36

Nicomedia

Noviembre de 324 d.C.

—Nunca pensé que regresaríamos a Nicomedia —dijo Quinto después de tomar un trago de vino.

—Si te soy sincero, yo tampoco. He soñado muchas noches con poder volver —contestó Marcelo.

A pesar de la estrecha amistad que les unía y de todo lo que habían vivido juntos, no le era fácil desahogarse. Quiso tomar un trago pero se contuvo. En su lugar, posó de nuevo la taza sobre la mesa y comenzó a darle vueltas con una de sus manos, mientras pensaba si debía contarle a Quinto sus preocupaciones.

—¿Eso quiere decir que vas a quedarte junto al emperador? —le interrumpió éste.

—Sí —se limitó a contestar el galo sin dejar de juguetear con la taza.

—La vida nos ha cambiado, Marcelo. —Quinto alargó el brazo e impidió que su amigo siguiera haciendo girar la maldita taza. Le estaba poniendo nervioso—. No te entiendo. Siempre has detestado la vida en la corte, aborreces a los griegos, y ahora que, por primera vez desde que te alistaste, tienes la oportunidad de elegir sobre tu futuro, de licenciarte con todos los honores y volver a Occidente, quieres quedarte en Nicomedia. Marcelo, el emperador nos ha favorecido dejándonos esa opción. Si decides quedarte, pasarás el resto de tus días encerrado en la corte. Deberás atenerte a la voluntad imperial lo que te reste de vida. Padecerás los caprichos del emperador y de su familia.

—Veo que ya te has enterado —dijo. Todo eso ya lo había valorado—. Iba a contártelo durante la cena, pero no sabía por dónde empezar. No te faltan razones para pensar que estoy loco quedándome aquí, pero, créeme, tengo mis motivos.

—El puesto de comes es muy tentador. —Pero Quinto sabía que aquélla no era la razón. Conocía bien a su amigo.

—Estás equivocado. No es eso. Sé que para mí sería un gran honor formar parte del comitatus del emperador y acompañarle en su consejo de amigos. Pero quiero quedarme en la corte, no por ambición sino por... —Tragó saliva. Le costaba sincerarse. Siguió en un tono inusualmente bajo, tanto que, con el barullo de la taberna, repleta a esas horas de la tarde, apenas se le escuchaba.

Quinto apartó su taza a un lado y cruzó los brazos sobre el tablero de la mesa, inclinando el cuerpo hacia su amigo para oírle. Éste se desahogaba con una seriedad insólita en el soldado.

—Nadie me espera en la Galia. No quiero pasar el resto de mis días solo. —Le miró con fijeza—. Sabes muy bien a qué me refiero.

—Lo sé.

Marcelo no quería seguir hablando de él.

—¿Y tú, Quinto? Veo que también tú has tomado una decisión.

—Así es. —Este se incorporó para contarle sus planes. Parecía ilusionado—. El emperador también ha querido premiar mi lealtad después de todos estos años. Me ha otorgado un generalato en la frontera renana. Es a lo máximo a lo que puedo aspirar en la vida y me siento honrado por ello, pero le he pedido que me permita regresar a la aldea. No de permiso, sino para siempre. Ha aceptado. Por fin puedo volver con los míos. Lo haré como licenciado del ejército de Roma. Me sorprendió que el emperador todavía recordara la promesa que me hizo durante el viaje que nos devolvió a Occidente. Lo he visto sonreír como lo hacía entonces. Para mí, aquéllos fueron los mejores meses de mi vida.

Tampoco Marcelo pudo evitar sonreír. Guardaba muy buenos recuerdos de aquella aventura. Y ahora observaba a su compañero como si quisiera recordar para siempre cada uno de sus rasgos, ya marcados por la edad. Mientras le escuchaba, pensó en todo lo que habían vivido juntos. Le echaría de menos.

—No sé si he tomado la decisión correcta. Creo que me entiendes. Podría convertirme en general y guerrear contra los bárbaros del Reno. Pero los dos hemos visto cómo muchos compañeros morían en el campo de batalla sin haber cumplido el sueño de volver. Yo no quiero ser uno más. De nada me servirán todos los honores de las legiones si no vuelvo a ver a mi mujer y a mi hijo. —Luego apuró el vino y sirvió otra ronda.

—¿Y si no están allí para recibirte? ¿Y si nada es como te has imaginado? —Marcelo sintió ser tan crudo, pero no pudo contenerse. Eso mismo le rondaba a él por la cabeza desde que decidiera quedarse en Nicomedia. Pensaba en Calia.

—Me asusta no encontrarlos donde los dejé. En cuanto tenga la oportunidad, le ofreceré sacrificio a Minerva para que eso no sea así. —Quinto siempre había mostrado una gran devoción hacia la diosa—. Han sido demasiados años sirviendo al ejército. Necesito volver.

Marcelo alzó su taza y brindó por ellos. Quinto le devolvió el brindis. Aquel sentimiento agridulce les hacía estar mucho menos parlanchines de lo habitual. Era su despedida.

—Aún no la he visto —soltó—. En palacio se cuentan muchas cosas de ella y me temo que son ciertas. Me enamoré de una hetaira sabiendo quién era. —Marcelo obvió decir que era la hetaira más reputada de la corte, aunque a esas alturas también su compañero estaría al tanto—. Quinto, sabes perfectamente por qué he decidido quedarme. —Bebió por fin—. Yo también temo no encontrar lo que espero. Ha pasado demasiado tiempo. Ni siquiera la ciudad es la misma que conocimos de jóvenes.

—No hay más que ver en qué se ha convertido la taberna de Minucio —trató de trivializar Quinto.

Los dos amigos echaron un vistazo a su alrededor. Trataron de reírse de la presuntuosa decoración, pero esa tarde no estaban para bromas. Poco quedaba de la taberna de Minucio, aquella cantina sucia y maloliente que ellos conocieron, una de las más famosas de Nicomedia, y en la que se ofrecían los peores caldos al mejor precio. El mostrador había sido recubierto con placas de mármol, y las paredes, otrora salpicadas de una mugre húmeda, y ennegrecidas por el humo de los candiles, lucían coloridos frescos de dudosa calidad artística en los que un sonriente Baco ofrecía el embriagador jugo de la uva a los clientes. Si ellos querían probarlo, tendrían que pagar más de la cuenta. Los precios del local no eran menos pretenciosos que la decoración. Resultaba ridícula aquella cuidada mezcla de ostentación y vulgaridad de la que el dueño se sentía tan orgulloso. Predominaban los dorados y los tonos celestes, muy en boga en aquellos años, y hasta las lámparas de bronce, de las que salía un humo espeso y asfixiante, parecían querer emular las del mismísimo palacio imperial. A la entrada, un cartel anunciaba las exquisiteces que ofrecían sus fogones a los muchos viandantes que, a esas horas, callejeaban por las concurridas calles del centro en busca de algún sitio donde cenar algo. Rezaba: «Tenemos: jamón, pavo, pescado fresco y en salazón, dulces con miel.» La competencia era brutal y había que llamar la atención de los clientes. Aunque también éstos habían cambiado. La taberna había dejado de ser frecuentada por soldados y jugadores de dados.

—¿Comemos algo? —propuso Marcelo.

—Me muero por probar el pavo. Imagino que nos lo sacarán con las plumas, como en palacio. —Rió su amigo.

—Este era uno de los pocos lugares de Nicomedia donde me sentía cómodo... —recordó el galo con ironía, mientras llamaba a la sirvienta con un gesto de su mano.

Al instante se acercó una joven esclava que sorteaba las mesas contoneándose con su rollizo cuerpo con la intención de animar a la apagada clientela y, si había oportunidad, de sacar algún dinero extra para su dueño.

—Veo que la diosa Fortuna ha favorecido a Minucio —dijo Marcelo—. Debe haberse hecho muy rico adulterando el vino. Ha conseguido transformar su taberna en un palacio, con emperatriz incluida.

La esclava recibió el piropo con un nuevo contoneo de caderas.

—Ésta ya no es la taberna de Minucio. Ahora el dueño es Euriptólemo —les informó la chica, señalando a un hombre alto y espigado, vestido con una fina túnica del mismo color celeste que las molduras del techo.

En la entrada del local, éste recibía a los clientes con reverencias y zalemas que iban más allá de lo decoroso, aunque sin perder ese punto de petulante arrogancia que le hacía mirar por encima del hombro a los recién llegados. De vez en cuando vigilaba a la sirvienta por el rabillo del ojo, pues no acababa de fiarse de ella. Tenía la mala costumbre de chismorrear con la clientela.

—Minucio apareció ahogado en el muelle. Dicen que escuchó algo que no debía y habló más de la cuenta —observó al dueño y decidió seguir con su trabajo—. Bueno, dejémonos de charlas. Me imagino que querréis cenar.

—Pavo para los dos —pidió Quinto—. Y más vino.

Cuando se vieron libres de la presencia de la muchacha, retomaron su conversación.

—Nicomedia, la corte, el ejército... Todo ha cambiado mucho desde entonces —reflexionó Marcelo.

—Ha sido Constantino quien las ha cambiado. Y eso que acaba de llegar. Aún no sé si para bien. Antes de que saliéramos de aquí, las cosas se habían puesto muy feas para los cristianos. ¿Te acuerdas? Los emperadores los estaban matando como a corderos, y ahora son ellos los que mandan en palacio. Temo que algún día se hagan con el poder y se conviertan en lobos.

—Si algún osado nos hubiera vaticinado lo que iba a suceder con el imperio, no lo hubiéramos creído. Ten por seguro que le hubiéramos tachado de loco, o de borracho. El «joven» Constantino, aquel al que yo tenía que proteger día y noche junto al traidor de Zósimo, es ahora el dueño del mundo.

—Y lo es gracias a los cristianos —añadió Quinto, asintiendo a lo que su amigo Marcelo le decía—. El dueño del mundo... ¿Sabes una cosa? Me considero afortunado por haber podido acompañar al emperador hasta aquí.

Habían pasado doce años desde la victoria de Constantino sobre Majencio en Roma. Meses después, al final de aquel mismo invierno, se había reunido con Licinio en Mediolanum, y habían formulado una política religiosa común, otorgando en sus respectivos territorios total libertad a los cristianos y ratificando el anterior edicto de tolerancia al cristianismo. Ambos acordaron que Constancia, hermana de Constantino, se casara con Licinio, quien, además, compartió con su nuevo aliado su pretensión de liquidar al césar Maximino Daya. Ya en sus respectivas sedes de gobierno, cada uno dio instrucciones a sus gobernadores provinciales para que a los seguidores de Jesucristo se les permitiera el culto, y no sólo eso, sino que además se les devolvieran los lugares de reunión y todos los bienes confiscados. Maximino Daya —contraviniendo los últimos deseos de su antecesor el emperador Galerio, y las advertencias procedentes de Occidente— siguió hostigando a los cristianos hasta ser derrotado por Licinio en la primavera siguiente. Éste, al entrar en Nicomedia, ordenó que en sus nuevos dominios se cumpliera lo acordado en Mediolanum. Eliminado el césar de Oriente, el mundo romano quedó repartido entre los dos augustos: Constantino controlaba las provincias occidentales, mientras que Licinio se quedaba con las orientales. Pero esa situación apenas duraría unos años: el acuerdo no tardaría en romperse, pues ambos pretendían hacerse con el mando único del imperio.

Constantino fue acercando su sede de poder hacia Oriente, tendiendo su amenaza sobre los territorios de Licinio. Pasó cada vez más tiempo en la zona del Danubio, donde acabaron estallando varios conflictos militares entre los dos augustos. Constantino firmó una nueva concordia augustorum con Licinio, anunciando el nombramiento de los hijos de ambos como césares: por su parte, fueron elevados a la dignidad imperial Crispo, que ya era un adolescente, Constantino II, apenas un recién nacido, y Licinio II, este último por parte del augusto de Oriente. La situación derivó en una guerra, entre cuyas causas se esgrimió la ruptura de la tolerancia frente a los cristianos por parte de Licinio. Se libraron importantes batallas terrestres y navales, que terminaron con una contundente victoria de los ejércitos de Constantino. La acción de Crispo, el primogénito del emperador que había sido promocionado al rango de césar, fue decisiva, puesto que logró una contundente victoria sobre el ejército enemigo en la batalla marítima por el control del estrecho del Bósforo. Atendiendo a la desesperada mediación de su hermana Constancia, el triunfador de la contienda perdonó la vida de su enemigo, que fue enviado a Tesalónica y degradado a ciudadano durante el resto de sus días.

Su victoria definitiva sobre Licinio hizo que Constantino se convirtiera en el dueño del mundo. Como tal, hizo su entrada triunfal en la ciudad de Nicomedia, a la que se sucedieron los festejos. Regresaba como único emperador al palacio en el que de joven había estado retenido como rehén de Diocleciano y Galerio. La fortuna quiso que pudiera escapar para emprender un largo camino que, casi veinte años más tarde, le había devuelto a Nicomedia.

Mientras tanto, en Alejandría...

Celso y Osio aguardaban en la cubierta del barco su inminente llegada a tierra. Aunque la travesía desde Nicomedia se había iniciado sin contratiempos, una terrible tormenta en medio del Egeo casi acabó con sus vidas. Y a ellos, que no eran hombres de mar, aquel incidente les hizo temer el naufragio. Rezaron para que el temporal amainara. Pulieron al cielo que les permitiera cumplir la misión que les había encomendado el emperador: salvar su Iglesia. Al fin, las súplicas fueron escuchadas y el resto de la travesía se desarrolló sin incidencias.

Ahora, apoyados sobre la borda del barco, contemplaban en silencio el espléndido amanecer de Alejandría. Ante sus ojos, en la pequeña isla de Pharos, se erigía una de las siete maravillas del mundo: una colosal torre de mármol, coronada por una potente luz, que servía de guía a los navegantes. Esa noche, el resplandor de ese fuego les había anunciado la lejana presencia de Alejandría. Y ahora el sol naciente se reflejaba en ella como en un espejo.

Celso y Osio observaron las maniobras que hacía el buque para acceder al Puerto Magno a través de uno de los canales que atravesaban el dique que unía la isla con tierra firme y lo separaba de otro puerto, el de Eunostos, convertido en puerto comercial. Desde él se exportaban los productos que llegaban del interior de Egipto a través de un transitado canal que unía el Nilo con el lago Mareotis, y que bañaba la ciudad por el extremo opuesto al mar. Del puerto de Alejandría salía el trigo que alimentaba a miles de romanos, papiro, maderas del Líbano, granito rosa, tejidos, vidrio, gemas y piedras preciosas. Ese intenso tráfico convertía a la cosmopolita ciudad del delta del Nilo en un importante enclave comercial en el que confluían las rutas de África, Oriente y el Mediterráneo.

Una vez en tierra, se confundieron entre una maraña de gente que deambulaba de un lado a otro del muelle. Apenas podían avanzar. Por fin Celso tomó la iniciativa y comenzó a abrirse paso en dirección al Caesareum, un fastuoso templo dedicado a Augusto y rodeado de bellos jardines que se levantaba en el mismo puerto. Había sido construido por Cleopatra en honor a Marco Antonio y decían que fue allí donde la última de los Ptolomeos se suicidó antes de sufrir la humillación de Roma. El presbítero no dejaba de contarle al obispo detalles sobre la ciudad mientras le iba conduciendo por la red de calles que, en perfecta cuadrícula, recorrían el Brucheion. Ese era el verdadero corazón de Alejandría, el barrio de la opulencia y del poder, el centro de la cultura helenística y donde residían los griegos —pues tanto los egipcios como la importante colonia de judíos tenían sus propios barrios.

Celso caminaba con decisión por las calles de aquel céntrico barrio, como si nunca se hubiera marchado de allí. Recordaba cada rincón: los templos, los palacios, los edificios públicos recubiertos de mármol; el ágora, por la que tantas veces paseó cuando era joven y en la que solía reunirse con sus compañeros para discutir o escuchar las prédicas de sus maestros de la escuela cristiana, Didaskaleion. Osio le seguía a la zaga, casi sin aliento.

—Ya estamos llegando —anunció Celso, deteniéndose—. ¿Veis aquella columnata? Ésa es la residencia del obispo.

—¿Aquel palacio? Esperaba algo más modesto, a pesar de encontrarnos en Alejandría —bromeó Osio, aliviado. Por fin habían llegado.

La residencia episcopal estaba compuesta por un vasto complejo de edificios recubiertos de mármol y granito rosa, cuya imponente presencia confirmaba el poder y la riqueza que acaudalaba el obispado alejandrino. Alejandría era la gran capital helénica, mientras que el resto de Egipto, de población indígena, era rural y dependía de los terratenientes alejandrinos. Así que los cristianos alejandrinos y los cristianos locales pertenecían a dos mundos distintos, pues la megalópolis nada tenía que ver con el resto de la región. En realidad, el único vínculo que les unía era el obispo de la metrópolis, al que todos veneraban y reconocían como jefe de su Iglesia. La costumbre había hecho que fuera él quien controlara las diócesis de Egipto, la Tebaida, Libia y Pentápolis, y también algunas de sus riquezas.

Accedieron al interior del complejo a través de la impresionante columnata de orden corintio que formaba el peristilo de entrada. Un joven bajito y pelirrojo salió a su encuentro. Vestía una de esas túnicas de lino blanco que distinguía al clero egipcio, sin más adornos que unas sencillas jaretas en las mangas y el cuello. Al verles, cambió el semblante. Era obvio que les estaba esperando.

—¡Osio de Córduba y Celso de Emérita, bienvenidos a Alejandría!

Aquel joven era Atanasio, diácono primero de la Iglesia de Alejandría y mano derecha de Alejandro, el poderoso obispo de la megalópolis. Dada su juventud, muchos criticaban su meteórica carrera.

—Ave en el Señor, diácono —saludó Osio con sequedad. Estaba ofendido por la falta de reverencia del diácono.

Celso observó con sorna la reacción de su amigo. Ya tendría tiempo de conocer al clero alejandrino.

—Esperad aquí. Nuestro amado obispo os recibirá en breve —les comunicó Atanasio con una sonrisa que acentuó la extrema fealdad de sus facciones.

—Recordadle que nos envía el emperador Constantino —observó Osio airadamente, pues consideraba que aquel diácono no le estaba tratando con el respeto que su dignidad merecía.

Su acompañante quiso tranquilizarle tomándole del brazo.

—No os ofendáis, amadísimo Osio. Ya sabéis que los alejandrinos son orgullosos. No aceptan de buen grado las imposiciones imperiales. Saben por qué estamos aquí.

Al poco, apareció Atanasio acompañado de un anciano vestido con una túnica de lino blanca cubierta por una dalmática de lana de un tono tostado, primorosamente bordada con motivos geométricos en dorado y rojo. Le costaba caminar y, pese a que el día era fresco, no utilizaba botines, sino sandalias. Tenía los pies muy hinchados. Al igual que hiciera su discípulo, el obispo se dirigió a ellos en griego.

—¡Querido Osio, hermano! ¡Bienvenido a Alejandría! Tengo entendido que vuestro acompañante estudió en nuestra escuela hace años. —Luego añadió sin ocultar su pesar—: Nuestra escuela... Panteno, Clemente... Orígenes... ¡Cuánta gloria nos han dado sus maestros...! ¡Y cuántos quebraderos de cabeza nos generan sus enseñanzas!

Celso esbozó una mueca al escuchar cómo el anciano se refería a Orígenes, de quien se reconocía deudor, y cuyas doctrinas habían sembrado la discordia entre el clero oriental.

—Venerable Alejandro, estáis bien informado. Estudié en la época de uno de vuestros antecesores, el obispo Theonas.

—Él fue quien mandó construir esta casa —comentó Alejandro—. Quizá no llegarais a conocerla. De todos modos, es posible que pronto nos mudemos a una mayor.

—Vi cómo la construían, venerable Alejandro. Las obras terminaron poco antes de que abandonara la ciudad —le aclaró Celso, movido por la nostalgia—. Desde entonces, han pasado muchas desgracias.

Todos tenían terribles recuerdos de esos últimos años, en los que los emperadores habían vuelto a desatar su ira contra los cristianos. En Alejandría las persecuciones, que fueron especialmente cruentas, acabaron con los principales maestros de la escuela, incluyendo el obispo Pedro, al que Alejandro sucedió en el cargo, decapitado durante la represión de Maximino Daya.

Al fin el anciano rompió el incómodo silencio que por un instante les había invadido. Aunque no querían olvidar lo sucedido, les resultaba doloroso recordarlo.

—Sé que recibisteis vuestro grado en aquellos tiempos, en una etapa en la que yo estaba fuera. Mi querido Celso, me he estado informando sobre vos, y quienes os conocieron cuentan que erais un muchacho extremadamente preparado y contundente en vuestros actos.

—De hecho aquí está de nuevo... —apostilló Osio.

Él opinaba lo mismo.

—Pero contadme... ¿Cómo ha ido vuestro viaje? —se interesó el obispo de repente, al tiempo que reanudaba torpemente el paso retomando el pasillo por donde había salido.

El resto le siguió.

—No tan bien como esperábamos, amadísimo hermano —respondió Osio—. Fuimos sorprendidos por una terrible tempestad en el Egeo, justo cuando rebasábamos las Espóradas.

El obispo Alejandro se detuvo de repente, interesado por las palabras de los recién llegados. Los demás le rodearon.

—Los marineros estuvieron a punto de perder el control de la nave —interrumpió Celso—. Si no hubiera sido por...

Bastó un discreto gesto de Osio para que el presbítero callara. Sin embargo, le hubiera gustado compartir con sus hermanos lo ocurrido en aquel barco. Sentía la necesidad de hablarles de Eulalia y de cómo la mártir atendió a sus plegarias deteniendo la tormenta. Pero aquel gesto de su acompañante se lo había impedido. El obispo no comulgaba con el fanatismo con el que muchos cristianos adoraban a los mártires, pues su fervor les hacía olvidar que, aunque los mártires tenían el poder de interceder ante Dios, no eran seres divinos. Los mártires participaban de la divinidad por haber bebido del mismo cáliz que Cristo, y por eso estaban sentados junto al Padre, pero ni eran dioses ni debían ser venerados. A Osio le preocupaba el radicalismo de su propio amigo, quien a su entender estaba yendo más allá de lo tolerable en su culto a Eulalia. Siguiendo los pasos de Orígenes en la instrucción de mártires, el presbítero había aprovechado su papel de preceptor de la joven para guiarla hacia la salvación por el camino de la gloria, el de la inmolación del cuerpo. El martirio de Eulalia había sido obra suya. Mientras que ellos permanecían ocultos a los ojos de las autoridades. No creía los rumores que el propio Liberio le había contado sobre el presbítero, y que él conocía incluso antes de llamarle a su lado al servicio del emperador Constantino. Aunque lo fueran, no les correspondía juzgarlos.

Celso se había servido de la fascinación que la adolescente sentía por él y había conseguido que Eulalia entregara su vida a Dios, dando testimonio de salvación eterna con su propia sangre. Así que debía ser venerada por su martirio, como lo eran todos los mártires que fueron atormentados y que, venciendo al diablo, entregaron su vida por Cristo y por sus hermanos. Pero la veneración de Celso se había convertido en fanatismo. Vivía obsesionado por cumplir la promesa que le hizo a la joven mártir. Deseaba fervientemente que pronto llegara el día en que la Iglesia de Dios triunfara sobre la Tierra. Lo deseaba para poder ofrecérselo a ella, en quien creía y rezaba con la misma intensidad con que creía en Dios. Imploraba su perdón como si fuera sólo ella y no Dios quien pudiera perdonarle sus faltas. Invocaba su protección a través de la ensangrentada túnica de la mártir que siempre llevaba consigo. Decía sentir sobre su piel la divina energía que emanaba de la reliquia, a la que atribuía poderes mágicos. Durante la tormenta había gritado su poder y, alzando la túnica, incluso había obligado a los hombres que luchaban en cubierta contra el mar a invocar la intervención de la mártir. «Eulalia eripe nos. ¡Eulalia, protégenos!» Y la tormenta cesó de repente.

—No es seguro navegar en estos meses de invierno —interrumpió Alejandro, y miró de reojo a su discípulo para hacerle cómplice de su ironía.

—Lo sabemos, querido hermano. Pero vos, igual que nosotros, sois conscientes de la gran urgencia que mueve al emperador. Por el bien del imperio, esta reunión debe celebrarse cuanto antes.

—«Por el bien del imperio...» —repitió entre dientes el joven Atanasio.

—Si es así, no demoremos más nuestra entrevista. Acompañadme a un lugar más discreto. Necesito sentarme. Son estas malditas piernas. Los médicos dicen que no debo permanecer de pie durante mucho tiempo.

Los recientes problemas de salud del obispo Alejandro no le impedían gobernar su metrópolis con la misma decisión que mostró cuando surgió el conflicto. Era un hombre de fuertes convicciones, a quien no le asustaban ni las amenazas ni las adversidades.