Emérita
Febrero de 312 d.C.
Estaba terminando de guardar sus pertenencias. Dejaba Emérita. Dios le había llamado a un nuevo destino, la Galia, hacia donde se disponía a viajar esa misma noche. Seguiría prestando servicio a la Iglesia, como hasta ese momento: primero en Alejandría, como diácono; luego allí, ordenado presbítero por el obispo Liberio, su amigo de la infancia; y a partir de entonces, en la corte del emperador Constantino. Ése era el destino por el que tanto había rezado. Se avecinaban tiempos de cambios, y él había sido llamado a la primera línea de combate para luchar por la victoria de la fe. Era consciente de las transformaciones que se estaban produciendo en aquella parte del imperio desde que el augusto Maximiano Hercúleo, obligado por la repentina abdicación ordenada por su colega Diocleciano, abandonó, aunque no definitivamente, el gobierno imperial y provocó el ascenso de su césar Constancio. Éste había dejado de aplicar los edictos de persecución en sus territorios, poniendo fin a las penalidades de los cristianos en las Hispanias, mientras en el resto del imperio continuaba el terror. Su hijo, el emperador Constantino, proclamado sucesor a su muerte, parecía querer ir un poco más lejos. Había firmado el edicto de tolerancia promovido por el emperador Galerio poco antes de morir e iniciado un tímido acercamiento hacia la Iglesia, del que tanto ésta como el propio emperador esperaban sin duda verse beneficiados. Ése era el motivo por el que empezaba a rodearse de un selecto grupo de clérigos cristianos, del que también él iba a formar parte.
Por fin llegaba el momento que Celso había estado esperando durante aquellos vacíos años, en los que sólo el recuerdo de Eulalia le había hecho mantenerse fuerte. Después de su muerte, habían cambiado mucho las cosas. Recuperada la calma tras las persecuciones, la vida en el episcopado se le hacía monótona y asfixiante, a pesar de los esfuerzos de su amigo Liberio para que eso no sucediera. Celso se había volcado en reorganizar la comunidad junto al obispo, lo que le ocupaba la mayor parte de su tiempo, pero ya no sentía el mismo entusiasmo de antes. Fue el propio obispo quien le encomendó la instrucción de un grupo de jóvenes vírgenes con la intención de que retomara la labor pedagógica que tan ardientemente había desempeñado con Eulalia. Pero ninguna de las muchachas era como ella y al presbítero no le satisfacía aquella tarea, que cada vez le parecía más penosa. Echaba de menos las largas conversaciones con su discípula, su ingenio y su sólida cultura, muy superior a la de cualquier mujer e incluso de muchos de los hombres de su entorno. Necesitaba alimentar su espíritu con algo más que los tratados de moral dirigidos a mujeres que él mismo utilizaba para mostrar a sus pupilas el camino más recto a la castidad. Y ni siquiera podía refugiarse en la lectura de los clásicos, como hacía antes, pues Julio le había negado el acceso a su biblioteca. En realidad, nada era tan grato como antes. Celso quería marcharse de allí, abandonar Emérita. Y, sin embargo, ahora que su partida era inminente, empezaba a sentir el peso de la promesa que hiciera sobre el cadáver de Eulalia.
Le asustaba no poder cumplir con su palabra. El camino no era fácil, aunque al menos no tendría que hacerlo solo. En la Galia contaba con el apoyo de Osio, obispo de Córduba, otro viejo conocido de su juventud. Y con la protección de Eulalia. El presbítero se acercó lentamente hasta el arcón y depositó la dalmática de lana que acababa de doblar junto al resto de la ropa. Lo hizo pensando en ella. Dejó de preocuparse por un momento del equipaje y comenzó a orar, invocando el poder de la mártir. Y mientras lo hacía, se palpó el vientre con un gesto que había empezado a hacer suyo después de que su querida discípula fuera ajusticiada por las autoridades, y que no había pasado desapercibido entre los miembros de su comunidad. Nadie, ni siquiera Liberio, sabía a qué se debía.
Celso vivía obsesionado con Eulalia. Pensaba en ella a menudo, la invocaba en sus plegarias, dirigía el culto a sus restos, buscaba su protección... No se separaba ni un solo instante de la túnica malva con la que había sido sacrificada. La llevaba siempre encima, ceñida sobre su cuerpo con una faja, notando permanentemente sobre su piel el calor de Eulalia, la energía que irradiaba la reliquia. Su mero contacto le hacía sentirse fuerte para continuar por el camino que ella le había marcado. Aunque a veces dudaba si podría llegar al final. Él no era como ella. Dios la había elegido a ella para que se ciñese la corona del martirio, mientras el resto se ocultaba tratando de evitar la tentación de negar a Cristo. Tampoco para ellos fue fácil. Ni él ni los demás pudieron seguir sus pasos. Celso no era más que un cobarde, y por eso había flaqueado.
No le temía a la muerte del cuerpo, pero sí al dolor. Eulalia debió de padecer mucho y, sin embargo, no desistió en su empeño de morir por la verdadera fe. Era un ser especial. Lo supo cuando, siendo una niña, la vio entrar por primera vez en la domus episcopal, de la mano de Julio. Ella mejor que nadie llegó a comprender cuál era el verdadero camino hacia Dios. Cuando estaba en la flor de la vida, consagró su virginidad. En cuanto tuvo ocasión, ofreció su vida sin vacilar, entregándose a la terrible muerte del verdugo para poder beber del mismo cáliz del que había bebido el Esposo, y como Él, poder llevar a los hombres el mensaje de la salvación eterna. Murió por los demás, incluso por quienes, como su propio preceptor, habían sido más cobardes que ella. Y ahora, después de tantos años, había llegado el momento de demostrar al mundo que su muerte y la de los mártires que vertieron su sangre por amor a Cristo no había sido en vano.
Celso había colocado la ropa doblada en el fondo del arcón y se disponía a guardar en él sus preciados códices y rollos de papiro. No eran muchos. La mayoría de ellos habían sido regalo de Julio, quien, antes de que todo ocurriera, le había abierto su casa y su biblioteca privada. Pero la muerte de Eulalia les había separado. Su amigo jamás supo entenderlo. Nunca le iba a perdonar que condujera a su hija hacia la gloria del martirio. No comprendía que la hubiera elevado a la santidad. Para él, Celso era un fanático que había llevado demasiado lejos su defensa de la fe, y lo había hecho con la carne de su carne. Era un traidor. Le había llenado la cabeza a Eulalia de absurdas ideas sobre la castidad y la entrega a Dios, y mientras tanto no le importaba seguir alimentado la atracción que la joven sentía hacia él. Bastaba con ver el brillo en sus ojos. Se había aprovechado de los confusos sentimientos de su inocente niña para ir moldeándola según sus propios deseos y convertirla en lo que era ahora: una mártir.
Julio y su familia jamás volvieron a residir en la ciudad. Huyendo de los recuerdos, decidieron refugiarse en la tranquila vida del campo. Tan sólo se dejaban ver junto a alguno de sus esclavos en las celebraciones dominicales que tenían lugar en la nueva casa del Señor que había sido levantada con su patrocinio. Por uno de ellos, Celso supo que el viejo Lucio no había podido sobrevivir al dolor que le había producido la desaparición de su ama. Julio no volvió a dirigirle la palabra. Le evitaba, como también evitaba a sus antiguos colegas de la curia. Muchos de los curiales que le negaron entonces habían vuelto a tenderle la mano como si nada hubiera pasado, comportándose como si él no hubiera perdido a su hija después de haber sido denunciada por uno de ellos. Incluso llegaron a ofrecerle el duunvirato, la más alta magistratura a que podía aspirar un político local, y por la cual, en otros tiempos, Julio hubiera luchado. Pero ni él ni Rutilia se sentían ya parte de la comunidad, y rechazaban con acritud el culto que el propio Celso había comenzado a alimentar en torno a su hija muerta. La iglesia de Emérita se recomponía, orgullosa, bajo la protección de la mártir, mientras Julio y Rutilia daban la espalda a la vida y se limitaban a envejecer, esperando a que les llegara la muerte para volver a encontrarse con su hija.
Celso echó un vistazo a su alrededor para comprobar que no se dejaba nada. Se acercó hasta la mesa y cogió la carta que había sobre ella. Después se sentó al borde del catre y la releyó por última vez. Tuvo que forzar la vista, pues el modesto cubículo que había estado compartiendo con Félix y los demás se había quedado en penumbra. Ya era tarde.
A Liberio, obispo de Emérita.
He sabido por vuestro amadísimo amigo, el venerable Osio, obispo de Córduba, de vuestra excelsa capacidad y buen hacer al frente de la sede que regentáis. Osio, hombre sabio y excelente consejero, quien está a mi lado desde hace unas semanas, ha tenido a bien sugerirme que os reclame la pronta presencia de un presbítero, de nombre Celso, que está con vuestra beatitud. Su elevada formación y capacidades nos serán de gran valía en nuestros propósitos. Le requiero a él y no a vos para no importunar vuestra labor al frente del obispado. Toda vez que Augusta Emérita es la sede del vicario de las Hispanias, no quisiera entorpecer vuestra situación allí con una inoportuna ausencia. Solicito, en consecuencia, que permitáis a Celso unirse a nosotros, para que a la mayor brevedad podamos disfrutar de su compañía. Se avecinan tiempos de cambio, que espero que vuestra beatitud pueda ver.
«Tiempos de cambio...», meditó Celso con el corazón henchido de esperanza, mientras guardaba la epístola imperial entre sus ropas. La llevaría consigo. Tal vez la necesitara más adelante.
En cuanto supo el contenido de la carta, pensó que Dios le había enviado la señal que había estado esperando durante todo ese tiempo. Fue durante la noche anterior. Estaba sentado allí mismo, bajo la tenue luz de la lucerna, paladeando el sentido de la lectura que acababa de hacer. Como solía ocurrirle siempre que releía ese pequeño códice, que para él era fuente de inspiración, le había quedado un cierto regustillo dulce, acaramelado, que le invitaba a seguir leyendo. Y eso era lo que se disponía a hacer cuando, de pronto, Liberio irrumpió por la puerta.
—Celso, ¿estás aún despierto? —preguntó con agitación.
Evidentemente lo estaba, a diferencia de los demás clérigos, que dormían en sus lechos tan profundamente que no se habían despertado con la sonora llegada de su superior. Liberio, nada más ver el códice sobre las piernas del presbítero, supo qué estaba leyendo. Sus hojas estaban desgastadas por el uso y en sus márgenes podía verse la diminuta letra de Celso, quien solía anotar las reflexiones y comentarios que le inspiraban los textos, en los que buscaba respuestas a las muchas preguntas que últimamente le impedían conciliar el sueño.
En los márgenes del texto, apenas quedaban espacios en blanco.
—Deja de leer a Tertuliano y toma esto —dijo Liberio.
Molesto por la interrupción, Celso alargó la mano y cogió con evidente desgana la hoja de suave pergamino que le ofrecía Liberio, sin saber aún de qué se trataba. Enseguida comprendió la causa de tanta euforia. Era una carta del emperador Constantino. Sin perder un instante, leyó lo que ponía una y otra vez. Sus manos le temblaban. Los nervios se habían apoderado de él, sin que pudiera hacer nada para calmarlos. Era la señal que había estado esperando. Y le había llegado justo cuando leía el Apologético, de Tertuliano, una defensa del cristianismo frente a los idólatras, escrita más de cien años antes, aunque para él seguía teniendo la misma vigencia que entonces. Sí, era la señal que había estado esperando durante tanto tiempo.
Dios había querido que la noticia le llegara en mitad de esa lectura. Justo cuando reflexionaba sobre la invitación que Tertuliano hacía a los seguidores de Cristo, a quienes exhortaba a no permanecer impasibles ante los ataques contra la fe y a combatir activamente hasta alcanzar la victoria del cristianismo. Si quería algún día poder recompensar a Eulalia por su sacrificio, al inmolarse como testigo de la resurrección, no podía permanecer allí, impasible, viendo cómo pasaban los días. Tenía que luchar por el triunfo de la fe, enfrentándose al mal como hizo ella misma, ofreciendo su vida para que el bien y la verdad se extendieran por toda la Tierra. Y aquella carta le daba la oportunidad de hacerlo desde el corazón de Occidente, al lado del mismísimo emperador.
—Liberio... pero esto significa que el emperador Constantino está dispuesto a tendernos la mano —concluyó.
—Y que tú estarás allí para dársela —le respondió éste, sin ocultar su entusiasmo.
Aunque no conocía las secretas obsesiones que ocupaban la mente del presbítero, el obispo estaba convencido de que Celso había recibido la noticia con gran entusiasmo. Últimamente lo había notado distante, como si ya no quisiera estar allí. Le echaría de menos, pero estaba convencido de que él era la persona indicada para acompañar a su amigo Osio como consejero del emperador. Era culto e inteligente, pero además gozaba de un don escaso: el de la seducción. Celso era como uno de esos encantadores de serpientes que llenaban las calles de la ciudad en los días de fiesta. Casi sin esfuerzo, lograba doblegar el ánimo de los demás, les iba persuadiendo con sus palabras, mientras les embaucaba con su natural atractivo hasta convencerles. El martirio de Eulalia había sido obra suya.
—Ten todo dispuesto. Partirás al anochecer —le indicó antes de desaparecer por la puerta del cubículo.
Celso cerró el arcón poniendo fin a su estancia en la ciudad del Anas. Habían sido años difíciles, marcados por la persecución y el terror, aunque ya comenzaban a germinar las semillas del martirio, y la iglesia de Emérita contaba cada día con mayor número de fieles. Éstos, atraídos por el martirio de Eulalia, se congregaban en torno a su culto, que él en persona se había ocupado de impulsar. Sintió el contacto de la túnica sobre su piel. Su querida Eulalia por fin ocupaba el lugar que merecía en el cielo, junto al Esposo; y también en la Tierra, donde empezaba a ser venerada como mártir y protectora de la comunidad emeritense. Desde su nuevo destino junto al emperador, haría todo lo posible para que sus verdugos se postrasen algún día a sus pies.
Se puso la clámide de lana que utilizaba en los viajes. Dejó que sus compañeros le ayudaran a cargar con el equipaje, mientras él abandonaba la domus episcopal.
—Celso, ¡espera! —Liberio, del que ya se había despedido, salió corriendo por el atrio con una vasija entre las manos—. He de darte esto.
—¿De qué se trata? —preguntó Celso, frunciendo el ceño.
La vasija había sido sellada con pez, de modo que resultaba imposible saber lo que guardaba en su interior. Pero el presbítero, que conocía bien a su amigo, lo sospechaba.
—Es para Osio. Casi se me olvidaba dártelo. Hubiera sido imperdonable. Preséntale mis respetos y dile que es un regalo de nuestra querida Córduba.
Celso rió.
—Ya sé de qué se trata... Son aceitunas.
—Sí, las he comprado esta misma mañana en el puesto de Fabio, el mejor del mercado. Están encurtidas al estilo de la Bética.
Se despidieron. Un carruaje del cursus velox, el mismo que le había hecho llegar la noticia de su nuevo puesto, le esperaba frente a la puerta para llevarle hasta su destino. Era de noche y, a esas horas, el tranquilo barrio residencial donde se hallaba la domus del obispo parecía estar sumido en un plácido sueño. Celso miró por última vez la sucesión de casas blancas, prácticamente iguales unas a otras, que ocupaban ambos lados de la calle, y subió al coche. El auriga le saludó brevemente e inició la marcha a gran velocidad, en dirección a Toletum. De ahí se dirigirían a Tarraco, y finalmente hasta la Galia, donde Constantino le esperaba junto a Osio y un escogido grupo de clérigos a los que había hecho llamar en representación de la Iglesia, con la que había empezado a flirtear de espaldas al resto de emperadores.
Celso trató de combatir el frío de la noche, echándose encima una gruesa manta de lana que encontró doblada sobre el asiento. Se arropó con ella e intentó dormir. Tenía un largo camino por delante.