La noble viuda del senador Cornelio condujo a Celso hasta una pequeña habitación de planta cuadrada y escaso mobiliario en la que tanto ella como su difunto esposo solían tratar aquellos asuntos que requerían una mayor discreción. Un bello mosaico cubría el suelo, y elegantes frescos de caprichosas hojas y animales fantásticos sobre fondo azul oscuro decoraban por completo las paredes de la estancia. Con un gesto de su mano invitó al presbítero a tomar acomodo en uno de los dos divanes de bronce y patas de marfil que tenían enfrente. Habían sido cubiertos por suntuosas telas y blandos almohadones de pluma. Uno de los esclavos de la casa les llevó una gran bandeja de plata repleta de fruta fresca y copas de vino dulce, que dejó apoyada sobre el velador que había justo en el ángulo que formaban los dos divanes, dispuestos perpendicularmente entre sí. Un delicioso refrigerio antes de la cena. Claudia también se tendió. Lo hizo con la naturalidad de quien estaba habituada a recibir de ese modo; al contrario que el presbítero, al que aquella situación le incomodaba, pues no estaba acostumbrado a departir con una mujer a solas y en esa libertina postura. Hacía años que había consagrado su vida a Dios y al estudio, que había sustituido los mullidos lechos por duros bancos de madera, cuando no por cátedras. No sabía dónde poner los pies, ni dónde apoyar su brazo. Y lo peor de todo era que tuvo que soportar la sarcástica mirada de su anfitriona, mientras trataba de acomodar su cuerpo a la postura que le imponía el diván.
—Si lo preferís, salimos a pasear por el jardín. Puedo mostraros unas espléndidas vistas sobre el foro —sugirió la dama con malicia.
—Estoy bien, noble Claudia. Sólo es que... —Celso calló. Era mejor no decir nada.
—Bebed un sorbo de vino. Eso os calmará. —Claudia le tendió una de las dos copas de plata que había traído el esclavo y, mientras le dedicaba una malintencionada sonrisa, comentó—: Os encuentro algo inquieto.
Al verla sonreír, Celso pensó que aquel lugar había sido elegido para intimidarle. Y en adelante puso todo su empeño por mostrar mayor soltura en sus ademanes. Trató de relajarse, de dejarse llevar por ese ambiente mundano al que él no estaba acostumbrado y que en principio le producía cierto rechazo. En el preciso momento en que se disponía a regalar a su anfitriona una meditada frase de cortesía, ésta se le adelantó. Claudia aún no sabía en qué iba a derivar aquella entrevista, pero desde el momento en que supo que ésta se iba a producir, tuvo claro que no se comportaría como mera receptora de consignas. Tomó la iniciativa.
—¿Y ese emperador? ¿Quiere él destruir Roma, cristiano? —preguntó al tiempo que alargaba el brazo hacia el velador para tomar un racimo de uva.
Se comportaba con premeditada frivolidad, pues pronto había detectado cuál era el punto débil de su interlocutor. Bastaba con ver cómo iba vestido, con una parquedad impropia de un emisario imperial, pero habitual en esos cristianos que predicaban la humildad y la repulsa a los bienes terrenales por las calles de Roma. No estaba cómodo en aquel ambiente de lujos y comodidades, y ella lo sabía.
—Ni mucho menos, honorable Claudia —replicó éste. Aquella mujer no perdía el tiempo en cortesías—. Únicamente quiere libraros del tirano y arrebatarle un poder que no le corresponde. Como sabéis, es Majencio quien no ha sido reconocido. Se trata de un usurpador. Ha sido declarado hostis publicus por el colegio de emperadores, y como tal debe ser derrocado.
Celso fue tajante. No estaba dispuesto a perder el pulso que la viuda del senador Cornelio le había planteado. Se lo debía a su emperador y a su Iglesia, ahora que el triunfo de la fe estaba tan próximo, y ante todo a su querida Eulalia, pues no olvidaba su promesa.
—¿Y qué era Constantino en Eboracum hace seis años, cristiano?
Claudia elevó la tensión premeditadamente. Quería conocer hasta qué punto aquel sacerdote de Cristo representaba a Constantino y a sus ideas, y cuáles eran las intenciones que el emperador tenía para Roma en caso de tomarla. No podía ocultar su indignación ante el hecho de que la hubieran obligado a entrevistarse con un sacerdote de Cristo, un enemigo de la tradición romana.
—Constantino fue reconocido por el augusto Galerio y por el resto de los emperadores. Pero, señora, permitidme que os recuerde que aquello es ya pasado. —Celso trató de esquivar el feo asunto de la irregular proclamación de Constantino en Britania—. Lo que debe importarnos es lo que vaya a pasar a partir de ahora. Al menos a nosotros.
Claudia decidió guardar silencio y escuchar. Lo hacía reclinada sobre un lado de su cuerpo, luciendo un sugerente escote, y contemplando con descaro a aquel sacerdote cristiano que le había enviado el emperador Constantino para que entre los dos negociaran la postura del Senado. A pesar de su avanzada madurez, de su pelo cano y de las finas arrugas que rodeaban sus ojos claros, ese hombre tenía algo que la atraía. Arrancó un grano de uva y se lo introdujo en la boca sin dejar de mirar a su interlocutor, atenta a lo que éste tenía que contarle.
—Constantino no quiere asediar Roma —le confirmó Celso, incómodo.
—Ni Majencio entregarla —contestó ella de inmediato, haciendo sonar sus pulseras de oro mientras arrancaba otro grano de uva.
Claudia sentía una secreta animadversión hacia Majencio, como la sentían la mayoría de los senadores. Era cruel y despiadado. No había sabido agradecer a Roma todo lo que habían hecho por él, puesto que, al fin y al cabo, fueron ellos y los pretorianos quienes le elevaron al poder. Y en vez de mostrar su gratitud, se había comportado como un tirano. Les había estado presionando más de la cuenta en los últimos meses y su programa de obras públicas estaba yendo más allá de lo razonable. Para poder sufragar la remodelación del foro y la nueva basílica, había intensificado la presión fiscal sobre el pueblo romano y especialmente sobre sus representantes hasta el punto de resultar abusiva. Aunque había que reconocerle que al menos él había devuelto la importancia de Roma, y por lo tanto la del Senado, como centro político. Y con sus costosas obras de renovación, lo único que pretendía era que la ciudad se mantuviera eterna. Claudia sostuvo el grano de uva entre sus dedos y, mientras pensaba en su estrategia, se entretuvo jugueteando con él hasta meterlo en la boca. De momento no iba a desvelarle al presbítero la opinión que la mayoría de los senadores tenían sobre el emperador Majencio. Se guardaría esa baza para el final, al menos hasta conocer cuáles eran las verdaderas intenciones de Constantino.
—Si Majencio no entrega Roma, habrá una gran batalla. Y, a pesar de que me considere un ignorante en materia bélica, permitidme que os llame la atención sobre la superioridad militar de nuestro emperador. He de recordaros los éxitos cosechados en el norte. —Dicho esto, bebió un sorbo de vino que le resultó excesivamente empalagoso.
—Se rumorea que las tropas de Constantino cuentan con menos soldados que las reunidas por Majencio. Dicen que la mitad —le contradijo ella.
—Puede ser... Aunque otros sostienen que no es cierta esa diferencia. Los ejércitos de Constantino están compuestos por legionarios, desde luego, pero también por un importante contingente de bárbaros que ahora guerrean a favor de Roma.
Celso quiso mencionar la fama de crueldad que arrastraban las tropas bárbaras de Constantino, antes enemigas y ahora aliadas. Según los entendidos, se trataba de una de las ventajas que tenían a su favor los ejércitos del emperador. Por su parte, Majencio contaba con tropas itálicas, sicilianas y norteafricanas reclutadas en sus territorios.
Claudia mordió, haciendo explotar la uva dentro de su boca. Sintió que su dulce jugo la inundaba. Debía de pensar con rapidez. Por un lado, sabía que el ejército de Majencio era más numeroso. Pero estaba convencida, por las informaciones que le habían ido llegando desde hacía unos meses, que la toma de las ciudades del norte era la antesala de lo que le esperaba a Roma. Ese era el motivo por el cual había accedido a entrevistarse con aquel hombre. Por otra parte, ella era una Claudia, viuda de un Cornelio, y sentía el peso de la tradición en su conciencia. Los Claudios y los Cornelios no vivían sus mejores tiempos, eso era cierto, pero su historia era la de Roma y su dominio. No podía traicionar a los antepasados. En cuanto a Constantino, emitía monedas con las efigies de los dioses y se declaraba seguidor de Apolo. Hasta donde ella llegaba, no se había convertido al cristianismo; aunque había empezado a flirtear con ellos, y la prueba estaba en su interlocutor. Claudia conocía la importancia de las comunidades cristianas en Roma y las consideraba una amenaza real hacia el mundo que ellos mismos representaban, máxime si recibían el apoyo del propio emperador. Aunque también corrían rumores de que el propio Majencio pudiera albergar ciertas simpatías hacia esa superstición nefanda. Unos rumores que ella consideraba totalmente infundados, producto del escaso aprecio que le tenían los romanos y de que no hubiera secundado las persecuciones como habían hecho otros emperadores al acceder al poder. Finalmente, tenía que reconocer que las relaciones de los senadores con Majencio no eran precisamente buenas. En las últimas semanas había encarcelado a algunos de ellos.
y la presión a la que les estaba sometiendo era motivo más que suficiente para querer eliminarlo. La gran duda era si Constantino supondría una alternativa mejor. Aunque mucho se temía que ya no estuvieran en situación de elegir.
—Roma se está preparando para ser sometida al asedio —anunció Claudia, fijando su mirada en los claros ojos del presbítero.
—¿Y qué opina el Senado? ¿Va a permitir que los romanos sufran las consecuencias de un asedio cuando éste podría ser evitado? —preguntó Celso, topándose sin esperarlo con la mirada de Claudia. Se sintió turbado ante lo que aquellos ojos parecían insinuar, más bien exigir. Aparte de resultar hermosos, eran capaces de manifestar lascivia y autoridad a un tiempo. Por algo era la mujer más influyente de Roma.
—¿Qué otra cosa podemos hacer? —admitió la viuda de Cornelio, encogiéndose de hombros.
Acababa de rendirse al enorme atractivo del presbítero. Y Claudia solía conseguir lo que deseaba. La muerte de Cornelio no había supuesto, ni mucho menos, el final de su ajetreada vida sexual; ni tampoco el principio. De hecho, la había avivado cuanto había podido eligiendo bien a sus amantes. Pues siempre, incluso antes de enviudar, había disfrutado haciendo el amor con hombres poderosos, sin llegar a encapricharse de ninguno. Pero no podía decirse lo mismo de dichos hombres. Aquella misma estancia había sido testigo de comprometidos encuentros entre la señora de la casa y lo más granado de la aristocracia romana.
La noble viuda hizo una discreta señal a uno de los esclavos que aguardaban los deseos del ama junto a la puerta y al cabo de unos instantes lo tuvo a su lado. En voz baja, apenas un bisbiseo, le dio una orden. Luego despidió al esclavo y reanudó la conversación por donde la habían dejado.
—El Senado de Roma ya no tiene poder sobre los emperadores. No puede evitar el asedio —reconoció ella. Había dejado de llamarle «cristiano».
—¿Y en qué medida estarían dispuestos a apoyar a Constantino si éste ganara? —preguntó Celso, algo más relajado.
—El Senado no es un bloque, hay opiniones muy diversas. —Claudia se incorporó—. Mi esposo era capaz de mediar entre los senadores más influyentes. Lamentablemente, ahora falta su figura. —Y fingió una tristeza que no sentía.
—¿Y vos? —quiso saber el presbítero, dirigiendo una involuntaria mirada hacia el escote de su anfitriona, avergonzándose al instante.
—Hago lo que puedo... —le contestó devolviendo la mirada con una seductora sonrisa—. Reúno a algunos antiguos compañeros de mi difunto esposo el senador Cornelio para cenar, charlar, leer juntos pasajes de Virgilio o de Tácito. Comentamos la historia de Roma. Y el presente, claro.
Celso no apartaba sus ojos de ella. Estaba allí para arrancar de su boca el compromiso de que haría todo lo posible para que el Senado de Roma otorgara la legitimidad que el emperador Constantino precisaba para gobernar Occidente. Pero comenzaba a intuir que podía sacar algo más de aquella entrevista.
—Decidme, señora. ¿Cuál sería la posición del Senado en el caso de que Majencio resultara derrotado? —le reiteró. Tenía la sensación de que Claudia estaba jugando con él.
Esta se levantó del diván y comenzó a pasear por la reducida estancia. Miraba los frescos de las paredes con la fijeza de quien ve algo por primera vez. Así permaneció durante unos minutos, aprovechando aquella interrupción que ella misma había provocado para recomponer sus ideas. Por fin, habló:
—La mayoría de los senadores están en contra de Majencio, pero tampoco desean a Constantino. Sabéis que el Senado ha perdido todo el poder de otros tiempos. Para nuestros emperadores, no es más que un vestigio del glorioso pasado de Roma, una asamblea de notables, algo que a nosotros nos cuesta asumir. Ni Majencio ni vuestro emperador nos devolverán jamás las prerrogativas que se nos han arrebatado. Roma nunca volverá a ser la verdadera capital del imperio.
—Comprendo lo que decís. Pero aun así, el vencedor de la contienda desea vuestro reconocimiento —le recordó una vez más.
Él también se había sentado y contemplaba con agrado el noble porte de su anfitriona, que seguía deambulando de un lado a otro de la sala. Los vaporosos pliegues de su estola amarilla dibujaban cada una de las curvas de su cuerpo, provocando en él un deseo que ni quería ni podía ya contener.
—El bando mayoritario es el de Joviano, un anciano senador —comenzó a enumerar ella, sirviéndose de sus delgados dedos. Tenía cogida la punta del meñique—. Suele escuchar más que hablar, y cuando lo hace todos respetan su opinión. Al menos normalmente. —Pasó al anular—. Luego está Sulpicio, un viejo gordinflón que era muy amigo de mi esposo. Al menos, él pertenece a una de las pocas familias senatoriales que pueden presumir de sus antepasados, pues su ascendencia viene de tiempos remotos. Es un nostálgico. Vive convencido de que aún es posible volver a la época en que el emperador dejaba cierto margen al Senado. —Miró de soslayo a su entregado admirador y concluyó—: Tanto Joviano como Sulpicio estarían dispuestos a apoyar a Constantino si éste les prometiera mayor margen de poder.
—¿Y el resto? —A Celso le costaba concentrarse en la conversación.
—El resto sólo se plantea el día a día. —Tomó su dedo corazón—. Hay un senador, Placidio, que lidera la facción más realista y práctica, la cual busca la simple supervivencia, independientemente de quién sea el que gobierne. Ahora ha apoyado a Majencio, pero estoy segura que hará lo mismo con Constantino... si es que vence, claro. —Y dejó caer su mano, pues ya había concluido su enumeración.
—¿Cómo estáis tan segura de semejante cambio? —quiso indagar el presbítero.
—Lo estoy, simplemente. Digamos que Placidio es asiduo visitante a mi casa... —respondió ella con coquetería.
Él fingió ignorar el frívolo comentario.
—Debemos conceder, noble Claudia, que el Senado apenas tendrá poder tanto si se impone Majencio como si lo hace mi señor Constantino. La cuestión es, más bien, cuál va a ser su predisposición hacia el vencedor.
—Lo sé. Os aseguro que acabará apoyando a aquel que salga victorioso. Si es Constantino, nos tendrá a todos a las puertas del Senado celebrando con él su triunfo.
—Ahora que tengo vuestra palabra de que así será, he de trasladaros una última petición. Nuestro emperador me ha ordenado que os transmita su deseo de que el Senado erija en su honor un arco conmemorativo de su triunfo. El sabrá cómo agradecerlo a tan noble institución. Llevará una inscripción donde Majencio será presentado como un tirano... —Al comprobar que la dama no se inmutaba, como si aquello que él le pedía pudiera ser posible, añadió algo que sí sorprendió a su anfitriona—: Y habréis de incluir la expresión Instinctu Christi, «por inspiración de Cristo». —En realidad, pensaba que no había sido Constantino quien le había dictado aquella petición, sino Eulalia.
—¡Eso jamás! —exclamó Claudia, indignada. Luego trató de suavizar su actitud y de pie frente a él le susurró—: Tal vez eso pueda negociarse... más adelante.
—Es Cristo quien inspirará la victoria del emperador —insistió Celso—. Y así debe ser consignado —le conminó, aunque no fue todo lo tajante que hubiera querido. Ella le miraba con sus ojos lascivos y autoritarios, exigiéndole que ahora fuera él quien se pusiera en sus manos.
Desde hacía rato, la mente calculadora de Claudia ponderaba las consecuencias que tendría para ella y los suyos el triunfo de Constantino. Pensándolo bien, era mejor mostrarse dispuesta a colaborar con lo que aquel emisario había ido a proponerle, por lo que pudiera pasar en las próximas semanas. Ella había estado actuando como intermediaria, pero su poder no era el del Senado. Así que lo hizo valer. Celso permitió que la noble viuda acariciara su cuello con mucha suavidad, rozándole apenas con la punta de sus dedos, mientras él se dejaba llevar por aquella placentera sensación que creía haber olvidado. Las mujeres... Alzó sus ojos y la contempló con devota gravedad, sin atreverse a tocarla. La elegante estola de seda amarilla marcaba el turgente volumen de sus pechos, cuyos pezones empezaban a endurecerse por la excitación que provocaba en ella lo novedoso de la situación. Iba a entregarse a un presbítero cristiano. Se imaginó qué pensarían los suyos si llegaran a enterarse: «La noble Claudia, la viuda del senador Cornelio, la descendiente de Atta Clauso, abandonándose en brazos de un cristiano, enemigo de los dioses y de Roma.»
Esperó a que fuera él quien la atrajera para sí. Entonces, se sentó sobre sus rodillas como si fuera una niña y comenzó a besarle. Buscó desesperada el contacto con su piel y al fin lo encontró introduciendo hábilmente sus enjoyados brazos por las amplias mangas de la túnica. Sentía cómo las masculinas manos del clérigo palpaban su cuerpo con la misma desesperación con la que sus labios recorrían el escote. Ya no pensaba en nada. De repente, sus manos notaron algo.
—¿Qué es esto, cristiano? —le preguntó, ansiosa.
Quiso arrancarlo, aquella faja de tela le molestaba. Necesitaba acariciar el cuerpo desnudo de su amante. No se esperaba la reacción de Celso.
—¡Apártate de mí, loba! —le gritó, mientras la arrojaba al suelo—. ¡Ha sido el maligno quien te ha enviado para hacerme caer!
Los dos esclavos de la casa que habían presenciado la escena como si fuesen dos estatuas, acostumbrados como estaban a asistir, impasibles, a los encuentros amorosos de su dueña, acudieron prestos a levantar a la señora. Todavía tendida en el suelo, Claudia, rabiosa y humillada por lo que acababa de suceder, conminó al presbítero a que abandonara la domus.
—Marchaos de mi casa. Ya veo de qué gente se está rodeando ese emperador. Que los dioses nos guarden de su victoria.
Celso no la escuchaba, ni siquiera la miraba. Abrazaba fuertemente la túnica de Eulalia buscando su protección, sintiendo el contacto de la reliquia sobre su piel, y rezaba a la mártir pidiéndole una y otra vez su santa indulgencia por el pecado que había estado a punto de cometer.
—Eulalia, Eulalia... pido tu perdón por haber sucumbido al pecado de la carne.
—Acompañadle hasta la calle —ordenó Claudia recomponiendo su noble porte, aunque su cara seguía estando desencajada por el ultraje recibido—. ¿Sabéis donde están sus hombres?
—Les informamos de que su presencia en la domus ya no era necesaria. —Ella misma se lo había ordenado entre bisbiseos cuando empezó a pensar que la entrevista iba a prolongarse más de lo debido—. Dijeron que se dirigían a la Subura.
—Conducidlo hasta allí —dijo sin atreverse a mirar a su agresor—. Es allí donde debe estar y no en el Palatino —musitó mientras lo vio salir de la estancia, abrazando aquel trozo de tela que llevaba ceñido sobre su vientre.
Celso salió de la mansión de Claudia abrumado por su mala conciencia. Caminaba detrás de otro de los esclavos de la casa, sin prestar atención al camino. Roma había dejado de interesarle. Lo único que quería era abandonar la ciudad cuanto antes. Se sentía culpable por haberse dejado llevar, por haber cedido al deseo, por haberse dejado tentar por el maligno. Rezaba a Eulalia. Le agradecía su protección, el que le hubiera impedido ir más allá. Ella mejor que nadie lo había comprobado: el camino de la castidad es difícil, y está plagado de tentaciones, pero es el camino más directo a Dios. No se explicaba cómo había podido ofender al Señor y a Eulalia de aquella manera. Si no hubiera sido por su intervención, él les hubiera fallado de nuevo. Tenía entre sus brazos el fruto prohibido y ya se disponía a comer de él. Había sido el demonio en forma de mujer quien se lo había ofrecido. Claudia, la noble Claudia... Él la había rechazado como Cristo había rechazado al diablo después de cuarenta días y cuarenta noches en el desierto. También él había vencido al mal. Y debía agradecérselo a la protección de Eulalia. Claudia... ella nunca se lo perdonaría. No podía contarle al emperador lo ocurrido. Si lo hacía dejaría de confiar en él, lo apartaría de su lado, y todos sus proyectos se vendrían abajo. Y, por encima de todo, incumpliría su promesa. Tal vez Claudia había comprendido su desesperación, pues parecía inteligente. O simplemente estuviera convencida de que lo mejor para los suyos era que el Senado recibiera al triunfador tal y como éste merecía.
Habían dejado el foro a sus espaldas y comenzaban el ascenso por la vía que conducía hacia la puerta Esquilina. Celso caminaba unos pasos por detrás del esclavo, algo más tranquilo, ignorando por completo hacia dónde se dirigían.
—La Subura... ese nombre me suena, pero no sé bien qué... —comentó entre jadeos—. ¡Esta maldita ciudad está llena de cuestas!
—Es uno de los barrios más populares de Roma... Allí están vuestros compañeros. Yo mismo les indiqué dónde debían ir para pasar un buen rato.
Aquel comentario pasó desapercibido para Celso, ensimismado en sus propios pensamientos y culpas. Rezaba y pedía perdón por haberse dejado embaucar por la serpiente. Cuando parecía que comenzaba a sentirse mejor, oyó la voz del esclavo.
—Ya hemos llegado. Aquí empieza la Subura. A partir de ahora deberéis buscar a vuestros hombres solo, yo he de regresar a la domus. Preguntad por el Phoenix. Los encontraréis allí. A cambio de unas cuantas monedas, esas chicas hacen maravillas —comentó a modo de despedida. El esclavo desconocía el incidente con su señora, aunque sí le había extrañado la actitud de su acompañante. Pensó que simplemente era un poco raro.
Celso anduvo como sonámbulo por la calle principal de la Subura, el Submemmio, sin darse cuenta de dónde se encontraba. Aunque a medida que se fue adentrando en las estrechas callejuelas que la rodeaban comenzó a sospechar de qué tipo de barrio se trataba. Aunque todavía era de día, las calles de la Subura comenzaban a llenarse de hombres dispuestos a pasar un buen rato, e incluso una buena noche en una de las zonas de ocio nocturno más famosas de Roma. Había otras, pero ésta era sin duda la más popular. Celso recorrió con la vista los numerosos burdeles que se alternaban con cantinas y tabernas de dudosa reputación, y con algunos comercios que a esas horas empezaban a cerrar sus puertas. Las rojas fachadas pintadas de almagre y los símbolos fálicos en los picaportes y las lamparillas de aceite que colgaban de las puertas señalaban lo que el cliente podía encontrar si decidía adentrarse en uno de esos negocios. Tampoco las prostibulae que esperaban sentadas en la entrada. Entre la multitud había mujeres semidesnudas que, a través de las transparencias, dejaban ver su sexo teñido de rojo bermellón y las aureolas de sus pezones pintadas de purpurina dorada, con lo que pretendían estar más atractivas a ojos de los hombres. Se contoneaban y mostraban sus encantos. Anunciaban sus especialidades o su exótica procedencia. Algunas de ellas lucían sus cabellos teñidos de rubio y sus rostros excesivamente maquillados para ocultar arrugas y defectos, más que para realzar su hermosura, pues muy pocas lo eran. El barrio olía a carne podrida, a especias, a sexo, a intensos perfumes hasta ahora desconocidos para el presbítero, a vicio y a pecado.
—Guapo, alegra esa cara. ¿Quieres catar a mis jovencitas? —le invitó la ronca voz de una vieja que, apostada en la puerta de su casa, trataba de captar la atención de los viandantes—. Algunas todavía no son mujeres. —Y no mentía, pues la niña que la acompañaba no debía de tener más de siete años.
No había avanzado tres pasos cuando le salió al encuentro una felatrix entrada en años, que ofreció sus servicios sin que el presbítero supiera muy bien cómo reaccionar.
—Te la chupo aquí mismo si quieres —le propuso sacando su lengua con obscena profesionalidad—. Es mejor una boca sin dientes... ¿Lo sabías, guapetón?
Celso bajó la vista para no ver. En su lugar, rezaba y pedía perdón. Imploraba a Dios que dejara de castigarle de aquella manera, que le sacara de allí. Una negra se detuvo frente a él obstaculizando el paso con la intención de mostrarle su enorme culo desnudo.
—¿Me la metes, muchacho?
Celso la apartó con tal violencia que casi la derrumba.
—¡Marica! Si prefieres las nalgas de un chapero, deberías estar en el puente Sublicio y no aquí.
Horrorizado, abrazaba con fuerza la prenda de la mártir e invocaba su santa presencia. Tenía que encontrar a esos dos soldados. No podía abandonar Roma sin ellos. Levantó la mirada pensando que podrían estar cerca de él, pero no los vio. Un grupo de meretrices que conversaban animadamente se dispersaron al verlo aparecer por un callejón poco concurrido. Era donde ellas trabajaban. Lo hacían por libre, ningún leno ni alcahueta las explotaba; para algo se habían inscrito en el registro de prostitutas de la ciudad.
—¿Te apetece cabalgar un rato?
Celso notó que se ahogaba. La cabeza le iba a estallar de un momento a otro y su cuerpo ya no le respondía. Se derrumbó junto a la puerta de uno de los burdeles más famosos de toda Roma, el Phoenix. Un falo enorme y una estatua diminuta de Venus recibían a la clientela. Justo en ese instante, Quinto y Marcelo abrían la mugrienta cortina de la entrada.
—Se la he clavado hasta la última costilla —fanfarroneó Marcelo.
—¿Te refieres a la espada, oficial? —rió Quinto.
Los dos estaban satisfechos.