Abandonaron el gran atrio que daba entrada al complejo episcopal y se dirigieron al despacho del obispo. Fue Atanasio quien les invitó a pasar y sostuvo la puerta con una gentileza que no había mostrado hasta entonces. Primero lo hizo el anciano, luego los dos enviados del emperador. A sus espaldas, un golpe seco les anunció que la puerta estaba cerrada. Lo que allí se hablara no saldría de esa soleada estancia. La brillante luz que entraba por los dos ventanales se reflejaba en los muros. Frente a la gran mesa de mármol donde solía despachar el obispo, había tres fastuosas sillas de ébano y marfil. Parecían especialmente dispuestas para aquella entrevista. Éste les invitó a tomar asiento.
—Bien, hermanos. Os ruego que os acomodéis. Tú también, Atanasio. Siéntate a mi lado. —El obispo sentía debilidad por el diácono, cuyo ímpetu le recordaba a su propia juventud. Pero antes de tomar asiento, quiso hablarles con claridad—: Hermanos, así que es el emperador Constantino quien os envía, y lo hace para imponer su voluntad en mi iglesia. El obispo de Alejandría es quien tiene la autoridad suprema sobre los obispados de Egipto y cualquier imposición podría ser tomada como una injerencia —observó el efecto de sus palabras—. Si no es cierto, os ruego que me digáis. —Se dejó caer pesadamente sobre la silla. Su gordura le impedía moverse con mayor agilidad.
Osio, que se había acercado a la ventana atraído por las hermosas vistas, volvió la cabeza hacia los demás, como si el inesperado comentario del anciano le hubiera devuelto a la realidad. Ese Alejandro era tan tenaz como se decía. Las estancias privadas del obispo daban a un exuberante palmeral regado por fuentes y balsas de agua, un oasis en medio de aquella opulenta ciudad de mármol y granito rojo traído de las canteras de Syene. Ante la franqueza del obispo, exageró su asombro arqueando las cejas y, tras darse la vuelta, dijo con voz firme:
—El emperador Constantino ha vencido a Licinio con la ayuda de Dios y os ha concedido a los cristianos que vivís en estas tierras de Oriente esa paz que tanto ansiabais. Él ha querido que fuera Constantino, y no otro, quien devolviera la unidad y la grandeza al imperio.
El anciano, recostado en la silla, escuchó sin mediar palabra, y cruzó las manos sobre su grueso abdomen para examinarlo con sus ojos saltones. Costaba acostumbrarse a aquella mirada.
—Es Dios quien le ha convertido en el amo de Roma —continuó Osio, todavía en pie. En su rostro se reflejaba el cansancio del viaje—. Le ha elegido para que vele por el imperio y por nosotros, sus hijos; para que, después de todo lo que hemos sufrido, la Iglesia de Cristo se mantenga unida. Mi muy querido Alejandro: debemos ponernos a su servicio para que la voluntad de Dios triunfe al fin en toda la Tierra.
El obispo reflexionó un instante. Su hermano Osio tenía razón. El emperador Constantino había traído la deseada paz, y lo había hecho en nombre de Dios. Había vencido a Licinio. Pensaba que era un traidor que, después de tenderles la mano para sumar el apoyo de los cristianos en la carrera imperial, rompió el acuerdo firmado con Constantino y reanudó las persecuciones. Respiró profundamente antes de contestar.
—Lo sabemos, Osio. Y damos gracias al Señor por la victoria de nuestro emperador. A partir de ahora le tendremos siempre presente en nuestras plegarias... y atenderemos a sus demandas —cedió al fin.
Ese cambio de actitud fue bien recibido entre los enviados del emperador, pero no tanto por el joven Atanasio, quien rechazaba cualquier imposición de Roma. Era demasiado joven y visceral para admitir la intervención del emperador en su Iglesia. Era alejandrino y orgulloso. Había heredado de sus padres, como éstos heredaron de los suyos, una profunda antipatía hacia el poder imperial. En aquella megalópolis, que en su día fue el centro de la cultura helenística, el rencor hacia el imperio se transmitía por la sangre. Durante generaciones, los habitantes de Alejandría habían lamentado la pérdida de estatus de su ciudad, capital del reino de los Ptolomeo hasta la conquista romana de Augusto.
—Gracias a Dios, todo ha acabado. —Alejandro se recostó sobre su silla de ébano. Nunca pensó que llegaría a decirlo. Estaba convencido de que moriría antes de ver el final definitivo de las persecuciones—. Durante estos últimos años, Licinio nos ha hostigado sin piedad. Después de su fingida tolerancia hacia nosotros, volvieron los abusos. Se nos prohibió reunimos en sínodo y nos confiscaron los bienes. Incluso hubo momentos en que se nos negó la celebración de la Eucaristía en las ciudades.
Celso sintió el contacto de la túnica sobre su piel. Notó la energía que irradiaba la reliquia. Bendijo la muerte de Eulalia y de todos los hermanos que dieron su vida por la salvación. El triunfo de la Iglesia estaba cerca, lo presentía.
—Regocijaos, obispo Alejandro. Se han terminado nuestras penalidades. Vivimos tiempos de cambio y quienes un día fueron nuestros perseguidores, pronto se postrarán a los pies del Señor. Pero para que eso ocurra, nuestra santa Iglesia debe permanecer unida. Ahora que Roma ha reconocido la superioridad de Dios, no podemos permitir que haya fisuras entre nosotros.
—Tenéis razón, querido Celso —le reconoció posando sus redondos ojos de cocodrilo sobre el presbítero—. Me imagino que el emperador estará enterado de lo ocurrido en mi diócesis. Por mucho que lo he intentado, no he podido evitar que ocurriera —se lamentó el anciano con voz trémula. Le costaba contener la rabia cuando hablaba del asunto. La sede de Alejandría estaba siendo amenazada continuamente, y su autoridad hacía tiempo que peligraba.
—El emperador ha sido informado de todo por Eusebio, el obispo de Nicomedia. También yo he mantenido varias entrevistas con él en las que fui informado de vuestras dificultades —le comunicó Osio, que por fin había tomado asiento frente a él.
El anciano palideció al escuchar aquello. Estalló en un arrebato de furia que le hizo dar un fuerte golpe sobre la mesa.
—¡Eusebio de Nicomedia! Ese traidor no merece la dignidad de obispo. Es un intrigante, un cortesano que sólo persigue el poder. ¿Os contó en vuestras entrevistas cómo consiguió hacerse con la sede de Nicomedia?
—Veo que el obispo Eusebio no os despierta simpatía —advirtió Osio sin desvelar el juicio que en el entorno del emperador se tenía del prelado.
El obispo de Nicomedia tenía fama de ser un hombre ambicioso y sin escrúpulos. Contraviniendo los cánones, se las había ingeniado para ser trasladado desde su anterior sede de Berito hasta la de Nicomedia, atraído por todas las posibilidades que ofrecía la corte, en la que se había introducido empleando sus habilidades mundanas. Una vez allí, había sabido ganarse a la emperatriz Constancia, sobre la que ejercía una gran influencia, pues también se había convertido al cristianismo. Eusebio había estado demasiado vinculado al entorno de Licinio como para que el emperador se fiara de él. Constantino tenía motivos más que suficientes para dudar de su lealtad, y así se lo había dicho a sus consejeros en más de una ocasión. Pero Osio prefirió callar sobre aquel detalle nada nimio.
—¡Es un intrigante! El emperador no debería de dar pábulo a sus palabras —comentó Atanasio sin demasiado acierto. Era evidente que tenía venia de su prelado para intervenir en la conversación sin demasiado miramiento.
—Ninguno de nosotros tenemos potestad para censurar al augusto —zanjó el obispo de Córduba. La altanería de aquel joven diácono comenzaba a irritarle. Y dirigiéndose a su superior, introdujo el tema que les había llevado hasta allí—: Sabemos que vuestra Iglesia atraviesa un momento difícil y que uno de vuestros presbíteros se os ha rebelado. Arrio, creo que se llama.
—Sí, Arrio... Ese maldito libio siempre nos ha causado problemas. Es un perturbador. Primero se unió a la causa de los melecianos. Eso fue durante el episcopado de mi antecesor, el gran obispo y padre Pedro, a quien esos ingratos quisieron deponer. Con el recrudecimiento de las persecuciones, siendo aún emperadores Diocleciano y Galerio, el miedo le hizo flaquear y se alejó de la ciudad para proteger su vida. No fue más cobarde que otros. Y lo que hizo fue seguir las Escrituras. Cumplió las palabras de Jesús: «Si os persiguen en una ciudad, huid a otra», pero el pueblo no se lo perdonó. Hasta que lo martirizaron.
Mientras exponía su relato, los ojos grises del anciano saltaban de uno a otro como si, con la mirada, quisiera hacerles partícipes de la gravedad de lo que estaba contando. Ninguno de los dos pudo mantenérsela. Ellos también escondían recuerdos de aquellos desdichados años. También ellos se acobardaron en algún momento.
—Hermanos, antes de continuar —dijo Alejandro—, debéis saber que en el resto de los obispados de Egipto se acepta mal la superioridad de Alejandría. —Luego suavizó el tono de su voz para dirigirse a su discípulo—: Atanasio, hijo, acércame aquel escabel. Estas malditas piernas... No sé qué hacer con ellas. Las tengo ardiendo. —Las estiró sobre el pequeño asiento que le había ofrecido su diácono—. Atanasio, hijo. Ayúdame.
—¿Estáis bien? ¿Mando llamar al físico, venerable Alejandro? ¿Necesitáis agua? —preguntó el diácono con respetuosa ternura, mostrando ante los embajadores el íntimo afecto que se profesaban—. Tranquilo, así estaréis mejor. Así... muy bien.
Osio sonrió al comprobar la entrañable relación que les unía. También él había envejecido y comprendía lo importante que era para el obispo Alejandro tener al lado a un asistente como Atanasio. Tuvo la corazonada de que ese joven pelirrojo y poco agraciado jugaría un papel importante en la Iglesia de Constantino.
—Que Dios os bendiga, hijo —le agradeció el anciano. Algo más aliviado, añadió—: Decía que las iglesias de Egipto rechazan la superioridad de la sede de Alejandría. Pues bien... Melecio, el obispo de Lycópolis, aprovechó la ausencia de nuestro mártir el obispo Pedro para atacarle y hacerse con el control de la Iglesia egipcia. Usurpó sus poderes y comenzó a actuar como si él fuera el metropolitano. También Melecio padeció la crueldad de los emperadores y fue condenado a trabajos forzados en las minas de Phaeno. Pero ni siquiera el castigo le hizo cejar en sus pretensiones, y desde allí continuó ordenando sacerdotes. Cuando el obispo Pedro regresó a Alejandría, hizo lo que debía. Excomulgó a Melecio. Al cabo de unos años, el obispo Pedro se entregó al martirio, sin haber conseguido detener el cisma de esos malditos melecianos. Desde entonces han sido una amenaza sobre nuestra diócesis. Quieren arrebatarme la silla episcopal. Pero tened por seguro que no voy a permitírselo.
—Arrio se sumó a ellos, aunque luego les dio la espalda —añadió Atanasio con energía—. Ese impío es tan variable como los camaleones.
Alejandro dejó hablar a su discípulo y luego continuó:
—Melecio de Licópolis y sus adeptos fundaron una Iglesia al margen de la nuestra a la que llamaron «Iglesia de los Mártires». No tuvieron empacho en colgar letreros con su nombre en los lugares donde se reunían y en distinguirse con sus oscuras vestimentas. Siempre han esgrimido posturas rigoristas contra los lapsi, alegando estar preocupados por la facilidad con la que los apóstatas han sido reintegrados en el clero. Pero lo único que pretenden es desafiar el poder de la sede alejandrina, independientemente de quien la controle.
Osio y Celso cruzaron una mirada de complicidad. Aquel asunto de los melecianos recordaba demasiado a la controversia de los donatistas en Cartago, a la que Constantino tuvo que enfrentarse al poco de hacerse con el poder de Occidente, y tras restituir las propiedades a la Iglesia y otorgar privilegios al clero cristiano. Fueron ellos los que aconsejaron al emperador zanjar el tema con mano dura. Se reunió un concilio en Roma, donde un tribunal presidido por el obispo Milcíades condenó a Donato, defensor de las posturas rigoristas. Más tarde se reunió otro concilio en Arles, al que acudieron obispos de esa parte del imperio. Aprovechando el apoyo imperial, el obispo de Cartago no tuvo reparos en lanzar a los gobernadores locales contra los cismáticos. Algunos fueron torturados y ejecutados; a otros los exiliaron después de confiscar sus propiedades.
—Todo obedece a una estrategia. Los melecianos han conseguido atraerse a buena parte de los obispos egipcios en contra de nosotros.
—Y no sólo eso —volvió a interrumpir Atanasio—. Llevan tiempo convenciendo a los monjes anacoretas para que se sumen a su Iglesia.
—Disculpad, venerable Alejandro. No comprendo el alcance de vuestra afirmación —reconoció Celso, muy interesado por el relato del obispo. Al contrario de Osio, el presbítero conocía bien la realidad de Egipto—. Al fin y al cabo, esos monjes están apartados del mundo.
—Os equivocáis, querido Celso. Los monjes tienen mucha influencia sobre la población egipcia, y no les costaría ponerla en nuestra contra. Para ellos, nosotros representamos ese helenismo que los egipcios llevan generaciones aborreciendo.
El presbítero había oído hablar de los anacoretas cuando era joven. En aquella época eran muy pocos los que se atrevían a adentrarse en el desierto y romper con el mundo en busca de Dios. Y le sorprendió comprobar cómo en pocos años aquel movimiento ascético, sin parangón en Occidente, había arraigado en Egipto. Siguiendo el ejemplo de un monje llamado Antonio, proliferaron las primeras agrupaciones de ascetas bajo la dirección de un abad. Incluso había una en las proximidades de Alejandría. En pocos años, los monjes, que al principio parecían unos excéntricos, se habían ganado el respeto del pueblo egipcio, hasta el punto de llegar a influir en él.
—Fueron los melecianos quienes denunciaron a Arrio —apuntó Atanasio.
—¿Por qué? —preguntó Osio. El cansancio le estaba venciendo. Deberían de haber dejado aquella entrevista para el día siguiente.
—No vayas tan deprisa, Atanasio. Te he dicho muchas veces que debes aprender a contener tus impulsos. Los melecianos consideran que Arrio es un desertor por haberse apartado de ellos, pues se les unió en un primer momento. En cuanto los melecianos conocieron las aberraciones que ese maldito hereje estaba predicando en su iglesia, acudieron a mí para delatarle. Fue el propio Melecio quien me advirtió de las peligrosas doctrinas de Arrio. —Hizo una pausa y se recriminó a sí mismo—: ¿Y pensar que le permití quedarse con la parroquia de Baucalis? De sobra conocía su indómito carácter y sus vergonzosos devaneos con los melecianos, pero me fié de él. ¡Así me lo ha pagado! ¡Es un agitador! ¡Un...! Y lo peor es que sabe cómo llegar a las gentes.
—Es un fatuo, un presumido. Por eso se rodea de devotas y de vírgenes, las engatusa con sus palabras, las convence con sus mentiras y se deja adorar por ellas.
Atanasio no podía contener sus ganas de intervenir. Vivía con verdadero entusiasmo todo lo que estaba ocurriendo en los últimos años. Aborrecía a Arrio y a todos los traidores que le rodeaban con más ímpetu que el propio Alejandro.
—¿Qué mentiras? ¿Qué es lo que predica Arrio exactamente? —quiso saber Celso.
—Ese infame defiende que Cristo no es divino. Y lo argumenta diciendo que no puede ser divino porque la divinidad es atemporal, mientras hubo un tiempo en que Cristo no existió. Se atreve a asegurar que Cristo no es divino. El Padre es Dios y el Hijo no es más que una criatura inferior a Él, que nada tiene de divina.
—Veo en su doctrina cierta influencia de Orígenes —apuntó Celso, que también se consideraba deudor de éste y de sus escritos—. Pero tengo entendido que Arrio estudió en Antioquía, en la escuela del venerado mártir Luciano, en la gloria del Omnipotente.
—Eso cuentan. Dicen que le inculcó esas descabelladas ideas sobre la naturaleza de Cristo. Y permitidme que os diga, querido Osio, que esos lucianistas son todos iguales. Son un atajo de pretenciosos. Se creen en posesión de la verdad. Habéis conocido a Eusebio de Nicomedia, que es uno de ellos, si acaso el más peligroso. Ellos son precisamente sus mayores defensores. Cuando me enteré del mal que estaba haciendo, tomé medidas. Convoqué a mis presbíteros en sínodo para que el propio Arrio pudiera explicarse. Quedé horrorizado al escuchar su doctrina y le prohibí que las explicara en público. Como era de esperar, él siguió difundiendo sus falacias y ganando adeptos para su herejía.
»Celebramos un concilio aquí mismo, en Alejandría, al que acudieron padres de todas las iglesias de Egipto, Libia y Pentápolis. En él le exigimos que se retractara. Le avisamos que lo que estaba haciendo con sus erróneas interpretaciones era degradar a Cristo a la condición de criatura. Fue excomulgado y expulsado de nuestra ciudad. Le aparté de mi iglesia. Pero al verse condenado, Arrio corrió a buscar refugio entre sus antiguos compañeros de estudio, muchos de ellos obispos. ¿Cómo no iban a comulgar con las ideas del hereje si también ellos son lucianistas? Después de viajar a Cesarea junto a su camarilla de clérigos heréticos y de ser recibido por el obispo Eusebio, se dirigió a Nicomedia. No creo que sea necesario que os diga quién fue el que le dio asilo.
Los dos negaron con la cabeza. Empezaban a entenderlo.
—Yo esperaba que este asunto se silenciara con el tiempo —les reconoció—. Pero no contaba con la intervención del obispo de Nicomedia. Eusebio considera que, por estar en la corte, ha de tener todos los asuntos de la Iglesia en sus manos. Y no ha dudado en erigirse en líder de los apóstatas. Cuando estuvieron juntos, Arrio y él enviaron cartas a otros obispos en mi contra, y yo me vi obligado a responder a sus ataques. Desconozco el contenido de las misivas, aunque me lo imagino, pero lo cierto es que, sea cual fuera, les dieron buenos resultados. Ahora, en Oriente, hay muchos obispos partidarios de Arrio.
—¿Muchos? ¿Estáis seguros? —se sobresaltó Osio.
—Son muchos más de los que os aseguró Eusebio. Supongo que quería evitar que fuerais demasiado duro con Arrio en vuestra visita a Alejandría. Pero necesito que me creáis: son muchos y por eso se creen fuertes. Están envalentonados y, si no les detenemos, pronto querrán imponernos al resto de la cristiandad esa locura sobre la naturaleza de Cristo, empezando por nuestro emperador. En la medida de lo posible, debéis mantener alejado al obispo Eusebio de la corte, pues su influencia puede ser muy perniciosa. Si los ortodoxos no nos enfrentamos a ellos, acabarán con nosotros. —Él había tardado demasiado tiempo en hacerlo—. No han tenido ningún reparo en desautorizarme, incitando al hereje y sus clérigos a regresar a Alejandría, a pesar mío, para que pudieran hacerse cargo de su iglesia. Aquí han pactado con los melecianos, a quienes no les importa en absoluto. Sólo quieren hacerse con la sede episcopal de Alejandría.
Ahora creían que lo sabían todo y no pudieron evitar ponerse de parte de Alejandro, aunque su misión fuera mediar entre éste y Arrio, no arbitrar. Estaban convencidos de que el obispo Eusebio les había contado una versión difusa y sesgada del conflicto, ocultándoles parte de la verdad, como también se la había ocultado al emperador. Aquél no era un asunto menor. No sólo atañía al obispo de Alejandría, sino que estaba implicada buena parte de los obispos orientales, y muchos de ellos ya se habían declarado partidarios de Arrio.
—Mi querido Alejandro, veo que el conflicto con vuestro presbítero es mucho más grave de lo que tanto el emperador como nosotros esperábamos. —Osio se levantó de la silla y volvió a acercarse a la ventana.
«Mucho más grave de lo que el obispo Eusebio nos había hecho creer», pensó. Antes de continuar, contempló el extenso palmeral que se abría ante sus ojos. Lo hizo mientras ponía las ideas en orden, y luego apartó la vista de la ventana y se dirigió al obispo, esta vez en un tono mucho más pausado.
—Al emprender el viaje, pensábamos que la mediación del augusto Constantino solucionaría la disputa, pero ya veo que no es así. Como enviados del emperador, somos portadores de dos misivas, una dirigida a vos y otra a vuestro oponente, en la que se os exhorta a reconciliaros por el bien del imperio. En cuanto podamos, concertaremos una entrevista con Arrio, aunque, al menos para nosotros, el asunto es bastante evidente.
»Tomad. —Osio sacó del interior de su sobretúnica una misiva, que entregó a Alejandro.
El obispo de Alejandría se deshizo con cuidado del lacre con que se había sellado la carta expedida por la cancillería imperial y, extendiendo el documento ante sus ojos, comenzó a leerlo para sí. Lo hizo con cierto nerviosismo. Al ir soltando algunas palabras en voz alta, los demás pudieron imaginarse su contenido. Tanto Osio como Celso desconocían los términos exactos que el emperador había empleado, aunque sí las líneas generales de las dos misivas, pues ellos mismos las habían sugerido.
—«El Vencedor, Constantino Augusto, a Alejandro...» «... Dios me protege, y es el Salvador...» «... Este embrollo es producto de la habladuría de gente ociosa...»
A estas alturas, y ante los duros términos en que había sido escrita la carta, los cuatro fueron tomando conciencia del enojo que sentía el emperador. Arremetía por igual contra los dos protagonistas del conflicto, para sorpresa de Alejandro y de su discípulo Atanasio, tan convencidos de su verdad que pensaban que Constantino les daría la razón. El emperador no tenía suficientes conocimientos teológicos para conocer las raíces de la controversia, pero ellos sabían que estaba recibiendo formación catequética, así que sin duda vería que lo que el arrianismo defendía era una aberración. Sin embargo, en vez de reconocérselo, Constantino mostraba sus temores a que aquella discusión filosófica pudiera lastrar la unidad de la cristiandad y del imperio que él quería construir. Les pedía que llegaran a un entendimiento. Para la Iglesia y para los cristianos era mucho lo que estaba en juego, y ellos lo sabían.
—«... volved a la concordia... dadme una época de ventura... que las provincias orientales se entreguen ante mí con vuestra armonía...».
Cuando hubo terminado de leerla, la depositó sobre la mesa con tristeza.
—Permitidme hablar, amado Alejandro —tomó la iniciativa Atanasio. Su superior asintió con un gesto—. Tal vez esto no deba salir de esta estancia, al menos en los términos en que voy a expresarlo. —Miró directamente a Osio y a Celso.
—Hablad con libertad, joven Atanasio. Esta es tu casa, no la mía —contestó Osio. El diácono empezaba a caerle simpático, a pesar de la mala impresión que le había causado al principio.
—El nuevo niketes, el vencedor, el único augusto... no ha comprendido nada. Esto no se soluciona con un abrazo. La concordia es imposible. Y él debería saberlo, pues también la ensayó con Licinio.
—Tenéis razón, hijo —le reconoció el obispo, y dirigiéndose hacia los dos emisarios imperiales sentenció—: Arrio es un tumor que le ha salido a nuestra Iglesia y como tal debe ser extirpado antes de que su mal se extienda irremediablemente por todo Oriente. Sus doctrinas atacan directamente el fundamento de nuestra religión. Si Cristo no fuera Dios, tal y como afirma ese incauto, su muerte no sería promesa de salvación para ninguno de nosotros.
—... como tampoco lo serían las muertes de todos los mártires que nos han dejado las persecuciones... la muerte de Eulalia —añadió Celso.
Intuitivamente, posó su mano sobre el abdomen. Necesitaba sentir la protección de la mártir. Si en algún momento tuvo dudas, ahora por fin estaba convencido de que había que poner fin a las falacias de Arrio y sus partidarios.