Puerto de Nicomedia
Verano de 306 d. C.
—Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados seréis siempre que os injurien y os persigan, y digan contra vosotros todo mal mentirosamente por causa mía. Alegraos y regocijaos, pues vuestro galardón es grande en los cielos. Así, en efecto, persiguieron a los profetas que fueron antes que vosotros.
Jesucristo se lo había anunciado. A causa de Su nombre, serían aborrecidos por todos. Les injuriarían. Les perseguirían. Serían partícipes de Su sufrimiento. Se verían forzados por autoridades y jueces a renunciar a su fe. Y sólo aquellos que lograran resistir hasta el final, se salvarían. Para ellos sería el reino de los cielos. Así se lo había dejado dicho mucho antes de que se desatara sobre ellos la ira de los hombres. Y ellos creían ciegamente en Sus palabras.
Era de ellos de quienes hablaban los textos. Ellos eran los perseguidos por la justicia. Los bienaventurados a los que se refería el pasaje de Mateo. El mismo que tantas veces les había leído aquella mujer llamada Ninfa, con la intención de alimentar su fe y de ofrecerles el consuelo que necesitaban para sobrellevar su pesada carga. Lo hacía durante las asambleas clandestinas que, desde hacía unos meses, tenían lugar en el destartalado almacén del puerto donde se hallaban reunidos, mientras ellos dejaban que el envolvente sonido de sus palabras llenara de esperanza sus corazones.
El almacén pertenecía a aquella mujer. O mejor dicho, a su hijo, un rico armador que había heredado del padre un próspero negocio de comercio a larga distancia, especializado en la exportación de mármoles frigios, y una respetable posición entre las familias mejor situadas de la capital. Cuando todo comenzó y se destruyeron los templos, cuando los emperadores les prohibieron que se pudieran congregar en nombre de Dios, ella, libre de cargas familiares por su condición de viuda, se ofreció a protegerles. Durante los primeros años, puso su propia casa a disposición de los hermanos y permaneció al frente de la comunidad: dirigiéndola; reuniendo a los fieles en nombre de Cristo; dando cobijo a los más necesitados, e instruyendo a un reducido número de viudas y huérfanos a su cargo para mostrarles el camino de la salvación eterna. De manos de uno de los presbíteros que habían sobrevivido a la matanza, recibió una copia de la revelación inicial, transcrita en un pequeño pliego que ella se encargaba de transmitir a los catecúmenos, pues, dada su elevada condición de matrona adinerada, sabía leer y escribir con soltura. Gracias a su completa entrega, la casa de Ninfa fue una de las pocas iglesias domésticas que siguieron funcionando en Nicomedia, al menos durante un tiempo.
La abdicación de Diocleciano no hizo más que empeorar las cosas para los cristianos. El emperador Galerio demostró aún mayor saña que su antecesor, obligándoles a ocultarse a los ojos de las autoridades si no querían acabar siendo presa de la justicia, si es que la había. La domus de Ninfa dejó de ser un lugar seguro, así que su pequeña iglesia tuvo que trasladarse a las afueras de la ciudad, a las instalaciones del puerto, para ocupar las dependencias traseras de uno de los horrea privados, propiedad de la familia, que había frente al muelle, donde almacenaban las mercancías a la espera de su distribución o su estiba en los barcos. A pesar de la turbadora vigilancia de las autoridades portuarias, más interesadas en controlar si el cobro del portorium se hacía efectivo sobre cada uno de los productos y mercancías que llegaban a puerto que en apresar cristianos, éste era un buen lugar para esconderse. Las reuniones clandestinas de aquel grupúsculo formado por hombres y mujeres de muy diversa extracción social pasaban desapercibidas, ya que, de noche, el trasiego de gentes en el entorno de los muelles era continuo. Nunca hasta ahora habían tenido ningún problema. Nadie parecía sospechar su presencia. De lo contrario, ya hubieran sido delatados ante Prisciliano, el entonces gobernador de Bitinia. La sombra de Galerio planeaba sobre ellos; no les dejaba vivir en paz, dada la inhumana aversión que demostraba tener el augusto de Oriente por los cristianos. Galerio no cejaría en su empeño por verles desaparecer de la faz de la Tierra, a ellos y a sus descendientes.
Ninguno de ellos entendía qué mal habían hecho para que se les tratara como a delincuentes. Las cárceles estaban llenas de seguidores de Cristo. Muchos ya habían muerto en Su nombre, mientras otros esperaban a ser martirizados como lo habían sido sus hermanos, con los que se ensayaron tremendos suplicios. No podían comprender la causa de aquella sinrazón, aunque se resignaban a la voluntad de Dios. Estaba escrito que tenía que ser así. El sufrimiento de los cristianos servía para alimentar la crueldad de los perseguidores, que disfrutaban viendo cómo los verdugos atormentaban a los mayores enemigos de Roma: cocinaban sus carnes a fuego lento; flagelaban sus cuerpos; los retorcían en el potro; arrancaban sus miembros de cuajo; mutilaban narices, orejas y manos; desollaban su piel; los crucificaban; ataban a sus cuellos pesadas ruedas de molino y los arrojaban al mar, o a las fieras del circo. Contaban que el propio Galerio, para ellos el más sanguinario de los emperadores, sentía un inmenso placer viendo cómo sus osos despedazaban los cuerpos de los cristianos en el anfiteatro que se había mandado construir dentro del propio palacio para poder disfrutar del sanguinario espectáculo sin verse obligado a soportar el molesto griterío de las masas. Algunos, los más afortunados, los pertenecientes a la nobleza, fueron deportados u obligados a realizar trabajos forzosos para el imperio. Muchas matronas de la alta sociedad se vieron forzadas a trabajar hasta la extenuación en las factorías estatales destinadas a la elaboración de tejidos de lana, las gynaecea, o de lino, las linyphia. Mientras, sus esposos eran degradados a labrar en la construcción de obras públicas, en canteras y minas, y en las fábricas de armas, escudos y corazas que su antecesor, el augusto Diocleciano, había fundado en Nicomedia.
En esos tiempos difíciles, no pocos renunciaron a Dios, apostataron, e incluso algunos llegaron a delatar a sus propios hermanos. Entretanto, la Iglesia mantenía sus cimientos en la clandestinidad, se reorganizaba, alimentaba la fe de los fieles con el mensaje de la salvación eterna y trataba de convencer a los que estaban indecisos. A sus filas se sumaron nuevos adeptos, convencidos por la entereza con que los perseguidos defendían a su Dios y seducidos por la promesa de una vida mejor que la que tenían, por la que merecía la pena vivir e incluso morir. Los intelectuales cristianos aunaban esfuerzos en contestar a los detractores de la fe, haciendo apología de su religión, y en construir un cuerpo dogmático y teológico que fuese aceptado con unanimidad por la alta jerarquía de la institución. A pesar de esa aparente unidad de los cristianos frente a los idólatras, habían comenzado a abrirse las primeras grietas entre los líderes de las principales iglesias, que, ocultos a los ojos de las autoridades, pugnaban por imponer sus propias concepciones sobre lo que debía ser el cristianismo, haciendo peligrar el mensaje de fraternidad e igualdad entre los hombres que se quería dar al mundo.
Les habían llegado noticias de Occidente. Contaban que en aquella parte del imperio, a raíz de la abdicación de Diocleciano y la renuncia forzada de Maximiano, habían cesado las persecuciones, pues el augusto Constancio había inaugurado una política mucho más benevolente con los cristianos. Muy al contrario de lo ocurrido allí en Oriente, donde el emperador Galerio y su césar Maximino Daya competían en crueldad y dureza.
Clito escuchaba las bienaventuranzas junto al resto. Le sobrecogía la idea de que Jesucristo estuviera acordándose de todos ellos, los más desamparados. Para ellos sería el reino de los cielos, y él lo creía con toda el alma. Necesitaba creerlo. Al menos, en la vida eterna serían felices. Estaba sentado en un lateral de la amplia estancia que la comunidad destinaba a la celebración de sus asambleas y que en su día había servido como almacén de mercancías. Algunos restos de mármoles, y cajas por todas partes, delataban su uso anterior. Hacia la mitad de la sala había sido colocado un gran lienzo de hilo sin teñir a modo de cortina, que separaba a los catecúmenos de los fieles durante la celebración de la Eucaristía, pues a éstos se les permitía oír pero no ver los misterios de la fe. Clito había sido iniciado recientemente, después de recibir la catequesis de manos de Ninfa, y lo habían bautizado en la pequeña habitación contigua, antes destinada a administración y ahora convertida en improvisado baptisterio, en cuyos muros se podía ver el dibujo de un pez nadando en el agua, junto al que podía leerse la palabra griega Ichthys.
Nadie ajeno a la Iglesia podía imaginar que aquellas pinturas no eran lo que parecían, sino que encerraban un significado secreto. En un puerto de mar, aquella escena pasaba totalmente desapercibida a ojos de un profano, pero para un cristiano representaban el bautismo. Así se lo explicó Ninfa antes de recibir el sacramento: «Nosotros, pequeños peces, nacemos en el agua del bautismo y, como los peces, moriríamos si saliéramos de ella. Al recibir el bautismo nacemos en Cristo, al que entre nosotros llamamos "pez", en griego Ichthys. Clito, fíjate bien en esta palabra... —Fue señalando cada una de las letras griegas que la componían, mientras iba desvelando las palabras que se escondían tras ellas—: Jesucristo, hijo de Dios, Salvador.»
Esa noche, Clito se hallaba sentado muy cerca del altar, de modo que podía apreciar el envejecido rostro de Ninfa mientras realizaba las sagradas lecturas. De vez en cuando la veía levantar la vista hacia los demás, para comprobar el efecto que sus palabras tenían sobre ellos. Había una luz especial en sus ojos, de un color verde muy intenso que le hacían parecer mucho más joven a pesar de sus cabellos canos, cubiertos por un velo, blanco al igual que su vestido, y del mortecino aspecto de su piel. Hubo un tiempo en que a él le gustaba esconderse debajo, en la pequeña iglesia de su aldea. Sonrió al recordarlo. Gracias a ese juego salvó la vida.
Tenía la espalda apoyada en la pared y las piernas cruzadas sobre el suelo frío y húmedo, sin pavimentar. Su túnica, demasiado corta, apenas le cubría hasta la mitad del muslo. A su lado estaba el viejo Furtas. El y Lidia, que asistía a la misa junto a las demás mujeres, se habían convertido en su única familia. Los observó durante unos instantes, cada uno en un extremo de la estancia, pendientes de la lectura. Pensaba que ellos más que nadie merecían ser felices. Habían sido buenos con él. Le trataban como a un hijo y hacían todo lo que estaba en sus manos, que no era mucho, para protegerle.
La vida de los esclavos de palacio era hostil y despiadada, más si cabe para los que eran cristianos. Los señores les trataban como a animales, ignorando que también ellos tenían alma y sentimientos, y que incluso amaban y sufrían como quienes no eran esclavos. Aunque eso no era lo peor. Uno acababa acostumbrándose a las vejaciones y a los palos, e incluso al látigo. Pero no a sobrevivir en aquel inframundo de los esclavos, que se extendía, oculto a los ojos de los señores, más allá de su inalcanzable universo de placeres y lujos.
El gordinflón de Diodoro les tenía amedrentados. Nadie entre los sirvientes podía mover un solo dedo sin su consentimiento. Él era el rey, el que mandaba en aquel reino de esclavos, y más valía obedecer. Aunque no era él quien se ensuciaba las manos haciendo cumplir su voluntad; para eso disponía de una nutrida corte de aduladores, dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de halagar al obeso monarca y seguir siendo dignos de su séquito real. Clito no estaba precisamente bien considerado entre ellos. Diodoro y los suyos no le habían perdonado que, esa tarde, les aguara la fiesta, y desde entonces se la tenían jurada, a él y al viejo Furtas por habérsele acercado. Era Alfio quien se encargaba de recordárselo cada vez que el chico tenía la desgracia de cruzarse con él, algo que trataba de evitar, pues sentía verdadero pavor siempre que el albino le miraba con los ojos inyectados en sangre.
Sin darse cuenta, había dejado de prestar atención a la grave voz de Ninfa, que seguía leyendo las Escrituras de pie, frente a ellos, vestida de blanco impoluto. El anciano le devolvió la mirada. Se le habían iluminado los ojos, seguramente al recordar la promesa de un mundo mejor. Era el único consuelo que le quedaba después de haber tenido una vida tan desgraciada. Ése, y el amor de Lidia, su esposa a los ojos del Señor, pero no para la ley de los hombres, ya que a los esclavos no se les permitía contraer matrimonio, sino unirse en contubernio. También estaba el chico, al que consideraban como un regalo del cielo, una compensación por el hijo que Dios no había querido darles.
El tiempo pasaba deprisa, más aún a su edad. Clito se había convertido en un hombre. Y, aunque seguía teniendo los rasgos aniñados, su rostro se iba cubriendo de vello. Habría que ir pensando en afeitarle. Recorrió la sala con sus ojillos de viejo. Esa noche eran más de veinte. Allí estaban Simón, el batanero; los dos joyeros de Éfeso; algunos mercaderes de la ciudad; Teodoro, el curtidor de pieles, y su mujer; Filón, el zapatero... Le extrañó no ver al escritor, Lactancio. Hacía mucho tiempo que no vivía en el palacio. El amor a los hermanos era otra cosa. Respetaba el mandato de Cristo, «amarás al prójimo como a ti mismo», pero este amor fraternal no podía compararse al que sentía por Lidia y por Clito. Junto a los demás, le parecía estar más cerca de Dios. No en vano, se reunían en Su nombre. Por primera vez en su vida, se sentía igual al resto de los hombres, tanto que llegaba a olvidarse de que él no era más que un esclavo. Entre los cristianos no había ricos y pobres, siervos y libres, sino que todos eran hermanos, iguales a los ojos de Dios.
Fue su mujer quien le convenció para acudir a las celebraciones, y al cabo de un tiempo recibieron juntos el bautismo. Él era sármata y entre su pueblo no había cristianos. Ella fue quien le habló de la salvación eterna y le estaba profundamente agradecido por haberle hecho creer que hay una vida más allá de la muerte. A él, como al resto, había dejado de importarles demasiado lo que les ocurriera en este mundo. Creía en la vida futura y en la resurrección de los muertos. Por eso arriesgaba su vida y la de su pequeña familia cada noche que acudía hasta aquel almacén del puerto junto a otros cristianos de la corte. Burlaban la vigilancia de los guardias, utilizando los antiguos conductos de agua que conducían al exterior del muro norte de palacio, y caminaban campo a través hasta alcanzar el puerto. Debían estar de vuelta mucho antes del amanecer, para que nadie notara su ausencia. En el caso de un esclavo, su osadía sería castigada con la muerte por flagelación; la muerte terrena, la que sólo afecta al cuerpo y no al alma.
Iba a comenzar la homilía. Los asistentes se habían puesto de pie y aguardaban en silencio las explicaciones del presbítero sobre el Evangelio que acababan de escuchar. «Calla y oye, Israel.» Ninfa se retiró discretamente hacia un lado, junto a su cátedra, después de ejercer como lectora durante buena parte de la celebración, en la que se leyeron fragmentos de los libros de Moisés y Josué, de los Jueces y de los Reyes; del libro de Job; los himnos y salmos de David, recitados por el clérigo y contestados por todos los presentes con devota alegría. Éste apenas había comenzado el sermón, cuando comenzaron a oírse los golpes. Alguien aporreaba la puerta trasera del almacén.
—¿Habéis oído? Están golpeando la puerta —dijo Filón, el zapatero, alarmado ante la pasividad de sus hermanos.
Por fin, una de las mujeres reaccionó.
—Vienen a por nosotros. ¡Saben que estamos aquí!
—La contraseña no la conoce. Si la conociera no llamaría de ese modo —añadió su acompañante, mucho más joven que ella. Era su hija.
—Seguro que no es uno de los nuestros —soltó Furtas con desazón.
Y, de repente, comenzó a cundir el pánico entre los congregados. Quedaron paralizados al escuchar las voces desesperadas que se oían al otro lado de la puerta.
—¡Abrid, hermanos! Son ellos... los soldados.
Los soldados... así que era eso. Ninfa abandonó su cátedra y sin mediar palabra se dirigió hasta la entrada. Un reducido grupo de hermanos la siguió. Desaparecieron en la oscuridad del estrecho corredor que conducía hacia la portezuela de entrada. A través de él les llegaban las voces de aquel hombre.
—Yo no quiero ir al mar. No sé nadar. El agua está muy fría. No quiero montar en ese barco con los demás. —La voz adquirió un inesperado tono de triunfo, que enseguida volvió a tornarse desesperado—. Pero estoy a salvo. Tengo el documento, lo tengo... Ayuda, hermanos. Por Dios y por todos los apóstoles. Dejadme entrar.
—No temas. Creo que es Doroteo —deslizó Clito en el oído del viejo.
Furtas buscó a Lidia entre las demás mujeres para indicarle con un gesto que estuviera tranquila. Éste quiso hacerle ver que lo estaba con una fingida sonrisa.
—Aguarda aquí —le pidió Clito, ya en pie.
Era Doroteo. Reconocería su voz en cualquier parte. La había oído desde niño. Mientras se adentraba en aquel oscuro corredor que olía a humedad y a cal le vino a la mente una imagen de su infancia, ya casi olvidada después de todo lo que había pasado. Se acordó de su aldea, y del respeto con el que su padre y los demás vecinos escuchaban al anciano cuando éste les relataba por enésima vez cómo llegó a construirse la pequeña iglesia de Paestro, de la que todos se sentían orgullosos. Él no era más que un crío, pero atendía al viejo tan impresionado como los demás. Lo hacía en brazos de Calia.
«Mi hermana Calia... —pensó con tristeza—. Padre y los demás murieron ignorando lo que ese viejo escondía.»
Cuando llegó junto a los demás, les contó su sospecha.
—Creo que se trata de Doroteo, el apóstata —aclaró.
—Sí, es otra vez ese viejo loco —sonrió Fidias, el diácono, aliviado.
Ellos también le conocían de sobra. Era uno de los mendigos que vivía entre las ruinas de la gran iglesia de Nicomedia, cuyos muros, derribados por el augusto Diocleciano al inicio de la gran persecución, todavía no habían podido ser reconstruidos. Hasta allí acudían, una vez por semana, la propia Ninfa y algunos de los miembros de la comunidad, para ejercer la caridad, aun a riesgo de ser descubiertos. Doroteo era uno de los que siempre daba problemas en el momento de repartir la comida, aunque ellos intentaban no tenérselo en cuenta, pues de sobra sabían que había perdido el juicio.
—Parece que está asustado. Algo le pasa —comentó Ninfa.
—Tened misericordia de un pobre viejo. Abrid... no me dejéis aquí. El barco...
—Debemos abrirle. Es un hermano —sugirió el joven diácono, rozando el cerrojo de la puerta con la punta de sus dedos.
Clito se fijó en que éstos estaban manchados de pintura.
—Era un hermano. Ya no lo es. ¡Apostató! —protestó Zenón, uno de los sirvientes de la casa del prefecto del pretorio. Siempre que surgía el debate de la readmisión de los renegados en el seno de la Iglesia, se mostraba igual de implacable con quienes no habían ejercido la fe con la misma valentía que él. Ser cristiano en la casa del prefecto Flacino no dejaba de ser una heroicidad.
—Eso fue hace años. Los remordimientos le han hecho enloquecer. Ha pagado su culpa. Dios le ha castigado por haber renegado de El. Debemos ser piadosos, hermanos. Ninguno de nosotros está libre de caer en su misma falta. Abrámosle —se impuso Ninfa.
—¿Y si no está solo? —preguntó uno de los huérfanos que se habían criado en la domus.
—Nuestro deber es asistirle, Hipólito —le replicó ésta—. ¡Fidias, ábrele la puerta!
Ante sus ojos apareció el viejo Doroteo, de rodillas y gesticulando con los brazos como si tuviera un enjambre de abejas a su alrededor y quisiera librarse de ellas. Estaba solo, excitado. No paraba de hablar, aunque ninguno de los presentes acertaba a comprender el sentido de sus palabras.
—El barco, el barco... Yo no quiero irme. No pueden llevarme, tengo el documento, el documento... —Se sacó de debajo de sus harapos un pedacito de papiro amarillento y sucio, no más grande que la palma de una mano, y lo mostró.
—¡Hazlo pasar! O acabará delatándonos —ordenó Ninfa, retirándose por el estrecho pasillo hacia la gran estancia donde los hermanos seguían celebrando la sagrada misa.
Fidias le arrastró hacia el interior y cerró la puerta.
El presbítero seguía oficiando la misa, como si nada hubiera ocurrido, aunque estaba tan preocupado por lo que pudiera pasarles como lo estaba el resto. Podía ver el miedo en ellos, sus caras pálidas como la cal, tensas, ausentes, próximas al llanto o a la histeria; pero él tenía el deber de transmitirles serenidad. Ninfa se acercó hasta el altar y le comunicó en voz baja algo que le hizo recomponerse.
—Hermanos, demos gracias al Señor. No era el diablo quien llamaba a la puerta, sino un hijo de Dios, un mendigo que necesita de nuestra caridad. —Y aprovechó para recordarles—: Hermanos, al final de todos los tiempos seremos juzgados por nuestro comportamiento en la tierra. Entonces, el Rey dirá a los de su derecha: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros. Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era peregrino y me alojasteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; estaba en la cárcel y fuisteis a verme.» Y los justos le preguntarán cuándo fue eso, a lo que responderá: «En verdad os digo que cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis.»
Asintieron con la mirada baja, reflexionando sobre aquellas palabras.
—Ahora, salid los catecúmenos.
Dos de los hombres corrieron la cortina que dividía la estancia en dos. Se preparaban para celebrar los misterios, los cuales sólo podían ser presenciados por los bautizados en Cristo. A los catecúmenos se les permitía escuchar pero no ver aquella parte de la liturgia en la que se utilizaba un lenguaje velado, incomprensible para los que no hubieran sido iniciados. Tras el ofertorio, el sacerdote oró secretamente con Dios rodeado de un aura de misterio y del denso humo del incienso, rememorando de este modo la intimidad con la que Moisés conversó en el monte Sinaí con Dios, convertido en una densa nube que le envolvía. El incienso apenas dejaba ver. Todos pudieron oír la grave voz de Ninfa anunciando el misterio de la fe. En ese preciso momento, el presbítero, vestido con dalmática blanca, alzaba sus manos hacia el cielo y consagraba el pan y el vino, que se convertía en cuerpo y sangre de Cristo al pronunciar las mismas palabras que Éste dijo a sus apóstoles en la última cena.
—El cual, habiéndose entregado voluntariamente a la pasión para destruir la muerte, romper las cadenas del demonio, humillar al infierno, iluminar a los justos, cumplirlo todo y manifestar la resurrección, tomando el pan y dándote gracias dijo: «Tomad, comed: Éste es mi cuerpo, que por vosotros será destrozado.» Del mismo modo tomó el cáliz, diciendo: «Ésta es mi sangre, que por vosotros es derramada; cuando hacéis esto, renováis el recuerdo en mí.»
Ante la crédula mirada de los hermanos, Jesucristo había convertido el pan en su cuerpo y el vino en su sangre. Terminado el misterio, pudieron participar del sacrificio. Lo hicieron según el orden establecido, primero el clero, después los hombres, y por último las mujeres, a las que no se les estaba permitido tocar el cuerpo de Cristo con sus manos impuras, por lo que debían tomarlo con un extremo del velo que cubría sus cabezas. El presbítero iba ofreciendo el cáliz ministerial a los fieles para que éstos fueran sorbiendo la sangre de Cristo a través del canutillo de metal que había en su interior.
Muchas de las mujeres guardaban una parte del pan consagrado envuelto en su velo para llevarlo a casa y así poder administrarse la comunión en caso de peligro. Lidia también lo hizo. Vivía con el continuo temor a que les descubrieran y no quería que ninguno de los suyos muriera sin antes haber recibido a Cristo.
—Mirad... ¿Es que no lo veis? ¡Tengo el documento! ¡Estoy salvado! —Una risa histérica acompañó sus palabras. De pronto, su expresión cambió. Comenzó a volver la cabeza a un lado y a otro como si buscase algo—. El mar. ¡Todos los mendigos han de ir al mar! ¡Subid al barco! ¡Subid, apestosos! Que Dios os proteja. ¡Piedad, soldado! ¡Piedad!
Fidias estaba de cuclillas frente a él, tratando de tranquilizarle. Le cogía suave aunque firmemente de las manos para que no siguiera haciendo aspavientos.
—¿Qué es lo que dices, Doroteo? ¿A qué vienen esos gritos?
—Querían que me fuera en el barco, con ellos. —De repente, se puso a llorar.
—¿Con quiénes, Doroteo?
—Con ellos y con los demás.
—Pero ¿quiénes son ellos?
—Los soldados.
—Los soldados querían que te fueras con ellos y con los demás. Pero ¿quiénes son los demás? —le insistió.
—Sí, con los demás. En el barco... pero yo tengo frío y no sé nadar. Además, tengo hambre. ¿No tenéis algo que darme?
—Dices que vienen a por nosotros. ¿Quieren que vayamos a un barco porque somos cristianos? —A Fidias se le estaba acabando la paciencia.
—No. Yo no soy cristiano. Parezco cristiano porque tengo barba. Y no sé nadar. —Doroteo les miraba con sus ojos grises bien abiertos. Daba la impresión de que se le fueran a salir de sus órbitas de un momento a otro, pero no los veía. Creía tener enfrente a los soldados del emperador.
—Es inútil, déjalo. Démosle algo de comer y que descanse. Está demasiado nervioso, sólo dice incoherencias. —Zenón se adentró en el almacén por el estrecho corredor encalado, siguiendo los pasos que momentos antes había dado Ninfa.