No podía apartar los ojos del espejo de mano que le sostenía una de las esclavas, de rodillas frente a ella. Le atraía la belleza del rostro maduro que se reflejaba en él, el suyo. Aunque el paso de los años le había arrebatado la frescura de la juventud, Calia seguía siendo una mujer hermosa, que hechizaba la mirada de quienes la contemplaban y despertaba el deseo por poseerla. Pero su amor era un lujo al alcance de muy pocos. Siempre era ella quien elegía y su ambición la llevaba a apuntar a lo más alto. Amaba a quienes podían ofrecerle la misma gloria de la que gozó Friné; a los poderosos, a los que no dudaban en cubrirla de lujos y riquezas a cambio de sus deliciosos favores. Nada quedaba de aquella cristiana llena de inseguridades y remordimientos que un día había decidido convertirse en la hetaira más codiciada de la corte.
Aquella mañana se había levantado temprano para dejar que la acicalaran sin prisas. Esperaba la visita de un antiguo amigo y quería ante todo que los recuerdos que éste guardara de ella no se vieran defraudados. Pues, aunque hacía más de veinte años que se habían separado, Calia estaba segura de que Marcelo no la había olvidado. Como tampoco ella. Volvió a mirarse en la redonda luna del espejo y le sonrió, satisfecha, por el resultado. Las hábiles manos de las esclavas habían conseguido disimular las inevitables, y no siempre agradables, huellas que el paso del tiempo había ido dejando sobre su rostro, sin que el maquillaje resultara artificioso. Sin duda, el disimulo podría convertirse en una máscara grotesca. Aquello le preocupaba. Aunque su belleza seguía intacta, la juventud se le estaba esfumando sin apenas darse cuenta. Y ella le pedía una y mil veces a la diosa que, llegado el momento, le arrebatara el orgullo de un día haber alcanzado la gloria de Friné y le ayudara a asumir la humillante vejez. Su belleza no sería eterna, como tampoco lo era la carne, pues ningún mágico artificio podía detener el paso de los años, sólo disimularlos. No siempre sería la mujer más deseada de la corte. Algún día otra más joven y hermosa que ella ocuparía su lugar. Tal vez alguna de las seductoras muchachas que en los últimos años habían sido llamadas a servir a Afrodita. Mientras que ella iría envejeciendo como lo hizo Délfide, o Friné, y entonces vendría la soledad.
—Cuando las rosas se marchitan sólo quedan espinas y ningún hombre querrá ya compartir mi lecho... —recordó a su querida Délfide—. A no ser que realmente me ame.
Sin dejar de contemplar su imagen en el espejo, levantó la tapa de un pequeño joyero de marfil que había sobre el tocador y extrajo un grueso anillo de oro y amatista. Tras admirarlo una vez más, se lo puso. Él mismo le había dicho que era digno de una emperatriz. Siempre le hacía soñar con que algún día llegaría a serlo. Se lo había regalado Flacino, el que fuera prefecto del pretorio, su amante. Notó que la ornatrix tiraba con la ayuda de unas pinzas de una cana y la arrancaba de raíz. La esclava trataba así de eliminar los finos hilillos de plata que, aunque todavía muy escasos, comenzaban a aflorar en la abundante melena de la señora.
«Las malditas canas... Pronto tendré que teñírmelo. Lo cubriré de índigo o con esos tintes de Germania que tanto éxito tienen entre las matronas, y pareceré una de ellas», se lamentó, pero la tristeza desapareció al verse de nuevo reflejada en el espejo. Ese terrible momento aún tardaría en llegar. Seguía siendo tan hermosa que los hombres más poderosos del imperio todavía la deseaban. Con tal de compartir su lecho, jamás se habían negado a sus extravagantes deseos.
Flacino le había colmado de caprichos. Habían sido amantes durante un tiempo, hasta que el prefecto cayó en desgracia por su desmedida ambición. No supo encajar el nombramiento de Licinio como augusto de Occidente, convencido de que él debía ocupar el puesto de Severo tras la muerte de éste. Estaba indignado porque Galerio no había cumplido con la promesa que le hiciera en su día, después de tantos años a su servicio e intrigando para él. Una promesa en la que el prefecto siempre había confiado. Y así se lo hizo saber al emperador cuando se enteró de que ya no era posible alcanzar la púrpura. Éste lo depuso de inmediato, pues hacía tiempo que ya no le interesaba tenerlo a su lado. También a Calia dejó de interesarle su compañía. Le negó sus favores poco antes de que fuera deportado. Y luego no le importó saber qué había sido de él. Por mucho que Délfide le recordara todo lo que el prefecto había hecho por ella, a Calia aquel hombre siempre le había dado asco. Era lujurioso y cruel. La obligaba a hacer cosas que a ella no le gustaban. Y siempre terminaba comparándola con Lamia, mucho más ardiente y experimentada que ella, pero no menos ingenua.
Calia culpaba al prefecto de haberla matado. Estaba convencida de que aquella noche aciaga, en la que ella se ofreció a Flacino en un intento desesperado por salvar la vida de la que entonces era su rival, lo único que consiguió fue traerle la muerte. Aquel noble gesto le valió la admiración del resto de las hetairas. Aún recordaba el llanto débil del recién nacido y la alegría que les embargó a todas al oírlo. Parecía maullar como si fuese un gato. Todo eran himnos y cantos de gratitud a la diosa Lucina por haberle dado la luz a aquella criatura. Luego se enteraron de la noticia y vinieron los sollozos. Lamia había muerto desangrada en manos del médico, después de que éste hubiera abierto su cuerpo en canal para extraer al niño, un varón.
Muschión, el médico, huyó de la casa con las manos ensangrentadas, horrorizado por lo que acababa de hacer. Ésa fue la única vez que lo vio. A los pocos días, Flacino lo mandó ejecutar por no haber cumplido sus órdenes. Fue ejecutado por no haber acabado con el neonato, aunque sí había provocado la muerte de la muchacha. De poco le sirvió. El cuerpo de Lamia seguía caliente cuando Délfide lavó al recién nacido. Lo envolvió en una manta y lo llevó a las puertas del palacio, donde quedó expuesto por si alguien quería quedárselo. Nunca más volvieron a escuchar sus lloros y ni siquiera supieron si había logrado sobrevivir al frío del invierno. Probablemente, el hijo ilegítimo del prefecto muriera aquella misma noche.
Después de Flacino, tuvo otros amantes. Todos ellos eran hombres poderosos, influyentes y muy ricos. Calia fue cubriendo sus dedos de oro y piedras preciosas mientras recordaba. En cierta ocasión, Délfide le advirtió que si era lista y aprendía rápido, pronto tendría un anillo de oro puro para cada uno de sus dedos. Terminó de ponérselos todos. La ornatrix marcaba los rizos de su oscura melena con un tubo de metal que, entre mechón y mechón, calentaba sobre carbones incandescentes y que, por la cuenta que le traía, manejaba con admirable destreza. Calia eligió entre sus joyas un collar de grandes esmeraldas engastadas en oro y ordenó que se lo pusieran.
—¡Acércame el espejo! —exigió—. ¡Dame!
—Señora, ya casi estamos acabando. Estáis esplendorosa.
Calia sostuvo el espejo por la diminuta Venus de bronce que servía de mango y comprobó que la peluquera no exageraba. Durante un rato, admiró su rotunda belleza. Observó cómo la ornatrix recogía sus rizados mechones en la parte alta de la cabeza, mientras las demás esclavas terminaban el maquillaje. Manipulaban los diminutos frascos de alabastro y cristal con la seguridad de quien domina sus secretos: diluyendo polvos de vivos colores y lanolina en pequeños platillos; untando palitos y pinceles en cremas y pinturas que luego aplicaban con decisión sobre el bonito rostro de Calia; perfumando a su señora con esencias traídas de Alejandría. Un sinfín de diminutos objetos —frascos, botes, tarros, platillos, peines, horquillas, redecillas, cintas, pinzas, agujas y joyas— se desparramaban sobre el mármol gris del tocador, esperando a ser devueltos a la arqueta que había a los pies de la señora.
La hetaira no podía ocultar su nerviosismo ante sus doncellas, que de vez en cuando se lanzaban pícaras miradas aguantándose la risa. Para ellas, que conocían muchos secretos de alcoba de su señora, los núbiles nervios de Calia eran motivo de mofa. No podían creer que a esas alturas al ama pudiera turbarle la visita de un antiguo amigo. Y apretaban con fuerza los labios para no ser descubiertas, para que no se les escapara la risa. Calia ni siquiera se daba cuenta. Permanecía sentada en su mullida banqueta, dejándose acicalar dócilmente, concentrada en sus propios pensamientos. Después de veinte años y muchísimos amantes, iba a reencontrarse con Marcelo. Temía que el paso del tiempo les hubiera hecho olvidar todo lo que aprendieron juntos. Estaba acalorada. Cuando al fin acabaron, una esclava le ayudó a levantarse para que las otras dos pudieran cubrir su voluptuosa desnudez con una suntuosa túnica en cuya falda se sucedían deliciosas escenas de las Ménades, pintadas sobre seda de color oro viejo. Se trataba de un obsequio del emperador Maximino Daya, en agradecimiento por su cálida compañía. Mientras la vestían, sintió la seda deslizándose sobre su piel. Aquella erógena sensación, a la que no acababa de acostumbrarse, le recordó todas las caricias que ella y Marcelo se habían regalado cuando todavía eran jóvenes. Y, como entonces, le pidió a la diosa que les permitiera amarse, aunque sólo fuera una vez más.
—¡Señora! —se oyó decir desde la puerta del cubículo.
—Dime, Focio —contestó Calia sin mirarle siquiera, puesto que estaba eligiendo junto a una doncella las sandalias que iba a ponerse.
—Ha venido a veros un...
—¡Corred! ¡Recogedlo todo! Una dama no debe mostrar nunca sus secretos —exclamó casi sin pensar—. ¡Dile que espere! ¡Calzadme! ¡Éstas, ponme éstas! ¡Rápido!
—Insiste en veros. Es un esclavo —dijo Focio, consciente de que no le estaban atendiendo.
Calia se había dejado llevar por el nerviosismo y no oía lo que Focio le estaba diciendo. Esperaba recibir a Marcelo. Estaba tan acalorada por la excitación que sus mejillas habían recobrado el rubor de la juventud perdida. Una vez calzada, recorrió de un lado a otro aquel exquisito cubículo, el más grande y luminoso de la casa. De vez en cuando se miraba en el espejo, esperando a que las doncellas guardaran todo en la dorada arqueta. En cuanto terminaron, se sentó junto al tocador vacío. Jugueteaba con las manos. Se apretaba los nudillos una y otra vez. Paseaba. No podía controlar su inquietud. Parecía una niña. Volvió a levantarse. Se recompuso la rica túnica de seda estampada. Se tocó el pelo, el cuello... Se acercó a la ventana, desde donde podía verse un delicioso jardín decorado con estatuas y juegos de agua al que sólo ellas tenían acceso. Allí aguardó de espaldas a la puerta, incapaz de volverse hacia ella.
—Calia... —no era la voz de Marcelo.
El corazón le dio un vuelco. ¡Era su hermano Clito! Le reconocería entre mil voces. Pero eso era imposible... El pequeño Clito había muerto, como su padre y sus vecinos... Se dio la vuelta y ante su vista apareció un joven de pelo rizado y rostro aniñado, con esos mismos ojos de ciervo con los que ella había soñado tantas veces. Vestía como un esclavo. Era un esclavo.
—Clito... —susurró. Y se echó las manos al rostro.
No podía seguir hablando. Se había quedado allí de pie, junto a la ventana, mirando, incrédula, a aquel joven sirviente que la observaba desde la puerta. Apretó los labios para no echarse a llorar. Cerró los ojos y dio gracias al Dios de los cristianos, en el que ella ya ni siquiera pensaba. ¡Era su hermano Clito! ¡Había sobrevivido a las matanzas! Tras unos instantes de profundo desconcierto, logró contener el llanto y recuperar la calma.
—Calia... —repitió el esclavo, sorprendido por el frío recibimiento de ésta. Ni siquiera había intentado abrazarle. El también había soñado muchas noches con ella, y seguía haciéndolo. Pese a que era muy pequeño cuando todo sucedió, él sí se acordaba de su vida anterior—. Soy tu hermano Clito. No me has olvidado, ¿verdad?
Fue hacia ella, sin atreverse a tocarla. Los demás tenían razón. Era tan hermosa que parecía una de esas diosas de mármol que llenaban los rincones de palacio. Pero aquello no era más que apariencia y banalidad. Iba excesivamente maquillada y su túnica de seda se le ceñía al cuerpo de manera indecorosa. Pudoroso, apartó la mirada.
—Pensé que habías muerto, igual que nuestro padre —dijo ella, y se acercó a él. Quería tocarlo, abrazarlo, besar su cara. De repente, lo apartó para contemplarlo en silencio—. ¡Deja que te vea! ¡Eres ya un hombre! —Sonrió con tristeza.
Clito había dejado de ser el niño escurridizo y tímido que ella recordaba. Ese niño que buscaba cobijo entre sus brazos cuando su padre se disgustaba, y a quien ella había cuidado como si fuera una madre. Sus ojos no habían cambiado, ni su rostro grácil y aniñado, pero ya no era el mismo. Después de todos esos años, para Calia no era más que un extraño. Lo supo en cuanto comenzó a hablarle.
—¿Cómo me has encontrado? —le preguntó tras haber recuperado la compostura. Poco a poco fue distanciándose de él.
—Siempre he sabido que estabas aquí —le confesó Clito.
—¿Desde cuándo? ¿Por qué no has venido antes? —le recriminó Calia, tal y como él esperaba.
Bajó los ojos. No podía decirle que al principio se avergonzaba de ella y que hasta ese momento no había reunido el valor suficiente para presentarse allí. Lo que había ido a proponerle no era fácil.
—¿Es que no vas a contestarme? Si sabías dónde estaba, ¿por qué no viniste a decirme que estabas vivo? Si lo hubieras hecho, tal vez...
—Tal vez no te hubieras convertido en lo que eres —completó Clito.
—Y dime... ¿qué soy? —trató de defenderse Calia. No iba a permitir que aquel esclavo, por mucho que fuera su hermano, la ofendiera.
—Una prostituta —le soltó éste bruscamente, y se arrepintió al instante—. Perdona.
—Has dicho lo que pensabas, pero te equivocas. No soy una prostituta —soltó Calia, levantando la cabeza con gesto altivo.
—No quería decir eso. —Clito no sabía cómo disculparse. No había ido a buscar a su hermana para aquello.
—Soy lo que he querido ser, una hetaira. Siempre he sido libre para elegir, mientras que tú...
—Yo... sí, soy un esclavo. —Aquel cruce de reproches no les llevaría a ninguna parte. Intentó relajar el tono—. Pero al menos estoy vivo.
Clito habló de lo ocurrido en la aldea con los demás vecinos. Le contó cómo aquel soldado le había salvado de la muerte y se lo había llevado como esclavo a palacio, donde había pasado a ser propiedad del césar Galerio, en realidad, de su esposa. Sin embargo, nunca había llegado a estar al servicio de la emperatriz Valeria, a pesar de que había sido ofrecido a ella como presente. Seguramente hubiera corrido mejor suerte. Pero el césar había rechazado el regalo en nombre de su esposa, y después montó en cólera al verle aparecer en compañía del general Salvio. Se negaba a aceptar que en el entorno de su mujer hubiera un solo cristiano más. Acababa de aprobarse el primero de los edictos de condena a los seguidores de Cristo y no quería alimentar los rumores que corrían en la corte sobre la hija del augusto Diocleciano, su esposa Valeria, y la mujer de éste, Prisca. Así que Clito pasó varios años entre los esclavos domésticos de la corte, yendo de un lado a otro —cuadras, letrinas, limpieza...—, sin una tarea concreta, hasta que, por fin, lo llevaron a las cocinas, donde al menos dormía al calor de las brasas.
—Llevo varios años en los fogones de palacio, cocinando para tus amigos —le recriminó con acritud. Desde la muerte de Furtas, sentía rencor hacia los poderosos que tanto daño les habían hecho. Quería perdonarles, seguir las enseñanzas de Cristo, pero no podía.
Calia reparó en las manchas de aceite que salpicaban su túnica. Así que por eso desprendía ese fuerte olor a comida...
—Salvé la vida a cambio de mi libertad y doy gracias a Dios por mi destino. Los demás murieron, también nuestro padre. Lo mataron en la gran iglesia.
A Calia no le sorprendió la noticia. Ni siquiera le dolió después de tantos años. Abrió la boca con la intención de contarle que ella también estaba en la iglesia, pero prefirió que su hermano nunca supiera lo que ocurrió aquel día.
—Les mataron por ser cristianos... y a nosotros nos quitaron nuestras vidas.
—¿Y eso ahora qué importa? Ha pasado mucho tiempo... No tengo nada que reprocharle a la vida que he tenido.
—Sé por qué lo dices. Pensaba que aún encontraría en ti algo de piedad, aunque sólo fuera por honrar el recuerdo de nuestro padre... y nuestra madre. Pero veo que has renunciado a nosotros, que has dejado de creer en nuestro Dios.
—Ese Dios al que tú tanto defiendes nos abandonó.
—Te equivocas. Nunca nos ha dejado solos. Nos recompensará por todo lo que hemos sufrido a causa de Su nombre. Y hemos sufrido mucho. Mientras tú ofrecías tus favores a los que nos perseguían, nosotros seguíamos reuniéndonos en secreto, arriesgando nuestras vidas por Cristo, muriendo por Él, dando ejemplo de vida eterna.
—De vida eterna... —resopló la hetaira negando con la cabeza—. Clito, la vida no es eterna. ¡Es una falacia! Cuando este mundo se acaba, no hay nada más. Todos han muerto por una mentira.
—Han muerto por Cristo y ahora están junto a Él.
—Si eso os hace más felices, seguid pensando que hay un reino en el cielo reservado para vosotros, para los que habéis sufrido en este mundo —replicó Calia.
—Hermana, piensa bien lo que estás diciendo. Han sido años muy difíciles para todos. Pero, gracias al nuevo emperador, ya no tenemos que ocultarnos. Nadie volverá a perseguirnos. Ya no tienes que seguir fingiendo. Si de verdad eres tan libre como dices que eres, deja esta casa de pecado y busca otra vez el camino de Dios. El Señor es misericordioso y sabrá perdonar. Hazlo antes de que sea demasiado tarde.
—¿Has venido a decirme que abandone mi vida? Mira a tu alrededor.
Clito obedeció, pero no se dejó deslumbrar por lo que vio.
—Todo esto es efímero.
—Hablas como uno de esos sacerdotes que os dicen cómo tenéis que pensar.
—Calia... Escúchame, te lo ruego —suplicó, sin saber bien qué más decirle.
—¡No! ¡Escúchame tú! No voy a dejar de ser quien soy por mucho que tú, mi hermano, al que apenas reconozco después de tantos años, me lo pidas. Soy una hetaira. Con sólo desearlo puedo disfrutar de todo el lujo y los placeres reservados para los poderosos. Unos placeres que ni tú ni los tuyos podréis alcanzar en esta vida. Quién sabe si en la futura... —ironizó—. ¿Has venido a pedirme que renuncie a ellos? ¡No lo haré! Y ahora vete.
—Calia, pero... —protestó Clito, decepcionado. Pediría por ella, para que algún día escuchara la llamada de Dios.
—¡Vete! ¡Y no quiero que vuelvas a importunarme con tus sermones! —le despidió ella con rabia.
«¡Ojalá no lo hubiera vuelto a ver!», pensó. Sus vidas habían seguido caminos irreconciliables.
El joven esclavo se dispuso a abandonar la morada de Afrodita sin que ningún sirviente le acompañara hasta la puerta. Lo hacía convencido de que nunca más volvería. Para él, Calia no era más que un recuerdo. En el estrecho corredor se cruzó con Focio, al que todos conocían por los escabrosos relatos acerca de sus señoras, cuya fama había traspasado los altos muros del palacio. Le acompañaba un hombre maduro y algo más alto. Era apuesto a pesar de los años y de su nariz partida. Se miraron con fijeza, intentando recordar de qué se conocían. Al fin Marcelo bajó la mirada y siguió avanzando por el largo pasillo que conducía al cubículo de Calia. Estaba ansioso por encontrarse con ella después de tantos años.
Calia y Marcelo apenas se hablaron. Tenían prisa por recrear todo lo que habían aprendido juntos. Afrodita había atendido sus plegarias.