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Calia sonreía, seductora, ante su propia imagen. Llevaba un buen rato contemplándose en la gran luna del espejo que Délfide había mandado colocar en su cubículo, en el que se veía reflejada por entero. Le brillaban los ojos. Estaba deslumbrante con la maravillosa túnica de color rubí y bordados de oro ligeros como plumas, con la que había querido agasajarla el prefecto, muy pendiente de ella desde la muerte de Lamia. Hacía tres semanas que se había celebrado el banquete fúnebre que ponía fin a los funestos días de duelo por la difunta y, sin embargo, las hetairas ya habían recuperado su frívola cotidianidad. Calia sabía que estaba en deuda con el prefecto por todo lo que había hecho, a pesar de que la intervención del médico no había servido para salvar la vida de la siria, sino para que muriera desangrada a cambio de que su niño pudiera ver la luz. Había sido concebido con la luna nueva.

A Calia no se le olvidaba lo que Délfide le había repetido cientos de veces: que si no hubiera sido por él, y por su belleza, ella no estaría allí, en la morada de la diosa, sino en ese cielo en el que creen los cristianos. Flacino la había salvado, y, después de todo, había permitido que su propio médico intentara curar a Lamia. Y ella se lo iba a agradecer, pero no quería que fuera él quien se cobrara la deuda. El momento lo elegiría ella, y el cómo quedaba en manos de Afrodita. Al mirarse de nuevo en el espejo, pensó que el vestido resultaba algo atrevido, aunque aquel tono realzaba su morena belleza de tal modo que no le importaron las transparencias. El suave tejido de seda de Cos con el que había sido confeccionada la túnica sugería, sin mostrarlo plenamente, lo que debía quedar oculto a los ojos de los hombres. Se sintió poderosa al pensar que sólo ella era dueña de mostrar el codiciado tesoro de su cuerpo a quien libremente eligiera. Aceptaría los regalos de sus amantes con la misma complacencia con la que la diosa recibía las devotas ofrendas de sus fieles. Calia se había convertido en una hetaira.

Había decidido no adornarse con demasiadas joyas aquella noche, únicamente llevaría puestos unos sencillos zarcillos en forma de racimo de uva y la diadema de gemas que había pertenecido a Lamia. Délfide había querido que fuese ella quien la tuviera. La nueva ornatrix había hecho un buen trabajo con el sofisticado recogido, en el que mechones de cabello e hilos de oro se iban entrelazando unos con otros hasta tejer una red. El maquillaje armonizaba con los tonos del vestido, tal y como aconsejaba la moda del momento. Calia volvió a mirarse; el resultado era exquisito.

—Focio.

—Sí, señora.

—Ven.

Por el rabillo del ojo podía ver cómo el esclavo se afanaba en terminar de dar lumbre a las velas de cera que habían sido colocadas en cada uno de los brazos del espléndido candelabro de bronce que colgaba de un rincón del cubículo. Fue ella misma quien quiso comprarlo. Le pareció hermoso cuando lo vio expuesto en uno de los talleres de orfebrería que había por el centro de la ciudad, durante las fiestas en honor a Flora, cuando ella y las demás hetairas salieron secretamente a la calle para celebrar la llegada de la primavera, vestidas de prostitutas para que nadie pudiera reconocerlas. Entonces todavía poseía el amor de Marcelo.

Calia sonrió. El esclavo había terminado su tarea. Se fijó en él. Era apuesto, tenía que reconocerlo. Fue Délfide quien lo puso a su servicio, como cubicularius, encargado del servicio de cámara, en vez de emplear a un inofensivo eunuco o a una de las doncellas. Su querida Délfide nunca hacía las cosas sin intención. Igual que aquel espejo en el que se estaba contemplando. Si estaba en su habitación, no era por capricho. Había sido colocado allí para que ella pudiese admirar su escultural belleza, que nada tenía que envidiar a la delicada hermosura de Friné. —Deja eso en el suelo y ven.

El esclavo depositó sobre el suelo la mugrienta mecha con la que había estado prendiendo las velas y se presentó servilmente junto a su ama. Ella no se movió de donde estaba. Seguía frente al espejo, de espaldas a él, observando cómo el joven aguardaba a conocer sus deseos.

—Acércate.

Focio dio unos pasos hacia ella.

—Más. No seas tímido.

Siguió aproximándose hasta casi rozar su espalda. El muchacho estaba desconcertado ante la actitud de la dueña, que hasta entonces había sido fría y distante como la de esa diosa a la que adoraban. Estaba incómodo.

—Ahora, quiero que me desvistas.

Focio se detuvo unos instantes, paralizado ante la posibilidad de rozar tan siquiera el cuerpo de la hetaira. Eran las doncellas quienes se ocupaban de los cuidados más íntimos. El era un varón.

—¿Me has oído, Focio? ¡Quiero que me desnudes! —le ordenó con una voz tierna y juguetona.

El muchacho sabía que era una orden. Muchas veces, no entendía los caprichos de sus amas. Se miró un momento las manos. Estaban sucias después de todo el día. Las puntas de sus dedos tenían restos de ceniza y sin querer podía tiznar la bonita túnica roja que llevaba puesta su señora. Eso le costaría por los menos una veintena de azotes.

—Focio...

Ante la insistencia de la hetaira, el chico se limpió las manos como pudo, restregándose una y otra vez en su túnica de esclavo, y comenzó a desnudar a Calia con sumo cuidado, no fuera a echar a perder el vestido. El primer contacto con la seda hizo que se le erizara la piel de los brazos, pues nunca en su vida había tocado nada tan suave como aquella tela. Ella lo notó y le sonrió con complicidad a través del espejo.

—Es suave.

El esclavo no sabía qué hacer con el vestido que acababa de quitarle a Calia. Fue ella quien lo tomó de su mano para arrojarlo al suelo, haciéndole ver que eso no importaba en aquel momento. Entonces, sin volverse siquiera hacia él, le tomó la mano y fue guiándola por su cuerpo desnudo mientras sentía las ásperas caricias del esclavo. Éste tembló de excitación; el tacto de la seda no era más suave y delicado que el de aquella mujer.

En el espejo no sólo se les veía a ellos dos, él de espaldas a ella. En uno de sus ángulos, se reflejaba la titilante luz de las velas que comenzaban a consumirse sobre los brazos del candelabro. Era una luz limpia, pura, muy diferente a la que salía de las lucernas y de las lámparas de aceite, cuya combustión lo llenaba todo de humo.

Calia podía sentir la agitada respiración del muchacho. Notaba la cálida humedad de su aliento sobre su nuca, mientras él se dejaba embriagar por la deliciosa mezcla de aromas que emanaba su cuerpo. Cerraba los ojos para no verse reflejado en el espejo, pues aún seguía sintiendo pudor y respeto ante lo que le estaba sucediendo. Calia no podía dejar de contemplar su propia desnudez —después de que el muchacho, entre titubeos, le despojara de la túnica color rubí que le había regalado el prefecto—, y de observarlo a él, con el pelo alborotado y los carnosos labios entreabiertos por el deseo. Se le oía respirar entrecortadamente.

La hetaira conservaba la única prenda que las mujeres no solían quitarse durante los encuentros íntimos. Guió la mano del muchacho y le dejó sentir sus turgentes pechos a través de la fina banda que los cubría. Éste, demasiado excitado para pensar, intentó retirar la minúscula prenda con su insaciable mano, pero Calia se lo impidió. Era ella quien mandaba.

—¿Te parezco bella?

Focio asintió con la cabeza y comenzó a rozar los redondos hombros de la hetaira con la boca. Sentía deseos de besar, pero no se atrevió.

—Aquí.

Ella quiso que sus dos manos juntas, entrelazadas, fueran deslizándose por la tersa piel de su vientre hasta alcanzar el húmedo sexo. Una vez allí, Calia dejó que la mano del esclavo jugueteara libre entre sus labios, mientras se veía en el espejo retorciéndose de placer, disfrutando de los placeres de Afrodita con su esclavo. Él comenzó a acariciarle también con la otra mano, la que no había sido invitada al festín de la diosa. Al mismo tiempo, atraía el cuerpo de su señora hacia el suyo con tanta fuerza que a ella le resultó imposible volverse hacia él. De espaldas al esclavo, Calia notó con satisfacción cómo la pelvis del muchacho iniciaba el tímido vaivén del amor. Quería gozar con ella. La dureza de su pene se lo exigía, pero ella era una hetaira y elegía a quién quería amar.

—Focio, dile al prefecto del pretorio que Calia, tu señora, está dispuesta.