Galia
Febrero de 312 d.C.
Constantino había sido reconocido por el resto de emperadores. Galerio, para entonces augusto senior, había querido evitar un posible enfrentamiento, enviándole la púrpura y permitiendo que se convirtiera, no en augusto como él pretendía, sino en el césar de Occidente —bajo la filiación de su protegido Severo, recién ascendido al rango máximo—. No ocurrió lo mismo con Majencio. Algunos meses después de la aclamación de Constantino en Eboracum, el hijo de Maximiano Hercúleo se había hecho proclamar por los pretorianos y el pueblo de Roma. Aquel acto, a todas luces ilegal, fue considerado como una usurpación por parte de Galerio, que envió a Severo para que acabase con sus ilegítimas aspiraciones. Por si fuera poco, Maximiano, que jamás había aceptado verse desplazado del poder, aprovechó el caos en el que se había sumido Occidente para regresar a la escena política, reapareciendo como colega de su hijo, al que no tardaría en enfrentarse, tratando incluso de arrebatarle la púrpura. Además de a su padre, Majencio tuvo que enfrentarse a una nueva usurpación de poder en el norte de África, donde el gobernador Alejandro se proclamó emperador, amenazando el suministro de cereales a la ciudad de Roma. El sistema tetrárquico, que tan buenos resultados le había dado a Diocleciano para acabar con la anarquía militar que desde hacía décadas amenazaba la estabilidad política del imperio, comenzaba a tambalearse.
El Occidente romano había quedado prácticamente en manos de los dos usurpadores. Constantino se había hecho fuerte en Britania y la Galia, dominando también las Hispanias; y Majencio, por su parte, había extendido su poder sobre Italia y África. Mientras tanto, el augusto Severo apenas ejercía su control sobre algunas de las provincias occidentales. El matrimonio de Constantino con Fausta, hija de Maximiano y a la sazón hermana de Majencio, selló una quebradiza alianza entre ambos que se rompería definitivamente con la muerte de Maximiano, según algunos, ordenada por su yerno. Severo, por su lado, era enviado a luchar contra Majencio en Italia, obteniendo un estrepitoso fracaso que le llevaría a la muerte, y obligando a Galerio a intervenir. Pero al comprobar que sus tropas no eran lo suficientemente poderosas como para invadir Roma, se retiró a Oriente y convocó una conferencia en la ciudad de Carnuntum, bajo la augusta presencia de Diocleciano. En un intento de recomponer el sistema tetrárquico, el augusto senior Galerio aupó a Licinio, un antiguo compañero de armas y colaborador íntimo, para que ocupara el lugar dejado por Severo. Sin embargo, al nuevo augusto Licinio no se le pudieron ofrecer muchas posesiones, pues los verdaderos dueños de Occidente seguían siendo Constantino y Majencio.
La muerte de Maximiano había abierto una brecha irreversible entre ambos que pronto acabaría desembocando en guerra. Constantino parecía estar decidido a convertirse en augusto único de Occidente, y se preparaba para la batalla. Desde hacía semanas, había ido reuniendo a las legiones y a las tropas auxiliares en un campamento militar al sur de la Galia. Ante la necesidad de contar con mayor número de efectivos, dejó que se enrolaran en sus ejércitos decenas de miles de bárbaros, fieros francos y alamanes con los que pretendía sorprender a su enemigo. En las próximas jornadas marcharía hacia Roma para enfrentarse a Majencio, plenamente convencido de su superioridad.
Hasta ese campamento del sur de la Galia llegó Celso. Ya había terminado una mañana fría y desapacible, en la que el sol parecía no querer asomar. El viaje desde Emérita había sido largo y penoso a causa del mal tiempo. Aunque el presbítero agradecía al emperador la deferencia de haber puesto a su disposición un carruaje del cursus velox, el mismo que solían utilizar los mensajeros y agentes imperiales, mucho más cómodo que el transporte convencional. Incluso había podido dormir algo arropado por la gruesa manta de lana de la que no se había desprendido durante el viaje. Cuando el auriga le anunció que ya habían llegado a su destino, el presbítero se sorprendió. Esperaba reunirse con el emperador Constantino en su corte de Tréveris, y no en un improvisado cuartel militar. Aquello le desconcertó. Desde el carruaje estuvo observando los quehaceres cotidianos de los soldados: unos dedicaban esas primeras horas del día a tareas de mantenimiento mientras que otros, ataviados con la armadura completa, comenzaban entonces sus ejercicios de entrenamiento. Marchaban en círculo a paso ligero, saltaban zanjas o se empleaban en practicar el arte de la espada contra unos sufridos mástiles de madera de pino. Les veía levantar la mirada a su paso con la misma curiosidad que comenzaba a embargarle a él después de los primeros momentos de extrañeza. A ellos siempre les llamaba la atención cualquier persona ajena al ejército, y a buen seguro ese hombre que acababa de llegar en uno de los carros de transporte rápido del cursus publicus lo era; al presbítero Celso no le resultaba menos interesante aquel insólito mundo que se presentaba ante sus ojos. Un mundo regido por la fuerza y la violencia que nada tenía que ver con el suyo, en el que no imperaba más que la palabra y la fe.
Recorrieron la via principalis hasta alcanzar la intersección con la via praetoria, la otra gran arteria que cruzaba el recinto, donde se encontraban los principia, centro neurálgico del acuartelamiento. A pesar de la provisionalidad, pues estaba previsto partir hacia los Alpes en cuanto todo estuviera dispuesto, los soldados habían hecho un ímprobo esfuerzo por dotar de infraestructura al complejo. Celso recorrió con asombro las hileras de tiendas y barracas en perfecta cuadrícula, donde se alojaban los soldados, los graneros, corrales y letrinas. Más adelante, descubriría la zona de las cocinas, los talleres y el hospital. En el corazón mismo del cuartel, en los principia, se hallaban las oficinas administrativas y no lejos estaba el pequeño santuario donde se custodiaban los estandartes, insignias y águilas de las legiones, junto a un busto imperial en cuya base podía leerse con claridad: «Constantino Augusto», una afirmación que, dadas las circunstancias, sonaba desafiante. A pocos pasos de allí se hallaba la tienda del emperador.
Había podido descansar después del largo viaje. Dos guardias personales del emperador, que respondían al nombre de Quinto y Marcelo —y con los que, según decían, éste tenía especial complicidad, más tarde conocería la causa—, le escoltaron hasta la fastuosa tienda donde circunstancialmente residía Constantino. En la puerta, esperándole, estaba Osio, su amigo de la infancia, al que no había vuelto a ver desde los tiempos difíciles, en los que compartieron refugio durante algunas semanas junto a Liberio y los demás miembros del clero emeritense. Fue al poco de que Eulalia fuera premiada con la corona del martirio. Celso había tenido que marcharse de Emérita, pues no se sentía a salvo en la ciudad.
—Celso, sé bienvenido —saludó Osio.
Se miraron y, llevados por la prístina amistad, los dos clérigos se fundieron en un cariñoso abrazo.
—¡Por fin te tenemos junto a nosotros! —exclamó entonces con sincera alegría—. Déjame que te vea. Tienes buen aspecto.
—Venerable Osio, beato y amadísimo padre, no sé cómo agradecer...
—No hay nada que agradecer... y dejémonos de formalismos... Celso, es tiempo de cambios y tú tenías que estar aquí, conmigo. —El obispo cordubense le pasó el brazo por la espalda, invitándole a iniciar el paso por el estrecho pasillo que conducía hasta la entrada de la tienda. Estaba flanqueado por flamantes teas e insignias de púrpura en los que se podía leer el nombre de Constantino.
—«Tiempo de cambios.» Ésas fueron las palabras que utilizó nuestro emperador en su carta dirigida al obispo Liberio —dejó caer Celso para que su acompañante le confirmara lo que estaba pensando.
—Yo mismo las sugerí a la augusta mente del emperador, nuestro señor Constantino —aclaró, soltando una traviesa sonrisa que por un momento rejuveneció el rostro del anciano. El obispo Osio era ya casi sexagenario, pero seguía conservando la energía de otros tiempos.
—Así que me confirmáis que sois su consejero —dijo Celso, devolviéndole la sonrisa. La divina providencia estaba de su lado.
—Lo soy desde hace unas semanas.
Eso mismo era lo que rezaba la carta del emperador, pero Celso sentía la necesidad de escucharlo en boca de Osio. Después de sufrir en sus propias carnes el azote de los emperadores, le costaba creer que se estuviera produciendo un acercamiento entre Constantino y los dirigentes cristianos.
—Celso, debemos confiar en Dios. Por fin ha llegado el momento por el que tanto hemos rezado y, con la ayuda de Cristo y de nuestros mártires, alcanzaremos la paz de las iglesias. Aunque debemos ser cautos en nuestros propósitos y respetar los tiempos del emperador. Él nos ha pedido discreción, y nosotros debemos dársela. Aún tenemos mucho camino por delante. —Osio se detuvo en seco. Estaban a punto de ser recibidos.
Celso cerró los ojos y le pidió a Eulalia su protección.
Los dos guardias que le habían acompañado hasta allí se abrieron paso por delante de ellos y les anunciaron ante el emperador. Éste les estaba esperando.
—Señor, aquí está el sacerdote cristiano. Le acompaña vuestro consejero Osio —oyeron decir a uno de ellos desde la puerta.
—Decidles que pasen. —La voz de Constantino sonaba imperativa.
Al traspasar las cortinas de seda grana, Celso se quedó impresionado ante el derroche de lujo que apareció ante sus ojos. Aquella tienda de campaña, a pesar de la provisionalidad que imponía la ocasión, guardaba en su interior todo el fasto de la corte imperial. Había sido recubierta de tapices, cálidas alfombras y pieles, y ricas telas traídas de Oriente que daban a la pequeña estancia una suntuosidad propia de una cámara palatina e impedían que se filtrara la tenue luz del atardecer que aún brillaba en el exterior. La oscuridad era combatida con candelabros de pie, y el frío del invierno con un gran brasero de bronce en un rincón. Justo en el centro, había sido colocado el trono de oro macizo que el emperador hacía llevar consigo a donde quiera que fuese, y que convertía el interior de la carpa en sala de recepción. A un lado, velado por una exquisita cascada de gasas de seda, se adivinaba el lecho imperial. Y al fondo, entre la penumbra, una sucesión de bustos de mármol elevados sobre sencillas pero gruesas columnas. El retrato del emperador ocupaba el lugar central entre el busto de Constancio y el del propio Diocleciano. De perfecta factura, representaba a un hombre joven de rasgos muy marcados y ojos desproporcionadamente grandes. Su cabeza estaba tocada con la diadema imperial.
Constantino les esperaba majestuoso, sentado en su trono, como si estuviera en su corte de Tréveris y no en un improvisado campamento militar al sur de la Galia. Él era el emperador de la mayor parte de Occidente y sus audiencias públicas requerían de un gran boato del que gustaba rodearse cuando pensaba que la ocasión lo requería. Y ésa era una de ellas. Quería dejar claro a los miembros de las iglesias cristianas a los que había comenzado a recibir que se encontraban ante el poder de Roma. Ésa no era ni mucho menos una negociación entre iguales. Al verse frente al emperador, Celso se arrojó a sus pies y besó la punta de su manto púrpura.
—Levantaos —ordenó imperiosamente.
Celso obedeció. No se atrevía a alzar la vista del suelo por temor a resultar irreverente. Acostumbrado a la austeridad del episcopado emeritense, estaba impresionado por el ambiente áulico que se respiraba en aquella tienda de campaña. Eso era precisamente lo que pretendía el emperador.
—Mi querido Osio, así que éste es el presbítero del que tanto me habéis hablado.
—Sí, señor. No os defraudará —le contestó el obispo con respetuosa familiaridad. Se había quedado de pie, muy cerca de la entrada. Quería mantenerse en un segundo plano y dejar todo el protagonismo de la entrevista a su recomendado. Confiaba en sus habilidades dialécticas y en su enorme magnetismo.
Hubo un largo silencio que a Celso le pareció eterno. Constantino dirigió una autoritaria mirada al camarero que en esos momentos alimentaba el gran brasero de bronce, haciendo que desapareciera de su presencia. Los dos guardias también habían abandonado el interior de la tienda, adelantándose a los deseos de su señor, y flanqueaban la entrada, atentos a la seguridad del emperador. Así que los tres hombres se habían quedado solos. Celso todavía no se había atrevido a levantar los ojos del suelo, pues temía que su mirada, de cuyo atractivo él era totalmente consciente, pudiera ser interpretada como una osadía. Sabía que el emperador le estaba estudiando.
Así que ése era el presbítero que Osio le había recomendado.
—Espero que hayáis tenido un buen viaje —dijo por fin.
—Sí, señor. Os estoy muy agradecido por haberme llamado ante vuestra augusta presencia —contestó Celso, alzando por fin la vista hacia el emperador.
Fue entonces cuando pudo contemplarle. Tras toda la parafernalia imperial, se escondía un hombre de aspecto robusto y algo más joven que él. Tenía la nariz ligeramente ganchuda y la barbilla partida, formando un hoyuelo por debajo de su dibujada boca. Era apuesto, y él lo sabía. Sin quererlo, Celso se encontró con sus ojos. Sintió que le estaban ganando la batalla y no tuvo más remedio que apartarle la mirada. Eso le inquietó. Pensó que no le sería nada fácil persuadirle para que tomara el camino que Eulalia y los demás mártires les habían marcado, el camino de la salvación eterna. Aunque pondría todo su empeño en hacerlo. Se lo había prometido a ella: «El poder de Roma acabaría postrándose ante Dios.» Él estaba decidido a que así fuera.
—Habréis comprobado la magnitud del ejército que he congregado.
Celso salió de repente de su ensimismamiento. No comprendía por qué el emperador le hablaba de ejércitos. Él era un clérigo y la única lucha que entendía era la del triunfo de la fe. Aun así, trató de poner atención en lo que le decía.
—Cuando esté todo preparado, nos dirigiremos hacia Italia para luchar contra las tropas de Majencio.
Así que ése era el motivo por el cual se encontraban allí, en un campamento. Se estaba preparando una guerra.
—Acabaré con la vida de ese traidor...
Aunque no terminó la frase, Osio y Celso adivinaron sus pensamientos. La intención de Constantino era liquidar a Majencio, igual que, según algunos, había hecho con su progenitor Maximiano.
Los dos habían oído rumores sobre la oscura muerte del antiguo augusto. Se decía que su enorme ambición le había llevado a conspirar contra su propio yerno y aliado de Majencio, el emperador Constantino. Contaban que había sido la emperatriz Fausta quien, al conocer los planes de Maximiano, que pretendía asesinar a Constantino en su propia cama, se puso de parte de su esposo y le advirtió del peligro que corría, provocando el final de su propio padre. Aquello ocurrió hacía casi dos años, y muy cerca de allí, en el sur de la Galia. Se comentaba que había aparecido ahorcado. Suicidio, se dijo. Otros aseguraban que fue el propio Constantino quien ordenó la ejecución de su suegro, pues no le faltaban razones para hacerlo. Celso, intimidado aún por la fría mirada del emperador, se dio cuenta de que todo lo que se contaba de él era posible. Perfectamente pudo ser él quien ordenara el asesinato de su propio suegro, del padre de su esposa.
—Meses después de que yo fuera aclamado por las tropas, Majencio forzó su proclamación en Italia. Pero mientras yo me sacrificaba por Roma, tratando de mantener a raya a los bárbaros en las fronteras de Britania y del Reno, él se abandonaba a los placeres de Roma rodeado de toda clase de vicios, comportándose como un tirano. No merece portar la púrpura. Ha usurpado los poderes del imperio y no sabe cómo hacer uso de ellos. Carece de legitimidad alguna, pues con sus desmanes ha impedido que nosotros le reconozcamos. Es un traidor y, por el bien de Roma, debe ser eliminado.
Celso no entendía dónde quería llegar Constantino, ni por qué trataba de convencerle a él, que no era más que un servidor del Señor, de lo pernicioso que resultaba Majencio para Roma. Quiso darse la vuelta hacia donde aguardaba Osio para interrogarle con la mirada pero se contuvo; no podía darle la espalda al emperador. De pie, frente a él, siguió escuchándole con el máximo de los respetos, aunque algo confundido.
—Es el momento de que sólo quede un emperador para todas las provincias occidentales —anunció, dirigiendo su fría mirada hacia uno de los bustos que parecían descansar en la penumbra, el de Diocleciano. Enmudeció durante un instante y, de repente, se dirigió a Celso como si acabara de percatarse de su presencia. Le interpeló variando el tratamiento—: ¿Sabes a qué nos enfrentamos en realidad? —En el fondo no le interesaba tanto su opinión como la de poder introducir un nuevo argumento.
—Señor, mis conocimientos militares son nulos —respondió Celso con humildad—. Vos mismo acabáis de aclarar que os enfrentáis a Majencio, que gobierna en Roma.
—Eso es lo que creen mis ejércitos. Pero no es del todo cierto. Nos enfrentamos al poder mismo. La idea del colegio de emperadores que ideó el augusto Diocleciano ha fracasado. La prueba la tenéis en el control que ejerce Majencio desde Roma, sin ni siquiera haber sido aceptado por uno solo de nosotros. Si no ponemos fin al colegio de emperadores, seguirán surgiendo usurpadores que, como él, reclamen a su antojo su parcela de poder. Y Roma se desintegrará.
Celso bajó la mirada, esta vez tratando de evitar que el emperador pudiera leer lo que estaba pensando. Constantino no había sido menos usurpador que Majencio. Había sido proclamado por las tropas sin un reconocimiento inicial, que sólo llegó más tarde con la fuerza de los hechos que tuvo que asumir Galerio. Se le pasó por la cabeza que aquel precario equilibrio de poderes que amenazaba con romper la unidad del imperio, más que un lastre, era una vía abierta para que su augusto anfitrión consolidara su poder personal.
Le oyó continuar con su argumentación.
—Tenemos que frenar este absurdo modo de gobernar que terminará destruyendo nuestro imperio. Derrotar a Majencio es el primer paso para que Occidente pueda verse al fin en manos de un único emperador. Es lo mejor para Roma. Y ahí es donde mi augusta persona puede reclamar la colaboración de vuestra Iglesia. —Fijando en él su gélida mirada, le invitó a que sacara sus propias conclusiones—. Presbítero, creo que me entendéis, debemos caminar hacia la unidad. El mundo necesita un mando fuerte. —Obvió decir quién lo ostentaría.
—Un mando fuerte... bajo un único Dios —se atrevió a sugerir el presbítero. Celso supo darle al emperador la respuesta que esperaba.
Éste la recibió con una generosa sonrisa. Aquel presbítero le gustaba. Estaba seguro de que ellos dos iban a entenderse.
—Veo que me habéis comprendido a la perfección. Nuestro fiel consejero y servidor, el venerable obispo Osio de Córduba, no ha errado en su juicio sobre vuestra sagacidad.
Osio recibió el cumplido con una leve inclinación de cabeza.
—Presbítero, tenéis razón. —Había relajado definitivamente el tono—. Roma necesita un mando fuerte bajo un dios único. —Luego aclaró—: El culto al sol es el único capaz de aglutinar al imperio.
En los tiempos anteriores a Diocleciano —cuya obsesión por volver a la religión tradicional había llevado a la persecución de maniqueos y cristianos—, en algunas esferas del imperio se había estado ensayando la posibilidad de un culto único, un summus deus que, bajo diversas denominaciones, aglutinara a los numerosos grupos religiosos que convivían en los territorios de Roma y asegurara la paz entre ellos. Esa divinidad suprema, a la que todas las religiones debían rendir culto, no era otra que el dios Sol, al que se refería Constantino. Casi cuarenta años antes lo había intentado el emperador Aureliano, presentándose al mundo como la propia imagen de Helios, el reflejo mismo del sol. Pero no había sido capaz de consolidar su proyecto.
—Sabréis que vuestro augusto emperador es devoto del dios Apolo —dijo refiriéndose a él mismo—. Apolo, el dios de la luz y la verdad, representa ese culto solar del que os hablo, por el que también mi amado padre, el augusto Constancio, sentía gran veneración.
Constantino se había encargado de propagar a los cuatro vientos que, en su visita al templo del dios Apolo en las Galias, éste se le había aparecido acompañado de Victoria para ofrecerle coronas de laurel como presagio de futuros triunfos. Le hizo ver que, en adelante, él y su imperio contarían con la protección del dios.
—Apolo, como el sol, es el que rige el destino de todas las cosas, la divinidad suprema que está por encima de los demás dioses, y los gobierna. Actúa sobre el emperador, que es quien debe regir el destino del imperio y gobernar sobre el resto de los hombres.
—¿Apolo? Permitidme que os recuerde que no puede haber más que un Dios: el Dios de los cristianos; del mismo modo que no debe haber más que un emperador. —Celso clavó sobre él su seductora mirada, haciendo que su interlocutor pasara por alto su atrevimiento.
Constantino se había dejado llevar por la tensión dialéctica, olvidándose por un momento de su superioridad.
—Pero vosotros, los cristianos, también adoráis al sol. Presbítero, ¿conocéis la historia del ave Fénix? Es una bella historia. Yo la conocí de manos de un escritor cristiano, Lactancio, al que hice viajar desde Nicomedia hasta la corte de Tréveris, para que fuera el preceptor de mi querido hijo Crispo. —Eludió decir que Lactancio había cuidado del niño en su ausencia, y de su madre Minervina, su concubina, a la que había repudiado por interés político, para contraer matrimonio con Fausta.
A Celso le alegró saber que el hijo del emperador estaba en manos de un instructor cristiano, aunque no tenía noticias de su trabajo como escritor. Le preguntaría a Osio más tarde.
—La conozco, señor. Para nosotros, el ave Fénix simboliza la resurrección después de la muerte.
—Ese sol al que el ave dedica sus cantos es dios; poco importa que sea llamado Febo, Apolo, Helios o Cristo. Es el dios protector, renovador, el que nos da la vida, el que nos trae la luz. Vosotros, los cristianos, también ofrecéis culto al sol. Dirigís vuestros rezos hacia el Oriente.
Celso se limitó a asentir para no interrumpir al emperador.
—Adoráis al sol, aunque le llaméis Cristo y no Apolo. También los cristianos habéis abrazado el culto solar. Habéis asimilado vuestro dios al sol, al Uno, al Bien Supremo.
—Señor, el camino que mostráis es apasionante y veo que sois un buen conocedor de la filosofía griega, que también ha tenido una gran influencia sobre nuestra doctrina. Fue Orígenes, uno de nuestros grandes pensadores, de cuya inagotable sabiduría pude beber en sus libros durante mi estancia de juventud en Alejandría, quien aplicó el pensamiento neoplatónico sobre la teología cristiana. Fue Platón quien sostuvo que la divinidad, dios, theos, es el maestro de todo, y Orígenes reconoció a Cristo en semejante divinidad.
—En Roma sobran dioses al igual que sobran emperadores. Por mucho que nos empeñemos en restaurar los antiguos cultos, en obligar a sacrificar ante ellos, en perseguir a quienes los rechazan, las gentes hace tiempo que han dejado de creer en las divinidades tradicionales con la fuerza con la que se creía antes. No, Celso, también yo soy consciente de eso. Los dioses de nuestros antepasados ya no sirven para cohesionar al imperio. Y es un error culpabilizar a los cristianos por eso.
—No todos los emperadores piensan de ese modo —le recordó Celso, informado de la situación que se vivía en Oriente.
—Lo sé, presbítero. El edicto que firmamos poco antes de la muerte del augusto Galerio, como prueba de la buena voluntad de los emperadores hacia vuestra Iglesia, no ha sido respetado por todos. En las provincias orientales, el césar Maximino Daya ha roto su compromiso y vuelve a perseguir a los cristianos dentro de sus territorios, ante la pasividad del augusto Licinio. Pero yo no estoy dispuesto a tolerar más desmanes sobre vosotros. Éste es el compromiso de vuestro emperador. —Miró hacia donde estaba Osio y reconoció su intervención con un gesto—. Aconsejado por vuestro obispo Osio, le he hecho llegar mi postura al respecto.
Celso desvió la conversación y volvió a llevarla a su terreno, el de la negociación.
—Si no he entendido mal, lo que vuestra altísima dignidad está buscando es un único culto sobre el que apoyar vuestros proyectos políticos —recapituló Celso—. Y no parece importaros demasiado cómo se llame ese dios.
—Apolo, Helios o Cristo. Necesito que ese culto se ponga al servicio del poder... —Constantino hizo una meditada pausa en su discurso, quería que lo que estaba proponiendo quedara claro a su interlocutor—: ...de igual modo que vuestra Iglesia necesita que el poder favorezca su implantación.
Era cierto. Ése era el motivo por el que Osio, Celso y los demás representantes del clero habían acudido llenos de esperanza a la llamada de Constantino. Todos ellos eran conscientes de que el cristianismo había demostrado una gran capacidad de adaptación desde los primeros tiempos, desprendiéndose de la tradición judaica y revistiéndose de una pátina de helenismo que permitió su integración en la sociedad grecorromana. De que hubo un temprano esfuerzo, en el que ellos seguían insistiendo, por dotar a las comunidades de una disciplina universal y de unas instituciones estables que permitieran consolidar su presencia en el imperio. Y de que la gran fortaleza de que gozaba la Iglesia, a pesar de haber sido perseguida desde el poder, era deudora de aquel gran esfuerzo de implantación. Su organización jerárquica, con numerosos obispados, y la universalidad de sus enseñanzas, que, aun siendo una religión minoritaria, le hacía contar cada vez con mayor número de fieles, la convertían en un buen aliado para los planes del emperador.
—Dios ha de ser Uno como lo es el sol —reiteró el emperador, que insistía en el monoteísmo solar.
—Y lo es, señor. Dios es Uno, Indivisible. Esa es su fuerza. La unidad. Es la comunidad de fieles, la Iglesia, quien vela por ella. Apoyaos en ambos y obtendréis la más completa de las victorias. ¿Conocéis un dios más poderoso que el de los cristianos? —le retó el presbítero con la intención de poner en valor la Iglesia, a la que él representaba—. ¿Un dios por el que los hombres sean capaces de entregar su vida? Vos mismo presenciasteis el inicio de las persecuciones en Nicomedia, visteis cómo nuestros hermanos morían por defender su fe y lo hacían con la serenidad de quien cree en el poder de su Dios. Nuestros mártires son testigos de la grandeza de Cristo. Su gloria es la mejor prueba de que el Dios de los cristianos es el único Dios verdadero.
—Puede que tengáis razón. Pero como emperador no puedo dar la espalda a los dioses por mucho que su culto esté cayendo en el olvido. Soy supervisor de la religio romana, el responsable de que los cultos tradicionales continúen, aunque, como ya he demostrado, no a cualquier precio. Yo mismo mando acuñar con las efigies de los dioses. En mis monedas aparece Marte o Sol Invicto. No voy a dejar de lado a los dioses de nuestros mayores, pues forman parte de nuestra identidad, pero estoy dispuesto a apoyar un culto único, un dios supremo que cuide de Roma y de su emperador de una manera especial.
—El cristianismo. Señor, la victoria celestial llega para todos los que creen en Cristo... quizá también la victoria terrenal —dijo Celso sin dejar de mirar a los ojos del emperador. Acababa de convertirse en consejero de Constantino.