Nicea
Julio de 325 d.C.
—¡Dejadle hablar a él!
—¡Sí, eso, que hable Arrio!
—¡No podéis juzgarle sin dejar que se defienda!
El obispo Osio de Córduba, a quien habían encomendado la presidencia de las sesiones, cedió ante las insistentes peticiones de los partidarios de Arrio y le dio la palabra. No podía negársela. Después de varias semanas de duros enfrentamientos, los ánimos estaban muy caldeados, tanto que podían estallar en cualquier momento. Los consejeros del emperador, en este caso él, no podían sumar un nuevo fracaso.
Arrio se levantó dispuesto a defenderse.
—Hermanos, estoy sufriendo mucho por causa de Dios —se lamentó el presbítero nada más tomar la palabra.
Quienes no lo conocían pensaban que iban a encontrarse ante un hombre enérgico y desafiante; si no joven, al menos en la plenitud de sus años. Pero quien hablaba, casi un anciano, estaba muy delgado y ojeroso. Llamaba la atención la austeridad con que vestía, sin adornos ni joyas, y sin más prenda que la simple túnica de lino color marfil común entre los sacerdotes egipcios. Su imagen no se correspondía con la de ese hombre altivo y arrogante que describían las cartas de Alejandro y sus partidarios. Al contrario, se trataba de un hombre abatido, que se sentía injustamente tratado por su Iglesia.
—¿De qué Dios, Arrio? ¿De ése al que injurias con tus doctrinas?
—¿Acaso sufrías cuando predicabas tus blasfemias?
—¡Impío!
—¡Traidor! —le gritó Atanasio, sumándose a la bronca.
—Eres demasiado impetuoso, mi querido Atanasio. Si no quieres tener problemas, deberías aprender a dominar tu ira —le reprendió Celso al oído. Los dos estaban sentados al fondo de la sala, junto a los clérigos de menor dignidad. El presbítero emeritense se sentía con la obligación de advertírselo—: No es esto lo que desea el emperador. Nos ha pedido que reine la concordia entre nosotros. Debemos salvaguardar el triunfo de Dios sobre el imperio, y no manchar la imagen de Cristo con palabras viles.
—Es un traidor, y vos lo sabéis igual que yo —replicó Atanasio, airado, aunque decidió callarse.
La tensión se reflejaba en su rostro pecoso. Le costaba contenerse, pero la presencia de Celso junto a él le obligaba a hacerlo. Sabía que si daba rienda suelta a su ira, éste se lo reprocharía, e incluso podía llegar a tomar medidas. Al fin y al cabo, el presbítero era uno de los clérigos consejeros del emperador, mientras que él no era más que un diácono. Así que cerró la boca y se contuvo, apretando las mandíbulas con fuerza para no abrirla de nuevo. No debía seguir participando en los abucheos contra Arrio, cuyas palabras, en vez de levantar compasión, habían exacerbado todavía más los ánimos de sus detractores.
—Hermanos... Os ruego que mantengáis la calma. Dejemos que Arrio se explique —oyeron decir a Osio.
Mientras aguardaba a que los demás callaran, se acarició la brillante calva en un evidente gesto de agobio. Tal vez no había sido buena idea dejar hablar al hereje. Las palabras de Arrio habían echado más leña al fuego. La concordia parecía aún lejana.
El hispano no pudo evitar echar un vistazo a los dos escribas que había en el centro de la sala. No perdían detalle de los diálogos, pues, por orden del emperador, debían quedar íntegramente transcritos, sin lagunas ni omisiones. El jefe del servicio imperial de escribas supervisaba su labor, sentado junto a ellos. Se trataba de un octogenario que, a pesar de su vejez, seguía conservando el puesto y el respeto de sus subalternos. La situación se les estaba yendo de las manos... Osio contemplaba con preocupación cómo los escribas se concentraban en sus notas. Eran los oídos y los ojos del emperador, ausente en algunas de las sesiones por propia voluntad.
Había dejado de atender a Arrio, que en esos momentos comenzaba su defensa.
—El obispo Alejandro me ha maltratado durante los últimos años.
—¡Eso no es cierto!
—¡Sigue, Arrio! ¡Cuenta toda la verdad!
—Me acusa de querer destruir nuestra hermandad, y basa sus cargos en toda clase de falsedades contra mí... Se me expulsó de nuestra ciudad, Alejandría, como si fuera ateo sólo por no estar de acuerdo con él. Al contrario que nosotros, él sostiene que «el Padre siempre lo fue y que el Hijo lo fue siempre».
—¡Ésa es nuestra ortodoxia! ¡Hereje!
—¡Impío!
La voz de Arrio sonaba clara a pesar del barullo que se había montado en la sala. Hablaba pausadamente, resistiendo los insultos sin alterarse.
—Dicen que levanto la polémica allá donde voy, pero es él, el obispo Alejandro, quien me amenazó primero. ¡Ha utilizado sus ruines mentiras para injuriarme! —Anticipándose a sus palabras, miró con tristeza hacia los dos escribas—. Y esto que acabo de decir, me gustaría que quedara recogido por escrito.
El viejo escribano se aseguró de que fuera así, mientras sus dos subalternos apuntaban concienzudamente las palabras de Arrio. Para ello empleaban pequeñas tablillas de cera que iban llenando de abreviaturas y signos taquigráficos cuyo significado sólo ellos comprendían. Terminadas las sesiones, al final de la jornada, los oficiales se encargaban de transcribir las notas a rollos de papiro para su mejor conservación. De ese modo se elaboraron las actas del concilio, que se guardaban bajo la custodia y vigilancia del anciano. En ellas quedaba reflejado todo lo acontecido en las sucesivas sesiones, pues así lo había ordenado Constantino. Así se solía hacer en las asambleas locales, e incluso en el Senado de Roma. Era precisamente por eso por lo que muchos conciliares habían empezado a recelar de los escribas, ya que su presencia les impedía discutir con plena libertad.
Arrio, haciendo un esfuerzo por que su voz siguiera sonando firme, comenzó a argumentar su defensa, adentrándose en el debate teológico.
—Hermanos, se me acusa de manera injusta. Nadie nunca habrá oído de mis labios que «hubo un tiempo en que el Hijo (al que también llamamos Verbo, Logos) no existía». A pesar de lo que asegura el metropolitano de mi diócesis, ¡eso no lo he dicho nunca! —Buscó con la mirada la complicidad de sus incondicionales—. No lo he dicho porque eso no es posible. «Fue el Verbo el que creó el tiempo, los siglos y todas las demás cosas de este mundo... el que creó a los hombres.» Por lo tanto es evidente que «no pudo haber un tiempo antes de que el Verbo existiera».
—¡Mentiroso! ¡Claro que lo has dicho, y miles de veces! ¡No eres más que un loco! ¡Nos estás confundiendo! ¡Quieres convencer a los padres como convences a tus vírgenes y devotas! Pero eso no te será tan fácil —volvió a vocear Atanasio desde las últimas filas.
—Atanasio... ¡calla! —reprendió Celso, asiéndolo del brazo.
—Os ruego que me creáis, amadísimos episkopoi —les imploró Arrio, ignorando las ofensivas palabras de Atanasio, cuyas iracundas reacciones había padecido desde su regreso a Alejandría. Luego buscó el apoyo de los lucianistas—: Yo, al igual que mi maestro el mártir Luciano, con el que muchos de vosotros estáis de acuerdo, siempre he creído en «un único Dios superior a todas las cosas» y en «el Hijo no divino creado de la nada por voluntad del Padre».
—¿Os atrevéis a decir ante nuestra asamblea que «el Hijo no es Dios, sino una criatura suya»; y que «no ha sido engendrado del Padre, sino creado de la nada»? ¡Me dais la razón! ¡Nunca deberíais haber ejercido el sacerdocio de Cristo, pues no creéis en Él! —gritó el obispo Alejandro desde su asiento junto a Osio. Sus hinchadas piernas no le permitieron levantarse. Sus enormes ojos saltones acusaron a Arrio. La cólera le tiñó el rostro de un intenso color rosado.
—¿Estáis bien? —musitó Osio, preocupado. Temía que pasara algo en cualquier momento.
Pero el anciano ni siquiera le contestó. Estaba tan furioso por las acusaciones que le había lanzado Arrio que no escuchaba ni veía a nadie. Sólo tenía ojos para su antiguo presbítero, al que señalaba con el dedo mientras le propinaba toda clase de amenazas.
—¡Habéis sido excomulgado con razón! Ninguno de nosotros, salvo vuestros petulantes amigos, osaría devolveros la comunión. Presbítero Arrio, ¡sois un peligro para la Iglesia! ¡No os perdonaremos todo el daño que nos habéis hecho!
—Obispo Alejandro, dejad de apuntarme con el dedo —se le enfrentó éste con decisión—. Vuestras amenazas no silenciarán mis palabras. Me reafirmo ante este concilio —y con voz firme ratificó su doctrina—: Yo, Arrio, creo en «un único Dios superior; el único ingénito, único eterno, único sin principio, sabio, bueno e inmutable». Declaro, además, que creo en «un Hijo que sin ser eterno ni divino, pues en nada puede asemejarse a Dios, es la primera criatura creada por Él y la más excelsa de la creación».
Las teorías de Arrio despertaron la polémica. A pesar del aspecto apocado del presbítero alejandrino, sus formulaciones impactaron a los padres conciliares, sembrando la controversia. Siguió un intercambio de pareceres en el que no faltaron los insultos y las difamaciones.
—¿Queréis decir que Jesús de Nazaret fue un simple hombre como vos y como yo? ¿Un profeta, tal vez? —preguntó Macario de Jerusalén, horrorizado por lo que estaba escuchando.
Al igual que él, muchos lo estaban.
—¡Hereje!
—¡Blasfemo!
—¡Judío! —musitó Atanasio entre dientes.
El obispo Alejandro tomó la palabra:
—Si, como aseguráis, «el Hijo no participa de la divinidad de Dios», ¿cómo iba a ser el salvador de hombre? ¿Queréis explicárnoslo? Hermanos, si eso que Arrio asegura con tanta vehemencia fuera cierto, el cristianismo no sería más que una falacia... y nosotros, los culpables de propagarla —aclaró el anciano, todavía muy alterado. Le costaba respirar y hablaba entrecortadamente. Forzando un tono paternalista, le recomendó—: Arrio, te lo pido con humildad: abandona tu camino, pues con tu ceguera estás atacando los pilares de nuestra fe. Has herido de muerte a la Iglesia alejandrina y, si no te detienes en tu error, ese mal que estás sembrando se expandirá por toda la cristiandad.
Uno de los obispos de Libia, contrario a las tesis de su paisano, pidió intervenir. Osio le invitó a que lo hiciera. Al ver de quién se trataba, Arrio soltó un sonoro resuello, pues conocía de antemano lo que aquel compatriota suyo iba a proponer. Y no se equivocaba.
—Hermanos, volvamos a las Sagradas Escrituras para combatir todas las injurias que se están vertiendo. La verdad está recogida en los textos. «Cristo es la imagen visible de Dios invisible. El Hijo y el Padre son la misma cosa.» Así se lo transmitió Nuestro Señor Jesucristo a los Apóstoles: «El Padre y yo somos Uno. Yo en el Padre y el Padre en mí. El que me ha visto a mí, ha visto al Padre.» La única interpretación posible es la siguiente: «Dios y el Hijo son Uno Solo.»
Mientras el ministro libio se explicaba, uno de los más íntimos partidarios de Arrio, un tal Theonas de Marmárica, procedente de la misma región, aprovechó para burlarse de él a sus espaldas. Cuando éste hablaba, él picoteaba con los dedos de su mano, curvada hacia delante como si fuera el cuello de la cigüeña. El gesto despertó las carcajadas de sus compañeros, a quienes no les interesaban las palabras del libio, que ellos consideraban trasnochadas. Con ese gesto le tachaba de charlatán.
La broma de Theonas generó nuevos insultos.
—¡Que se calle de una vez!
—¡Sabelianista!
—¡Claro que da lugar a más interpretaciones! ¿Queréis oírlas? —preguntó Theonas de Marmárica a su entregado público, abriendo y cerrando la mano como si fuera un pico. Por suerte, el objeto de sus chanzas no se dio por aludido.
—«Dios toma el aspecto del Padre en la creación del mundo...» —continúo éste a pesar de las voces.
—¡Cállate ya!
—¡Nos estamos durmiendo!
—Nadie te escucha. ¡Crotoras como una cigüeña! —Rió Secundo de Ptolemaida, sentado justo al lado del autor de la broma.
—«... el del Hijo en la redención y el del Espíritu Santo en la santificación» —terminó el libio.
La sesión estaba resultando bochornosa. Esta última intervención había desatado la indignación de los sectores más radicalmente opuestos al sabelianismo. Las doctrinas de Sabelio, formuladas un siglo antes, en las que se defendía la necesidad de que «el Hijo fuera plenamente divino para que pudiera asegurarse la redención», habían sido rechazadas. Pues, al no distinguir entre Cristo y el Padre, podían concluir que el Padre había padecido en la Cruz, algo que era esencialmente imposible para la divinidad.
—¡Sabelianista!
—¡Patripasiano! ¡Dios está por encima de todo mal! ¡No puede sufrir ni padecer! ¡A ver si te enteras!
Eustacio de Antioquía quiso salir en defensa de su correligionario, pero los abucheos y los insultos de los exacerbados clérigos no le dejaron expresarse. No serían más de seis, una minoría muy ruidosa. Su comportamiento empezaba a abochornar a los demás. Les indignaba que a esas alturas alguien siguiera defendiendo los postulados de Sabelio y por eso no le dejaban. Eustacio, impotente, volvió a sentarse.
—¡Silencio, hermanos! Estáis ofendiendo a Dios con vuestro comportamiento —les abroncó Osio.
Marcelo de Ancira, desde el otro extremo de la bancada, no corrió mejor suerte. En cuanto comenzó su discurso, fue acallado bruscamente por el obispo de Nicea, Teognis. A éste no le interesaba tanto exponer sus argumentos como molestar al obispo de Ancira, con quien había tenido serias confrontaciones. Marcelo se había distinguido por ser uno de los mayores detractores de las formulaciones de Arrio, al que Teognis defendía con vehemencia. El obispo de Nicea se dirigió a los demás, de pie y con voz potente:
—Ahora, yo os pregunto: si Cristo es Dios, ¿cómo es posible que padeciera en la Cruz? La divinidad no puede estar sometida a las pasiones humanas, y menos aún a los padecimientos. Acordaos, hermanos, de las súplicas de Jesús antes de expirar en el madero. Cuando le pedía al Padre que apartara de Él el cáliz del tormento. No era el Padre quien sufría, sino Cristo, su Hijo.
El grupo de melecianos se revolvió. Ellos también consideraban aberrantes las creencias de Arrio. De hecho, habían sido ellos quienes las habían denunciado. Pero su líder les mandó guardar silencio. Cualquier cosa que dijeran podía perjudicarles, ya que también su secta iba a ser sometida a juicio por los padres conciliares.
Arrio, todavía en pie, alzó las manos pidiendo calma. Aquel espectáculo le estaba molestando. Quería hablar, explicarse, puesto que era a él a quien se estaba enjuiciando.
—Hermanos, permitidme que os hable. Os ruego silencio —les pidió con voz suplicante, y cuando lo consideró oportuno, volvió sobre sus doctrinas—. «Dios creó el Verbo de la nada, ex ouk onton, y éste se hizo carne en Cristo.» De modo que fue el Hijo encarnado en un cuerpo de hombre quien sufrió por la salvación y no el Padre. «El Padre está por encima del Hijo que no es Dios, ni divino, ni siquiera de naturaleza semejante a Dios.»
—¡Callad! ¡Ya hemos oído bastante! ¡Eso que decís es una aberración! —sentenció Alejandro, fuera de sí.
—Tranquilizaos... —susurró Osio. Temía por la salud del anciano—. Dejadme hablar. —Se dirigió a los conciliares desde el centro de la sala haciendo uso de su posición—: Amadísimos obispos y clérigos... ¡Silencio! Os estáis desviando del tema. Arrio, a quien tenéis aquí, antes presbítero de la diócesis de Alejandría, ha sido excomulgado por poner en duda la divinidad de Cristo. Y precisamente por eso estamos aquí reunidos, para rectificar sus errores.
La reacción de los partidarios de Arrio no se hizo esperar. No estaban allí para rectificar nada, sino para debatir. Murmuraban entre sí, gritaban y se quejaban por el partidismo de Osio. A esas alturas estaba claro que el concilio ecuménico, reunido a instancias del emperador Constantino y que tan buenas expectativas había generado entre ellos, estaba mediatizado por el obispo de Córbuba a favor de Alejandro de Alejandría. De modo que no era difícil deducir hacia dónde se dirigían.
—¡Pero él y sus clérigos fueron rehabilitados! Un nuevo sínodo les devolvió a sus funciones —le recordó el obispo de Cesarea desde la bancada de enfrente, donde se concentraban la mayoría de los defensores de Arrio. Se refería al sínodo que él mismo había celebrado en su diócesis, a sabiendas de que lo hacía a espaldas del propio Alejandro.
—Sí, Eusebio. Un sínodo celebrado sin la aquiescencia del obispo de Alejandría. ¡Un desafío a su autoridad! ¡Una injerencia vuestra para imponer el arrianismo que vos y el obispo de Nicomedia defendéis con tanto ardor! Me pregunto qué pretendéis conseguir los arrianos.
—¡Tened cuidado con lo que decís! ¡No nos llaméis arrianos! ¡No lo somos! —le increpó el obispo de Nicomedia, levantándose de repente y dirigiéndose hacia él con los dos puños cerrados. Se detuvo justo enfrente, tan cerca que Osio pudo sentir su aliento en la cara. Pretendía agredirle con su cercanía—: Somos discípulos del mártir Luciano, al igual que lo es Arrio, y son sus enseñanzas las que defendemos. No somos arrianos... sino lucianistas —le corrigió entre dientes. Su barba, de color negro azulado al igual que sus rizados cabellos, le cubría casi toda la cara, aunque no lograba ocultar la tensión de su rostro. Tampoco sus ojos podían disimularla.
Osio dio unos pasos hacia atrás. Pero Eusebio no se movió. Permaneció frente a él, intimidándole. La ira le había hecho olvidar sus ademanes gentiles, más propios de un cortesano que de un eclesiástico, devolviéndole a lo más oscuro de su pasado. Su enorme ambición le había llevado a convertirse en uno de los personajes más influyentes de la corte de Nicomedia durante el gobierno de Licinio. Eusebio se vanagloriaba de poseer todas las cualidades para ser bien recibido en palacio: era culto, extremadamente refinado, amante de las artes y de la belleza, mundano, ocurrente y buen conversador, y además sabía cómo valerse de su condición de obispo cristiano para entrar en el alma de las personas. Con la fe se había ganado a la emperatriz Constancia y a su círculo más íntimo. El obispo Eusebio gozaba de gran ascendencia y admiración entre las mujeres de la corte y los eunucos, aunque no se podía decir lo mismo de la camarilla del emperador. Desde el principio, Constantino había desconfiado de él por la íntima relación que mantenía con su hermanastra Constancia y con el derrotado Licinio. Ahora que las cosas habían cambiado, a Eusebio no le iba a ser fácil mantener su influencia en palacio. Menos aún si tenía que rivalizar con los dos hispanos que asesoraban al emperador en materia religiosa.
—¡Sí, arrianos! Pues para protegerle a él, ¡rechazáis la ortodoxia! ¡No aceptáis la recta doctrina! ¡Os estáis desviando del camino! —le recriminó Osio.