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—Adventus! Adventus!

Roma despertaba con el anuncio de que Constantino iba a hacer su entrada triunfal en la ciudad. La noticia ponía fin a varios días de miedo e incertidumbre en los que los habitantes de la Vrbs habían llegado a temer por sus propias vidas. Pero los dioses les habían sido favorables y la ciudad no se había visto sometida al asedio, pues la batalla entre los dos ejércitos se había librado en las afueras, más allá del Puente Milvio. Se rumoreaba que Majencio se había ahogado en el Tíber, aunque a los romanos les costaba creer que su emperador hubiera muerto de una forma tan poco gloriosa. El hombre a quien ellos mismos otorgaran la púrpura había desaparecido, y en breve comenzarían las celebraciones por la victoria de su enemigo.

Roma se preparaba para la fiesta. Los templos y los principales edificios del centro de la ciudad habían sido embellecidos con flores y guirnaldas. En los Rostra del foro ya estaba preparada la tribuna desde la cual el nuevo emperador, rodeado de altos magistrados y senadores, iba a dirigirse por vez primera al pueblo. Aquella mañana, los romanos habían abandonado sus cálidos lechos mucho antes de lo habitual, nada más conocerse la noticia, y se habían precipitado hacia los grandes espacios abiertos próximos al foro, por donde estaba previsto que pasara el desfile triunfal de Constantino. Aún no había despuntado el alba y cientos de personas se apostaban a lo largo del itinerario para poder disfrutar del espectáculo en primera línea. Incluso para los habitantes de Roma, la celebración de un triunfo imperial era un acontecimiento que nadie quería perderse.

Lucrecio acababa de abrir las puertas de las letrinas cuando escuchó el anuncio de adventus. En contra de sus principios, cerró la puerta de nuevo y echó una mirada de disculpa a los dos insignes ciudadanos que ocupaban la fachada, pero ellos siguieron con lo suyo sin prestarle atención. El encargado de los retretes públicos regresó a su casa para sacar de la cama a su hijo Rufio, que tampoco quería perderse el acontecimiento. Por fin verían el rostro de aquel que tan generosamente les había recompensado.

—Corre, Rufio. El emperador Constantino va a entrar en la ciudad.

—¿Y las letrinas, padre? ¿Quién se hará cargo de ellas? —le preguntó el muchacho, aún legañoso, mientras se ponía la túnica de calle sobre la otra túnica interior con la que había dormido.

—Están cerradas. Al fin y al cabo, ninguno de nuestros clientes iba a perderse los fastos por quedarse conversando con el culo pegado en la forica. No, Rufio, hoy el espectáculo está en el foro. ¡Vamos! ¡Date prisa! —se impacientó el padre.

Los aledaños del foro estaban atestados de gente que esperaba, inquieta, a que aquello comenzara. Lucrecio y su hijo Rufio se habían dirigido hacia la zona del anfiteatro Flavio e intentaron hacerse un hueco entre la multitud que aguardaba a ambos lados de la Vía Sacra. Se acomodaron como pudieron en la tercera fila, después de recibir quejas e improperios, incluso algún empujón malintencionado de quienes habían llegado mucho antes que ellos y llevaban allí varias horas, con tal de poder ver mejor al emperador y a sus ejércitos victoriosos. Durante la espera, las excitadas gentes fantaseaban con lo que iban a poder ver desde su privilegiada tribuna.

—... dicen que los bárbaros de Constantino no necesitan el gladius para matar, pues sólo con su presencia consiguen que a uno se le hiele la sangre.

—Comen la carne de sus enemigos convencidos de que les fortalece.

—... y no respetan ni a las mujeres ni a los niños.

—Mamá, quiero irme a casa... —lloriqueó de repente una pequeña de pelo sucio y enmarañado a la que su madre había hecho sentar junto a otros tres niños en el bordillo de la acera.

—Descuidad. He oído decir que desfilarán en jaulas como si fueran fieras para evitar que esos salvajes siembren el terror entre nosotros.

En el foro, frente al viejo edificio de la curia, un reducido grupo de mujeres de la aristocracia senatorial aguardaba la llegada del cortejo. Allí estaba Claudia, aparentemente serena a pesar de lo sucedido y de la tremenda incertidumbre que les albergaba a todos. Iba ataviada como el resto de las damas, con stola en un tono rosa palo y una palla de fina lana de estambre, de un rosa algo más subido, cubriéndole la cabeza y protegiéndola del frío del otoño. El conjunto resultaba discreto a pesar del protagonismo de quien lo lucía. Ella había sido la artífice de aquel glorioso recibimiento que la ciudad iba a dispensar al vencedor de la contienda. Consciente de su papel como mediadora, había antepuesto los intereses de Roma a su propio orgullo y, tratando de olvidar el bochornoso encuentro con el presbítero cristiano, se había volcado en convencer al Senado de que Constantino no sólo tenía que ser recibido con todos los honores, sino que además debía ser reconocido como único emperador en las provincias occidentales. Su victoria sobre Majencio le había hecho convertirse en el verdadero dueño de Occidente, y ellos no podían negarle el título que legítimamente le pertenecía. Una vez más, la opinión de Claudia se había impuesto entre los senadores.

—La batalla debió de ser horrible. Mi hijo dice que hubo más de diez mil bajas —balbuceó una dama, ya anciana, vestida de gris y plata a quien Claudia ayudaba a tenerse en pie—. Otra guerra civil entre romanos...

—Habría sido peor si no se hubiera celebrado en campo abierto. Agradezcamos a Júpiter que las tropas enemigas no hayan forzado el asedio sobre Roma. Tal vez ahora estaríamos todos muertos o enfermos de disentería —comentó Manilia, otra de las damas.

—Nadie pensaba que fuésemos a vivir algo así —insistió la anciana con sus velados ojos puestos en algún lugar del foro—. Si mi querido esposo estuviera vivo, no podría creer lo que nos está pasando.

—Muchos murieron ahogados y sus cadáveres aún no han sido encontrados. Los espíritus vagan por las negras aguas del río, lamentándose de su trágico final. —Era Antonia, la sufrida esposa del senador Placidio, quien decía aquello.

—Debemos encontrarlos y darles sepultura, o seguirán atormentándonos con sus gemidos y sus lamentaciones —advirtió Manilia, protegiéndose el cuerpo con su suave palla de lana color albaricoque.

De repente, empezó a soplar el viento.

—Espero que no se estropee el día, Claudia. Después de lo que has trabajado para organizar todo esto... —le reconoció Antonia, que sentía una sincera admiración por la viuda del senador Cornelio. Era una admiración menos carnal que la que sentía por ella su esposo Placidio, con quien Claudia había mantenido un truculento romance. Dirigiéndose a Manilia, añadió—: Se rumorea que el cuerpo sin vida de Majencio fue hallado en el Tíber al poco de concluir la batalla. Es Constantino quien lo tiene.

—Nadie nos librará de ver desfilar sus tristes despojos ante nuestros ojos —se lamentó la anciana con voz temblorosa—. Y pensar que hace poco le aclamábamos... y que ahora celebramos su final. Tal vez hayamos sido injustos con él.

—No podíamos hacer otra cosa, honorable Emilia —le respondió Claudia, posando su mano sobre la de la anciana para tranquilizarla, pues desde hacía rato la notaba temblar—. El resultado de la contienda no estaba en nuestras manos. La decisión que ha tomado el Senado es la mejor para Roma. La única posible...

—Olvidas lo que ha sido Majencio para Roma. ¡Un tirano! Merecía este final —soltó una cuarta mujer, que, algo alejada de ellas, estaba escuchando la conversación con creciente indignación. Su esposo era uno de los senadores a los que Majencio había encerrado en la cárcel sin más motivo que el de haberse enfrentado dialécticamente a él.

—¿Qué va a ocurrir ahora? —preguntó la anciana, moviendo la cabeza de un lado a otro como tratando de negar la realidad.

—Nos ejecutarán a todos —se atrevió a conjeturar Antonia ante el estupor del resto de las damas.

—Eso no va a ocurrir... —intervino Claudia—. Debéis estar tranquilas y confiar. El emperador cumplirá su palabra. No habrá ejecuciones, ni listas de proscritos como ha ocurrido otras veces. Constantino ha ganado todas las batallas. Es el dueño y señor de Occidente, y pronto será nombrado primer augusto por el Senado de Roma. Tiene el poder, y querrá ganarse el favor del pueblo. Usando la clementia imperial, evitará que se impartan castigos en su nombre. —Y dirigiéndose afectuosamente hacia la anciana, le insistió en que debía calmarse.

Claudia permaneció callada durante un rato mirando hacia la tribuna vacía, al margen de la conversación de las otras mujeres, que no pararon de analizar la situación desde todos los puntos de vista a los que ellas llegaban, que no eran muchos, pues sus honorables esposos apenas las tenían informadas. Estaba convencida de que el emperador se mostraría clemente con el pueblo de Roma. Aquello no era lo que le preocupaba, sino algo que ni ella misma se había atrevido a compartir con los miembros del Senado: la sorprendente deriva que estaba tomando la relación de Constantino con los cristianos. Los partidarios de ese Cristo eran una minoría en el imperio, al margen de la sociedad, pero estaban siendo tratados como si realmente tuvieran algún poder. En cuestión de un año habían pasado de ser perseguidos en buena parte del imperio a querer imponer sus propias reglas ante el Senado de Roma. Y eso era más de lo que ellos podían permitir.

No sabía cómo plantear a los suyos aquella obscena petición que le había hecho el presbítero, de parte del emperador, sin que los senadores se pusieran en su contra. Después de lo sucedido con Majencio, tal vez no plantearían mayores trabas a la construcción de un arco triunfal en honor a Constantino, pero jamás aceptarían que el nombre de Cristo apareciera en ninguna inscripción, y menos aún como divinidad inspiradora del emperador. Eso supondría un agravio a los dioses y una grave ofensa a la tradición de la que ellos debían ser garantes. Claudia escuchó un lejano rumor de voces y de música que le informó de que el cortejo triunfal recorría por fin las calles de la ciudad. La procesión que, procedente del Campo de Marte, había entrado en el centro de Roma por la antigua Porta Triumphalis pasaría por el circo máximo desde donde tomaría la Vía Sacra en dirección al foro y al Capitolio, donde se ofrecerían los sacrificios en honor a Júpiter Óptimo Máximo. Aún tardaría un tiempo en llegar hasta allí.

En las calles, la enorme expectación generada por la inminente aparición del cortejo triunfal se desinfló al ver que no eran los prisioneros con sus cadenas, ni sus despojos, quienes encabezaban el desfile como en otras ocasiones, sino un nutrido grupo de distinguidos senadores ataviados con la toga de color blanco y franjas de púrpura. Muchos de ellos acababan de salir de las cárceles. El pueblo comenzó a vituperarles considerando que ellos no tenían ningún derecho a estar allí.

—¡Fuera!

—¿Dónde están los prisioneros?

—¡Queremos ver sus restos!

—¿Dónde están sus despojos?

En realidad la plebe clamaba por asistir a un espectáculo distinto, y no a la nobilitas senatorial a la que veían normalmente en los alrededores del foro. Comenzaron los empujones, los atropellos y el desorden entre la excitada multitud, que acabó desbordándose y precipitándose sobre los senadores. Tenían sed de sangre, querían ver a los cuerpos descuartizados en carretas y angarillas, como otras veces. Olvidaban que los que ahora eran tratados como enemigos habían luchado y muerto para defender Roma, para defenderles a ellos. Tuvieron que ser reprendidos y, cuando por fin se reanudó el desfile, hubo algo que les hizo regocijarse de nuevo.

Sus exigencias se vieron sobradamente satisfechas, no por la cantidad de despojos humanos sino por la calidad. Sobre sus ojos apareció la cabeza de Majencio clavada en la punta de una pica. Hombres, mujeres y niños irrumpieron en voces de escarnio contra los restos del emperador.

—¡Tirano!

—¿Dónde está tu cuerpo? ¿Es que se te ha perdido?

—¡Búscalo en el río, traidor!

—¡Asesino! —gritó uno de los hombres que Lucrecio y Rufio tenían delante. Era un grito desgarrado que acabó en sollozo. Luego les explicó a sus vecinos por qué había dicho eso—: Majencio mató a mi hijo. Ordenó masacrar a decenas de jóvenes como él, a los que acusaron de haber asesinado a un pretoriano. Dijeron que mi hijo y los demás lo hicieron porque el pretoriano había blasfemado contra la diosa Fortuna. Eso era imposible, mi hijo era seguidor de Mitra y esos otros dioses no le importaban nada. ¡Asesino!

Al gritar, se volvió hacia el cadáver de Majencio y escupió sobre el desdichado a quien le había tocado pasear aquel siniestro despojo por las calles de Roma. La mayoría de las veces, los insultos y las mofas también iban dirigidas a él.

—¡Eh, tú! ¡Marica! ¿Es que no sabes llevar la cabeza erguida?

—¡Roma celebra tu muerte! ¡Ladrón!

—¿Se está bien ahí arriba, emperador? —vociferó una mujer, despertando las carcajadas de los demás.

Mientras algunos se lamentaban en silencio por la derrota de quien, horas antes, había sido su emperador, muchos de ellos no tenían reparos en demostrar su inquina hacia sus restos. Le culpaban por las penurias vividas durante los últimos años, agravadas por el corte en el suministro de trigo procedente del norte de África. Aquello sucedió como consecuencia de la rebelión del gobernador Alejandro, rápidamente sofocada por Majencio para evitar un motín en la capital, y había sumido a la población romana en la desesperación y el hambre. Otros simplemente se dejaban llevar por el entusiasmo de los demás. Asistían al desfile sin importarles si era Constantino o Majencio quien estaba celebrando su triunfo. Iban a disfrutar de la celebración y de los juegos de cualquier modo. Incluso tal vez lograran hacerse con algunas de las monedas que repartiera el emperador por la ciudad con la intención de ganarse al pueblo.

—¡Tirano! —También Lucrecio se sumó a los insultos, contagiado por el resto, aunque, a decir verdad, a él poco le importaba de quién fuera esa cabeza.

Majencio ya no podía defenderse. Había muerto ahogado en el río y su cuerpo decapitado para que su testa pudiera ser clavada sobre una pica. Ya no podía hablar, pero parecía estar mirándoles desde allá arriba con su lívido rostro contraído por la agonía final, con la nariz afilada de los muertos y las cuencas de los ojos teñidas de negro. Tenía la lengua fuera, una lengua azul e hinchada que el mutilado cadáver se empeñaba en sacar a quienes encontraba a su paso, como si quisiera devolverles sus burlas con ese grosero gesto que ninguno de ellos lograría olvidar.

—Era mi hermano... mi hermano... —se lamentaba la emperatriz Fausta. Y bajaba la vista para evitar encontrarse con los restos de Majencio, que bailaban de un lado a otro de la vía en una danza siniestra que enfervorizaba a las masas.

También Fausta formaba parte de la comitiva imperial. Se arrastraba detrás del carro triunfal junto a la madre de Constantino y a su hijo Crispo, un niño de siete años a quien la emperatriz tomaba del hombro. En realidad, casi se apoyaba en él para poder continuar, pues el horror y la pena por la crueldad con que su esposo trataba a otro de los suyos apenas le permitían tenerse en pie. Y mientras avanzaba se acordaba de su niñez en la corte de Sirmium, de su madre Eutropia y de su querido padre, el emperador Maximiano Hercúleo, a quien ella había llevado a la muerte por un excesivo celo por proteger su matrimonio. Nunca se arrepentiría lo suficiente de haberle delatado ante Constantino.

Celso había asistido al desfile acompañado de Osio. A pesar de su elevada dignidad como consejeros personales del emperador, habían preferido no significarse y mezclarse entre la muchedumbre, pues no querían levantar suspicacias entre los sectores más tradicionales de la aristocracia romana. También ellos se habían hecho un hueco entre el gentío que se agolpaba a ambos lados de la Vía Sacra, pasado el anfiteatro Flavio, en el cual estaba previsto que en los sucesivos días se celebraran los juegos en honor a Constantino. La cabeza de Majencio pasó volando sobre sus cabezas.

—El tirano creyó que podía torcer la mano de Dios con la magia —comentó Celso al ver el deambular de la pica—. En vez de esperar la muerte entre los muros de la ciudad, salió a buscarla engañado por sus sacerdotes y sus arúspices. Y mirad ahora lo que queda de él... Esa es toda su gloria.

—Frente a nosotros tenemos la prueba de que no era cristiano, como pretenden hacernos creer quienes nos atacan con mentiras e injurias. Por todos es sabido que Majencio creía en la mántica. No sé si conoces los pormenores de lo ocurrido.

Celso negó con la cabeza, invitando a su amigo Osio a continuar. Algo sabía, pero, dada la enorme confusión de las últimas horas, todavía no conocía los detalles.

—Roma estaba preparada para resistir el asedio de nuestras tropas y el emperador había decidido no abandonar sus muros. Pero la obsesión del tirano por conocer el futuro precipitó su final. Antes de la batalla, mandó consultar los libros sibilinos y además tomó a su favor la respuesta de los arúspices, que aseguraban al enemigo de los romanos un fatal destino más allá de las murallas de Roma. —El obispo había dejado de atender los despojos de Majencio para observar al presbítero, quien le correspondía con mucha atención—. Se creyó más poderoso que nuestro emperador, más poderoso que el mismo Dios, y pensó que la muerte le estaba reservada a Constantino, pues sólo su rival podía ser el enemigo del que hablaba el oráculo. Así que salió de la ciudad en busca de su propia desgracia y de la de sus ejércitos.

—Dios le ha castigado por su arrogancia —concluyó Celso.

Osio no pudo oír el comentario. En esos momentos el ruido era ensordecedor. Sonaba el prolongado toque de las tubas anunciando la llegada del emperador, pero también las flautas y las trompetas que acompañaban al enorme toro blanco que avanzaba a trompicones hacia el templo de Júpiter Capitolino, donde se suponía que iba a ser sacrificado. Asimismo, los cantos irreverentes de los legionarios, sus características pisadas y sus exclamaciones de triunfo, los gritos salvajes de los germanos, dispuestos a no desmerecer la fama que tenían entre los romanos; y, muy por encima, el bullicioso gentío que parecía empeñarse en que su voz se oyera sobre la del resto.

—¡Asesino!

—¡Gloria al césar!

—¡Larga vida al liberador!

—¡Tirano!

—Io triumphe! Io triumphe! Io triumphe!

—¡Traidor!

—¡Constantino!

—Él era mayor que yo. Recuerdo que jugaba conmigo... mi hermano... —susurró la emperatriz, sin poder contener el llanto. Debía evitar que se le cayera una sola lágrima, pues nunca le perdonarían que llorara en público, que paseara su aflicción por las calles de Roma cuando toda la ciudad se volcaba en celebrar la gloria de su esposo.

Helena caminaba junto a Fausta y al pequeño Crispo, orgullosa, digna, con la cabeza bien alta, celebrando el triunfo de su hijo. Para ella había sido muy difícil vivir tantos años separada de él, sin apenas tener noticias suyas, pero, en su vejez, los muchos sacrificios que se había visto obligada a hacer a lo largo de su vida estaban siendo recompensados. Su hijo Constantino nunca se había olvidado de ella, aunque su padre, el emperador Constancio, la hubiera repudiado para casarse con Teodora, hija del entonces augusto Maximiano Hercúleo. En cuanto fue reconocido como césar de Occidente, la llamó a su corte de Tréveris. Los ojos de la anciana miraban al frente, elevándose con devota admiración hacia la triunfal presencia de su hijo. Fausta, por su cuenta, intentaba no mirar.

—¡Victoria!

—¿Quiénes son esas mujeres? ¿Y el chico? ¿Quién es el chico? —quiso saber Rufio, asomándose entre las piernas de los dos curtidores que tenía delante, señalando a las dos damas que iban tras el carro imperial y al niño que les acompañaba portando un deslumbrante casco de oro y piedras preciosas, el casco del emperador. Aquel niño debía de tener su edad y por eso le había llamado la atención.

—¿Quiénes, hijo? Apenas puedo ver, me tapan los de delante —contestó Lucrecio.

Hizo verdaderos esfuerzos por poder satisfacer la curiosidad de su hijo, pero todo esfuerzo fue en vano. Su pequeña estatura le impedía ver nada por encima de los demás. Por mucho que saltara y se pusiera de puntillas, le era imposible apreciar a aquellas dos mujeres de las que le hablaba Rufio.

—Son la madre y la esposa del emperador. Y el muchacho es su hijo —le informó la voz de uno de los dos curtidores, quien se hallaba cerca.

—¡Viva el salvador de Roma!

—¡Constantino! ¡Constantino!

En torno al dorado carro del emperador, arropándole, iban algunos altos funcionarios de la corte, consejeros, tribunos militares y su guardia personal. A pocos pasos de donde se encontraba la emperatriz, Quinto y Marcelo caminaban orgullosos por el triunfo de Constantino, un orgullo que compartían con el resto de las legiones, incluso de las tropas auxiliares. Entrar en Roma para celebrar una victoria era el sueño de cualquier soldado romano, incluso en aquellos años en los que la capital había dejado de tener significación política. Quinto volvió la vista para mirar con satisfacción a los pagados legionarios que desfilaban, con las puntas de sus lanzas revestidas del laurel de los vencedores, tras la comitiva imperial, entre los estandartes de la legión, las insignias y los lábaros. El pueblo los aclamaba como héroes, y ellos respondían a tanto alborozo entonando sus marchas triunfales y algún que otro cántico, más bien subido de tono, que eran recibidos por la plebe con socarronería.

—... Io triumphe! Io triumphe! Io triumphe!

—¡Viva Constantino!

—Io triumphe!

—Marcelo, ¡estamos en Roma!

—Estaría más feliz si no me doliera tanto el brazo —bromeó éste, aunque había sido gravemente herido durante la batalla—. ¿Sabes qué es lo que más me duele? Que Ducio no esté aquí para celebrar el triunfo. Si hubiese sobrevivido a la batalla, estaría desfilando junto a los demás. Ha muerto antes de poder licenciarse. Ésta hubiera sido su última victoria, y hubiera podido celebrarla en Roma.

—Murió a mi lado. Le habían reventado el cuerpo y la sangre le salía a borbotones de su boca. Aun así, le dio tiempo a pedirme que orara a Minerva y a Júpiter por su familia. —No era el recuerdo de la sangre lo que le impresionaba, sino la certidumbre de que la muerte se les podía presentar antes de que vieran cumplidos sus deseos, como le ocurrió a Ducio. Con la voz quebrada por la emoción, apuntilló—: Ya no regresará a Legio.

Aquel comentario de Quinto hizo que Marcelo sintiera compasión por él. Estaba seguro de que su amigo también pensaba en su familia, a la que hacía años que no veía y a la que seguramente tardaría en ver, si es que algún día volvía.

—¡Gloria al liberador!

—... Io triumphe! Io triumphe! Io triumphe!

—¡Padre! ¿Aquellos soldados no son los dos tipos del otro día? —preguntó Rufio, orgulloso—. Los que guié hasta la casa de la senadora...

—No sé, hijo. No veo nada.

—... Io triumphe! Io triumphe! Io triumphe!

—Nunca pensé que el combate se libraría extramuros —dijo Marcelo cambiando de tema—. Todas las informaciones apuntaban a que Majencio defendería Roma sin salir de sus muros. Nosotros mismos vimos cómo los había reforzado con sacos para que pudieran resistir mejor el asedio; cómo se había extremado el control en los accesos de la ciudad. ¿Recuerdas que tuvimos que esperar varias horas hasta que nos abrieron la maldita puerta? No querían que entraran más bocas que alimentar.

—Su intención era clara. Por eso habían destruido el puente, para que no pudiéramos forzar esa entrada con nuestros arietes.

—Nuestra artillería estaba preparada para actuar, y las ballestas y las catapultas listas para empezar a lanzar proyectiles sobre Roma. Eso sí les hubiera bajado los humos. Pensábamos que íbamos a derrotarles con escalas y torres de asedio, en vez de combatir en campo abierto.

—Marcelo, fue una sorpresa para todos —le aclaró Quinto.

—Aún no comprendo qué les hizo cambiar de idea. Majencio cometió un error. A fin de cuentas, hubiera sido preferible rendirse ante un asedio que salir huyendo como gallinas para morir ahogados en las pestilentes aguas del Tíber.

La batalla se había librado en una explanada a las afueras de Roma. Los dos ejércitos se batieron frente a frente. La caballería de Constantino no tardó en imponerse a la de Majencio y, después de un duro combate, su infantería quedó considerablemente mermada por las espadas y las lanzas enemigas. Muchos soldados de Majencio encontraron la muerte aplastados por las patas de los caballos. Fue entonces cuando éste entendió quién era el enemigo de Roma del que hablaba el oráculo. Y, creyendo que escapaba de una muerte segura, se dio a la fuga junto a quienes aún quedaban con vida, precipitándose sobre el puente de entrada a la ciudad. Al cambiar de estrategia, él mismo lo había mandado construir juntando varias barcazas de madera para poder transitar por él con sus ejércitos, pues el puente de piedra original había sido destruido para dificultar el asedio. Pero la mala fortuna quiso que el inestable puente de barcas se resquebrajara bajo el peso de los soldados, y Majencio fue arrastrado por las aguas del río junto a sus hombres, cumpliéndose así el fatídico presagio.

—Marcelo, ¿crees que en el triunfo del emperador tuvieron algo que ver esos signos que Constantino hizo pintar en nuestros escudos?

—No lo sé, Quinto. Me cuesta creer que el Dios de los cristianos sea más poderoso que nuestros dioses. Pero lo cierto es que ahora estamos en Roma, celebrando nuestra victoria.

Marcelo recordó cómo había sido todo.

Habían acampado junto a una extensa llanura muy cerca de Roma. Las tropas se preparaban para el combate, que podría durar semanas, pues todo apuntaba a que se iba sitiar la ciudad. El y Quinto protegían la tienda del emperador cuando le vieron salir de su interior en compañía del presbítero cristiano al que, días antes, ellos mismos habían acompañado a la ciudad para que negociase con aquella noble dama sobre la postura que tomaría el Senado en caso de que Constantino alcanzase la victoria, y que parecía haberse ganado su confianza. Celso portaba en sus manos una tablilla de cera que el emperador no dejaba de mirar. Parecía que la estuviera estudiando. Fue entonces cuando les pidió que mataran a un animal y recogieran su sangre en una tinaja. Ellos pensaron que Constantino pretendía ofrecerla a los dioses antes de la batalla, incluso no les hubiera extrañado que fuera para sacrificar ante el Dios de los cristianos. Nunca hubieran acertado a imaginar para qué la quería en realidad. Lo descubrirían justo antes de la batalla, cuando el emperador les reunió para dirigir su arenga a sus tropas.

«¡Soldados! Vuestro emperador tuvo una visión hace un tiempo. Vio el signo de la cruz en mitad del cielo. Su resplandor era mayor que el del propio sol; su luz, cegadora. Y he consultado a Dios a través de su ministro. —Celso estaba a su lado—. Ésta ha sido la respuesta del oráculo. ¡Escuchadla bien, mis valientes soldados! Vuestro emperador Constantino ha sido tocado por el Único Dios Todopoderoso, el Dios de los cristianos, para que alcance la gloria en su nombre. ¡La victoria! La cruz que nos ha sido mostrada en el cielo es la cruz de Cristo, y con ella hemos de vencer. ¡Venceremos a Majencio! ¡Venceremos en nombre de Dios! El oráculo ha dicho: "Con esto tú vencerás." —Y entonces les ordenó—: Soldados, la voluntad divina es que grabéis el signo de la cruz en vuestros escudos. Y no olvidéis que es nuestra arma de victoria. ¡Por ella vencerás! ¡Muerte al tirano! ¡Adelante!»

Las palabras del emperador sembraron un gran desconcierto entre las tropas, que, sin embargo, se apresuraron a cumplir sus deseos pintando con sangre sobre los escudos, según el modelo que el propio Celso les iba mostrando, la chi y la rho griegas. Ignoraban que tales eran las primeras letras del nombre griego de Christos... Cristo. Aquel día, los ejércitos de Constantino se enfrentaron a las fuerzas de Majencio bajo la protección del Dios de los cristianos, cuyo culto había sido duramente perseguido en todo el imperio. Y vencieron.

—... Io triumphe! Io triumphe! Io triumphe!

—¡Gloria a Constantino!

—¡Viva!

—¡Que los dioses guarden al emperador Constantino!

—... Io triumphe! Io triumphe! Io triumphe!

Al paso del carro imperial, decorado con oro y marfil, la muchedumbre irrumpía en vítores y alabanzas al vencedor que, bajo una lluvia de pétalos, respondía a los honores de la plebe sin inmutarse. Su hierático rostro no dejaba traslucir ninguna emoción. Sentado en su carro, ataviado con el manto de púrpura y la corona triunfal, con el cetro en una de sus manos y en la otra un ramo de laurel, recibía las glorias del pueblo de Roma con la magnanimidad propia de un emperador. La victoria sobre Majencio le había convertido en emperador único de Occidente, aunque sus ambiciones iban más lejos. Miraban a Oriente.