Nicea
Primavera de 325 d.C.
El emperador les había convocado a un concilio que se celebraría en la ciudad bitinia de Nicea, situada en el norte de Asia Menor, cerca de la corte imperial de Nicomedia. Por primera vez se reunirían obispos y clérigos de la cristiandad procedentes de todo el imperio, pues de lo que allí se tratara dependía la unidad de la Iglesia y, en buena medida, el proyecto de Constantino. Con su implicación, el emperador pretendía obtener el favor del Dios de los cristianos. Les había abierto las puertas de su palacio, donde iban a ser alojados y donde tendrían lugar los debates, y había puesto todos los medios del cursus publicus a disposición de los asistentes para facilitarles el viaje, ya que sus consejeros le habían hecho comprender la importancia de aquel concilio. Si no actuaban a tiempo, su apuesta por el cristianismo se desmoronaría. Además de algunos temas meramente disciplinarios y de la fijación de la Pascua, estaba previsto que se debatiera la cuestión arriana y se solucionara el cisma de los melecianos. Dos controvertidos asuntos que habían provocado una profunda fractura en la Iglesia egipcia, y que, en el caso de las doctrinas de Arrio, habían dividido al clero oriental. El objetivo era establecer la unidad de la Iglesia cristiana e imponer, de una vez por todas, la concordia entre el metropolitano de Alejandría y quienes cuestionaban su autoridad. Y hacerlo antes de que la cizaña sembrada en la región del Nilo se instalara irreversiblemente por todo Oriente. Constantino, creyendo que la situación en Egipto podría solucionarse con buenas intenciones, había enviado a sus embajadores del clero hasta Alejandría para trasladar allí su voluntad de paz. Pero ni las palabras ni las negociaciones fueron suficientes; el conflicto entre el obispo y su presbítero Arrio estaba demasiado arraigado. Osio y Celso habían fracasado en la misión encomendada por el emperador.
—Mi querido Celso, mira a tu alrededor —dijo Osio.
En esos momentos, accedían al vestíbulo de la residencia palaciega en Nicea. Todo estaba preparado para que se celebrase la sesión inaugural del concilio ecuménico, del que se pretendía obtener una profesión de fe que unificara a toda la cristiandad y la defendiera de la heterodoxia. El ambiente estaba enrarecido por la tensión.
—El diablo vuelve a estar entre nosotros. Dios nos ha enviado una nueva prueba —continuó.
—Primero, nos envió la ira de los emperadores, y ahora permite que el diablo siembre la discordia entre los ministros de su Iglesia. No sé qué quiere el Altísimo de nosotros —le contestó Celso, reflexionando sobre las palabras de su acompañante—. Es cierto que la cristiandad ha salido fortalecida de las persecuciones, pero... ¿qué más pruebas necesita el Todopoderoso que la sangre de los mártires? Ahora es a nosotros, que gracias a su protección sobrevivimos a los demonios de la persecución, a quienes nos corresponde ofrecerles el triunfo de la Iglesia sobre la Tierra. Se lo debemos a ellos, a los que vertieron su sangre por nosotros, para demostrarles que el sacrificio que hicieron por sus hermanos no ha sido en vano.
—Por penoso que nos parezca, ésta es la voluntad de Dios, y debemos aceptarla. Él nos quiere fuertes, y por eso nos ha enviado esta última prueba. Por eso permite que el diablo nos hostigue con su maldad, y nos quiera seducir con sus fascinantes palabras, para tentarnos como también tentó al Hijo en el desierto. —Se detuvo y tomó al presbítero del brazo—. Celso, pase lo que pase durante las próximas semanas, debemos mantenernos firmes y no ceder ante el mal. No dejemos que el diablo salga victorioso por nuestra debilidad. Tenemos que demostrar al mundo que los cristianos estamos unidos por el amor a Dios. Silenciemos la voz de los disidentes. El emperador nos ha dado su venia para que impongamos la Verdad y castiguemos a los culpables de esta lamentable situación a la que nos han llevado los hermanos de Oriente.
Pese al rotundo fracaso de Osio como mediador en Alejandría, Constantino había renovado su confianza en él. No en vano, aparte de presidir el concilio, dirigiría las negociaciones entre las distintas facciones. Y pretendía hacerlo con rigor. Osio debía darle al emperador lo que éste buscaba, lo que él y los demás consejeros le habían prometido que obtendría si apoyaba a los cristianos: un dogma común a todos los seguidores de Cristo, una única Iglesia y un único Dios al que adorar. El cristianismo, tan maltratado por los anteriores emperadores, constituía la principal apuesta del emperador Constantino, pues, aunque era una religión minoritaria, le ofrecía el mensaje de unidad que él necesitaba para cohesionar su dominio. El emperador único de Roma pretendía identificarse con un único dios, el Dios de los cristianos, uno y poderoso como el propio Sol.
—Miradlo bien, Osio. Ese Arrio es la viva imagen del maligno. ¿Qué les estará diciendo? Querrá convencerles de sus mentiras.
—Trata de seducirles con alguna de sus patrañas. Nadie más que el diablo se atrevería a difundir entre los hermanos que Cristo no es Dios sino una criatura inferior a la divinidad, y que no es eterno. Nunca pensé que uno de los nuestros se atrevería a llegar tan lejos, y lo peor es que no está solo.
El pequeño grupo que se había formado en torno a Arrio ocupaba un rincón del vestíbulo. Estaba entre las sombras, oculto a las miradas de reproche de la mayoría. El presbítero gesticulaba mientras hablaba. El resto, fascinado por su dialéctica, no perdía detalle de lo que decía. Se notaba que estaba acostumbrado a hablar a los fieles, a enseñar las Sagradas Escrituras y a explicar sus propias doctrinas, las mismas que iban a ser condenadas en el concilio. Arrio tendría la oportunidad de defender sus postulados ante los padres conciliares y de ser defendido por sus condiscípulos. Muchos formaban parte del cenáculo de los lucianistas y, al igual que él, seguían las enseñanzas del mártir Luciano, maestro de la escuela de Antioquía, a la que algunos de ellos habían asistido.
Pocos, ni siquiera ellos, dudaban que fueran a condenarse las teorías de Arrio como heréticas, a no ser que el libio lograra convencerles con su afamada elocuencia, cosa difícil. En aquel corro distinguieron a los principales simpatizantes del presbítero: entre otros, el obispo Eusebio de Nicomedia, Eusebio de Cesarea, y Teognis de Nicea, obispo anfitrión del concilio a quien el mismo entorno del emperador había restado protagonismo. Realmente, Teognis nunca había sido partidario de que la asamblea se celebrara en su sede, aunque lo consideraba un mal menor, pues la primera opción que se había barajado desde la corte era Ancira, también en Asia Menor. Él era un acérrimo enemigo del prelado de esa ciudad. A última hora, el emperador cambió de parecer y decidió que el concilio se celebrara en Nicea.
El vestíbulo del palacio imperial era un hervidero de obispos y clérigos que esperaban la llegada de Constantino. Después de tres siglos de persecuciones, por fin eran recibidos por el emperador de Roma. Pero la alegría de los asistentes se había visto eclipsada a causa de las profundas discrepancias que existían entre ellos. Ahora que el imperio les garantizaba la paz de la Iglesia, eran ellos quienes sembraban la discordia en su seno. Aquéllas eran las consecuencias de las persecuciones. Aún pesaba la dureza de los últimos veinte años. Desde que Diocleciano decidiera poner fin al cristianismo, los cristianos y el clero habían vivido bajo la amenaza de la cárcel, la tortura y el martirio. Muchos, al no resistirlo, habían claudicado ante los opresores, negando a Cristo aunque sólo fuera de palabra. Algunos ocultaban su flaqueza, mientras otros eran acusados públicamente de haber apostatado. Quienes habían llegado hasta el final, eran ahora venerados como mártires; y quienes, sin haber alcanzado la muerte, habían sufrido por la fe, eran tratados con sumo respeto por parte de los hermanos. Entre los presbíteros orientales, había mutilados. Fueron víctimas de la crueldad de Maximino Daya, quien hizo pagar su fidelidad a Cristo. Sus ojos acusadores, si es que tenían la suerte de conservarlos, se dirigían hacia los hermanos que no habían sufrido como ellos. El rencor anidaba entre los hombres de Dios.
De pronto aparecieron el obispo Alejandro y su inseparable diácono Atanasio. Los dos iban ataviados a la manera del clero egipcio, con una túnica de hilo blanco y una segunda pieza mucho más noble y rica. El anciano calzaba botines. Tras buscar con la mirada a Osio y Celso, se acercaron a ellos. El rostro del obispo reflejaba su absoluta seguridad de que todo iba a salir según lo previsto.
—Venerable Alejandro, ¿habéis descansado? Anoche nos retiramos tarde —se interesó Osio—. Ave, Atanasio.
—Eran muchos los asuntos que debíamos concretar antes de que el concilio comenzara. Veo que la asistencia ha sido bastante numerosa, aunque no tanto como esperábamos.
—En total, no llegaremos a las tres centenas —informó Celso.
—Mejor, cuantos menos seamos, más fácil nos resultará controlar las negociaciones. Hay que sacar el credo como sea —valoró el anciano.
—La asistencia de occidentales ha sido testimonial. Pese a las facilidades, Occidente ha querido quedarse al margen. —Celso se refería a la posibilidad de que se desplazaran con los medios de transporte imperial.
—El obispo Silvestre de Roma ha enviado a dos de sus clérigos —añadió Osio—. Tan sólo hay unos pocos obispos de las Galias, de Italia, África y Panonia, además de yo mismo, por parte de las Hispanias.
—Es una pena, pues los hermanos de Occidente nos hubieran apoyado en la formulación que sobre la naturaleza de Cristo pretendemos imponer a la asamblea.
—No debéis preocuparos, amadísimo Alejandro. Arrio será derrotado —le tranquilizó Celso con una media sonrisa.
—Así lo espero, hijo... —El obispo comenzaba a estar fatigado—. ¿Os importaría que fuéramos tomando asiento? Son estas piernas. Las noto muy pesadas.
—Sentémonos. El augusto Constantino no tardará en presentarse ante nosotros —propuso Osio.
El pequeño grupo se encaminó lentamente hacia la sala de audiencias. En torno a la puerta se concentraban los invitados al concilio, prelados y clérigos procedentes de Fenicia, Chipre, Arabia, Mesopotamia o la propia Bitinia. Los representantes occidentales habían hecho un aparte, mientras aguardaban su turno para entrar en la gran sala de audiencias de palacio. El obispo Alejandro miraba a su alrededor con cierta zozobra.
—No hemos visto a ningún meleciano ni... —soltó al fin.
—Ni tampoco oído —bromeó Atanasio—. No conformes con rotular a sus iglesias como si fueran cantinas, ahora quieren distinguirse vistiendo la misma túnica oscura. En los extremos del cinto llevan un racimo de cascabeles que suenan a su paso. Así que, a partir de ahora, sabréis si tenéis un meleciano cerca.
Rieron la broma sin mucho entusiasmo.
De repente, el sonido de las tubas anunció la llegada del emperador, formando un gran revuelo. Todos ansiaban ver al hombre que les había liberado de años de sufrimiento. Por la puerta asomó el gran chambelán eunuco, seguido por la guardia imperial.
—¡El victorioso augusto Constantino! —anunció el chambelán con voz femenina. Sus rasgos también lo eran—. ¡Entrad todos en la sala de audiencias! ¡El emperador va a hacer su aparición!
Y al instante irrumpió el grupo de los melecianos. El obispo Alejandro los miró con desprecio, mientras el resto de los asistentes lo hacía con curiosidad. Desfilaban despacio entre los padres conciliares, acompañando sus lentos pasos con el metálico son de los cascabeles que colgaban de sus cinturones. Querían que se les viera y que se les escuchara; que se sintiera su presencia en aquel concilio que pretendía condenarlos. Y lejos de provocar la alegría de los cascabeles, aquel tintineo resultaba inquietante. Eso era precisamente lo que pretendían: despertar las conciencias de los hombres. Recordar a los mártires, pues para ellos ésa era la verdadera Iglesia, y no aquella que se había reunido en torno al poder imperial, por mucho que su líder Melecio de Lycópolis codiciara la sede alejandrina. Les obsesionaba advertir a los cristianos que aquellos que habían negado a Cristo no merecían el perdón de Dios, y que no debían de haber sido admitidos en la Iglesia verdadera. Sus túnicas, de un gris tan oscuro que parecía negro, acapararon la atención de todos los conciliares. Nadie se atrevía a decir nada. Por fin, la aguda voz del gran chambelán rompió ese extraño momento en el que todos los presentes recordaron la amargura de los tiempos pasados, y a los hermanos que entregaron sus vidas por Dios.
—¿El obispo Melecio de Lycópolis y sus partidarios? ¡Ocupad vuestro lugar! ¡Allí! ¡Daos prisa! ¡El emperador va a hacer su entrada! —ordenó el eunuco chambelán, dando palmadas.
—Quieren intimidarnos —comentó el anciano Alejandro al oído de Osio. Los dos obispos ocupaban un lugar privilegiado a la derecha de la sala.
—Pues lo consiguen —respondió éste, todavía impactado.
Los congregados fueron acomodándose en las hileras de bancos a ambos lados de la sala, según su jerarquía. Los obispos, en las primeras filas; los presbíteros y diáconos, detrás. Celso logró sentarse junto a Atanasio, con quien tenía buena relación desde su entrevista en Alejandría. Les unía el odio a Arrio, principal culpable de la enorme fractura abierta en la Iglesia de Oriente y que impedía que la Iglesia de Cristo triunfara en la Tierra. El camino iniciado, doce años antes, en la batalla del Puente Milvio debía continuar sin encrucijadas ni vericuetos; sin discusiones filosóficas ni teológicas que sembraran la discordia. Se lo había prometido a Eulalia. Era necesario imponer un único mensaje para toda la cristiandad.
Tras el desorden inicial, la anunciada presencia del emperador impuso un silencio expectante. Precedido por tres de sus más afectos escoltas y rodeado por algunos miembros de su comitiva, hizo entrada el elegido por Dios para gobernar la Tierra, el emperador Constantino. Y a una señal del gran chambelán eunuco, todos se pusieron en pie para recibir a su anfitrión con el respeto que merecía. Incluso los más levantiscos guardaron silencio ante la presencia del augusto.
Constantino avanzó con paso firme por el pasillo central de la gran sala de audiencias. Alzaba la cabeza con solemnidad, sin desviar la mirada hacia los asistentes. Su presencia, ya de por sí noble, impresionaba por el derroche de riquezas que lucía. El gran chambelán se había encargado de elegir el vestuario y de vestir al emperador, pues el augusto sólo compartía su intimidad con hombres asexuados como los ángeles de Dios; y con mujeres mucho más bellas y sensuales que la infeliz Fausta, con quien rara vez compartía residencia y cama. A pesar de la estricta moral que sus consejeros pretendían imponer en la corte, el emperador seguía gozando de los placeres de la ya pasada juventud. Conservaba cierta prestancia y era más alto que todos los presentes. Su altura impresionaba tanto como la cantidad de joyas que adornaba sus ropajes. Bajo el gran manto imperial, vestía una túnica ceñida de seda con bordados en oro, que sujetaba con una cinta también púrpura. Su calzado de seda, repleto de piedras preciosas, destellaba con cada movimiento. El emperador portaba todos los atributos de la dignidad imperial. Además del manto púrpura, sobre su cabeza lucía una magnífica diadema de oro totalmente recubierta de perlas y piedras preciosas; en una de sus manos portaba el cetro, símbolo de triunfo y mando, y en la otra el globo, la representación del orbe sobre el que ejercía su poder.
Para sorpresa de los presentes, excepto de los dos consejeros que habían intervenido en la construcción de esa magnífica escenografía, los sirvientes de palacio dispusieron un trono de oro no más elevado que los bancos donde se sentaban los eclesiásticos. El emperador quiso aparecer como un igual dentro de la Iglesia, como el «obispo de lo de fuera», tal y como le gustaba llamarse. Tras sentarse, indicó con un gesto de la mano que los congregados podían hacer lo mismo. Luego les habló en latín. Un intérprete griego tradujo sus palabras para aquellos padres que no dominaran la lengua del imperio.
—«Se ha cumplido mi súplica, queridísimos, que no era otra que disfrutar de vuestra presencia. Y una vez logrado, soy consciente de mi deber para ofrecer mi agradecimiento a Dios...»
Constantino les pidió que la envidia entre ellos no dañara los bienes que disfrutaban y que el maligno demonio, una vez terminada la guerra antidivina suscitada por los tiranos, no cubriera de calumnias y de insultos la ley divina. Había sido Osio el mentor de tales ideas, las mismas que había sostenido en su conversación con Celso poco antes de escucharlas en boca del emperador.
—«... Me congratulo al ver vuestra asamblea, aunque sólo pensaré que he obrado con eficacia de acuerdo a mis súplicas si os hallo unidos en un solo ánimo de paz; y lo lógico habría de ser que vosotros mismos predicarais ese espíritu a los demás...»
Tras sus palabras de bienvenida, en las que apelaba a la unidad, el emperador se puso en pie y, ofreciendo sus atributos imperiales a dos miembros de su comitiva, quedó con las manos libres. Frente a él fue colocado un gran brasero de bronce que despertó gran expectación entre los asistentes. Un suave murmullo cruzó la sala.
—Va a quemar algo. Un documento, me imagino —le susurró Atanasio a Celso.
—Cartas —le informó éste.
Constantino mandó con un imperioso gesto que prendieran fuego al brasero. Mientras la llama crecía, el emperador iba sacando rollos de papiro y algún documento en pergamino de una cilíndrica capsa de metal que los sirvientes habían colocado justo al lado, sobre una pequeña mesa auxiliar. Lo hacía uno a uno, y con parsimonia, mostrándolos antes de hacerlos prender por un extremo y dejarlos caer en el brasero. A medida que crecía la tensión entre los congregados, pues muchos de ellos ya habían reconocido sus cartas, el ambiente de la sala se iba enturbiando a causa del humo. Constantino seguía quemando documentos. Cuando los hubo quemado todos, se dirigió a los obispos visiblemente encolerizado.
—Sacerdotes, esto es lo que el gran augusto de Roma ha hecho con vuestras misivas. ¡Nadie puede influir en la voluntad del emperador! Vuestras palabras no han servido para obtener mi apoyo o mi condena a Arrio. —Todos le miraron—. Debéis ser vosotros quienes dirimáis vuestro parecer sobre esta y otras cuestiones que atañen a nuestra Iglesia. Yo soy «el obispo de lo de fuera», y no es a mí a quien corresponde debatir. Por eso, apelo a la caridad de la que hacéis gala para que de una vez por todas pongáis fin a las disputas entre vosotros.