31

Aquella noche los cristianos de Nicomedia se habían reunido en el cementerio viejo para recordar el natalicio de uno de sus mártires. Conmemoraban su dies natalis. Pero no como lo hacían los gentiles, celebrando su llegada a este mundo, sino su salida de él, su muerte, su martyrium, lo que para ellos suponía el nacimiento a la vida eterna. A pesar de los difíciles momentos que seguían atravesando tras los escasos meses de tregua que les había dado el edicto de Galerio, eran muchos los que se habían congregado allí para celebrar que un hermano había salido victorioso de su combate con el diablo. Era el dies victoriae de Eveterio y se disponían a rendirle culto junto a su tumba. Pues había soportado con entereza propia de un santo los padecimientos que le condujeron a la muerte, participando serenamente del sacrificio sangriento de Cristo.

Su martirio era motivo de alegría para la comunidad cristiana de Nicomedia. Ese glorioso héroe que había vencido al maligno era uno de los suyos, y se sentían privilegiados por poder contar con los favores de un mártir; de un ser capaz de interceder por ellos desde el cielo, de redimirles de sus pecados y de ofrecerles su especial protección. El hermano Eveterio era un elegido de Dios, un don que la Iglesia de Nicomedia había recibido del Altísimo, pues no todos los cristianos que en aquellos días encontraron la muerte a manos del perseguidor eran honrados con la palma del martirio.

Tras su heroica entrega, los huesos del mártir fueron recogidos y guardados en una vasija de barro para ser llevados al cementerio viejo, mucho menos concurrido que los demás, donde habían sido depositados en una pequeña fosa cavada en la tierra y recubierta por losas de piedra. Era un enterramiento modesto para un campeón de la fe. En torno a su tumba, convertida en improvisado altar, se congregaban los fieles de la ciudad para recordar al mártir e invocarle, con la esperanza de que también ellos pudieran beneficiarse de su protección. Allí estaban Ninfa y los miembros de su comunidad, quienes, pasados los primeros meses de euforia por el cese de las persecuciones, habían vuelto a ocultarse en el puerto, tras los gruesos muros del almacén, que seguía siendo el lugar más seguro para ellos. Pero ése era un día especial, el dies natalis del mártir Eveterio, y habían querido sumarse a la celebración aun siendo conscientes del peligro que corrían al acudir hasta el cementerio.

—Desciende un momento y tráenos la protección de Cristo.

El obispo invocó la presencia del mártir para que se uniera a ellos y les trajera la protección divina. No sabía hasta qué punto iban a necesitarla. Ignoraba que en esos momentos una encolerizada turba de desposeídos, armada de palos y mazas, se dirigía hacia el cementerio viejo de la ciudad. Estaba jubiloso ante la presencia del mártir; secundado por casi la totalidad de su clero y por un nutrido grupo de confesores que habían sido liberados de su encierro tras la promulgación del edicto. Estos, que habían tenido la entereza suficiente para soportar los tormentos y las humillaciones sin renunciar a la fe, eran ahora objeto del respeto y las atenciones de los demás. Aquella noche también ellos habían querido honrar al mártir con su presencia. Se cantaron himnos y salmos en su honor. Junto al altar en el que se había convertido su tumba, fue Ninfa, la sacerdotisa, quien les leyó el relato de la pasión con su voz grave y profunda. Había sido recogido en un acta que daba fe de los padecimientos y sufrimientos a los que el santo se vio sometido en su lucha contra el maligno. No se escatimaba ningún detalle, pues el recuerdo de la sangre vertida por amor a Cristo avivaba la fe de los presentes.

Un metálico traqueteo rompió el silencio de la oración. Era el sonido de un carro. A poca distancia de donde se encontraban, dos esclavos públicos comenzaron a descargar cadáveres y a apilarlos en el interior de una gran fosa común donde debían ser quemados antes del amanecer. Era la pira funeraria reservada a los más pobres, a aquellos que no habían dejado recursos suficientes como para que los suyos pudieran contratar los servicios de una funeraria, y que tampoco habían podido pagar, en vida, una mínima cuota a alguna corporación que les garantizara un sepelio decente. Durante las últimas semanas había habido mucho trabajo. Cada día que pasaba eran más los cuerpos sin vida que había que retirar de la vía pública, bien fuera porque la muerte hubiera sorprendido a sus desdichados inquilinos en plena calle, bien porque habían sido sacados de las casas y abandonados allí por miedo a la peste.

—Señor, apresura la venida de tu Reino. Haz pronto justicia entre los habitantes de la Tierra.

No había más luz en el cementerio que la de las lucernas que ardían sobre el martyrium, y los esclavos públicos aún tardarían en hacer prender los cuerpos. Por eso pudieron verlos acercarse de lejos. Portaban antorchas y un rumor de voces les acompañaba. Sonaban amenazantes. Pero los cristianos no supieron reaccionar a tiempo. Siguieron con sus plegarias y, antes de que se dieran cuenta, se vieron rodeados por una manada de hombres hambrientos y desesperados que les miraban en silencio, clavándoles sus ojos llenos de rabia y de rencor. Los cristianos enseguida comprendieron lo que aquellas gentes habían ido a buscar. Sus pálidos rostros clamaban venganza. Les echaban la culpa de su propia indigencia y les advertían que habrían de pagar caro por ella. «Yo os envío como ovejas en medio de lobos.»

—Clito... No te muevas, hijo. Esas gentes vienen a por nosotros —le dijo Furtas, sujetándole firmemente del brazo. Conocía bien al muchacho y temió que reaccionara enfrentándose a ellos.

—No temas, Furtas. Pronto se irán. Sólo quieren amedrentarnos —le respondió éste, muerto de pánico. Podía verse el odio en cada una de sus caras.

—Son como lobos. Se comportan como ellos. Nos están observando antes de atacar, eligiendo quiénes de nosotros seremos su presa.

—Furtas, si eso sucede, si se echan sobre nosotros, debemos correr hacia palacio. No estaremos a salvo hasta que alcancemos la boca del túnel. Esos hombres no se atreverán a penetrar en sus muros por temor a los emperadores. Hemos de salir corriendo, ¿me entiendes? —musitó entre dientes. No quería hablar alto para no llamar la atención de los violentos.

El viejo asintió con preocupación. Claro que le había entendido, pero él ya no tenía la agilidad de otros tiempos y sabía que no iba a conseguirlo. Se sentía incapaz de correr hasta palacio.

Clito veía las caras desencajadas de aquellos hombres famélicos y harapientos que les miraban con un odio visceral, irracional y profundo. Estaban rabiosos como animales. Sabía que no tardarían en lanzarse sobre ellos para saciar su indignación a fuerza de golpes y que ellos no podían hacer nada por evitarlo; tan sólo tratar de escapar antes de que fuera demasiado tarde. Cogió la mano de Lidia, que permanecía muda a su lado, y le pidió que, pasara lo que pasara, no se soltara de él. Luego intentó tranquilizarla tomándola de los hombros, atrayéndosela para sí. La mujer no pudo ni siquiera responderle. Estaba aterrada. Se le había hecho un nudo en la garganta que le impedía hablar. El muchacho volvió a mirar al viejo Furtas. No quería que les pasara nada. Ellos dos eran su única familia.

Con esos pensamientos, se unió a las súplicas de los hermanos, que seguían invocando al mártir en busca de protección. Necesitaban que hiciera valer su poder ante Dios. La comunidad estaba en peligro, o pronto lo estaría, pues aquellos hombres no tardarían en desatar su furia contra ellos. Le invocaban. Rogaban al mártir que les protegiese del maligno. Le pedían templanza. Todos querían estar un poco más cerca de los restos de Eveterio, de los que emanaba el poder de Dios, así que fueron desplazándose al lugar donde habían sido enterrados hasta formar una pina en torno a su martyrium. En el centro se hallaba el obispo con su clero, dirigiendo las súplicas de los fieles, que, mansos como corderos, rezaban entre susurros para que les librara de la desesperación de aquellos hombres, que acechaban a su alrededor como si fuesen lobos.

Pero ni siquiera la intervención del mártir pudo salvarles. A una señal del predicador, se abalanzaron sobre ellos y comenzaron a golpearles con sus estacas y mazos. Los más previsores llevaban cuchillos. En unos instantes, la tensión había dado paso a la confusión más absoluta, a la violencia. El silencio se llenó de gritos enfurecidos, de lamentos y de súplicas, y muchos de los hermanos fueron apaleados hasta la muerte. Otros, los menos, aprovechando el desorden, huyeron de allí. A pocos pasos de donde se encontraban, los dos esclavos públicos preparaban la pira de cadáveres antes de prenderle fuego, sin inmutarse por lo que les estaba sucediendo a aquellos infelices. Ése no era asunto suyo.

Ántimo no participó del tumulto, pero sí de la festividad del mártir. Agachado junto a su tumba, ajeno a la violencia que sus propias palabras habían provocado, estuvo un buen rato llenando el zurrón de cuero con los mejores manjares que se iban a ofrecer con motivo del dies natalis del hermano Eveterio. Sólo cuando lo tuvo bien repleto, empezó a comer lo que no había podido meter en la bolsa. Lo hacía con glotonería, tragando con increíble voracidad, como si no hubiese probado bocado en mucho tiempo. De vez en cuando se detenía para limpiarse los restos de comida de la boca con el antebrazo o para beber un trago de vino. Fue entonces cuando Asterio, uno de los joyeros de Efeso perteneciente a la comunidad de Ninfa, le reconoció.

—Ántimo, veo que no tuviste bastante con todo lo que robaste a la iglesia de Éfeso.

Al oír aquello, el charlatán dejó de atiborrarse a costa de los cristianos. Tragó con cierta dificultad el pedazo de pan dulce que tenía en la boca y alzó la vista. Asterio le había reconocido a pesar de la barba. En vez de intentar huir como los demás, el joyero se había detenido junto al predicador para reprocharle todo el mal que había hecho. Éste le escuchaba, sentado al borde de la tumba del mártir, con el pedazo de torta en la mano y la sorpresa todavía en la cara.

—No tuviste ningún reparo en quedarte con los bienes de los que más lo necesitaban. Les quitaste el pan a las viudas y a los huérfanos. Te aprovechaste de la buena voluntad de los hermanos. Dejaste que te dieran más de lo que podían darte. Nos engañaste a todos... y ahora veo que también has estado corrompiendo el corazón de estos desgraciados. ¿Qué es lo que te hemos hecho, Ántimo, para que dirijas tu saña contra nosotros?

El predicador no tenía ganas de hablar. Lo cierto era que los cristianos no le habían hecho nada a él personalmente; más bien al contrario. Durante el tiempo que estuvo viviendo en Éfeso, le trataron como a un rey. Bastó con hacerse pasar por confesor para que la comunidad cristiana de esa ciudad se deshiciera en atenciones con su persona. Al principio, cuando todavía estaba en la cárcel, ni siquiera había barajado la posibilidad de fingir que era uno de ellos. ¿Cómo iba a hacerlo? No era tonto y sabía qué les esperaba a los tres cristianos que compartían celda con él. Pero cuando, como el resto, comenzó a recibir las visitas de los hermanos, no pudo evitar dejarse cuidar y acompañar.

Pronto se acostumbró a las ofrendas y lisonjas de la comunidad, que le trataba como al resto de los que sufrían presidio por Cristo. Si bien el motivo por el cual él estaba en el calabozo era muy distinto. Le habían acusado de homicidio. Había matado al propietario de su apestosa vivienda por haberle querido subir el alquiler por dos veces consecutivas en un año. Sólo él sabía que, si llegara el momento de confesar su fe ante las autoridades, negaría con rotundidad cualquier vinculación al cristianismo. Los hermanos no podían imaginarse que Ántimo, el confesor, no era más que un impostor.

Juraría a los dioses de Roma y sacrificaría al emperador, y lo haría sin titubear, pues él no era cristiano aunque se beneficiara de la fraternidad de aquella Iglesia. Y, cuando menos lo esperaba, llegó ese edicto del emperador Galerio por el cual todos los partidarios de Cristo quedaban libres de prisión. Su sorpresa fue mayúscula al comprobar que a él también le soltaban. Fue recibido con los honores del resto, así que se dejó llevar y siguió haciéndose pasar por lo que no era. Casi sin saber cómo, había entrado en la élite de la Iglesia cristiana en calidad de confesor. Entre los seguidores de Jesús, durante el tiempo de las persecuciones, aquellos que habían soportado los tormentos hasta el final, aunque no hubiesen alcanzado la muerte eran tratados con gran respeto y generosidad. Y así fue tratado Ántimo. Una generosidad de la que él se estuvo aprovechando hasta que decidió cambiar de aires y trasladarse a Nicomedia, donde no tuvo tanta suerte con los cristianos. Así que se buscó la vida de la mejor manera que supo. Hizo valer todo lo que había aprendido durante el tiempo que estuvo conviviendo con los integrantes de la maldita secta y, cuando se enteró de que el nuevo emperador Maximino Daya quería propagar el odio a los cristianos entre la población, puso todo su arte al servicio de las autoridades. Y hasta el momento no le había ido nada mal.

—Corre, Furtas. ¡Corre! ¡No mires hacia atrás! —Clito, con Lidia de la mano, se detuvo un momento para esperar al anciano. Se le veía agotado, sin fuerzas para continuar, pero no podía dejar que descansase hasta que no se vieran a salvo.

A sus espaldas, muchos de los hermanos morían bajo la protección del mártir. Aún no había sido aplacada la inmensa ira de aquella jauría de desharrapados, que no cejarían hasta haberlos matado a todos, con el convencimiento de que así se ganarían el favor de los dioses y pondrían fin a sus desgraciadas existencias. Mientras ellos apaleaban a los cristianos, su mentor, ese charlatán con barba de chivo que les había conducido hasta allí, seguía deleitándose con los sabrosos bienes que debían haber sido ofrecidos en honor al mártir: pan, dulces, aves, frutos secos, miel, vino, salazones... Estaba encantado. Había recobrado la tranquilidad, después de que una joven furiosa y todavía sedienta de sangre acuchillara al joyero de Efeso, quitándoselo de encima. Resultaba muy molesto escuchar reproches a mitad de un festín.

Clito había visto morir a muchos de los suyos. También a Ninfa. La mataron unas niñas. Había quedado tendida a los pies de uno de los majestuosos mausoleos que se alineaban a los largo de la vía junto con otros tipos de enterramientos más humildes. Su túnica blanca se había teñido de sangre y sus ojos verdes seguían irradiando esa extraña luz que, ahora lo veía claro, era una promesa de vida eterna. No había habido tiempo de cerrárselos.

—¡Corre! ¡No te pares, Furtas! ¡Ya casi hemos llegado! —le animó Clito al ver que el anciano volvía a detenerse para tomar aire.

—No puedo correr más. Estoy demasiado viejo. Id vosotros delante. Yo ya os alcanzaré —les rogó entre jadeos. Le faltaba el aliento.

—¡No te pares! Aunque no corras, sigue avanzando. No podemos detenernos ahora. —Mientras le exhortaba, Clito miraba al cielo—. Ya no nos persiguen, pero es demasiado tarde. Está amaneciendo y pronto notarán nuestra ausencia.

—Vamos, Furtas. Yo también estoy muy cansada. Pero Clito tiene razón. Hemos de regresar a palacio cuanto antes —le alentó Lidia, empujándole suavemente. No creyó necesario recordarle lo que pasaría si llegaran a descubrirles.

El sármata no se resistió. Comenzó a caminar todo lo rápido que pudo, que no era mucho, sabiendo que ellos tenían razón. Miró a su mujer de soslayo y entonces rió.

—Lidia, nos hacemos viejos...

Cuando por fin alcanzaron el muro norte de palacio, ya era demasiado tarde. Habían comenzado a salir los primeros rayos del sol y lo más probable era que allí dentro alguien se hubiera dado cuenta de su ausencia. La suya y la del resto de los cristianos que habían asistido a la fiesta del mártir, cuya suerte ignoraban, aunque se temían lo peor. Penetraron en la oscuridad del túnel con la incertidumbre de no saber qué iban a encontrarse al otro lado. Ahora que estaban a salvo de aquella turba de criminales, imaginaban lo que podía sucederles si los servidores imperiales les descubrían. Ninguno de los tres quiso compartir sus pensamientos con los demás, no fuera a ser que eso les trajera mala suerte. No hablaban, parecían concentrados en avanzar. De vez en cuando se oía el agudo chillido de las ratas o el goteo del agua que se filtraba a través del techo. Tan absortos estaban en sus propios pensamientos, que ni siquiera notaron la humedad y el frío de otras veces. Era Clito quien se había puesto a la cabeza del grupo. Llevaba a Lidia de la mano y se detenía de vez en cuando para animar al viejo Furtas a que continuara, pues el sármata apenas podía dar un paso y arrastraba los pies con una exasperante lentitud. No podía ir más deprisa, por mucho que Lidia y Clito trataran de tirar de él. Justo en el último tramo se detuvo, negándose en redondo a continuar.

—No puedo dar un paso más —soltó por fin.

—Vamos, padre. Ya casi hemos llegado. Luego podrás descansar. —Se arrepintió de haberle dicho eso. Los esclavos no descansaban a menos que los señores lo quisieran.

—No puedo. Mis torpes piernas no me responden. Ya no tengo edad para estas aventuras. Estoy muy cansado... —se quejó mientras buscaba apoyarse en la pared para no perder el equilibrio.

—Furtas, pidamos al mártir que nos ampare... pero mientras, sigamos caminando —le insistió su mujer, cada vez más preocupada.

—¿Al mártir? Lidia, tú igual que yo has visto cómo mataban a nuestros hermanos sobre su propia tumba. —Resolló—. ¿Y qué ha hecho el mártir por ellos? ¿De qué nos ha servido pedirle su protección?

—El odio contra nosotros es demasiado grande. Jesús nos lo advirtió. Seremos recompensados por todos nuestros sufrimientos cuando alcancemos el reino de Dios. Debemos ser fuertes y creer en su palabra. Tenemos que llegar hasta el final.

—No podemos seguir arriesgando nuestra vida y la de Clito. —Hablaba de él como si aún fuese un niño—. Yo confío en que algún día los cristianos podamos reunimos en el nombre del Señor sin temor a que vuelva a sucedemos lo que ha ocurrido hoy. Hasta entonces debemos ser «prudentes como las serpientes»...

Furtas se acordó de una de las frases de Jesús y sonrió al comprobar que había ganado la partida a su mala memoria: «Yo os envío como ovejas en medio de los lobos. Sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas.» Había escuchado ese versículo de Mateo en boca de Ninfa muchas más veces de las que hubiera deseado.

Lidia y Clito le atendían con respetuoso cariño, ocultando su impaciencia. No era momento de reflexiones. Tenían que incorporarse a sus tareas antes de que alguno de los domésticos les denunciara. El viejo también lo sabía.

—Ahora será mejor que salgáis de aquí, si es que no es ya demasiado tarde. En cuanto me haya recuperado, os alcanzaré.

Ántimo se había dado por satisfecho después del festín a costa de los cristianos. Tenía el estómago lleno y un pesado sopor comenzaba a embargarle. Quiso beber algo más de vino antes de quedarse dormido, así que comenzó a destapar las pocas vasijas que aún no habían sido vaciadas por él, y fue oliendo su contenido. Por fin encontró un caldo de su agrado y lo saboreó despacio, deleitándose con su áspero aroma, como si no hubiera bebido durante toda la noche. Estaba tan borracho que ni siquiera se dio cuenta de que le observaban.

—¡Mirad lo que ha estado haciendo el charlatán!

Los restos de comida que tenía al lado evidenciaban que había estado dándose un banquete. Se acercaron a él y le rodearon. Ántimo les miraba desconcertado. No supo quiénes eran hasta que cayó en la cuenta. De repente, recordó todo lo que había sucedido esa noche: aquella jauría de hombres sedientos de sangre, las antorchas, los ruegos y gritos, las lamentaciones de los cristianos, el hermano de Éfeso... toda aquella comida, el vino... Y ahora aquellos hombres que le miraban como habían mirado antes a los cristianos. A pesar de su embriaguez, no tardó en darse cuenta de lo que iba a pasar. Tragó saliva.

—No nos ha dejado ni las migas —denunció un hombretón, señalando el suelo con las manos manchadas por la sangre de los cristianos.

—Eso era lo que quería de nosotros. ¡Le hemos hecho el trabajo sucio! Nos hemos cargado a todos esos, mientras él se emborrachaba a nuestra salud —replicó otro, no menos indignado.

—¡Eh, tú! —le interpeló un sujeto alto y extremadamente velludo, al tiempo que le propinaba una fuerte patada en el costado que le hizo caer tumbado sobre la tumba del mártir—. ¿Por qué no nos has invitado al festín?

—¡También nosotros tenemos hambre! —gritó una mujer igual de sucia que el resto, con un escuálido crío colgado de sus huesudas caderas.

—¡Contesta! ¿Por qué no nos has invitado? —le volvió a increpar el hombre que le había dado la patada.

Ántimo no podía contestar. Se encontraba demasiado ebrio como para intentar persuadir al resto de su inocencia; tal vez en otro estado lo hubiera conseguido. Pero estaba tan bebido que ni siquiera podía articular palabra.

—¿Qué te pasa, predicador? ¿Es que no tienes ganas de hablar? Yo os explicaré lo que ocurre aquí —les dijo un mendigo recién incorporado al grupo—. Ántimo es un charlatán, un rufián... y se ha querido aprovechar de nosotros. Pero... ¡con la miseria no se juega! —Le golpeó una y otra vez, descargando sobre él toda la rabia que aún tenía dentro—. No es menos culpable que los cristianos.

—¡Matémosle!

—¡Granuja!

—¡Sinvergüenza!

—¡Te vamos a matar aquí mismo!

—¡Dale!

—No... tened compasión —les suplicó el predicador.

Aquellas desesperadas gentes carecían de todo, también de compasión. Les estaba pidiendo algo que ninguno de ellos tenía. Con los primeros golpes, encogió su cuerpo e intentó protegerse con los brazos. Fue en vano. Siguió recibiendo palos y patadas hasta perder el conocimiento. Ántimo murió apaleado, víctima de la ira que él mismo había desatado.

Aún no había terminado su agonía y las mujeres ya se disputaban su zurrón. Peleaban por él como fieras, mientras los demás recogían con la avidez de los pájaros los restos de comida que quedaban esparcidos por el suelo. Habían dejado de prestar atención a los cristianos, cuyos cuerpos sin vida yacían muy cerca del mártir, al amparo de su protección.

—Hay mucho trabajo últimamente —se quejó uno de los esclavos municipales mientras prendía fuego a la gran pira de los pobres, como la llamaban en la ciudad. Pronto el montón de cadáveres comenzó a arder entre las llamas y el cementerio viejo se llenó de luz.

Había amanecido cuando por fin pudieron salir del túnel. La boca del conducto de aguas que los cristianos de palacio utilizaban para sus escapadas nocturnas —y que en una ocasión sirvió para que el joven Constantino, ahora convertido en emperador en Occidente, pudiera huir de las garras de Galerio—, estaba oculta tras unos tablones de madera, en la parte trasera de las cocinas, donde se almacenaban las tinajas de garum y de aceite. Quienes no conocían su existencia nunca hubieran sospechado que aquel desagüe en desuso conducía directamente al exterior del muro oeste. Y quienes, entre los que no eran cristianos, sabían que allí había una salida preferían ignorarla, pues ningún esclavo en su sano juicio se atrevería a fugarse de la corte por mucho que le invitaran a hacerlo. Era preferible malvivir entre emperadores que caer en las manos de un tratante, o, peor aún, ser considerado un fugitivo y recibir castigo por ello. Lidia pudo incorporarse a su trabajo sin ser descubierta gracias a la colaboración de las demás esclavas, que la tenían en bastante buena estima; pero Clito no corrió la misma suerte.

En cuanto puso sus pies en el árido patio de los esclavos, fue increpado por Diodoro, que le esperaba a la puerta de las cocinas, sentado sobre una silla vieja y algo coja que él usaba como trono. La obesa presencia del monarca de los esclavos amenazaba con romperla de un momento a otro.

—¡Eh, tú, chico! De palacio nadie sale sin permiso del rey.

Clito hizo como si no le hubiera escuchado y siguió caminando hacia la cisterna, donde pretendía mojarse la cara para espabilarse antes de incorporarse a su trabajo entre los fogones. Tenía otras cosas en las que pensar. Empezaba a estar preocupado por Furtas. En realidad, se arrepentía de haberle dejado atrás en el túnel, pues aún no había salido.

—Cuando el rey habla, los súbditos se postran.

Y al ver que el muchacho seguía haciendo caso omiso a sus regias palabras, ordenó a Alfio y a Therón que le obligaran a humillarse ante él. Le bastó levantar las cejas para que aquéllos cogieran a Clito prácticamente en volandas y lo arrojaran a los pies de su señor.

—Inclínate ante el rey. ¡Así! —Therón, que no le iba a perdonar aquella humillante patada mientras viviera, le había atenazado la nuca con sus fuertes manos y le forzaba a inclinar su cuerpo de tal forma que casi le hizo besar el suelo.

—Y ahora... llamad al encargado y decidle que uno de los esclavos ha abandonado... —Se reclinó sobre el maltrecho trono, que emitió un lastimero crujido al que Diodoro ya debía haberse acostumbrado, pues ni se inmutó al oírlo. Entonces le mostró su magnífica clemencia—: Seré benévolo contigo, cristiano. Espero que en adelante sepas apreciar la magnanimidad del rey. —Luego se dirigió a los otros dos—: Decidle que uno de los esclavos de las cocinas ha abandonado su puesto durante buena parte de la mañana, escabulléndose de sus tareas. Y que no es la primera vez. —Dejó que Therón y Alfio se marcharan y, en cuanto se vio a solas con él, le despidió con una advertencia—. Espero que sea la última. Del palacio nadie sale sin permiso del rey.

—Lo tendré en cuenta, señor —respondió Clito en tono reverencial. Aquel gordinflón le acababa de perdonar la vida.

—Cristiano, cada vez que sientas el látigo en tu descarnada espalda, acuérdate de quién ha sido el que te ha castigado.

Clito no pensó ni un solo momento en las palabras de Diodoro. Poco le importaba quién le hubiera castigado. Buscaba con desesperación la mirada de Lidia, que asistía a la flagelación junto al resto de los esclavos, por orden expresa del encargado, muy interesado en que aquel escarmiento sirviera de lección a los demás. La anciana tenía el semblante triste, desolado, y Clito trataba por todos los medios de averiguar cuál era el motivo de su tristeza: si se debía a lo que estaba presenciando, o si había algo más. Pero por mucho que miraba, no veía a Furtas por ninguna parte. Gimió de dolor al sentir un nuevo azote sobre su carne, el quinto. Al fin, sus ojos se cruzaron con los de la mujer durante apenas unos segundos y le preguntaron por el anciano. Ella negó con la cabeza. Apretaba los labios para contener el llanto. El sexto azote apenas le dolió. Tampoco el séptimo. Clito no sentía más dolor que el de la pérdida de su amigo. Ahora estaba seguro de que el viejo Furtas ya no regresaría. Lloró como nunca lo había hecho.