26

Lamia sintió que el parto estaba cerca. Sin decir nada, se levantó del diván y se acercó hasta el altar donde ella y los demás habitantes de la casa, excepto Calia, la cristiana, rendían culto a los dioses protectores: les rezaban a diario, se refugiaban en ellos, ofrecían sacrificios en su honor y les agasajaban con pequeños regalos. Afrodita lo presidía con su encantadora belleza. Ésa era su morada, su templo, y las hetairas, sus siervas. Sin embargo, desde hacía unos días, no era ella sino Juno Lucina la que recibía todas las atenciones. Flores de olorosa fragancia la rodeaban hasta llegar a cubrirla casi por completo, y pequeñas lamparillas de barro permanecían encendidas día y noche para que a la diosa no le faltara la luz.

Le costaba caminar. Lo hacía con la torpeza de uno de esos patos que se paseaban ladeando su cuerpo a uno y otro lado por los jardines de palacio. Al hacerlo, notaba sobre su espalda, más arqueada de lo normal, la compasiva mirada de sus compañeras, que lejos de reconfortarle la hacía sentirse incómoda, avergonzada por su aspecto. Irguió cuanto pudo su voluminoso cuerpo y trató de juntar las piernas para seguir caminando con pesadez. En sus movimientos no quedaba ni rastro de su innata agilidad, de esa flexibilidad que había hecho de ella la mejor bailarina de la corte, la hetaira más deseada. Antes de que su cuerpo se deformase de la manera en que lo había hecho, le bastaba con mover sus caderas al compás de los tambores para que los hombres quisieran poseerla. Ahora no provocaba más que pena, o al menos eso era lo que pensaba de sí misma. De pronto, se detuvo dando un respingo. Los dolores eran cada vez más intensos.

Estaba arrepentida de haber llegado hasta allí, pero no podía volver atrás. Debió de haber hecho caso a los consejos de Délfide y haberse deshecho de ese maldito crío cuando aún estaba a tiempo. Ahora no tenía más opción que parirlo. Estaba a punto de alumbrar al hijo del prefecto Flacino. Sufriría como una matrona para acabar dando a luz a un bastardo. El prefecto jamás iba a reconocer al hijo que había dentro de ella, una de las hetairas de palacio. El, que aspiraba a poder ostentar algún día la túnica imperial, merecía una descendencia digna. Eso mismo le había dicho entre gritos y amenazas. Seguramente el augusto Galerio ya le tenía buscada una esposa de sangre imperial con la que consolidar alianzas en cuanto él pudiese acceder al poder, pues así había ocurrido con otros tetrarcas. La reacción del prefecto le hizo borrar cualquier esperanza de que aquel hombre al que ella en realidad amaba fuera a reconocer a ese hijo. Una esperanza que siempre había sido infundada, conociendo los delirios de grandeza del prefecto. Y sabiendo cuál era el comportamiento habitual de los hombres, bastante reacios a admitir su paternidad si no podían sacarle ningún beneficio, pues a muchos de ellos, especialmente a los de las clases superiores, lo único que les importaba era perpetuar el nombre de la familia a través del honorable vientre de sus esposas.

Había sido una ingenua al creer en su promesa de convertirla en emperatriz, al pensar que él terminaría aceptando a la criatura. Tal vez tardó demasiado en decírselo a Flacino; lo hizo cuando la gestación estaba ya muy avanzada, demasiado como para poder abortarla sin riesgo de su propia muerte. Tampoco en eso hizo caso de los consejos de Délfide. Nunca le había visto tan enojado como aquella noche en la que le dio la noticia después de haber pasado meses ocultando su embarazo. Creyó que la iba a matar allí mismo. Antes de echarla del cubículo donde se habían estado divirtiendo juntos, amenazó con ejecutar a quien volviera a hablarle de ese hijo que ella se empeñaba en adjudicarle. Desconfiaba de ella, pues, al fin y al cabo, Lamia no era más que una ramera y el niño podía ser hijo de cualquiera.

La muchacha se arrodilló como pudo frente a la humeante hornacina, y, con la lentitud contenida de quien intenta dominar su cuerpo aquejado por intensos dolores, se fue soltando el cabello. Sin quererlo, su rostro se contrajo durante unos instantes. Cuando se hubo recuperado, sacudió ligeramente la cabeza haciendo que una oscura cascada de pelo cayera libre sobre su espalda. Era el modo en que se anticipaba a sus plegarias, invocando a través de un gesto lo que después pediría con palabras.

—Tú, que feliz abres suave los maduros frutos, ayúdame en el trabajo del parto —rezó en susurros. Tenía miedo a que la diosa no la escuchara—. Tú, que desatas los nudos y aflojas los lazos, haz que el fruto de mis entrañas vea la luz.

Su pelo negro y brillante, que por el reflejo del fuego había cobrado tonalidades rojizas, era lo único que conservaba de su sensualidad. Al desembarazarlo de ataduras, invitaba a que la diosa Juno, a la que llamaban Lucina, hiciera lo propio con el fruto de su vientre. Sin que le diera tiempo a recuperarse de la anterior, le vino otra fuerte punzada... y otra... Apretó los dientes y cerró los puños, aguardando con los ojos cerrados a que aquello pasara. Luego, tomó la guirnalda de díctamo que adornaba su cuello y se la ofrendó a la diosa, pues se decía que Lucina gustaba de estas sencillas flores que crecían silvestres en los campos, cuya ingesta aliviaba a las parturientas. Se quedó contemplándola durante un momento. Estaba sentada, con un niño recién nacido sobre el regazo y una flor en su mano derecha. Si todo salía bien, ella también podría coger en brazos a su recién nacido. Entonces, sin saber por qué, miró de reojo a Afrodita, y sintió que a ella también debía hacerle una ofrenda. Era su diosa, y le pedía perdón por haber incumplido los votos que en su día le hiciera. Se quitó el brazalete de oro que llevaba puesto y se lo ofreció. Había sido un regalo de su amante. Luego, con el permiso de Juno, arrancó una espiga de díctamo y la depositó sobre sus pies de mármol.

Comenzaba a anochecer y la sala se estaba quedando a oscuras, sin más luz que la de las lamparillas de aceite que alumbraban el edículo en forma de templo frente al que se hallaba postrada la siria. En su interior, las estatuillas de los emperadores divinizados convivían con las de las principales divinidades del panteón romano, muchas de ellas réplicas de otras mayores. Había también la de algún que otro dios menor por el que las hetairas sentían especial devoción. Ahí estaba Júpiter, divinidad suprema protectora de Roma; junto a éste, la caprichosa Fortuna con su ruleta; Flora, la que renueva la vida y cuida de las mujeres alegres; Baco, dios del vino y la locura; Príapo con su enorme falo fecundador; o el alado Eros, encargado de mantener vivo el deseo en la morada de su madre, la diosa Afrodita.

Juno Luciría, la que trae los niños al mundo, nunca antes había formado parte de esa particular representación del Olimpo en la que había sido colocada su imagen, prácticamente oculta por la abundancia de ofrendas y el humo. La propia Délfide fue quien la adquirió en uno de los puestos de figurillas próximos al foro y la puso allí pensando que, llegado el momento, Lamia iba a necesitar su divina intervención.

—Tú, Lucina, que me has dado la luz, escucha mis súplicas —le imploró por última vez antes de levantarse del suelo. Lo hizo con dificultad.

La vieron desaparecer a través de las cortinas y un temor irracional les embargó el ánimo. Sentían pena por ella, por todo el sufrimiento que irremediablemente le esperaba; respeto ante lo inevitable, y miedo por algo que para ellas era tan desconocido como la propia muerte. Afrodita les había enseñado a amar y a disfrutar de los placeres de Eros, pero nadie en esa casa les había mostrado la otra cara del amor. Vivían con el convencimiento de que eran las matronas las que estaban condenadas a parir a los hijos, y no ellas, las delicadas y encantadoras hetairas de la corte, cuya misión era dar placer a los hombres, no descendencia. Cuando llegaron allí, se les advirtió de que aquello no debía ocurrir jamás. Sabían cómo evitarlo. Pero Lamia no había querido hacerlo. Fue ella misma quien provocó su desgracia. Rompió los votos para retener a su amante. Y Afrodita castigaba su falta con un dolor que a ellas les había sido vedado.

—He oído decir que los huesos se quiebran —comentó Adrastea con la ingenuidad propia de su juventud.

—Algunos niños vienen de pie y no los pueden sacar. Entonces acaban devorando a la madre —se adelantó a contarle Livina, clavando sobre ella sus grandes ojos verdes con la intención de atemorizarla.

—¿Es eso verdad? —preguntó la joven Adrastea, asustada como una niña.

—El cuerpo se vacía y ya no queda nada dentro. Entonces te mueres —sentenció Dórice, harta de escuchar tonterías.

Pero ante la posibilidad de la muerte, todas callaron, incluso ella. Un tenso silencio las invadió. Las hetairas quedaron sumidas en sus propios pensamientos, hasta que un ruidoso ajetreo las sacó de su voluntario letargo. La casa, que hasta hacía poco parecía haberse quedado dormida, bullía de actividad. Los criados iban de un lado para otro atendiendo a los encargos de Délfide, mientras Glycera trataba de calmar a la muchacha con el dulce tañido de su arpa: llenaban palanganas de agua purificadora, que extraían de la cisterna del patio; traían trapos y compresas de hilo; en las cocinas, se preparaba jugo de díctamo con el que aliviar a la parturienta. Habían ido a buscar a la obstetrix entre los esclavos, avisándola de que la hetaira se había puesto de parto. Mientras la partera preparaba sus cosas, dos de los hombres cargaban, entre risitas mal contenidas, con la silla de parir, a la que parecía faltarle la tapa del asiento. En el interior, los esclavos fueron colocando antorchas por toda la casa, asegurándose, pues ésas habían sido las órdenes, de que no quedara ni un solo rincón invadido por la penumbra. A medida que las antorchas fueron prendiendo, la morada de Afrodita comenzó a llenarse de luz. Una luz rojiza y cálida con la que se pretendía invocar los poderes de la diosa Lucina, la que saca a los niños de la oscuridad.

Había llegado el momento de elevar sus plegarias por Lamia. Postradas frente al altar, las deliciosas hetairas, envueltas en seda y flores silvestres, fueron soltándose el pelo hasta dejarlo libre de ataduras, convencidas de que ese mágico ritual despertaría el interés de la diosa.

—Tú, Lucina, que nos has dado la luz, escucha las súplicas de las parturientas —rezaron a coro, repitiendo una y otra vez el ancestral y eterno ruego.

Sin dejar de invocarla con sus monótonas plegarias, comenzaron a desabrocharse los cinturones que ceñían sus vestidos y a deshacer los nudos de sus ropas de seda, mostrándole a la diosa la facilidad con la que se desprendía el cordón en un feliz alumbramiento para que ella hiciese lo mismo con las entrañas de Lamia. Ninguna de ellas, ni nadie en la casa, debía tener las manos entrelazadas, ni las piernas cruzadas, si querían que todo saliera bien. Contaban que la reina Alcmena, hija del rey Electrión de Micenas, estuvo pariendo a Hércules durante siete días y siete noches porque la diosa Juno Lucina se sentó junto a ella con una pierna sobre la otra, cogiéndose las manos. Suerte que por un engaño dejó de hacerlo; si no el héroe tebano no hubiera llegado a nacer. Y Alcmena habría muerto.

—Tú, Lucina, que protegiste a nuestra hermana durante el engendramiento, vela por ella en el duro momento del alumbramiento. Haz que el feto salga sin dolor de las oscuras cavernas de su cuerpo. Que tu luz sea la luna.

Calia era la única hetaira que no elevaba sus plegarias a la diosa. Permanecía recostada en uno de los divanes, escuchando. De vez en cuando, a través de la monótona sucesión de rezos, se oían gemidos que parecían salir de la garganta de algún animal herido. Pero ella sabía bien que no era así. Había visto parir a muchas mujeres. Siendo una niña, ayudó a su madre a dar a luz a Clito; de cuclillas, en el interior de la casa, sin que su padre pudiera estar presente. Recordaba cómo lloraba ella y cómo, entre gritos y gemidos, su madre trataba de consolarla, convenciéndola de que eso era lo que tenía que ser. Parió con dolor para purgar la mancha de Eva, como parían todas las mujeres por culpa de su pecado. Madre le dijo que Dios lo quería así. Por primera vez en mucho tiempo sintió la necesidad de rezar al Dios del que le hablaban sus padres, y pedirle que aquello acabara pronto.

Se levantó y salió de la sala, sin que las demás llegasen a notar su ausencia. Anduvo por el estrecho corredor que daba acceso a los cubículos. Estaba desierto, en calma tras el ajetreo de los preparativos. Una ígnea luminosidad lo envolvía todo. Habían sido encendidas tantas antorchas en honor a la diosa de los partos que la casa entera parecía estar consumiéndose en el fuego. Pero los amargos lamentos de la siria no cesaban. Rompían el supersticioso silencio que la rodeaba, en el que de vez en cuando se oían las lejanas plegarias de las hetairas y las breves conversaciones de las mujeres que asistían a Lamia. Calia se asomó a la puerta con curiosidad.

En el centro de la habitación estaba Lamia, sentada en el mismo sillón que había visto transportar a los sirvientes. Arrodillada frente a ella, con el rostro serio, reconoció a una de las esclavas de palacio. Debía de ser la obstetrix, la partera de la que habían estado hablando Glycera y Délfide aquella misma tarde. Era la única que no hablaba. Miraba con disgusto la palidez de su cara, mientras le exploraba una y otra con el ceño fruncido. Lo hacía con manifiesto nerviosismo.

—Tranquila, pequeña —le tranquilizó Glycera y, sin soltarle la mano, siguió con lo que estaba diciendo—. Plinio dejó escrito que si bebe excrementos de oca con un poco de agua, dará a luz más fácilmente. —Su voz ya no sonaba tan dulce y en su rostro, por lo común sereno y amable, podía verse la oscura sombra del miedo.

—Puedo mandar a uno de los esclavos para que los recoja. En los jardines de palacio tenemos un par de ocas —le contestó Délfide con algo más de entereza.

—Si es que nuestro voraz emperador no se las ha comido ya —bromeó una tercera mujer en la que Calia no se había fijado antes. Escondida tras el respaldo de la silla en la que Lamia había tenido que sentarse, parecía estar aguardando a recibir instrucciones. Era una mujer gruesa, de pelo rizado y risa fácil, a la que le gustaba hablar. Supuso que se trataba de la ayudante de la partera.

—Lamia, Lamia... tranquila, pequeña. Estamos aquí contigo, no temas —la consolaba Glycera, agachada junto a ella.

En un momento dado, la obstetrix sacó la cabeza de entre sus piernas y comenzó a restregarse la cara con un gesto que denotaba preocupación y cansancio. Calia se fijó en sus dedos largos y delicados, limpios a pesar de tratarse de una esclava, con las uñas muy cortas, probablemente para no dañar a la delicada piel del retoño.

—Tranquila, bonita. Sé que duele. También yo he pasado por esto en más de una ocasión. He dado a luz a cinco hijos y aquí estoy. Confía en mí, cariño, he ayudado a parir a muchas mujeres. Pronto acabará todo... —la animó con una dulzura que, en esos momentos, Glycera no le era capaz de dar—. De momento, intenta no empujar. No servirá de nada. Lo único que conseguirás será agotarte.

Lamia le dedicó una sonrisa, agradeciendo su empatía, aunque sabía por su cara que estaba mintiendo.

—En la bolsa, Filistra —decía su ayudante refiriéndose a ella—. Trae otro remedio que pocas veces falla: las secreciones que fluyen de la matriz de la comadreja por la bulba —siguió parloteando la mujer, ajena a los padecimientos de la hetaira. Había asistido a tantos partos en su vida que se había hecho insensible al dolor.

—Ése es otro de los remedios recomendados por Plinio —aclaró Glycera, a quien la situación le estaba sobrepasando. Aquello jamás tendría que estar ocurriéndole a una hetaira. Y, desviándose de la conversación, se dirigió de nuevo a Lamia—. Afrodita no te dejará sola. Aguanta. —No sabía qué más decirle.

La siria estaba pálida, desencajada. Glycera le retiró con sus manos los mechones de pelo que se le pegaban a la frente, llena de sudor por la tensión y el esfuerzo, y le peinó el cabello con los dedos. Le daba pena verla suplicar ayuda con sus ojos grandes y profundos, de cuyas comisuras manaban dos pequeños riachuelos de color negro. El maquillaje se le estaba deshaciendo.

—Creo entender que así es... sí, lo dice Plinio —aseveró la ayudante, dándose importancia, aunque desconocía a quién se refería.

Debía de ser un médico de la corte. Siguió dando detalles sobre aquel remedio que conocía bien, pues la obstetrix lo solía utilizar cuando los dolores se hacían insoportables y no había forma de sacar al niño.

—Es viscoso y huele mucho peor que el garum —dijo la mujer. Ella también era esclava y estaba acostumbrada a comer gachas de harina y no aquellas exquisiteces que comían los señores de palacio.

El garum al que tan despectivamente se refería aquella mujer corpulenta y parlanchina era el condimento preferido por las clases pudientes. Su elevado precio y el exquisito sabor de las tripas de pescado maceradas lo convertía en un producto de lujo con el que los esclavos no podían ni soñar. Salvo los encargados de las cocinas, que, atraídos por su intenso aroma a mar, aprovechaban cualquier ocasión para meter la cuchara en las grandes tinajas que lo contenían y dar placer a sus papilas, hastiadas del insípido puls.

—Filistra, démosle un poco de ese remedio a la muchacha. —Por la cara de la partera sabía que el parto se había complicado—. Si no es capaz de expulsar al niño, puede que los viscosos flujos de la comadreja le hagan vomitar y sacarlo por la boca. —Fue la única que se rió de la ocurrencia.

Esta la miró con reprobación. El asunto no estaba para bromas.

—Le hemos dejado que bebiera el zumo de esas florerillas... las que tienen un color púrpura casi imperceptible... díctamo, se llaman. Al menos su sabor a limón resulta agradable —informó Délfide, aprovechando que la obstetrix dirigía su atención hacia ellas.

—Señora, no es el dolor lo que me preocupa.

—Entonces, ¿qué es? ¿Es que algo va mal? —quiso saber Glycera, sobresaltada.

—El niño está ahí encerrado, no puede salir. Lais, ayúdame. Apriétale el vientre a ver si lo hacemos bajar.

La mujer dejó la conversación de mala gana y se puso a trabajar. En la misma posición en la que estaba, alargó los brazos y rodeó el cuerpo de la parturienta, apretándolo con fuerza y comenzó a presionar de arriba abajo. A juzgar por su cara, debía de estar haciendo un gran esfuerzo.

—Nada —soltó la mujer después de un rato.

Lamia gemía de dolor. Estaba tan débil que apenas podía emitir unos sordos quejidos. Respiraba con mucha dificultad, y por su boca entreabierta se escapaba un continuo lamento que nada tenía que ver con los bramidos de hacía unas horas, los que había escuchado Calia desde el diván. Era como si estuviera herida de muerte. El trabajo del parto se había prolongado más de lo que cualquier mujer podía soportar.

—La he oído bostezar —murmuró la asistente.

Lamia estaba anunciando su muerte. O al menos eso creían, pues existía la creencia de que si la parturienta emitía un bostezo era casi seguro que se iba a morir.

—Encendamos más antorchas. Puede que no haya suficiente luz en la habitación —propuso Délfide. Estaba asustada por lo que pudiera pasar—. Invoquemos de nuevo a Lucina para que no la desasista. —Dicho esto, comenzó a rezar con voz temblorosa.

Glycera y la mujer secundaron sus rezos. La partera no escondió su escepticismo ante la supersticiosa reacción de las señoras. Ya habían rezado bastante por aquellas criaturas.

—Necesitamos un médico. Yo no puedo hacer más. —Extendió las palmas de sus manos y, levantándolas hacia el cielo, reconoció que se había rendido.

—¿Un médico? —preguntó Glycera, desconcertada. ¿Dónde iban a encontrar un médico a esas horas?

—¿No hay ninguno entre los esclavos? —preguntó Délfide.

Filistra negó con la cabeza.

—Ninguno capaz de abrirle el vientre sin que uno de los dos acabe muriendo. Sí los hay entre los domésticos del emperador... También el prefecto tiene un buen médico a su servicio... un judío llamado Muschión. Tal vez el prefecto pueda ayudarla. Tengo entendido que él es el padre. —La obstetrix se arrepintió de haberlo dicho, aunque sabía que era un secreto a voces. A veces, cuando ayudaba a nacer a los hijos de los señores, se olvidaba de que ella no era más que una esclava.

—Niega que lo sea. No podemos recurrir a él —aclaró Délfide, descompuesta por la situación—. Quiere que todo esto se olvide. Ha amenazado con ejecutar a cualquiera que se atreva a afirmar que él es el padre de esta criatura... y cumplirá la amenaza.

La partera salió de entre las piernas de la parturienta para unirse al grupo. Cuando llegó a su altura, se detuvo justo en el lado contrario al que ocupaba Glycera, ya que Délfide y Lais se hallaban más atrás. Le ayudó a quitarse la túnica, empapada por el sudor y las cálidas aguas que habían estado manando de su cuerpo, y comenzó a palpar. Puso su oído sobre el vientre desnudo y negó repetidas veces con la cabeza.

—Necesitamos que venga un médico cuanto antes. —Se había rendido—. El parto está siendo demasiado largo. He intentado abrir sus entrañas con mis propias manos pero es inútil. No alcanzo a coger la cabeza del niño, y no sale. Me temo que los dos morirán.

Lamia se iba a morir. Calia lo había escuchado desde el umbral de la puerta. No tuvo tiempo de seguir haciéndolo, pues cuando la hetaira hubo cobrado la fuerza suficiente para hablar por última vez, ella ya estaba enfilando el pasillo.

—Mi niño vivirá... Fue concebido con la luna nueva. —Lloraba convencida de que su hijo, el hijo del prefecto, nacería con vida.

Calia se negaba a asumir que Lamia podía morirse. Era una de las suyas, la hetaira más deseada de la corte. Afrodita no lo iba a permitir... Así que fue hasta su cubículo para coger una gruesa capa de lana con la que cubrirse, pues tenía la intención de ir a buscar ayuda. El fuego de las antorchas había convertido la morada de la diosa en una sauna, elevando la temperatura del ambiente hasta hacerlo irrespirable. Hacía mucho calor allí dentro y necesitaba un poco de aire fresco. Así que decidió salir al exterior, en vez de atravesar el edificio por los desiertos pasillos que, sin más presencia a esas horas que los soldados de guardia, comunicaban las distintas dependencias de palacio. Cuando por fin pudo escapar de aquel infierno, se sintió mejor. Miró hacia el negro cielo, que esa noche estaba plagado de estrellas, aunque por mucho que la buscó no encontró a la luna por ninguna parte. Eso le asustó. Para los que creían en el poder de los dioses, Juno Lucina, la diosa a la que Lamia había confiado su suerte, era la propia luna, la que ofrece su luz a los fetos. Decían que controlaba las mareas y los fluidos, y que por eso era la responsable de hacer correr las cálidas aguas del parto. Y aquella noche la luna había desaparecido, les había abandonado privándoles de su luz. Ya no podían seguir confiando en ella, o Lamia acabaría muriendo.

Calia corría hacia el ala opuesta de palacio, la más noble de las dos, no sólo por el lujo y el derroche de su decoración, sino también por la alta dignidad que ostentaban sus inquilinos; pues en ese extremo de palacio residían el augusto Galerio y su familia, y, junto a él, tenía su casa el prefecto del pretorio. Calia agradeció, mientras aminoraba el paso, que el frío y la humedad de la noche penetraran en su piel. De repente, sintió que la angustia y el miedo habían desaparecido. Aquellas creencias sobre la luna no eran más que cuentos de viejas y magas. Lamia no necesitaba la luz de la luna para curarse, sino la intervención de un cirujano. Lo había dicho la partera con demasiada convicción como para que no fuese cierto. No regresaría hasta conseguir que el médico del prefecto la acompañara.

Flacino se presentó en el vestíbulo de su opulenta residencia ataviado con una ligera síntesis de muselina, algo manchada con restos de comida y vino de la cena. Estaba colorado, sudoroso y bastante borracho. Una de sus sandalias no había sido bien abrochada por las prisas que tuvo que darse el esclavo para calzar por segunda vez en aquella noche a su amo. Nada más verle aparecer, la muchacha supo que le había levantado del diván en pleno banquete, dadas las horas que eran y el estado de embriaguez del prefecto. No le hizo falta esperar a que éste se lo reprochara con evidente mal humor.

—¡Qué es lo que te pasa a ti ahora! ¿Es que no puedo atender a mis invitados con tranquilidad? Primero, el augusto, obligándome a poner de nuevo esa maldita toga para resolver el molesto tema de los mendigos... ¡Tenía que ser esta noche! ¡No podíamos esperar a mañana! ¡Y ahora tú! ¿Qué es lo que quieres? —Paseó sus ojos por el cuerpo de la hetaira—. Será mejor que vengas a ofrecerme algo que merezca la pena —le amenazó en un tono juguetón que nada tenía que ver con el empleado hasta ese momento, mientras se recreaba pensando en todas las cosas que él podía hacer con aquella muchacha—. Dímelo ya, cristiana. ¿A qué has venido?

Calia tuvo que bajar la vista ante las insinuaciones del prefecto Flacino, pero, al pensar en qué le había llevado hasta allí, recompuso el porte y le habló con toda serenidad de la que fue capaz, dadas las circunstancias.

—Es Lamia... se va a morir. —En el fondo no quería creerlo. Pero pensó que de ese modo despertaría su compasión.

Durante unos instantes, aguardó la reacción del prefecto. Al no hallarla, continuó.

—Le ha llegado el momento. El parto está siendo demasiado laborioso y largo. Está agotada; ya no tiene fuerzas para continuar.

—Ese es problema suyo —contestó el prefecto, dándose media vuelta.

—¡Esperad, os lo ruego! Necesito vuestra ayuda.

El hombre hizo caso omiso a los ruegos de la muchacha y se adentró en el interior de la lujosa residencia, con la intención de retomar el banquete. Un grupo de bailarinas procedentes de la lejana Gades les entretenían aquella noche con sus obscenas danzas.

«Nada que ver con la sensualidad de la siria... —pensó—. Esperemos que ninguna de ellas sea tan ambiciosa.»

—Prefecto, ¡atendedme, os lo ruego! Lamia morirá si no consigo llevarle un médico.

Calia no podía creerse la frialdad con la que estaba actuando aquel hombre.

—¡Es vuestro hijo el que está naciendo! —le gritó llena de rabia.

Esta vez sí que encontró lo que estaba buscando. El prefecto se volvió hacia ella y le amenazó con mandarla ejecutar si repetía lo que acababa de decir. Bastaba con acusarle de infamia contra él, pues parecía que hubiera olvidado quién era el hombre al que había ido a molestar.

—Está bien. Ruego que me perdonéis. Cortadme la lengua si vuelvo a decirlo. Pero necesito que hagáis llamar al médico. Sé que tenéis fama de ser muy generoso con los que os sirven bien, y yo me pongo a vuestro servicio. Haré lo que me pidáis...

Flacino recibió el ofrecimiento de la hetaira como una claudicación por su parte, y no como un acto desesperado por salvar la vida de la que hasta esos momentos había sido su enemiga. Se sentía victorioso, triunfante.

—Tú, esclavo. Levanta de la cama a Muschión, que se vista rápido y que traiga sus instrumentos. Dile que el prefecto le tiene una fiesta preparada en casa de las hetairas —ordenó con toda la crueldad de la que era capaz. Luego concentró toda su atención en Calia. Se acercó hacia ella y, rozándole los hombros por encima de su capa, le recordó—: Me debes demasiados favores, cristiana. Y empiezo a impacientarme.

Calia intentó separarse de él, pero, cada vez que ella retrocedía unos pasos, el prefecto avanzaba un poco más, hasta llegar a acorralarla contra la pared. Su cálido aliento olía a alcohol y a garum. Sintió la mano del prefecto entre sus piernas.

—Cristiana, me has dado tu palabra...

Un hombre con barba blanca y poblada se detuvo en medio del vestíbulo. Era el médico judío de quien había hablado Filistra. Había presenciado la escena desde lejos y no se había atrevido a seguir avanzando para no interrumpir a su señor, que parecía divertirse con la dama. No hizo falta que le avisara de su presencia. El prefecto, que estaba de espaldas, se dio cuenta de que el médico había llegado al ver la cara de alivio de la hetaira. Adelantándose hacia él, le habló en tono confidencial, sin que Calia pudiera distinguir lo que decía, aunque, a juzgar por cómo reaccionó el médico, éste no debía de estar muy de acuerdo. El hombre le miraba atónito, con sus pequeños ojos enrojecidos por la ausencia de sueño y el exceso de lectura, mientras Flacino le iba dando instrucciones. El médico las recibía cada vez con mayores reservas.

El camino de regreso resultó algo incómodo para los dos. Ambos pensaban en Flacino y en la manera de corresponder a sus deseos sin traicionarse a sí mismos. Los dos sabían que, si no lo hacían, lo pagarían caro.