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Roma

Octubre de 312 d.C.

Estaban acampados a tres jornadas de Roma. Hacía meses que el conflicto entre Constantino y Majencio había dejado de librarse mediante la propaganda y el intercambio de acusaciones por parte de uno y de otro, y se había dado paso a una guerra abierta de la que Constantino pretendía salir triunfante, como único emperador de Occidente. Confiaba en sus fuerzas. Había logrado reclutar un gran ejército integrado por las tropas legionarias destacadas en Britania y Galia, y tropas auxiliares de bárbaros. Eran sobre todo francos y alamanes, cuya fiereza en el combate estaba más que probada a juzgar por las victorias recientes. En total, contaba con un contingente de unos sesenta mil hombres que avanzaban por los territorios itálicos a gran velocidad. Habían logrado cruzar los gigantes alpinos sin grandes contratiempos y, después de ocupar ciudades como Verona o Mediolanum, se dirigían hacia las afueras de Roma. Entre los soldados se rumoreaba que, en unos pocos días, sitiarían la capital para forzar la rendición definitiva del usurpador Majencio.

Tales eran los planes. El emperador ya estaba preparando su entrada triunfal por la Vía Sacra, tanteando el terreno a través de los espías que tenía en la ciudad, e iniciando los primeros contactos con los jerarcas del pueblo romano. No quería dejar ningún cabo suelto. La victoria sobre el tirano no podía quedar deslucida por la oposición del Senado, y hasta cierto punto su legitimidad como augusto de Occidente pasaba porque aquel órgano depositario de la tradición romana le aclamara como vencedor. Así se lo había referido a Celso, el presbítero de Emérita que en apenas unos meses se había convertido en la mano derecha del emperador, ante la recelosa mirada de algunos miembros de la corte imperial, que veían con malos ojos que su emperador se rodeara de sacerdotes cristianos. Debía ser él quien se entrevistara con la persona que, según apuntaban todas las informaciones, era una de las más influyentes de Roma en aquellos momentos. Se trataba de una mujer, viuda de un destacado senador.

Celso abandonó el campamento principal acompañado por Quinto y Marcelo, dos oficiales de la guardia imperial que tenían orden de proteger al presbítero en su misión. Constantino confiaba en ellos más que en cualquier otro miembro de su guardia, pues ellos fueron quienes le acompañaron en su precipitada huida desde Nicomedia, demostrándole su absoluta lealtad. Había compartido con ellos varios meses de su vida, y más de un sobresalto. Sentía hacia esos dos oficiales galos un gran apego, que intentaba ocultar a los ojos de los demás. También confiaba en la elección del intermediario. Aquel sacerdote cristiano conseguiría, sin demasiado esfuerzo, encantar la voluntad de la noble viuda y, por consiguiente, atraerse los favores del Senado. Así que, con los primeros rayos de sol, los tres emprendieron el camino a Roma.

A pesar del estado de guerra, entraron en la ciudad sin problemas, aunque tuvieron que esperar buena parte de la mañana al otro lado de la nueva muralla de Aureliano, junto a una marabunta de gente que aguardaba, impaciente, a que se abrieran para ellos las puertas de la ciudad. Majencio había decidido que las entradas estuvieran bloqueadas y sólo se abrieran muy de vez en cuando. Por seguridad, puesto que la ciudad se preparaba para el asedio al que, previsiblemente, iba a someterla el ejército de Constantino. Empujados por la multitud, pudieron por fin entrar en Roma y confundirse con la bulliciosa prole de artesanos.

Comerciantes, mendigos y paseantes que recorrían las calles algo más excitados que de costumbre. La noticia de un posible sitio había corrido como la peste. Tanto Quinto como Marcelo habían tenido la precaución de despojarse de su atavío militar, sustituyéndolo por sencillas túnicas de lana que les llegaban hasta las pantorrillas, ceñidas con un cinturón de cuero. Resultaban muy similares a la que acostumbraba a vestir el presbítero, ésta de un color azul grisáceo y las suyas del rojo de la rubia. Pero, a diferencia de Celso, Quinto y Marcelo iban armados con espadas cortas que, envainadas en una funda de cuero y placas de latón, llevaban colgadas del hombro, ocultas bajo la capa de piel que les protegía del incipiente frío del otoño. Eran soldados, y si las cosas se ponían feas, no tendrían reparo alguno en sacarlas a pasear.

—Así que esto es Roma —comentó Celso, maravillado por el espectáculo que ofrecía la principal ciudad del mundo.

Nunca habían estado en la gran capital. Caminaban por sus estrechas y abarrotadas calles mirando a un lado y a otro, sin perder detalle. De vez en cuando, el empujón de algún viandante con prisa les hacía salir de su ensimismamiento. Cada poco, uno de ellos se detenía en seco y alzaba la vista hacia arriba para admirar las elevadas insulae de cuatro y cinco plantas, e incluso de más, que se erguían orgullosas sobre sus cabezas, como si quisieran alcanzar el cielo. Y cuando la multitud se lo permitía, asomaban sus curiosas miradas hacia el interior de alguno de los patios de vecinos de esos altos edificios para poder ver cómo discurría la vida de sus inquilinos, más humilde cuanto más elevada estuviera la vivienda. Su mirada indiscreta se fijaba en las ventanas y puertas de los distintos cenáculo, que ocupaban las sucesivas plantas, a las que se accedía a través de interminables escaleras. Al reiniciar la marcha, contemplaban con entusiasmo las coloridas fachadas, decoradas con grandes ventanales y balcones de madera de los que, en algunos casos, colgaban plantas y flores, aportando algo de frescura a las sucias y sombrías calles por las que transitaba el trío.

Habían oído decir que «Roma vivía prácticamente suspendida en el aire», pero no imaginaban hasta qué punto. A pesar de haberse visto desplazada como capital imperial, la vieja Roma seguía atrayendo gentes de todos los confines del imperio, dispuestas a trabajar y a residir entre sus muros. Y la única manera de albergarlas a todas era seguir creciendo hacia arriba.

—Quinto, mira esta casa. No alcanzo a ver el final —comentó Marcelo, sorprendido por la envergadura de aquel edificio.

—Es la insula Felicles —apuntó un hombre de aspecto afeminado que les había estado observando durante su paseo. Le acompañaba un criado que cargaba con la cesta de la compra para la cena, pues esa noche tenían invitados. La cocinarían al fuego de un infiernillo que hacía las veces de cocina—. Sois forasteros, ¿verdad? No hay nadie en toda Italia que no haya oído hablar de la insula Felicles. Lleva casi doscientos años en pie y todavía no se ha derrumbado. —Rió con una risa estridente y aguda. Al hombre le debió de resultar gracioso aquel comentario que ninguno de ellos entendió.

Los habitantes de la ciudad vivían en continuo peligro a causa de los frecuentes derrumbamientos de aquellos edificios de alquiler en los que residía hacinada la mayoría de la población de Roma. Allí, más que en ningún otro lugar del imperio, la construcción era un lucrativo negocio debido a la escasez de terreno y al elevado precio de los alquileres. Y lo era hasta el punto de que muchos inquilinos se veían obligados a subarrendar habitaciones de su propia vivienda para poder pagar al propietario. Eran pocas las insulae que, como aquélla, perduraban más de doscientos años, dada la nula honradez de sus constructores, quienes, para obtener mayores beneficios, no dudaban en emplear materiales de menor coste e ínfima calidad.

—En esta maldita ciudad, o se te cae la casa encima, o mueres abrasado dentro de ella. Es raro el día en que no hay un incendio, o dos. Así que es mejor salir a la calle. ¡Vamos! —Y siguió su camino seguido de su esclavo.

Las risas afeminadas del hombre se perdieron en el ensordecedor trasiego de aquel barrio en el que las altas insulae de vistosas fachadas se alternaban con los muros ciegos de fastuosas domus donde residían familias adineradas. Siguieron avanzando con la mirada puesta en el suelo, pues acababan de acceder a una angosta callejuela sin pavimentar, lo cual no era extraño en Roma. Estaba mucho menos concurrida que las calles adyacentes, y pronto descubrieron la causa. Aquel callejón era un lodazal, y unas montañas de desperdicios procedentes de las casas vecinas dificultaban el paso. El olor resultaba nauseabundo. Se habían metido en un vertedero.

—Deberíamos preguntar o jamás encontraremos las letrinas. Esta ciudad es un laberinto —propuso Marcelo ante la falta de iniciativa de sus compañeros.

Tenían que acudir a unas letrinas cercanas, pero no acababan de dar con ellas. Ahí les esperaba un guía que les llevaría a la mansión de Claudia, en los alrededores del Palatino, donde aún seguía residiendo una parte importante de la aristocracia senatorial que no se había mudado a sus lujosas villas del campo, huyendo de la escasez de espacio, que en Roma afectaba tanto a ricos como a pobres. Era mejor que les acompañaran hasta la misma puerta de la mansión, pues no convenía que se les viera merodeando por los alrededores.

Todas las calles les resultaban prácticamente iguales: estrechas, sucias, tortuosas, bulliciosas... atestadas de gentes que vendían y compraban, trabajaban, delinquían, mendigaban o callejeaban sin rumbo entre la multitud. A la sombra de aquellos gigantescos bloques de edificios se desplegaba una intensa actividad. Había puestos y tenderetes por todas partes. Muchas de las plantas bajas de las insulae, aquellas que no albergaban una domus, estaban ocupadas por tabernae de coloridos toldos, desde cuyo umbral figoneros, taberneros, quincalleros, carniceros y barberos llamaban la atención a los viandantes.

—¡Salchichas! ¡Chuletas! ¡Conejos!

—¡Velas! ¡Candelas!

—Collares para las damas.

—¡Lucernas!

—Preguntemos —volvió a insistir Marcelo, preocupado. Se estaba haciendo tarde.

—¿Le corto la barba, señor? —Un barbero sudoroso y mal peinado se acercó a Celso con un espejo en la mano y se lo colocó justo enfrente de la cara para que pudiera ver su incipiente barba.

—No, no —rechazó éste de un manotazo. Cuando por fin se deshizo del pertinaz barbero, comentó—: Estas calles me recuerdan a la Alejandría de mi juventud. Nunca imaginé que la vida en la vieja Roma fuera tan caótica.

La Roma que el presbítero siempre había imaginado era la gloriosa capital de Augusto, de Vespasiano y de su hijo Tito, de Trajano y de Marco Aurelio, cuya monumental huella no había visto por ninguna parte y no vería hasta que alcanzara las inmediaciones del foro.

—Yo también me siento abrumado por este caos. He estado en grandes ciudades, en Nicomedia... pero en ninguna de ellas había tanto alboroto. Ninguna rezumaba toda esta vida. Es como si no supieran que hay una guerra, que sus vidas corren peligro, como lo corren las nuestras —comentó Quinto.

Celso se preguntaba si semejante ajetreo era habitual, o más bien el producto del inminente ataque de las tropas de Constantino sobre Majencio, que aún controlaba Roma. Quizá los habitantes de la ciudad estuvieran aprovisionándose ante el temor a quedar aislados durante mucho tiempo por el cerco del enemigo... Le llamó la atención la gran cantidad de niños que correteaban descalzos por las calles. ¿Qué sería de ellos?

—¿Qué pasará con toda esta gente cuando nuestras tropas sitien la ciudad? —preguntó el presbítero. No podía imaginar las consecuencias de un asedio, pues nunca lo había vivido.

Un grupo de porteadores que conducían un lujoso palanquín les obligó a echarse a un lado para no ser atropellados.

—Deben de tener prisa —comentó Quinto, malhumorado. Y dirigiéndose a Celso le quiso sacar de dudas—: Si logran resistir, muchos de ellos morirán de hambre, y tal vez surja alguna epidemia. El asedio puede durar...

—¿Dónde pueden estar esas malditas letrinas? —cortó Marcelo.

—Sigamos caminando. Dios querrá que demos con ellas —le intentó tranquilizar Celso.

—No las encontraremos si no preguntamos, por mucho que quiera vuestro dios.

Dicho esto, Quinto se acercó hasta la puerta de una de las tabernae para interrogar a su dueño, un tipo rubicundo y poco agraciado que se intentaba ganar la vida vendiendo tejidos. No eran buenos tiempos para el negocio. Estaba apoyado cansinamente sobre el umbral de su tienda, bajo la cabeza de un gran toro enmarcado en molduras doradas y azul lapislázuli, que servía como marca de identidad a su establecimiento.

—¡Lino! ¡Lana! ¡Seda! Toquen, toquen. ¿Las letrinas de Lucrecio? Allí mismo, al final de la calle, junto al puesto de sandalias. Son inconfundibles. ¡Lana! ¡Fino estambre para las damas! —siguió vociferando con pesadez.

Por fin dieron con ellas. Al verlas entendieron por qué habían sido citados allí. Nadie de los alrededores podía ignorar su existencia. Las letrinas de Lucrecio tenían capacidad para más de cincuenta personas. Pero lo que las hacía inconfundibles era la llamativa decoración de su fachada, en la que aparecía una pareja de ciudadanos conversando cómodamente arrellanados sobre las amplias foricae de mármol de las que tanto presumía Lucrecio. Las pinturas invitaban a entrar, aunque sólo fuera para pasar un buen rato en sociedad y enterarse de los últimos chismorreos que corrían por Roma.

—Habéis tardado, pero aquí estáis. —Quien había salido a recibirles era el propio Lucrecio, el encargado de cobrar por el uso de las letrinas, al que muchos consideraban el hombre más informado de todo el distrito. Dirigiéndose al presbítero se presentó—: Soy Lucrecio y supongo que tú serás Celso.

Así que ese hombrecillo sonrosado y panzudo como una ánfora era la persona que debía guiarles hasta la mansión de Claudia.

—Me han pagado para que os conduzca a la domus de Claudia, en la vía que sube al Palatino.

—Supongo que te habrán pagado lo suficiente como para que nos dejes utilizar los retretes —le sugirió Marcelo, observando el grotesco dibujo de la fachada.

Le habían pagado generosamente. Querían mantener su discreción.

—Nadie pone sus posaderas en las letrinas de Lucrecio sin haber abonado antes el justísimo precio que pedimos por su uso. Si quieres orinar gratis, búscate un rincón o vete a una de las lavanderías del río —contestó éste, de mala gana.

En Roma, mucha gente pensaba que pagar por evacuar era tirar el dinero, así que jamás acudía a las numerosas letrinas públicas que había repartidas por la ciudad, pues sólo algunos privilegiados contaban en sus casas con agua corriente. De eso se aprovechaban los bataneros y lavanderas, que ponían a disposición de los apurados transeúntes grandes tinajas donde depositar el preciado orín con el que ellos curtían y limpiaban los tejidos.

No discutieron. Para no perder más tiempo, abonaron lo que se les pedía e hicieron uso de los amplios retretes de mármol de los que el encargado estaba tan orgulloso. Al fin y al cabo, tampoco era una fortuna, aunque las condiciones de las letrinas dejaban bastante que desear. Apenas corría el agua y los desconchones de la pared deslucían bastante la delicada decoración floral que en su día adornaba las paredes, ahora sustituida por groseros grafitos dejados por algún sedentario poeta.

—Lee esto, Quinto —dijo Marcelo entre risas.

—Cacavi sed culum non estergavi —leyó su compañero en voz alta—. «Cagué y no me limpié.» —Y se sumó a las risas.

—Hemos de darnos prisa o no podré entrevistarme con la viuda hasta mañana —cortó Celso, avergonzado por la vulgaridad de sus escoltas.

Cuando salieron, un chico de unos doce años, menudo y enclenque, les estaba esperando junio a Lucrecio. Este pasaba su velludo brazo por los hombros del chaval, con una familiaridad que les hizo conjeturar que tal vez el rechoncho encargado de las letrinas públicas era su padre, aunque no guardaran demasiado parecido.

—Rufio os acompañará.

—¿Éste...? —quiso preguntar Celso, desconfiando del chaval.

—El pacto era que os guiáramos hasta allí. Y yo no puedo abandonar mi puesto, soy el conductor foricarum, el responsable de la recaudación de esta letrina —se excusó dándose importancia, orgulloso como estaba de regentar aquel establecimiento, al que acudían los principales comerciantes del distrito para negociar y pasar un buen rato sentados como gallinas en los redondos orificios que se sucedían sobre los fríos bancos de mármol.

—Vamos, chico, llévanos hasta donde debes de llevarnos —dijo Celso, bajando la mirada hacia el muchacho de pelo castaño y revuelto.

A paso ligero, casi a la carrera, condujo a los tres hombres por aquella maraña de callejuelas de la que ellos habrían sido incapaces de salir por sí mismos. Siguieron a su joven guía a través de los estrechos callejones donde el sonido metálico que salía de los talleres se confundía con los gritos de los vendedores, sin que al fondo dejara de oírse el continuo rumor de los transeúntes. Era más de medio día y de las cocinas de las cantinas salía un fuerte olor a comida que les despertó el apetito. Aquella ciudad, o al menos aquel barrio por el que circulaban, era todo un festín para los sentidos. En los mostradores de las tabernas y en los puestos callejeros se ofrecían más tipos de comida de la que ellos habían visto en toda su vida. Engulleron unas salchichas de cerdo que le compraron a un vendedor ambulante sin apenas detenerse en su camino, pues aquel endiablado chiquillo se movía como un gato por las angostas callejas, a tal velocidad que resultaba casi imposible seguirle. Por fin aminoró el paso. Se hallaban a los pies de la colina del Palatino.

—Dos calles más arriba, subiendo esta cuesta, asoman tres higueras en una esquina. Cuando lleguéis allí, a mano derecha, hallaréis la mansión que buscáis. Varios hombres custodian la entrada principal. —Rufio dio media vuelta y, sin despedirse, bajó de una carrera hasta el foro.

De repente, parecían estar en otra ciudad mucho más tranquila y silenciosa. Les impresionó comprobar que a su alrededor se alzaban algunos de los grandes edificios públicos que habían hecho grande a Roma, convirtiéndola en lo que todavía era, la capital del mundo, aunque ya no fuera la corte permanente del poder imperial. A su izquierda dejaron el Circo Máximo y frente a ellos se elevaba el palatium imperial. En realidad, se trataba de una yuxtaposición de mansiones levantadas por los distintos emperadores sobre el lugar donde, según la tradición, Rómulo y Remo fueron acogidos por la Loba, y donde aquél instaló la cabaña que dio origen a la ciudad. Fue también en esa colina donde había nacido el emperador Augusto, quien al acceder al poder fijó allí su residencia, sobre un barrio aristocrático de la época republicana, y lo convirtió en el corazón de Roma. Lo fue hasta que Diocleciano trasladó su corte a Oriente, a Nicomedia. Con la implantación del colegio imperial, la ciudad perdió definitivamente su papel como residencia imperial a favor de la corte de Mediolanum, Tréveris, Sirmium o de la propia Nicomedia, pero no su importancia simbólica. Los emperadores siguieron acudiendo a ella en sus celebraciones e invirtiendo en magníficos edificios para que Roma siguiera siendo la misma.

Alcanzaron la esquina de las higueras y tomaron la primera calle a su derecha. Era evidente que los alrededores del palatium habían vivido mejores épocas. Durante la República, sobre la ladera más próxima al foro, surgió un barrio residencial donde se concentraba la aristocracia. Era un lugar de prestigio, elegido por quienes pretendían promocionarse políticamente, pues el mero hecho de habitar cerca del núcleo de poder despertaba la admiración popular y acortaba considerablemente los desplazamientos de los senadores. Desde las hermosas villas que se construyeron en aquel lugar había unas magníficas vistas de la ciudad. Y por eso podía decirse que Roma estaba a los pies de sus propietarios, mientras gozaban de las mismas vistas que luego tendría el complejo palatino que coronaba la colina, visible desde cualquier punto de la ciudad. En su falda, antiguas mansiones alternaban con otras más modernas y también con edificios mucho más modestos que restaban a aquel barrio la exclusividad de antaño. La domus de Claudia, pese a haber sido remodelada en sucesivas ocasiones, era una de las pocas que aún quedaban de la época tardorrepublicana. Había sido construida mucho antes de que la colina se convirtiera en residencia palatina.

—El chico tenía razón. Hay dos guardias en la puerta —advirtió Quinto, que caminaba algo por delante de los otros dos.

—Conviene estar preparados, por si no somos tan bien recibidos como creemos —añadió Marcelo, mirando de reojo al presbítero. Ignoraba qué habían ido a hacer allí y esperaba con aquel comentario que Celso les dijese algo al respecto.

—No te apures, Marcelo. Esperan nuestra llegada —se apresuró a responder Celso. No quería que aquellos dos soldados sacaran sus espadas antes de tiempo—. Traigo un documento del emperador. —Mientras lo extraía por el cuello de su túnica les fue dando algún detalle de su misión en Roma.

»He de entrevistarme con la viuda del senador Cornelio; dicen que es una mujer muy influyente. Nuestro augusto Constantino desea tener al Senado de su parte antes de entrar victorioso en Roma.

Ninguno de ellos albergaba dudas sobre su victoria.

—Pues debéis saber que la fuerza de las armas no es suficiente para que nuestro señor se convierta en emperador de Occidente. Su triunfo no tendrá el mismo valor si no es reconocido por los depositarios de la tradición romana. Y eso es lo que he venido a negociar. La viuda del senador Cornelio sigue teniendo mucha ascendencia sobre los miembros del Senado. Vosotros limitaos a seguir ofreciéndome vuestra protección, hasta donde yo la precise.

Los dos amigos se miraron. Por fin sabían por qué habían acompañado al presbítero hasta Roma. Entretanto ya habían alcanzado la puerta de entrada a la domus, flanqueada, tal y como había adelantado Quinto, por dos hombres ataviados como soldados, sin serlo. El presbítero se dirigió a uno de ellos.

—He de entrevistarme con vuestra señora, la honorable Claudia, viuda del senador Cornelio, de muy noble nacimiento y penosa muerte. Decidle que soy Celso, leal consejero de nuestro emperador. Vuestra señora me espera. Entregadle esto. —Le tendió el pliego de pergamino que acababa de extraer del interior de su túnica y que había de servirle como credencial. Llevaba el sello de Constantino.

Marcelo y Quinto quedaron pasmados ante la seguridad que mostró el sacerdote a la hora de presentarse ante los guardias de la mansión, dos fornidos individuos que por sus gestos parecían tomarse muy a pecho su tarea. Fue el más joven quien tomó el documento y desapareció por el vestíbulo de la domus, para volver con la respuesta de su señora a los pocos minutos.

—Podéis pasar. Los tres —informó. Escupió al suelo con desdén, como si estuviera molesto porque también los otros dos tipos fueran a ser recibidos por su señora—. Seguidme.

Celso, Marcelo y Quinto franquearon el gran portón de entrada tras el guardia y penetraron en el amplio vestíbulo de la mansión. Estaba decorado con brillantes frescos en alusión a la noble trayectoria del senador Cornelio al servicio de Roma. El había muerto hacía más de cinco años, no así su prestigio. Accedieron a un magnífico jardín, atravesado por un caminito de losas de caliza, que serpenteaba caprichosamente entre una espléndida variedad de plantas y flores, muchas de ellas en hermosos maceteros de alabastro graciosamente dispuestos para delimitar el espacio. Varios pavos caminaban orgullosos sobre la extensa alfombra de hierba, y en el estanque central tres hermosos flamencos rosas practicaban el equilibrio sobre una de sus patas. Al fondo se abría una columnata a cielo abierto, que daba paso a otro patio más pequeño e íntimo, en el que desembocaban las principales habitaciones de la casa. Cuando alcanzaron este segundo atrio, Celso no pudo evitar sentirse atraído por la presencia de un antiguo nicho que se abría en el extremo de una de las paredes magentas, contrastando con la claridad que a esas horas penetraba desde la apertura del impluvium. En el nicho se exhibían las imagines maiorum, las efigies de los antepasados veneradas durante generaciones en aquel mismo lugar. Lo mismo hicieron Quinto y Marcelo, movidos por una curiosidad morbosa. Contemplaron en silencio los retratos funerarios. Leyeron uno a uno los pequeños rótulos en los que estaban grabados, con letras capitales, los nombres de aquellos nobles hombres que también parecían mirarles a ellos desde la insalvable distancia impuesta por la muerte.

—Atta Clauso —apuntó una voz femenina desde su espalda. Era una voz extremadamente dulce, serena y queda.

Claudia se había acercado a ellos sin que percibieran su presencia. Aun siendo una mujer madura, que sobrepasaba con mucho la treintena, seguía siendo aristocráticamente hermosa. Conservaba además una figura espléndida, que ella se encargaba de resaltar luciendo livianas estolas ceñidas en la cintura, cuyos pliegues, lejos de ocultar sus esculturales formas, las potenciaban. Aquella mañana vestía de amarillo pálido y se había hecho recoger su ensortijado cabello salpicado por finos hilos de plata en un moño alto del que escapaban caprichosos tirabuzones.

—Atta Clauso —repitió—. Nada menos que el primer Claudio, como se le conoció aquí, aunque en realidad venía de la región de Sabina. Es el fundador de la gens Claudia, una de las más poderosas de toda la historia de Roma... mi familia.

El busto al que se refería ocupaba un lugar destacado en aquel larario, al ser el antepasado más antiguo e ilustre de cuantos fueron formando el linaje de los Claudios, su fundador, aunque, naturalmente, la imagen era muy posterior a la época en que él llegó a la ciudad, cuando ésta no era más que una aldea. En torno a la mítica imagen de Atta Clauso se concentraban los retratos de los miembros que fueron conformando su estirpe. Eran imágenes mucho más reales, pues en su mayoría se trataba de máscaras mortuorias extraídas de la impronta que el rostro de su propietario, ya cadáver, había dejado sobre el yeso, y luego sobre la cera. Oyeron la suave voz de la mujer mientras contemplaban, conmovidos, la dureza de aquellos rostros de facciones enjutas, pómulos marcados y mandíbulas desencajadas por el rigor de la muerte. A ella habían dejado de impresionarle, aunque sabía que todos ellos le acompañarían en su cortejo fúnebre por las calles de Roma cuando también a ella le llegara la muerte. Celso decidió volverse.

—Sed bienvenidos a mi casa. Os estaba esperando. —No les dejó responder—. Frente a vosotros está la historia de Roma, la misma que vuestro emperador Constantino quiere cambiar acercándose a los cristianos. En realidad, no sé hasta dónde quiere llegar. Espero que me lo aclaréis durante nuestra entrevista. Me ha extrañado mucho comprobar que Constantino, hijo del augusto Constancio, tiene por consejero a un sacerdote de ese tal Cristo. —Claudia miró de reojo el documento que aún llevaba en la mano y luego le dedicó a Celso una desdeñosa mirada. Estaba ofendida por la poca altura de su interlocutor.

—Noble señora, Cristo vivió y resucitó en el Imperio romano... Los que creemos en Él no queremos destruir Roma, sino llevarla a la salvación —se defendió el presbítero.

Claudia fingió no haberle escuchado. Le seguía sorprendiendo el inesperado cariz que había tomado la entrevista.

—Seguidme. Vuestros hombres pueden aguardar aquí —le conminó con altivez, sin dar opción a que Quinto y Marcelo le acompañaran; al fin y al cabo ella era la anfitriona—. Conmigo no corréis ningún peligro.