27

Puerto de Nicomedia

Verano de 306 d. C

—Vengo al banquete del Pez.

El que llamaba era un hermano. Lo hacía con suavidad, empleando la palma de su mano con el fin de amortiguar en lo posible el sonido del golpe. Tal y como se habían puesto las cosas, cualquier precaución era poca para evitar que les ocurriese algo peor. Además, no quería alarmar a sus hermanos, que a esas horas estarían terminando la celebración. Por un momento, había dudado si acudir o no esa misma noche, pues era ya muy tarde, pero no podía dejar de contarles lo que acababa de presenciar. Debían de estar informados. Tal vez entre todos pudieran evitar que aquello volviera a ocurrir.

—Vengo al banquete del Pez —repitió la contraseña, susurrándola de nuevo a través de la pequeña rendija que se abría en el marco de la puerta. Antes de hacerlo se aseguró de que no hubiera ningún extraño a su alrededor.

La frase, incomprensible para los profanos, era una velada alusión a Cristo y a la Eucaristía que, tal y como él suponía, acababa de celebrarse en el interior de aquel almacén del puerto, y en la que él no había podido participar debido a su tardanza.

Fidias le abrió mucho antes de lo que Lactancio esperaba, al hallarse al otro lado de la puerta. Al entrar, el africano se topó con un pequeño grupo de hombres que taponaban la entrada al corredor. Formaban una pina en torno a un anciano sucio y harapiento que él enseguida reconoció como Doroteo. El apóstata, como le llamaban algunos con la secreta intención de señalarlo ante los demás. Los hombres trataban inútilmente de que ese viejo loco contestara a las preguntas que le hacían. Cuando éstos dejaron de insistir, pudo oír cómo la voz del mendigo se elevaba más de lo deseable para exigirles comida. De repente, y sin venir a cuento, comenzó a hablarles de los soldados del emperador, sin que los demás le prestaran demasiada atención, cansados de escuchar lo mismo desde que le vieron aparecer por aquella puerta. Lo hacía atropelladamente, como si no se sintiera a salvo y tuviera prisa por escapar de allí. A Lactancio le pareció oír algo acerca de un barco.

—El barco... —intervino casi sin pensarlo—. Yo sé a qué se refiere.

Los hombres levantaron la vista y se dirigieron al recién llegado con gesto interrogativo.

—Precisamente venía a contároslo. Acabo de ver ese barco del que habla Doroteo. Estaba en el muelle, a punto de zarpar.

Aquel comentario no les aclaró sus dudas. Seguían sin comprender nada de lo que había ocurrido. Necesitaban que el maestro de retórica se mostrara más explícito. Antes de que alguno de ellos se animara a preguntar, apareció Ninfa, que cargaba con una fina manta de lana y algo de comida para el mendigo. Tras ella, y con las manos vacías, iba Zenón, un sirviente del prefecto al que Lactancio conocía de haberlo visto con frecuencia en la corte. En su día, le sorprendió comprobar que él también era cristiano. Nunca lo hubiera sospechado.

—Gracias, señora. Que Dios os bendiga.

El mendigo cogió la manta con desconfianza, mirando a su alrededor como si los demás estuvieran interesados en quitársela, y se cubrió con ella su escuálido cuerpo. Tiritaba. A esas horas comenzaba a refrescar. Ninfa le tendió un pedazo de carne hervida, sin condimentos ni salsas y algo reseca, pero que al viejo debió de parecerle un manjar, pues comenzó a devorarlo con una rapidez que sorprendía en alguien que no contaba con un solo diente para poder masticar.

—Gracias, señora... —acertó a decir Doroteo, visiblemente agradecido. Tenía la boca tan llena que casi no podía hablar.

—No me las des a mí. Han sido tus hermanos los que te han dado de comer cuando tenías hambre, y te han vestido cuando estabas desnudo —le recordó el Evangelio—. Lo han hecho por amor.

Al decirlo, Ninfa posó sus ojos verdes, llenos de luz, sobre Clito. Sabía que el esclavo se jugaba la vida para poder ofrecer a los más necesitados las sobras de las cocinas de palacio, donde había comenzado a servir hacía escasos meses. Esa era su ofrenda.

—Ave, Lactancio. ¿Qué te trae por aquí a estas horas? —quiso saber Ninfa al advertir la presencia del maestro—. Es tarde. Pronto comenzarán a verse las primeras luces del alba.

En aquel almacén no existía ni una sola ventana, ni siquiera una rendija por la que poder ver el cielo. En él no entraba la claridad del día ni el reflejo de la luna por la noche; tan sólo la tenue luz de las lucernas y de los candelabros, y el resplandor de las escasas antorchas que colgaban de las paredes.

—Debo contaros algo importante —le anunció Lactancio al tiempo que se dirigía hacia ella con decisión—. Se trata de ese barco del que habla el viejo.

—¿Y bien? —interrogó la mujer. Ignoraba por completo a qué podía referirse.

—Es obra del augusto Galerio. Sus soldados han limpiado Nicomedia de indigentes y los han conducido a todos hasta el puerto, donde les han obligado a embarcar en uno de esos grandes buques con los que se abastecen los emperadores. —Cerró los ojos como si lo estuviera viendo—. No podéis siquiera imaginar la crueldad con que los están tratando. Yo acabo de presenciarlo y os puedo decir que ha sido un espectáculo bochornoso —resopló con indignación—. Los soldados se reían en sus caras; les golpeaban, les escupían, les daban patadas, les clavaban los clavos de sus sandalias... Se ensañaban con ellos, mientras les repetían lo afortunados que eran por poder ir de viaje sin tener que pagarse el peaje. No dejaban de insultarles con groseras palabras. Les gritaban que debían estarle muy agradecidos al emperador por tanta generosidad; que ellos se limitaban a cumplir órdenes, que si por ellos fuera les hubiesen matado allí mismo; pero que el augusto Galerio prefería que los arrojaran al mar. Por higiene, les había dicho.

Todos escucharon, sobrecogidos, el relato de Lactancio. Así que era eso lo que el viejo Doroteo quería contarles y no podía. Una vez más se había escapado de la muerte, burlando a los soldados del emperador. Ignoraban cómo lo había conseguido en esa ocasión.

—En adelante, gracias a la humanitaria actuación de nuestro augusto Galerio, no habrá un solo pobre en Nicomedia —ironizó Lactancio, todavía conmovido por lo que acababa de presenciar.

—Primero nosotros, luego los mendigos... ¿Hasta cuándo esta locura? —se lamentó Ninfa, bajando los ojos para que los demás no notaran la desesperación que le embargaba en esos momentos.

—¿Hasta cuándo, decís? Hasta que no quede nadie, ni hombre ni mujer, que suponga una molestia para el imperio. Los cristianos somos considerados enemigos de Roma por creer en un Dios único. ¿Y toda esa pobre gente? ¿Cuál es su falta? ¿Es que merecen la muerte sólo por no poseer más bien que su propia vida? Está visto que a los ojos de nuestro emperador Galerio, sí —comentó Zenón, invadido por la ira.

—Creo saber cuál es su falta. Ninguno de ellos paga impuestos.

Al decirlo, Lactancio cerró los puños con rabia. Estaba convencido de que ése era el motivo.

Doroteo asistía a la conversación sentado en el suelo, arropado por la manta y con el estómago lleno. Parecía feliz, agradecido a sus hermanos por haber sido caritativos con él y ajeno a todo aquello de lo que se hablaba, como si él no lo hubiera vivido, como si no supiera de qué estaban tratando. Reconfortado después de haber saciado su estómago.

—Nuestros emperadores necesitan llenar las arcas, es la única forma de mantener su imperio. Sus funcionarios realizan un censo cada cinco años para poder controlar a la población, a la que tratan de someter con el cobro de tributos. Nadie está a salvo de pagar impuestos. Nadie, salvo los mendigos, los indigentes, los que nada tienen. La pobreza les protege de la avaricia de los emperadores. Por eso el augusto Galerio los ha reunido a todos en ese barco, para arrojarlos al mar. Porque no puede sacar nada de ellos. Merecen la peor de las muertes por lo que están haciendo con todos nosotros.

—Cecilio, hablas con rencor —le reprendió la mujer. Había empleado su verdadero nombre con la intención de resultar más severa. Lactancio no era más que el apodo por el que le conocían todos, incluso en la corte, aunque pocos sabían que su verdadero nombre era Cecilio Firmiano.

Había demasiada acritud en aquellas palabras y, tal y como sospechaba Ninfa, no sólo era por lo que acababa de ocurrir ante sus ojos, ni siquiera por lo que les estaba sucediendo a ellos, a los cristianos. Lactancio vivía con amargura la deriva que había tomado su vida en los últimos tiempos. El no veía el mundo con la resignación de los otros, por mucho que ésa fuera la voluntad de Dios. Después de gozar de la protección del augusto Diocleciano y del respeto de toda la corte, había sido sometido a la peor de las humillaciones. Le habían obligado a abandonar el palacio después de que el nuevo augusto decidiera prescindir de sus servicios al enterarse de que simpatizaba con los cristianos. De la noche a la mañana, se había visto en la calle, sin otro sitio al que dirigirse, ni nadie a quien recurrir, más que a la caridad de aquella gente. Se veía lejos de su tierra, Numidia, sin poder ganarse la vida con su profesión, pues, al parecer, ningún griego quería ya aprender latín. Y, si todo eso no fuera suficiente, tenía que cargar con una mujer y un recién nacido. Su situación era desesperada, el dinero que les entregó Constantino se les había agotado. Tolio cuidaba de ellos lo mejor que podía, pero no tenía con qué alimentarles, y él se había comprometido a ayudar al nubio en lo que necesitara. Había dado su palabra.

—Es por mi situación... —explotó. Acababa de desmoronarse—. Comprendo que no debo hablar así, hermanos, pero no sé qué hacer. Apenas tengo para comer, pues nadie me da trabajo, y he de mantener a Minervina y a su hijo Crispo. No sé por cuánto tiempo. Y soy demasiado orgulloso para aceptar vuestras limosnas. Escribo día y noche para poder ganarme unas monedas con panfletos de poca monta y algunos encargos que voy teniendo. Trabajo hasta la extenuación. No puedo dejar mi gran obra a un lado. ¡No puedo! He de acabarla. Ésa es mi locura, mi verdadera obsesión. Tengo que acabarla como sea. Ése es el compromiso que tengo con todos vosotros y con nuestro Dios. Desde mi humilde oficio, debo hacer todo lo posible para que el cristianismo triunfe entre los hombres, para que todo este sufrimiento al que estamos siendo sometidos sirva para que la Verdad acabe triunfando.

Hacía unos meses que había comenzado a trabajar en un ambicioso proyecto, al que llamó las Divinas Institutiones, en el que pretendía exponer los fundamentos de la fe y defenderla de los ataques idólatras que el anterior gobernador de Bitinia, Sossiano Hierocles, uno de los instigadores de las persecuciones, célebre por su impiedad, había dejado en sus escritos. Siguió hablando. Su semblante se ensombreció al recordar la última calamidad por la que había tenido que pasar.

—Ayer mismo me vi obligado a vender mi querida biblioteca... Apenas saqué para sobrevivir unos meses.

—Lactancio... —Esta vez sí que empleó el sobrenombre—. Debes ser fuerte y confiar en Dios —se compadeció Ninfa, a la que las palabras parecían habérsele agotado. Ella tampoco tenía demasiado ánimo aquella noche. Dudaba. No estaba segura de estar cumpliendo la voluntad de Dios. ¿Y si estaba conduciendo a toda esa gente a la muerte por no saber comprender lo que Cristo esperaba de ella? Pedía una y mil veces al Señor que le enviara una señal.

—Si es eso lo que te preocupa, pronto tendrás noticias de Constantino —le anunció Zenón.

—¿Qué sabes, Zenón? —preguntó Lactancio, esperanzado.

—Lo que voy a contaros debe quedar entre estas cuatro paredes. Todos vosotros sabéis cuál sería mi suerte si el prefecto Flacino llegase a enterarse de mi indiscreción. —Esperó a que los demás se lo confirmaran—. Hace tan sólo unos días llegó a la corte un envío procedente de Britania, donde en estos momentos se encuentra el joven Constantino. Tal vez desconocíais este detalle —dijo, dirigiéndose a Lactancio.

El maestro no le respondió.

—Era la imagen misma de Constantino, representada en cera, con una corona de laurel sobre su cabeza.

Todos sabían lo que representaba la corona de laurel.

—Por lo que he podido saber —continuó Zenón—, el mismo día en que su padre, el augusto Constancio, falleció a causa de una larga enfermedad, los soldados le proclamaron augusto. Y él aceptó.

—¿Augusto? Eso sería una usurpación. Conozco bien a Constantino y, por muy decidido que sea, no le creo capaz de sumarse a semejante osadía —protestó Lactancio.

—Pues lo ha hecho. Y la imagen que recibió Galerio es una prueba de su atrevimiento. He oído decir que el emperador se encolerizó de tal modo al ver la estatuilla que quiso arrojarla al fuego para que el calor la derritiera. Pero le convencieron de que no lo hiciera, ya que con su negativa provocaría la guerra entre ellos. Una guerra civil de la que Galerio no tendría demasiadas posibilidades de salir victorioso, dado que el ejército apoyaría mayoritariamente al usurpador. —Zenón hizo una pausa para que el resto, en especial Lactancio, pudiera asimilar lo que les estaba contando. Después de un breve respiro, continuó—: El augusto Galerio no le ha negado la púrpura, pero ha nombrado a Severo como el nuevo augusto de Occidente. De modo que Constantino tendrá que conformarse con ser el césar, y esperar a que le llegue el momento del relevo.

«Constantino, césar en Occidente...», se dijo el africano, y esbozó una sonrisa. Pensó que no tardaría en tener noticias suyas. Tal vez le reclamara para que fuera a su corte en compañía de Minervina y de su hijo Crispo, al que no había tenido oportunidad de conocer.

Guardaron silencio al reflexionar sobre aquellas noticias, que, en principio, no parecían beneficiar más que a Lactancio. Doroteo era el único que sonreía, lo hacía plácidamente. Severo, nombrado augusto de Occidente, mientras que Constantino, si es que aceptaba, eso habría que verlo, ocuparía el puesto de césar. Allí, en Oriente, todo seguiría igual, con el augusto Galerio y Maximino Daya de césar. Todos llegaron a la misma conclusión. Nada parecía cambiar para los cristianos.

—Maestro... —le reclamó Fidias, cambiando de tema. Estaba ansioso por conocer el parecer de Lactancio—. Por fin hemos acabado de pintar el fresco...

Éste dejó a un lado sus reflexiones para atender al joven diácono. Hasta ese momento no se había fijado en su descuidado aspecto. Evidentemente, había estado pintando. Había restos de cal y de pigmentos en todo su cuerpo: en la túnica, en la cara, e incluso en el cabello.

—No sé qué hacemos aquí. ¿O es que no quieres mostrarme el resultado?

Fidias le contestó con una sonrisa espontánea. Llevaba todo el día deseando podérselo enseñar. Se sentía muy orgulloso de cómo les había quedado la escena, que, a su modesto entender, era tal y como se la había descrito el maestro. Ni él ni Blasto eran pintores profesionales, pero estaban satisfechos con el resultado de su trabajo.

Cuando por fin se reunieron con los demás hermanos, la asamblea estaba llegando a su fin y muchos se preparaban para regresar, antes de que comenzara a amanecer, a sus casas o, en el caso de los señalados por la justicia, a lugares más recónditos. Fidias se adelantó al grupo para plantarse, orgulloso, frente al gran fresco que cubría el muro frontal de la estancia, al fondo del altar, orientado hacia la salida de ese sol que no podían ver. El fresco todavía estaba húmedo y, a pesar del incienso, se respiraba un cargante olor a pintura y a cal.

—Fidias y Blasto, tenéis que recoger todo eso —ordenó Ninfa, señalando los restos de material que habían quedado esparcidos por el suelo.

—Hemos estado trabajando hasta el último momento. Supongo que sabréis que no hay que dejar secar las capas de cal —replicó Fidias, dándose importancia.

Entretanto, Blasto iba acumulando en un rincón las brochas, los trapos y las vasijas en las que habían estado mezclando los pigmentos y la cal. La luz que salía de los candelabros era escasa; aun así, se apreciaba el brillante colorido de la escena. En ella aparecía una especie de garza encarnada y coronada por los rayos del sol que se posaba, con aire victorioso, sobre lo alto de una palmera. Junto a ésta, podía leerse la palabra Phoenix, que entre otras cosas significaba palmera en griego, escrita con carboncillo negro. Lactancio la contempló ante la expectación de los pintores, deseosos por conocer su opinión.

—¡Tal y como lo había imaginado...! —exclamó con exagerado entusiasmo—. El Fénix... es el Fénix, es Él, pero no el mismo que fue. Es el que ha alcanzado la vida eterna por la muerte eterna...

Aquel hombre enclenque y lleno de mugre no parecía el mismo que hacía un rato deseaba la muerte de los emperadores. Su semblante se había relajado y sus ojos parecían mirar hacia un lugar perdido de su memoria.

—Existe un lugar —dijo—, más allá del remoto Oriente, donde se abre la puerta que conduce a lo eterno. Ese lugar está tan cerca del cielo que el sol brillante vierte sobre él su diáfana claridad sin que haya nube, lluvia ni tormenta que pueda ensombrecerlo. En él no cabe el miedo, el crimen, la ambición o la envidia; no hay enfermedades; no existe el dolor ni el hambre. Tampoco se conoce la vejez ni la muerte implacable. De sus entrañas mana una fuente de agua cristalina que, una vez al mes, durante doce meses, riega un frondoso bosque de árboles siempre verdes, cuyas ramas ofrecen dulces y deliciosos frutos que nunca llegan a agotarse. Es allí donde vive el ave Fénix.

»Quienes han podido contemplarla veneran su maravillosa presencia. Dicen que es del color de la adormidera silvestre, como el azafrán de las granadas maduras y el brillo dorado del sol. Su larga cola, de amarillo incandescente, enrojece en los extremos hasta convertirse en púrpura; y sus alas son del color de las nubes. Tiene los ojos de fuego y unas garras de acero. Y, a pesar de su imponente tamaño, es ligera y veloz como lo es el viento. Está coronada por los rayos del sol. Así es el ave que habita en ese bienaventurado lugar; sola, única en su especie, ya que renace de la propia muerte.

»Día tras día, durante quinientos años, el Fénix cumple con la misión que la madre naturaleza le ha confiado. Cuando comienzan a aparecer las rosadas luces del alba, este maravilloso pájaro se sumerge repetidas veces en el agua del manantial antes de dirigir su vuelo hasta la copa del árbol más alto, la más próxima a la bóveda celeste, desde donde espera, inmóvil, la salida del sol. Entonces entona su bello cantar, más bello que el del ruiseñor, más aún que el último canto del cisne, y al llegar el crepúsculo, se despide de él con su ritual sagrado, abriendo y cerrando sus alas con la coronada cabeza bien alta, erguida en señal de veneración al divino Febo; hasta que, al llegar la noche, un lastimero canto arranca de lo más profundo de su garganta. Transcurridos quinientos años, el Fénix siente el peso de su larga vida y regresa a este otro mundo donde reina la muerte.

«Volando con sus alas de fuego llega hasta una tierra llamada Fenicia, por ser éste su destino, para construir un nido de aromáticas especias y hierbas de intenso perfume en lo alto de una palmera. Unge su cuerpo con la olorosa esencia del sándalo, de la mirra, del incienso, del acanto y de las tiernas espigas de flor de nardo, y se entrega a la muerte en el mismo lecho que le servirá de tumba. El sol con sus rayos prende el cálido cuerpo del pájaro ayudado por el éter, reduciéndolo a cenizas. Mas no morirá para siempre, sino que resurgirá de sus restos, transformados en una masa lechosa similar al semen del que surgirá otro ser, un gusano blanco que acabará convertido en capullo.

»De ese huevo nacerá nuevamente el Fénix, que regresará a su bendita tierra, donde permanecerá otros quinientos años esperando el momento de volver a morir para alcanzar una vez más la vida eterna. Dicen que de camino a su bienaventurada tierra, el Fénix lleva los despojos de su anterior cuerpo hasta el templo del dios sol en la ciudad egipcia de Heliópolis. Ésta es la única ocasión en la que el eterno pájaro de fuego se presenta ante los hombres.

—Es un relato hermoso, maestro. Deberíais escribirlo —le sugirió Ninfa, a la que no se le había escapado la reacción de sus hermanos—. Tan hermoso como el significado que encierran sus palabras. —Le invitó a que fuera él quien lo explicara.

—El mito del ave Fénix es casi tan antiguo como nuestra civilización. Heródoto ya lo recogió en su tiempo, pero la verdad que encierra nos ha sido revelada por la fe.

Respiró profundamente mientras trataba de ordenar las ideas en su cabeza. A pesar de haber dedicado su vida a enseñar retórica, el maestro no estaba especialmente dotado para la elocuencia, y le costaba un enorme esfuerzo hablar en público, tal vez debido a su tímido carácter. Volvió a tomar aire y comenzó a hablarles.

—Hermanos —continuó—, no os habéis equivocado al pensar que ese bienaventurado lugar donde mora el Fénix es el paraíso del que habla el libro del Génesis. «Dios plantó un jardín en Edén, al oriente, y en él puso al hombre que había formado. Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles bonitos de ver, y sabrosos para comer», como los dulces frutos que crecen en el frondoso bosque donde habita éste. El ave es Cristo. Como Él y como nosotros, sus discípulos, es purificado por las aguas del bautismo para poder estar en presencia efe Dios, que es el sol, al que dedica cantos e himnos de alabanza. Y al igual que el Hijo del Hombre, al igual que lo haremos nosotros, el ave Fénix alcanza la vida eterna. Por eso busca la muerte en lo alto de una palmera, pues debéis saber que para los cristianos la palmera es el símbolo de la gloria.

Los hermanos de la pequeña iglesia mantenida por Ninfa dirigieron sus miradas a los muros de aquel almacén de mármoles, antes desnudos y llenos de humedad, y ahora torpemente decorados por los dos únicos diáconos con que contaba la comunidad. En ellos no veían a un ave en lo alto de una palmera, sino la promesa de la vida eterna, en la que todos creían.