se refería a una lejana y antigua cuestión sostenida entre Dionisio de Alejandría y el obispo de Roma.
—¡Jamás aceptaremos vuestras condiciones! Así que, por el bien de todos, será mejor que no haya imposiciones por vuestra parte, por mucho que vos seáis el confesor del nuevo emperador —le advirtió Eusebio de Nicomedia.
Osio estaba perdiendo la paciencia. El cansancio y el sueño comenzaban a hacer mella en él. Daría por finalizada la sesión cuanto antes. Habló por boca de Alejandro, repitiendo las mismas cosas que le había oído decir a él sobre el influyente cenáculo de los discípulos de Luciano, al que pertenecía el obispo de Nicomedia.
—Vosotros, los lucianistas, siempre creyéndoos en posesión de la razón. Pero vuestra arrogancia no os deja ver qué es lo más conveniente para nosotros en estos momentos. «El Padre y el Hijo son de igual sustancia, tienen la misma ousia, aunque sean personas distintas.» Este es el verdadero significado de Homoousios. Si todos lo aceptamos, estaremos yendo por el camino de la unidad.
—Mi admirado obispo de Córduba, de las lejanas Hispanias. El concilio nunca apoyará vuestra propuesta —le volvió a repetir Eusebio de Nicomedia.
—¡No es mi propuesta! —se defendió—. Y la apoye o no el concilio, éste es el camino.
De repente, se impuso el más absoluto caos entre los presbíteros. No podían creerse lo que estaban oyendo en boca del presidente de la asamblea.
—El término homoousios es el que mejor define la unión de Cristo con el Padre. Y os puedo asegurar que no soy yo quien lo impone... ¡es el emperador!
Celso dio un respingo al escuchar las palabras de Osio. ¿Se había vuelto loco? No entendía por qué había dejado tan claras sus pretensiones. Estaba poniendo en peligro los planes previstos al hacer constar que la fórmula que iba a surgir de aquel concilio ecuménico era una imposición imperial. Les había dado armas a sus adversarios para luchar contra el nuevo credo que ellos habían decidido aprobar en Nicea.
Eusebio de Nicomedia quiso aprovechar el desliz de su oponente para desactivar cualquier decisión que tomara el concilio en contra de sus posturas. Ellos, los que defendían las posiciones de Arrio, eran una minoría y no tenían nada que hacer frente al resto de los padres conciliares, máxime si éstos mostraban su total acuerdo frente a las imposiciones en nombre del emperador. Lo único que él podía hacer desde su posición era denunciar la intervención imperial en los asuntos eclesiásticos. Comenzó a pasear por el centro de la sala. Se acarició su larga barba mientras reflexionaba sobre lo que iba a decir.
—El emperador... ¡Hermanos! ¿Quién es el emperador para inmiscuirse en nuestros asuntos? ¿Quién es él para imponernos cuál ha de ser nuestra doctrina? Os lo diré. El emperador Constantino es el nuevo dueño de Roma, ¡y un tramposo! Nos ha reunido aquí para que busquemos la concordia entre los cristianos, tratando de convencernos de que tan sólo le preocupa la unidad de la Iglesia. Pero la unidad, ¿a qué precio? Lo único que pretende Constantino es hacernos partícipes de su propia farsa, imponernos su voluntad. ¿Desde cuándo el césar puede intervenir en los asuntos de Dios? Constantino es muy ambicioso. Y ahora que ha conseguido arrebatarles la púrpura a los demás emperadores, nos está utilizando para convertirse en el gran sacerdote de nuestra religión. «El obispo de lo de fuera», como él se hace llamar. Ésas son sus pretensiones, y para conseguirlas cuenta con el consejo de Osio y los clérigos occidentales. Ha intentado engañarnos presentándose como un hombre devoto y pío. Haciéndonos creer a todos que estábamos ante un gobernante caritativo y clemente.
Los clérigos atendían, estupefactos, a las palabras del obispo de Nicomedia. Todos conocían su apego a Licinio; algunos no se lo perdonaban. Consideraban que se estaba excediendo al ofender al emperador con sus palabras, y en su propia casa.
—Hermanos, aquí y ahora, voy a contaros un terrible secreto. Algo tan horrible que me ha estado reconcomiendo el alma desde que me enteré, poco antes de que esta farsa comenzara —les anunció inesperadamente. Se estaba dejando llevar por el profundo rencor que sentía hacia el nuevo augusto y su entorno.
—¡No sigáis por ahí! Os lo ruego. No despertemos la ira del emperador. Los cristianos de Roma ya hemos sufrido bastante —le pidió Osio. Prefería no pensar qué ocurriría cuando Constantino se enterara de aquello.
Pero las advertencias de Osio fueron en vano. Eusebio de Nicomedia no retrocedió.
—Una vez más, el emperador se ha mostrado cruel. Ha mandado ejecutar a un miembro de su propia familia, al marido de la emperatriz Constancia. Sí, hermanos... Nuestro piadoso emperador Constantino no ha cumplido el juramento que le hizo a su hermana, cristiana como nosotros. Ha dado la peor de las órdenes. ¡Ha mandado matar a Licinio! Y ahora decidme. ¿Es ésa la clemencia del emperador?
Hacía poco que eso había ocurrido. La ejecución de Licinio se debió al temor de que éste, que había sido perdonado y enviado a Tesalónica, volviera a rebelarse contra Constantino.
—¡Eusebio de Nicomedia! ¡Te arrepentirás de tus palabras! Aunque tal vez nos arrepintamos todos...
Los escribas interrogaron con la mirada a su superior, preguntándole si aquello también debía quedar reflejado en las actas. Una vez más, el anciano asintió con la cabeza, dando muestra de su lealtad. Lo hizo lleno de tristeza, pues él, al final de su larga vida, también se había convertido.
El concilio estaba llegando a su fin. El presidente, asistido por un alto funcionario imperial, se disponía a recoger las firmas de los padres conciliares ratificando la profesión de fe que había generado. Una beatífica sonrisa le iluminaba el rostro. Estaba visiblemente complacido, al contrario que algunos representantes eclesiásticos, que se habían sentido vilipendiados por la prepotencia del hispano. Aún no había amanecido, pero la gran sala de audiencias del palacio imperial estaba prácticamente llena. Había gran expectación por conocer el contenido del credo definitivo aprobado por los obispos que, reunidos a puerta cerrada durante interminables jornadas, habían ido configurando el texto final. Para ello habían discutido y comparado los credos bautismales y catequéticos empleados en las distintas comunidades, hasta encontrar el que más se ajustaba a las posturas mayoritarias, y a los deseos del emperador. En el gran salón de audiencias, la mayoría de los clérigos habían tomado asiento. Otros se disponían a hacerlo, mientras intercambiaban opiniones más o menos corrosivas sobre la deriva que había tomado aquel primer concilio ecuménico. Osio esperó a que estuvieran todos para leer el texto.
Faltaban los escribas. Y tampoco se veía a Eusebio de Nicomedia por ninguna parte. Pero éste no tardó en entrar por la puerta, sofocado por las prisas. Alegó haber tenido que atender a uno de sus diáconos, que había llegado antes del alba desde la cercana sede en la que éste ejercía su ministerio para tratar con él unos asuntos urgentes. Fue disculpado. Al poco, volvió a abrirse la puerta. Era uno de los dos escribas. Algo le ocurría.
—¡Eugenio está muerto! —les gritó desde allí.
Los padres conciliares no entendían lo que estaba pasando. Pocos sabían que el jefe del servicio imperial de escribas se llamaba Eugenio. Lo acababan de encontrar muerto junto a su mesa de trabajo.
—Era ya muy viejo... —comentó Osio para sí, aunque se le oyó en toda la sala.
Por primera vez en muchos días, los hermanos guardaban silencio. Y no era por respeto, sino por la curiosidad de saber lo que había pasado.
El escriba no quiso contar ante la asamblea que alguien había asesinado a su superior. Así que se acercó al obispo Osio y se lo comunicó en un aparte. Los demás clérigos, muy pendientes de lo que pasaba, sospecharon al ver que el hispano torcía el gesto.
—Mandad aviso al emperador Constantino de lo ocurrido. El sabrá qué hacer. En cuando terminemos con esto, iremos junto al cuerpo. Ya no se puede hacer nada por él.
En las últimas filas, Celso y Atanasio tampoco perdían detalle.
—¿Qué habrá pasado? —preguntó el diácono, estirando el cuello para poder ver. Su exigua estatura le impedía hacerlo sin forzar la postura.
—No lo sé, Atanasio. Quédate aquí. Voy a averiguarlo.
El presbítero salió por detrás del escriba. La guardia del emperador impidió que nadie más les siguiera.
—Ha sido espantoso —se desahogó el oficial, mientras se dirigían hacia la sencilla estancia donde se alojaban. Era allí donde habían encontrado el cadáver—. No sabemos cuándo ha sucedido. Anoche se quedó revisando las actas que hoy entregarían al emperador. Trabajó hasta tarde. Lo sé porque a medianoche fui a consultarle un asunto que me preocupaba y oí su voz a través de la puerta. Al comprobar que hablaba con alguien, regresé al cubículo e intenté mantenerme despierto para ir a verle un poco más tarde. Pero el sueño me venció. Y por la mañana estaba muerto.
Celso le dirigió una dura mirada.
—Señor, ¡no me miréis así, por piedad! Juro que yo no le maté. ¿Cómo iba a hacerlo? —El escriba estaba muy nervioso. Sabía que aquel sacerdote formaba parte del consejo del emperador.
—¿Oísteis la conversación?
—No, señor. Sólo recuerdo haber escuchado un ruido metálico. Como si alguien estuviera haciendo sonar...
—¿Cascabeles?
—No lo sé.
—Creo que eso mismo debes contárselo a la persona encargada de investigar lo ocurrido.
—Cuando lo encontramos muerto, las actas no estaban sobre la mesa. Ni tampoco en el interior del arca. Lo sé porque estaba abierta... y vacía. Sólo él tenía las llaves —le confió. Y después de pensarlo varias veces, se atrevió a preguntarle—: ¿Quién creéis que pudo hacerle algo tan horrible, señor? ¿Pensáis en los melecianos?
—No lo sé. Cualquiera pudo haberlo hecho... Al contrario de lo que el emperador y sus consejeros deseábamos, en este concilio ha reinado el mal y la discordia. El diablo ha estado entre nosotros. Se han dicho demasiadas cosas. Los escribas habéis sido testigos de lo que os estoy diciendo. Sin duda, el asesino pretendía silenciar lo ocurrido en Nicea durante estas semanas.
—Sus manos... —musitó el oficial.
Celso no le escuchó. Habían llegado a la estancia reservada a los escribas. En la puerta, el otro oficial explicaba su versión a un miembro de la guardia imperial. Hablaba atropelladamente. El presbítero pasó entre los dos y se dirigió al cuerpo sin vida del anciano. Estaba tendido en el suelo con la toga manchada. En el extremo de sus brazos había dos grandes charcos de sangre. Un olor dulce y agobiante llenaba el cubículo. El anciano había muerto desangrado. Las manos, que previamente le habían cortado, habían desaparecido.
«De poco le iban a servir en adelante», pensó.
Al agacharse para cerrarle los ojos que aún tenía abiertos, se fijó en ellos. El derecho seguía siendo del color de las hojas de otoño, y el izquierdo, verdoso como el lago que bañaba la ciudad. Los cerró con la palma de su mano y salió de la habitación sin ni siquiera encomendar su alma a Dios. Sin rezar ni una oración por él. En esos momentos llegaba un enviado de Constantino recomendando la máxima discreción. El escriba sería enterrado sin que nadie reclamara su cuerpo. Estaba solo en la vida. Y no habría investigaciones ni pesquisas, pues el emperador no quería culpables entre los miembros de su Iglesia. Debían preservar la santidad de aquel concilio.
Mientras tanto, en la gran sala de audiencias, se celebraba el último acto de aquella asamblea. Bajo la supervisión del magister officiorum Filomeno y la dirección de Osio, todos los asistentes fueron invitados a firmar el documento sumario donde se recogían los fundamentos de la ortodoxia cristiana.
—Amadísimos episkopoi. Debemos felicitarnos por los buenos frutos que nos ha dado esta santa asamblea, de la que la Iglesia de Cristo saldrá sin duda fortalecida. Demos lectura ahora a la profesión de fe acordada por nosotros, la verdadera obra de este concilio. Ha sido Dios quien nos la ha inspirado, y el emperador Constantino quien la ha permitido al reunir bajo su techo a obispos de todo su imperio. En adelante, seremos nosotros, los ministros del Señor en la Tierra, quienes usaremos este hermoso credo para extender la ortodoxia en toda la cristiandad.
Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible e invisible, y en un Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, Unigénito engendrado del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de verdadero Dios, engendrado, que no fue creado, consustancial (homoousios) al Padre, por quien todo fue hecho, lo que está en el cielo y lo que está en la tierra, quien por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó y se encarnó, se hizo hombre, padeció y resucitó al tercer día, subió a los cielos, vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos.
Y en el Espíritu Santo.
Y a los que dicen: «Alguna vez no existía» y «no existía antes de ser engendrado» y «fue hecho de la nada» o dicen que el Hijo de Dios es de diversa hipóstasis o sustancia, o creado o mudable o alterable, los anatematiza la Iglesia católica y apostólica.
Al terminar de leerlo, tomó una de las plumas que había sobre la pequeña mesa que habían colocado en el frontal de la sala, en el mismo lugar que había ocupado el trono imperial, y estampó su firma sobre el documento. Tras él, los padres conciliares dejaron testimonio de que también ellos aprobaban el contenido del credo. Muchos lo hacían por convicción, otros por complacer al nuevo emperador, y alguno por coacción. Sobre los disidentes pesaba la amenaza del destierro y la excomunión. Incluso el grupo de melecianos, con quienes el concilio había sido bastante benévolo, firmaron. Los últimos en acercarse hasta la mesa fueron los partidarios de Arrio, que dudaban. Pero al recordarles las consecuencias de no hacerlo, reaccionaron. Eusebio de Cesarea fue el primero en decidirse.
—No sé por qué has dudado tanto, Eusebio. ¿Acaso no reconoces en él el mismo credo que tú utilizas en tu Iglesia?
—Nos habéis tendido una trampa, Osio. Es el mismo credo, pero ha sido corrompido con el término homoousios, que yo rechazo. Firmo porque me siento coaccionado a hacerlo, pero no creo en la consustancialidad del Padre tal y como vos la habéis impuesto.
Le siguieron Eusebio de Nicomedia, Teognis de Nicea, Paulino de Tiro y los demás. A medida que se acercaban a la mesa, el jefe de la burocracia imperial, el magister officiorum Filomeno, les iba ofreciendo ceremoniosamente el documento, que éstos recibían con manifiesta desgana. Uno a uno estampó su firma, aunque a regañadientes. Solamente Arrio y dos de sus íntimos colaboradores, Theonas de Marmárica y Secundo de Ptolemaida, se negaron a ratificar el credo. Al acto, fueron excomulgados.