Emérita
Febrero de 312 d.C.
—¡Los cristianos tienen la culpa! —vociferó una mujer indignada por lo que estaba sucediendo.
—¡Ellos tienen la culpa! —replicó el hombre que estaba a su lado.
Se trataba de un conocido mendigo al que la gente había dejado de dar limosna porque todos sabían que destinaba las escasas monedas que recibía a enriquecer al tramposo de Minucio o a cualquier otro tabernero de la ciudad.
—¡Son como las ratas! —se oyó decir a una voz entre la multitud, aunque sólo su propietario y quienes lo tenían cerca podían asegurar de dónde venía.
En lo alto de la escalinata de mármol que conducía al gran templo de Augusto —con el que los antiguos habitantes de la provincia de Bitinia habían querido honrar a su emperador como a un dios—, se encontraba Ántimo, el predicador. Una auténtica muchedumbre se había acercado hasta allí para escucharle, pues sus discursos en contra de los cristianos gozaban de una enorme popularidad entre los sectores más marginales de la capital. Pero pocos de aquellos desharrapados podían mantener la boca cerrada cuando Ántimo comenzaba a hablarles. La mayoría respondía a sus provocaciones con la misma intensidad con la que él pronunciaba sus soflamas. Ántimo sabía bien que muchos de ellos no tenían con qué llenar sus vacíos estómagos, y que, con aquellas palabras, no hacía sino alimentar su ira en contra de los únicos causantes de todos los males que les acechaban: los cristianos.
—¡Han sido ellos!
—¡Ellos han sido los que nos han traído la peste!
—¡Sí, han sido ellos!
No fueron los cristianos quienes habían traído la peste a la ciudad, sino las ratas. Habían entrado por el puerto después de haber viajado como polizones en las bodegas de algunos de los barcos procedentes de otras provincias de Oriente, donde la plaga ya comenzaba a preocupar a las autoridades. Cientos de ratas muertas, amontonadas en bordillos y rincones, anunciaban los devastadores efectos que la epidemia tendría sobre la población si no se hacía nada por contenerla. Y la población estaba demasiado castigada por el hambre y la desnutrición como para resistir a esta nueva amenaza. Las malas cosechas de los últimos años, la pobreza y la presión del fisco habían llenado de indigentes las calles de la ciudad. Gentes famélicas que gemían y se lamentaban mientras caminaban de un lado a otro sin rumbo, como si fueran fantasmas cadavéricos, débiles, moribundos, sin esperanza de seguir viviendo. De nada había servido la limpieza que años atrás hiciera el augusto Galerio, cuando embarcó a los mendigos de la capital para arrojarlos al mar. La situación era mucho peor que entonces; y en los próximos meses habría que añadir un nuevo mal: la peste. Por el momento, más de treinta personas habían muerto a causa de esa terrible enfermedad, y no se sabía cuántos podían ser los contagiados.
—¡Esa secta maléfica es la causante de todas nuestras desgracias!
—Son ellos... ¡los cristianos!
El predicador dejó que la muchedumbre diera rienda suelta a su ira durante unos minutos, y reanudó su discurso en cuanto advirtió que los ánimos estaban lo suficientemente caldeados. Entonces, extendió las palmas de las manos pidiéndoles calma y volvió a hablarles. Sus incendiarias palabras prendieron como la estopa entre los congregados.
—¡Escuchadme bien lo que voy a deciros! Esta nueva calamidad que ha caído sobre nosotros es una advertencia de los dioses. ¡Un nuevo prodigio de nuestras divinidades! Y hemos de saber que su cólera no cesará hasta que acabemos de una vez por todas con los enemigos de Roma.
—Sí, eso. ¡Acabemos con ellos!
—¡A las fieras!
—Son ellos los culpables... Han despertado la cólera de los dioses.
—¡Muerte a esos malditos cristianos!
—¡A las fieras!
Dejó hablar al vulgo antes de reanudar su discurso.
—Nuestro césar Maximino Daya se ha visto obligado a detener la acción que tan juiciosamente había reemprendido contra ellos. Han sido sus propios colegas en el gobierno del imperio quienes le han obligado a hacerlo, por su propia conveniencia, sin respetar la voluntad de los dioses. Quieren atraer a los cristianos a su causa para hacerse con el poder.
Ántimo se refería a las presiones que había estado recibiendo el césar de Oriente por parte de los emperadores de Occidente. En concreto, hacía poco había llegado a la corte una carta de Constantino en que le reprochaba sus desmanes sobre los cristianos de los territorios orientales y le recordaba su obligación de cumplir lo pactado, antes de la muerte de Galerio. Y eso significaba acatar el edicto que todos ellos habían firmado, y que ponía fin a las persecuciones.
Al igual que el resto de emperadores, Maximino Daya —aquel al que Galerio había ascendido de la nada en su estrategia por controlar el imperio tras la retirada de Diocleciano y que ahora ocupaba la corte de Nicomedia— se había visto obligado a ratificar el acuerdo que declaraba al cristianismo como religión lícita, dando órdenes a sus subordinados de que ningún cristiano podía ser castigado por el hecho de serlo. Por primera vez desde que Diocleciano decretara la persecución, las iglesias se reunían a la luz del día sin miedo a represalias. Y en cumplimiento de la orden imperial, los seguidores de Cristo fueron liberados de las cárceles, levantándose los duros castigos que sobre ellos habían sido impuestos. Los cristianos pudieron celebrar el triunfo de su lucha con alegría, satisfechos de haber llegado hasta el final, de haber podido vencer al diablo una vez más.
Sin embargo, los buenos propósitos con los cristianos por parte del césar de Oriente tuvieron un recorrido demasiado corto. A los pocos meses de promulgarse el edicto, se impidieron las asambleas en los cementerios, y pronto se reanudaron las persecuciones. En esa ocasión, Maximino Daya quiso evitar que proliferaran los mártires y los condenados fueron castigados con horribles mutilaciones. Puso de nuevo en marcha la maquinaria de la persecución, pero sobre todo atacó al cristianismo con la palabra. Volvió a hacer correr las calumnias populares, ya prácticamente extinguidas, y se encargó de reavivarlas a través de la propaganda. Hizo circular unos falsos Hechos de Pilato en los que se atacaba la fe de Cristo, y con los que se pretendía aleccionar e inflamar los ánimos de las gentes en contra de esa maldita impostura que para la mayoría era el cristianismo.
—¡Pero los cristianos desprecian a nuestros dioses!
—¡Se mofan de ellos!
—¡No los quieren! ¡Nos desprecian a nosotros por creer en ellos!
—No os falta razón en lo que decís —anunció Ántimo, el predicador, con vehemencia—. ¡Son ateos! Se refugian en la oscuridad de la noche para adorar no a un dios... sino a un hombre... —Deslizó estas últimas palabras consciente del efecto que producirían entre el público. Aguardó mientras les observaba desde lo alto de la escalinata. Esa pobre gente necesitaba descargar su indignación contra alguien, y él les estaba orientando. Luego prosiguió—: Ese hombre, Jesús, era además un criminal. Las autoridades juzgaron sus crímenes y lo castigaron con el suplicio máximo, ¡con la cruz! —gritó extendiendo los brazos a un lado y otro de su cuerpo.
Estaba crecido, pagado de sí mismo por la enorme atracción que su prédica despertaba entre las masas. Lucía un aspecto descuidado y sucio que respondía a la más absoluta premeditación. Se había vestido con una raída túnica de color oscuro y capa de lana, tan gastada y llena de mugre como la de los más miserables. Sus pies estaban descalzos a pesar del frío del invierno. Tenía una barba de color rojo pajizo acabada en pico como la de un chivo, que él había hecho crecer más de lo aceptable para darse un cierto aire de filósofo del que se sentía especialmente orgulloso, al considerar que aumentaba el efecto de su puesta en escena. Colgaba de su hombro un zurrón vacío que pretendía llenar esa misma noche.
—Ese Jesús al que adoran los cristianos no era más que un impostor, un malhechor, un delincuente, y por eso fue crucificado. En su fanatismo, se atreven a decir que ese criminal era el hijo de Dios, pues para ellos no existe otro. Cegados por la ignorancia, sostienen que su adorado malhechor es un ser divino, y quieren hacernos creer a todos los que no formamos parte de esa secta maldita que su líder, una vez muerto, volvió a la vida. —Se detuvo para escuchar los murmullos de la gente—. Ninguno de vosotros creeríais algo semejante, pero sus sacerdotes han logrado engañar a muchos infelices con estas patrañas. Se rodean de crédulas mujerzuelas de las que no dudan en aprovecharse... ya me entendéis. —Escuchó alguna risa entre sus incondicionales y eso le dio ánimo a seguir.
»Os contaré lo que sucedió en realidad. Fueron los discípulos de ese farsante los que robaron su cuerpo sin vida del sepulcro donde había sido depositado tres días antes. Y, entonces, ante la tumba vacía, comenzaron a gritar con fingido alborozo que su señor Jesucristo había resucitado y que cumpliría con lo que les había prometido. ¿Sabéis qué era lo que les había prometido? Pues lo que ningún hombre puede prometer: ¡la vida eterna! Sí, ¡escuchadme bien! ¡La vida eterna...! —Bajó la voz de tal modo que parecía estar confiándoles el más inconfesable de los secretos—. Ellos creen que vivirán felices para siempre una vez alcancen la muerte. Tal vez eso es lo que quieren... y tal vez nosotros podamos ayudarles.
El público se revolvió de nuevo ante la perspectiva de ser ellos mismos quienes dieran muerte a los cristianos, los que pusieran fin a su aciaga existencia. Entre ellos no sólo había hombres, también mujeres, ancianos e incluso un reducido grupo de chiquillos desesperados, que atendían a las palabras del predicador con el mismo entusiasmo que los mayores. Odiaban a los cristianos y aquel predicador se había hecho tan popular entre ellos porque les decía lo que querían oír.
—Dicen que, tras sacrificar a un niño, se reparten sus carnes —se oyó gritar entre la multitud.
—Eso es cierto —contestó el predicador, señalando hacia el lugar del que procedía la voz—. Yo mismo lo he visto con mis propios ojos... —Se señaló los ojos, extendiendo los dos índices sobre ellos y exhibiendo aquel teatral gesto ante su fascinado público. Pidió respeto para poder continuar—. Toman a las criaturas que han sido expuestas en la calle para darles un final mucho peor del que les esperaba. Las sacrifican en sus ritos de iniciación.
—¡Asesinos!
—¡Hemos de acabar con ellos!
—¡Castiguémosles!
El predicador daba pequeños paseos de un lado a otro de la escalinata. En un gesto perfectamente estudiado, se cogía las manos por detrás de su escuálido cuerpo y caminaba con la cabeza gacha fingiendo estar reflexionando sobre los doctos comentarios de su ignorante público. De vez en cuando cabeceaba, haciéndoles ver que tenían la razón. De repente, se paró en seco justo en medio de la escena y, desde allí, comenzó a hablarles de nuevo.
—Veréis lo que hacen: las envuelven de harina para engañar al neófito y las colocan en el altar. Luego, con engañosas palabras, invitan al incauto a dar golpes a la masa enharinada que le han puesto delante, y que no es otra cosa que una de esas inofensivas criaturas... cuyo único mal es el de haber nacido. El novicio, ajeno a la farsa y jaleado por los demás, golpea ciegamente al pobre crío, que rara vez responde con sus lloros porque está drogado. Le golpea una y otra vez, hasta que lo mata.
Con un gesto de sus manos, indicó que todo había terminado para la víctima. Después de su larga trayectoria al servicio del embuste y la propaganda, el reputado charlatán había aprendido a acompañar sus relatos de teatrales ademanes con los que lograba mantener la atención del público y daba fuerza a sus palabras. Y, fingiendo estremecimiento, añadió:
—Una vez muerta la inocente criatura, todos se unen al sangriento banquete, que ellos llaman de Cristo. Resulta espantoso ver a niños y mujeres lamer ávidamente la sangre del recién nacido y a los hombres repartirse los tiernos miembros con avaricia, arrancando sus carnes con la boca como si se tratara de algún animal, y no de una pobre criatura indefensa. Es así como el neófito sella su inhumana alianza con los demás; como compromete su silencio para siempre, pues también él ha sido cómplice del espantoso crimen.
—¡Asesinos! Comerse a una pobre criatura...
La narración había sido recibida con una especial aprensión por parte de las mujeres, ya que no eran pocas las que, alguna vez en su miserable existencia, se habían visto obligadas a exponer en la calle al fruto de sus entrañas, con la ciega esperanza de poder darle al recién nacido una última oportunidad. Puede que alguien quisiera criarlo y tomarlo como esclavo... Al menos así no moriría de hambre.
—¡Salvajes!
—¡Criminales! Podrían ser nuestros hijos...
—¡Callad!
—¡Silencio! ¡No oímos a Ántimo!
Este aguardó a que el clamor del público cediera.
—Es bien sabido que se reúnen de noche para celebrar sus ágapes. Os interesará saber por qué los emperadores prohibieron en su día las celebraciones de los cristianos. —Enmudeció de repente, esperando a que la voz de su auditorio le exigiera que les desvelara aquella incógnita, tantas veces oída por muchos de ellos, pero que siempre suscitaba el mismo interés malsano.
»¡Escandalizaos por lo que os voy a decir, pues es cierto! —exclamó alzando las manos—. Así me lo contó con horror una conocida prostituta de nuestra ciudad. No diré su nombre, ya que muchos de vosotros la conoceréis por haber fornicado con ella. —El detalle de la ramera se le acababa de ocurrir en ese preciso instante, pero tuvo que reconocerse a sí mismo que, aunque improvisado, resultaba sumamente efectista. Continuó—: Al terminar sus banquetes, hartos de comer y de beber, embriagados por el vino y la sangre, apagan las luces y se lanzan a la lujuria. Entre tinieblas se unen al azar. Lo hacen contra natura, incestuosamente, sin importarles que el placer se dé entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas; tampoco reparan en el sexo ni en la edad, pues es así como demuestran su amor entre ellos.
—¡Son unos dementes!
—Inmorales.
—¡Van contra las buenas costumbres del pueblo!
—Aunque eso no es lo peor... vosotros mismos lo habéis dicho —declamó—. Son los cristianos quienes nos han traído todas las desgracias que venimos padeciendo en los últimos años. La terrible muerte de nuestro emperador Galerio, el hambre, la miseria... ¡y ahora la peste! Y yo me pregunto: ¿cuántos de nosotros moriremos por culpa de esta maléfica secta? Ahora que nuestro divino augusto Maximino se ha visto obligado a césar su justa lucha contra ellos, pues así debe hacerlo si no quiere provocar un conflicto con Occidente, debemos ser nosotros quienes le ayudemos a concluir lo que tan juiciosamente había retomado. ¡Oigamos la voz de los dioses! Y seamos nosotros quienes limpiemos Nicomedia de cristianos. ¡Acabemos con ellos cuanto antes! Si no lo hacemos pronto, serán ellos los que acabarán con todos nosotros.
La muchedumbre escuchaba con aprobación las incendiarias insinuaciones del predicador. Habían entendido su mensaje. Ante la repentina pasividad de las autoridades, eran ellos quienes debían tomar el mando. No podían permitir que los culpables de su desesperada situación pudieran reunirse con total impunidad para celebrar esos rituales abominables e inhumanos que tanto ofendían a la verdadera religión, mientras ellos seguían padeciendo en carne propia la ira de los dioses.
—¡Escuchadme! He sabido que esta noche algunos cristianos se van a reunir para conmemorar la ejecución de uno de los suyos. Pues esta funesta secta, que adora la muerte y desprecia la vida, no celebra el natalicio sino la muerte de sus miembros. Será en el viejo cementerio de la puerta oeste. —Ántimo prefirió detenerse ahí y esperar a que la masa encolerizada comenzara a clamar venganza.
—¡Acabemos con ellos!
—¡Muerte a los cristianos!
—¡Por nuestros dioses!
—En cuanto oscurezca iremos a por ellos. ¡A por ellos!
—Merecen que los cacemos como a las ratas...
Ya nadie prestaba atención al predicador. Este se mantuvo un rato en lo alto de la escalinata de mármol que conducía al templo de Augusto, contemplando a la exaltada muchedumbre con los brazos cruzados, impasible frente a la iracunda reacción que sus palabras habían provocado. Y se esfumó en cuanto la masa comenzó a disgregarse, aunque pensaba sumarse a ellos por la noche. Conocía por propia experiencia la abundancia con que los cristianos celebraban la fiesta de sus mártires y no podía dejar escapar la ocasión de llenar su zurrón con las ofrendas de los fieles. Dejaría que el resto hiciera el trabajo sucio; él no pensaba mancharse las manos de sangre inocente. Al fin y al cabo, no compartía aquel odio visceral hacia los cristianos. A decir verdad, siempre se habían mostrado generosos con él.
Miró a su alrededor. Dado que allí apenas quedaba nadie, le resultó bastante sencillo localizar a la persona que estaba buscando. Era un funcionario imperial.
—El logistés te agradece los servicios prestados a nuestro augusto —le comunicó el funcionario de parte de su superior, el responsable municipal de hacienda, colaborador directo del gobernador provincial en ese feo asunto de los cristianos.
Antes de marcharse, deslizó un puñado de monedas en el interior del gastado zurrón de cuero que Antimo llevaba colgado del hombro.