Britania
Verano de 306 d.C.
Marcelo contemplaba las verdes colinas desde lo alto de la torre. Britania... «la maldita Britania», como la llamaban muchos de sus compañeros. Jamás hubiera imaginado que fuese un lugar tan bello. Había oído hablar cientos de veces de aquellas inhóspitas tierras donde la niebla y la lluvia impedían ver el sol durante semanas. En las que el fango y los pantanos hacían casi impracticable el avance de los ejércitos. Se contaba que nadie sobrevivía allí más de tres campañas, pues, si los pictos no te mataban, lo hacían el frío y la humedad que día a día te iba calando en los huesos hasta llegar a pudrirlos. Se metía en la piel hasta cubrirla de hongos y después te impedía respirar. Britania... «la maldita Britania». Su promesa de lealtad hacia Constantino les había conducido al último confín del imperio, más allá del cual ningún hombre en su sano juicio se atrevía a adentrarse si no era un soldado.
Se hallaban acuartelados junto al imponente muro que recorría la isla de este a oeste, y que separaba los dominios de Roma de ese mundo oscuro y salvaje habitado por las temibles tribus de los pictos, contra las que habían estado luchando en las últimas semanas. Él y Quinto habían llegado hasta allí siguiendo a Constantino. Después de un interminable periplo desde Oriente, habían alcanzado la Galia, y éste pudo al fin encontrarse con su padre, el augusto Constancio. Fue en Bononia, también conocida como Gesoriacum. De eso hacía ya un par de meses. Desde allí, cruzaron juntos la estrecha franja de mar que les separaba de Britania y se dirigieron a Eboracum, donde permanecía acantonada la Sexta Legión, a la que se habían unido, pues el augusto de Occidente estaba muy interesado en dirigir una campaña de castigo contra los pueblos bárbaros que habitaban más allá del gran muro.
Hacía casi dos siglos que lo había hecho levantar el emperador Adriano. Marcelo sabía de su existencia. Pero cuando, unas semanas antes, lo vio por primera vez, quedó tan maravillado que apenas pudo articular palabra.
—Aquí lo tienes. Impresionante, ¿verdad? Una muestra más de la grandeza de Roma.
Se trataba de una gran construcción de piedra, aunque en algunos de sus tramos aún conservaba soportes y empalizadas de madera, que se prolongaba, a uno y otro lado, hasta perderse de vista entre las suaves colinas de la campiña britana. En su cara norte, había sido excavado un profundo foso para disuadir a los invasores. En el sur, en territorio romano, se extendía una densa red de terraplenes, fuertes y torres de vigilancia que, junto a un nutrido elenco de campamentos de frontera, garantizaban la defensa al norte de la provincia.
—Imagina por un momento lo que sentirán esos salvajes del otro lado cuando vean el gran muro. Miedo al poder de Roma —le había dicho a Quinto. Se sentía orgulloso de ser romano.
Éste, no menos impresionado que su amigo por la imponente muralla, no pudo ocultar su pesimismo ante, según él, el incierto devenir del imperio.
—Realmente es una colosal obra de ingeniería. Aunque no creo que sea una muestra del poder de Roma, sino de su debilidad. En vez de derrotar a esos salvajes que habitan al norte de la isla, nos hemos conformado con construir un alto muro que nos separe de ellos. Es como si los emperadores hubiesen querido hacer desaparecer tras él esas malditas tierras de Caledonia, que ninguno de ellos han sido capaces de conquistar, ocultándolas a ojos de los romanos como si jamás hubieran existido.
—Quinto, creo que exageras. Roma nunca ha ignorado la amenaza de los pictos sobre Britania. Jamás ha desatendido sus fronteras. Nuestros ejércitos llevan siglos luchando contra los bárbaros, y muchos de ellos han sido sometidos.
De vez en cuando llegaban a sus oídos los quejumbrosos balidos de las ovejas que los campesinos del lugar cuidaban para el mantenimiento de sus familias y de los destacamentos que residían durante todo el año en los campamentos de la frontera.
—Tal vez tengas razón, pero si hubiéramos sido capaces de extender la provincia de Britania a toda la isla, nunca hubiésemos necesitado construir este muro. Marcelo, ¿es que no lo ves? Con estas piedras, les estamos diciendo: «Tranquilos, no es nuestra intención conquistar vuestro territorio. Seguiréis siendo libres, si así lo quieren vuestros líderes. No os tendréis que rendir al dominio de Roma. Ésta se limitará a dirigir esporádicas campañas de castigo contra vosotros para manteneros a raya, y después sus soldados regresarán al otro lado de la frontera, donde, a la sombra del gran muro, seguirán defendiendo al imperio rodeados de sus familias y de todas las comodidades que Roma les garantiza.»
Marcelo atendía a sus palabras sin demasiado interés. Aborrecía a su amigo cuando hablaba de aquella manera. No compartía la opinión de Quinto sobre la situación de Roma, siempre menospreciando su inmenso poder. ¿Cómo podía poner en cuestión la eficacia de sus legiones? Si los emperadores decidían no ocupar las tierras del norte, sus razones tendrían. De momento, les bastaba con mantener a sus fieros habitantes bajo control. Se lo había oído decir al propio Constancio momentos antes de la batalla, en su arenga dirigida a la legión y a las tropas auxiliares, con la que pretendía avivar el valor de los soldados, prometiéndoles un buen pellizco tras la victoria y recordándoles, de paso, los beneficios que para Roma tenían sus campañas.
—¡Soldados! Recordemos las palabras del gran Augusto, el mismo que nos honra con su nombre a sus sucesores —dirigió una rápida mirada a Constantino— y a mí mismo: «Mantened las fronteras de Roma, mantened las fronteras.» Eso es lo que Roma espera de nosotros... ¡Mantengámoslas, soldados!
El augusto Constancio parecía cansado. La blanquecina tez de su rostro delataba su deteriorada salud. Puede que estuviera demasiado débil para dirigir una campaña como aquélla, pero los soldados seguían creyendo en él. Sus palabras les servían de aliento, les daban ánimos para enfrentarse a los salvajes pictos. A morir por Roma.
Muchos de ellos sabían que, después de los últimos acontecimientos derivados de la renuncia de Diocleciano a la púrpura imperial, el augusto se encontraba en una situación difícil. Poco pudo hacer frente a la desmesurada ambición de Galerio, su colega en Oriente. Éste, con la intención de apartar a Constantino y a Majencio del gobierno, le había colocado como césar a Severo y se había molestado en nombrar a su sobrino, Maximino Daya, como su propio césar. Constancio pareció aceptarlo. Y, quizá para evitar males mayores, tomó la decisión de que su obra política se centrara en adelante en mantener a raya a los bárbaros, ya fueran los que limitaban con el Reno o los que habitaban al norte de la frontera britana.
Al otro lado del muro, todo parecía en calma. Abajo, en el campamento, los hombres disfrutaban de un merecido descanso después de la dura campaña contra los pictos, que, con bastante éxito, había dirigido el augusto Constancio en compañía de su primogénito Constantino. Algunos comenzaban a recoger sus enseres para el día siguiente, pues la orden de abandonar el campamento antes del amanecer había sido cursada hacía apenas una hora. La Sexta Legión regresaba a Eboracum. Ese día, los encargados de mantener el campamento en buenas condiciones, y que no habían querido gastar su dinero en sobornar al centurión de turno para zafarse de sus tareas, trabajaban con mayor urgencia que otras veces: barrían, limpiaban el interior de los barracones, adecentaban las letrinas o se encargaban de las cuadras. Mientras, los más remolones continuaban apurando el escaso tiempo libre que les quedaba hasta la hora de la cena. Marcelo descendió por la empinada escalera de madera de una de las torres de vigilancia donde había estado encaramado buena parte de la tarde. Tenía la intención de acudir al pabellón que hacía las veces de hospital. Iría hasta allí para interesarse por ese tal Ducio. Después de todo, se lo debía.
Del cielo caía una fina lluvia a la que los soldados parecían estar ya acostumbrados. El galo la recibía a regañadientes mientras paseaba entre los barracones. En cuanto pudo, se refugió bajo la galería columnada que daba acceso a los estrechos cubículos que los legionarios compartían en grupos de ocho. Para poder avanzar, tuvo que ir evitando los numerosos corrillos que se habían formado en torno a las partidas de dados o de tabas, a las que éstos eran muy aficionados. Corrían las apuestas. Algunos grupos de hombres charlaban animadamente bajo cubierto. Otros caminaban en dirección a la taberna del campamento para ahogar en vino los crudos recuerdos de la batalla, demasiado recientes como para poder soportarlos sin ayuda del alcohol. Le llamó la atención un joven, apenas un adolescente, que, ajeno al barullo que había montado a su alrededor, se esforzaba en escribir, sobre una tablilla que tenía apoyada en sus rodillas, lo que a buen seguro sería una carta para sus seres queridos. Sin duda estaría relatando las hazañas vividas durante la campaña, tranquilizándoles con buenas noticias sobre su salud. Junto a la entrada de algunos de los barracones se apilaban las escasas posesiones de los más previsores: el escudo ya enfundado, la cantimplora, una mochila, las mantas, la ropa... Todo convenientemente sujeto con cuerdas para facilitar que pudiese ser transportado a la espalda de sus propietarios.
Conforme se iba aproximando al hospital, empezó a oír los gritos de quienes habían corrido peor suerte en los combates, pero que al menos aún seguían vivos. Los muertos ya habían sido sepultados en una fosa común. Roma siempre trataba de garantizar un entierro digno para sus valientes. Preguntó por un soldado llamado Ducio y le dijeron que estaba consciente, aunque grave.
—Ave. Tienes buen aspecto —mintió.
—¿Quién eres? ¿De verdad crees que tengo buen aspecto? —preguntó con una mueca. Temblaba. Era por la fiebre.
—Mi nombre es Marco Herio Marcelo. Y no lo creo —se sinceró el oficial—. Yo estaba al mando de tu unidad. Vengo a agradecerte que me salvaras la vida.
Fue al comienzo de la batalla. La niebla era tan espesa que apenas podían ver más allá de la punta de su nariz. Una lluvia de flechas se les vino encima, sin que ninguno de los soldados hubiese visto todavía a esos extraños hombrecillos pintados de azul que les disparaban desde lo alto de una colina. De repente, aparecieron a cientos ante sus ojos. No se explicaban de dónde habían podido salir. Aullaban como fieras, precipitándose sobre ellos armados hasta los dientes con puñales, dardos y lanzas. Iban desnudos. Marcelo, que lideraba una unidad de unos cuarenta hombres, trató de abrirse paso entre los salvajes. Fue entonces cuando, evitando un dardo enemigo, perdió el equilibrio y descuidó su escudo, quedando al descubierto bajo la lluvia de flechas que todavía seguía cayendo sobre sus cabezas. Ducio, el soldado que ahora se encontraba malherido frente a él, se dio cuenta de lo que pasaba, y se apresuró a cubrirle con su propio escudo, mientras el resto de la unidad continuaba avanzando a duras penas sobre el suelo embarrado.
—¿Es eso cierto? Así que te salvé la vida. No lo recuerdo. —Quiso incorporarse sobre el catre, pero el dolor le hizo desistir. Se quejó. Habían desaparecido los efectos de las semillas de beleño que le había administrado uno de los médicos de campaña antes de extraer la punta de la flecha que tenía clavada en su muslo.
—¿Quieres que...? —Marcelo miró a su alrededor en busca de ayuda.
El pabellón estaba abarrotado de heridos, tanto que los médicos y sus ayudantes, los capsarii encargados de curar cortes y heridas de menor gravedad, parecían no dar abasto. Un grito desgarrador procedente de uno de los camastros del fondo les hizo callar. El tal Ducio tragó saliva antes de contestar.
—No, no es nada. Es sólo esta maldita pierna. La herida se ha infectado —volvió a quejarse—. Espero que no tengan que cortármela... como a ese que gritaba.
El dulce olor de la sangre y el sudor que se mezclaba con el del vino agrio empleado como desinfectante hicieron que el galo sintiese náuseas de repente. Pero continuó hablando como si no pasara nada. Trató de disimularlo, maldiciéndose a sí mismo por aquella sensación de asco. Había estado demasiado tiempo en aquel palacio de Nicomedia.
—Soldado, eres valiente. Has demostrado tener coraje. —Acompañó sus palabras con una leve palmada sobre su hombro desnudo—. Arriesgaste tu vida por mí.
Ducio agradeció sus elogios forzando una sonrisa. Estaba desconcertado. Era verdad que no recordaba nada de aquello que ese oficial le estaba contando. Eso debió de haber ocurrido antes de que cayera herido.
—He pedido que tu valerosa acción se anote en los registros de la legión —le anunció Marcelo.
Aquello era todo un honor para un legionario.
—No me lo merezco. Te has equivocado conmigo. Soy un cobarde. —Le apartó la mirada—. Al ver aparecer a esas extrañas criaturas, quise huir. Pero no pude, y ahora son ellos los que me persiguen. Cada vez que cierro los ojos, los veo aullando entre la niebla y el barro. No son humanos, por eso habitan entre tinieblas. Tú los viste igual que yo. Tenían los cabellos rojos como el fuego y su piel era tan azul como lo es el cielo. Roma nunca podrá vencer a esos seres... Serán ellos quienes acabarán con nosotros.
—Esos seres, como tú los llamas, son tan hombres como tú y como yo. Su piel no es azul. —Marcelo trató de quitarle esas absurdas ideas de la mente—. La marcan con extraños dibujos y la cubren con pigmentos añiles para parecer más temibles. Cuentan que por eso se les llama pictos, porque luchan pintados. Dicen que aplicándose esos pigmentos de color azul, impiden que se les infecten las heridas.
Los hombres de la Sexta Legión alcanzaron Eboracum una tarde de julio, justo antes de la puesta de sol, tras varios días de marcha en que los soldados no podían ocultar su alegría ante el inminente regreso al cuartel. Incluso los heridos parecían mejorar a medida que se acercaban a casa. Tenían motivos de sobra para el alborozo. Estaban vivos. Les habían propinado un merecido correctivo a las tribus del norte, demostrándoles una vez más el poder de las legiones. Pero, además, habían sido recompensados con una generosa paga por parte del augusto Constancio, quien, acompañado de su hijo Constantino, había querido unirse a ellos en esa última campaña, adhiriéndose simpatías entre aquellos soldados que veían cercano el final del emperador. En adelante, pasara lo que pasara, tenían el apoyo de la legión.
El campamento de Eboracum había sido creado más de dos siglos atrás, cuando otra legión, la Novena Hispana, acampó por primera vez en aquellas tierras con la intención de pacificar Britania. Aquella otra legión fue la que edificó el cuartel, eligiendo el estratégico emplazamiento entre dos ríos por sus magníficas cualidades defensivas. Eso fue, más o menos, tres décadas después de que el emperador Claudio conquistara buena parte de la isla.
Tanto a Quinto como a Marcelo les encantó aquel lugar, en el que ya habían estado antes de la campaña. Se trataba de un gran cuartel legionario en el que reinaba la disciplina, el orden y la milicia, sin que por ello sus habitantes tuvieran que renunciar a ciertas comodidades y diversiones. El emperador Septimio Severo, que había vivido entre sus muros un siglo antes, lo había dotado de espectaculares edificios y sistemas de traída y conducciones de aguas, además de fomentar la vida fuera del campamento, al otro lado de uno de los dos ríos. Allí, en la ciudad, como llamaban al núcleo de población civil surgido a raíz del campamento, se ofrecía todo lo que un romano podía desear: baños, burdeles, cantinas, tiendas y templos en los que honrar a los dioses. Aquella misma noche numerosos soldados de infantería, de caballería, arqueros y oficiales, entre ellos Quinto y Marcelo, pudieron dar buena cuenta de los atractivos de una ciudad pensada desde su origen para satisfacer en su momento las necesidades, las demandas y los vicios de los miembros de la legión Sexta Victrix.
Marcelo había entablado cierta amistad con Ducio, al que había visitado en sucesivas ocasiones para interesarse por su recuperación. Era un tipo bonachón, parlanchín y un tanto pendenciero, todo lo cual era, a ojos de Marcelo, una buena lista de cualidades siempre que vinieran acompañadas del valor en el combate. No en vano le había salvado de las flechas enemigas. El tema preferido de Ducio era su Hispania natal y la gloriosa historia de la Sexta Legión, ambos asuntos muy relacionados, como tantas veces se empeñaba en destacar. A ellos recurría con insistencia durante los pequeños ratos de asueto en los que el oficial y el soldado se sentaban a conversar a la entrada del barracón que el hispano tenía asignado.
Aquella mañana de julio, Marcelo había acudido temprano al encuentro de Ducio para preguntarle qué tal estaba la herida y llevarle, de paso, la ración de queso y carne seca que le correspondía para el desayuno. Lo había podido hacer gracias a que tanto él como Quinto gozaban de una cierta libertad dentro del campamento, siempre que no fuesen requeridos por el entorno de Constantino. Apuraba con él el contenido de sus escudillas antes de que llegara el momento de pasar revista. A su alrededor comenzaba a bullir la actividad. Frente a ellos, decenas de hombres iban y venían de un lado para otro ocupados en atender sus rutinas matinales antes de que comenzara la jornada. Ducio estaba excepcionalmente callado aquella mañana y el galo no resistió demasiado tiempo el mutismo de su acompañante. Así que le preguntó sobre su tema preferido, seguro de que con esa excusa le haría hablar.
—¿Y dónde dices que está tu ciudad natal? —le preguntó rompiendo el incómodo silencio que se había impuesto entre ambos. No terminaba de ubicarse pese a que Ducio se lo había contado en repetidas ocasiones.
—Legio está en las Hispanias, en la provincia de Gallaecia. Te lo he dicho decenas de veces —contestó éste, mostrándose extremadamente paciente. En el fondo le agradecía su interés.
—¿Y es tan parecida a Eboracum como presumes? He viajado por todo el imperio y créeme si te digo que hay pocos lugares como éste. —A Marcelo le encantaba azuzar el orgullo de Ducio.
—Te sorprendería comprobarlo, Marcelo. Apenas existe diferencia entre ambas, incluso puede que las murallas de Legio tengan mayor grosor que éstas. Son descomunales, parecen estar hechas por cíclopes —exageraba—. También el sol. En Legio el sol brilla incluso en invierno, aun así hace mucho frío... Mientras que aquí apenas lo vemos. —Siempre que se refería al clima, acababa haciéndolo con nostalgia, convencido de que el húmedo clima de aquella maldita isla les estaba matando.
—¿Qué harás cuando te licencies? Volverás a Legio, ¿verdad? —interrumpió el galo. Había sentido la tentación de preguntárselo muchas veces, pero nunca antes lo había hecho.
—Sí. Han sido años muy duros al servicio del ejército, yendo de aquí para allá, de un frente a otro, sin poder regresar ni siquiera de permiso. He echado mucho de menos mi tierra, mi familia... hubo un tiempo en que incluso pensé en desertar. Ahora no tengo más que esperar a que Roma me licencie. Sólo me quedan seis años para volver como veterano a mi casa. Cuento cada uno de los días que me quedan.
En su fuero interno sabía que seis años eran muchos, pero para poder resistir necesitaba alimentar sus esperanzas de que pronto regresaría a las Hispanias. Mordió el queso y, sin siquiera darse tiempo a tragar, volvió a retomar la conversación en el mismo punto en el que se había quedado cuando Marcelo le interrumpió.
—Como aquí, en Legio está acuartelada una de las legiones. La única que hay en toda Hispania. —Hizo una pausa, esperando a que su colega le preguntara por ella.
Éste se limitó a arquear las cejas invitándole a que continuara. Miró el fondo de su pesada pátera de bronce, la misma que le había acompañado durante la campaña, comprobando con desgana que estaba vacía, limpia, tanto que podían apreciarse con claridad las pequeñas hendiduras que tenía en el fondo de estaño y que servían para que el calor de los alimentos, cuando tenían la suerte de poderlos tomar calientes, se repartiera por igual. Había acabado su desayuno, pero continuaba teniendo hambre.
—La Legión Séptima Gemina. Fue Vespasiano quien la instaló allí. Pero antes, en tiempos del primer emperador, Octaviano Augusto, estuvo asentada la originaria de nuestra legión, la Sexta Victrix. Cuando era niño, mi abuelo me contaba historias sobre aquella primera legión. Ahora dudo de que muchas de ellas fueran ciertas.
—Tengo entendido que no fue la Sexta Victrix sino la Novena Hispana la que fundó Eboracum —comentó el galo con la pátera del desayuno todavía entre sus manos.
A Marcelo le costaba cada vez más mantener aquella conversación. Los nombres de las legiones bailaban en su cabeza y era incapaz de relacionar una con otra. Nunca le había interesado demasiado la historia militar, que, sin embargo, apasionaba a Quinto. Fue él quien le señaló la vieja inscripción que había a la entrada del campamento, sobre una de las puertas de entrada que en sus días había sido remodelada por Trajano.
—Sí, fue la Novena Hispana. ¿Es que no has visto la inscripción? Lo que ocurre es que luego Adriano la trasladó a otro lugar, no sé muy bien adonde, y trajo hasta aquí a la Sexta Victrix, nuestra legión. Nuestros hombres fueron los que construyeron el muro. Bueno, no fueron precisamente nuestros... ¡Algo pasa! —advirtió de repente. Su semblante se había tornado tenso.
Un rumor procedente del corazón del campamento comenzó a extenderse entre los soldados. La ajetreada rutina de aquellos tempranos momentos del día, iniciada poco antes del primer canto del gallo, se había convertido en caos. Algunos de los soldados corrían sin saber bien hacia dónde dirigirse, muchos todavía con la túnica e incluso sin afeitar. Otros, sin embargo, miraban con desconcierto hacia todos los lados, buscando una explicación a lo que estaba ocurriendo. Marcelo se había levantado, dejando a su acompañante sentado en el suelo, con la pierna inmovilizada a causa de la herida.
—Escucha. —Él hizo lo propio—. Es el lamento de las tubas. Tocan a muerto —le alertó—. ¡Tú quédate aquí!
El hispano se movía con demasiada dificultad; no podía acompañarle.
—Iré a enterarme de qué se trata. Tal vez Quinto lo sepa.
La zona de los barracones era un hervidero. Marcelo se enteró de la noticia sin necesidad de dar un paso. Habían sido los propios soldados quienes, al conocer el fallecimiento del emperador, aquella misma noche, fueron propagándolo a voces por todo el cuartel.
—¡El augusto! ¡Es el augusto Constancio...! ¡Ha muerto!
—¡Ha muerto!
—¡El augusto ha muerto!
—Pero... entonces, era cierto lo que se decía —soltó Ducio, sorprendido por la noticia—. El augusto se estaba muriendo... —Y, mirando a su compañero, intentó sonsacarle—. Tú debes saberlo. Viniste hasta aquí acompañando a su hijo.
—Créeme que sé lo mismo que tú. Los físicos dijeron que había vuelto de la campaña con fiebres muy altas... Estaba más pálido de lo normal. Hacía ya mucho tiempo que no gozaba de buena salud. —Al decirlo, pensó en Constantino. Al menos, había podido reunirse con su padre antes de que sucediese lo inevitable.
—La verdad es que su aspecto no era nada bueno —se lamentó Ducio, tratando de ponerse en pie con ayuda de Marcelo. Recordaba perfectamente cómo les había impresionado su palidez al inicio de la batalla, cuando trataba de insuflarles valor mientras él apenas parecía tenerse en pie—. ¿Y ahora qué ocurrirá con todos nosotros? Dicen que el augusto de Oriente quiere hacerse con el poder. Tengo entendido que es sumamente ambicioso... Pero también está su hijo, Constantino. Nuestros soldados están dispuestos a luchar por él.
—A mí también me gustaría saber qué va a ocurrir a partir de ahora...
Pensó que a Constantino le había llegado el momento de reclamar lo que le fue arrebatado aquella tarde en Nicomedia, cuando el augusto Diocleciano invistió con la púrpura imperial a ese tal Daya por imposición de Galerio y en contra de lo que deseaban la mayoría de los soldados. Y dijo:
—Ducio, no puedo quedarme aquí por más tiempo. He de reunirme con Quinto cuanto antes.
—¡Ha muerto! ¡El augusto de Occidente ha muerto! —volvieron a escuchar.
Una variopinta multitud de curiosos se arremolinaba en las proximidades de la puerta principal que daba entrada al campamento de la Sexta Legión. Era cada vez más numerosa y comenzaba a ocupar buena parte del puente de piedra que conectaba con la ciudad. La noticia del óbito imperial había corrido con inaudita rapidez entre la población de la otra orilla del río, y eran muchos los que no habían querido perderse detalle del acontecimiento. Al otro lado, en el cuartel, yacía sobre su lecho de muerte el augusto Constancio. Pero a ellos, a la gente común, no les estaba permitido entrar. Los soldados tenían bloqueados los accesos. Así que no les quedaba otra que conformarse con atender a los numerosos rumores que corrían de boca en boca entre los congregados. A cada cual más disparatado.
En el corazón del cuartel, la guardia pretoriana tenía rodeado el edificio del pretorio, preservando de este modo la seguridad de quienes se hallaban en su interior velando el cadáver del augusto muerto. Marcelo halló a Quinto en sus proximidades. En esos momentos se dirigía junto a una veintena de hombres hacia la basílica.
—¿Dónde te habías metido? Llevo buscándote desde que me enteré. —Quinto se había apartado del grupo para ir al encuentro de su compañero. Luego explotó—: ¡Esto lo cambia todo, Marcelo... todo! —Le preocupaba el rumbo que fueran a tomar los acontecimientos a partir de ese momento.
—Estaba... ¡Por todos los dioses! ¿Y eso qué más da ahora? ¿Qué es lo que se espera que debamos hacer?
—Vayamos con los demás soldados. ¡A la basílica, Marcelo! Hay órdenes de que reunamos a los soldados en torno a la basílica —le informó Quinto, azorado, reincorporándose al grupo seguido de Marcelo.
La tenían justo enfrente. Era allí, en ese magnífico edificio de piedra, revestido con placas de mármol y flanqueado por esbeltas columnas, donde se celebraban las audiencias y se impartía la justicia. Y por eso ocupaba un lugar destacado en el corazón del campamento, enfrente mismo del pretorio. Tal y como pudieron comprobar, en sus inmediaciones se iban concentrando decenas, cientos de legionarios que, sorprendidos aún por la noticia, obedecían las órdenes de sus superiores. Pasado un rato, media docena de soldados auxiliares montados a caballo fue abriéndose paso entre la multitud que unía el edificio del pretorio con la basílica. Una vez despejado aquel espacio, los pretorianos, que hasta ese momento habían estado rodeando el pretorio, fueron formando un pasillo con su presencia y, desenvainando su espada, se prepararon para proteger a los altos dignatarios y miembros de la corte que en breve saldrían hacia la basílica. Mientras, los guardias que vigilaban los accesos al recinto apenas podían contener a la enfervorecida masa que pugnaba por entrar.
—Acaban de abrirse las puertas —comentó Marcelo, estirando el cuello para no perderse detalle. Trató de ponerse de puntillas, pero desistió, incapaz de mantener el equilibrio durante mucho tiempo debido a los continuos empujones que recibía por su espalda. En ese preciso momento, dos miembros de la guardia pretoriana se disponían a abrir los pesados cortinajes de tela roja para permitir el paso de la comitiva imperial.
—El prefecto del pretorio de Constancio —le susurró Quinto, que estaba a su lado, aunque Marcelo lo sabía de sobra—. Los que le siguen son senadores y altos dignatarios de palacio.
Desconocía quiénes eran muchos de ellos, aunque, por sus ricos atavíos y el derroche de joyas que les adornaba, supuso que se trataba de distinguidos miembros de la corte. Fueron siguiéndoles con la mirada hasta verlos desaparecer en el interior de la basílica.
—¿Quiénes son esos niños? —quiso saber Marcelo, intrigado.
En realidad, los tres mayores ya no eran tan niños. Sus nombres eran Flavio Dalmacio, Julio Constancio, Hanibaliano, Constancia, Anastasia y Eutropia. La última de ellos, Eutropia, caminaba algo rezagada del resto de sus hermanos. Era la más pequeña, no tendría más de dos o tres años. Caminaba con la carita seria y una bonita muñeca entre los brazos, a la que apretaba con fuerza como si quisiese consolarla por todo lo que estaba pasando.
—No lo sé. Es la primera vez que los veo. Tal vez sean los hijos de Constancio y Teodora, los hermanastros de Constantino. ¡Sí, seguro que lo son! ¿No ves que Constantino va detrás, acompañado del general Helvio?
Al verle aparecer, los dos escoltas se pusieron tensos y en un rápido movimiento echaron mano a la empuñadura de sus espadas, por si había que desenvainarlas en cualquier momento. Le vieron desfilar frente a ellos con el rostro hierático y la mirada fría, distante. Era el hijo del augusto ahora muerto, y no su compañero de viaje. Desde que se reunieran con Constancio en Bononia, apenas habían tenido oportunidad de dirigirse a él, pese a que seguían estando a sus órdenes, formando parte de su guardia personal, de su entorno. Pero Constantino parecía no necesitarles. Vivía rodeado de cortesanos y aduladores, que se esforzaban por complacer sus deseos y los de su augusto padre. Miembros del pretorio, consejeros, gobernadores, embajadores, senadores venidos de Roma, funcionarios, altos cargos y familiares que no les dejaban solos ni un solo segundo. Ni siquiera dejaron que Constancio muriera sin su compañía. Lo hizo rodeado de sus hijos y de buena parte de su séquito.
Al paso de la comitiva, uno de los tribunos dio órdenes de entrar en el interior de la basílica. Una ola de soldados se abalanzó hacia la puerta de entrada. Tenían prisa por entrar y se empujaban unos a otros con impaciencia. Marcelo y Quinto esperaron a que les llegara el momento y, cuando por fin lograron acceder, fueron dirigiéndose, no sin dificultad, hacia la elevada tribuna donde aguardaba Constantino junto a los demás miembros de la corte. Querían estar cerca de él, por lo que pudiera pasar. Todos los presentes sabían por qué estaban allí.
—Esperemos que no haya sorpresas. Más vale que esté todo decidido de antemano, si no quieren... —dejó caer Quinto.
—Si no quieren, ¿qué? —Marcelo le instó a que continuara.
—Si no quieren que haya una guerra civil. No sería la primera vez que sucediera algo así.
La tenue luz de la mañana se colaba a través de las ricas celosías que cubrían por completo los elevados ventanales de la basílica. Cientos de soldados se agolpaban a lo largo de las tres naves en las que se dividía el espacio interior del edificio, delimitado por una sucesión de arcos de medio punto que descansaban sobre gruesas columnas de mármol. En el extremo opuesto a la entrada se hallaba la tribuna.
Fue entonces cuando comenzaron a oírse los gritos de algunos de los soldados que no habían podido acceder al interior de la basílica.
—¡Augusto! ¡Augusto! ¡Constantino, augusto!
Hubo gritos de asentimiento en el interior. Luego, se sucedieron los vítores. Antes de que comenzase la ceremonia, Constantino ya era aclamado por la tropa como sucesor de su padre.
—¡Vida al augusto Constantino!
—¡Vida al primero de los emperadores! ¡Al augusto!
—Pero ¿qué es lo que están diciendo? ¡Están locos! Constantino nunca podrá ser augusto. Eso sería ilegal.
Quinto asistía a las peticiones de sus compañeros con incredulidad. Pensaba que Constantino no podía aceptar lo que sus hombres le estaban proponiendo. Eso iría en contra de lo establecido. El relevo no podía hacerse como pretendían los soldados. Constantino sucedería a su padre como césar, nunca como augusto. Ya era ilegal proclamarlo césar, pero... ¡Augusto! Galerio jamás lo permitiría. Desde Oriente, movería a todo el imperio para evitarlo. Embebido en sus reflexiones, Quinto buscó a Marcelo con la mirada. No se sorprendió al ver a su amigo celebrando la ocurrencia de los demás.
Desde algún rincón de la basílica alguien hizo llegar a Constantino la clámide de púrpura y una corona de laurel. Fueron los soldados quienes transportaron los símbolos imperiales hacia la tribuna donde aguardaba el sucesor, alzándolos en volandas por encima de sus cabezas, disputándoselos unos a otros en su afán de tenerlos entre sus manos, de poder tocarlos, aunque sólo fuera por unos instantes. Marcelo fue uno de los afortunados. Por fin, las fuertes manos de uno de los soldados se alzaron con ellos hacia la tribuna, ofreciéndoselos a Constantino, que esperaba de pie, entre miembros de la corte y altos cargos del ejército, rodeado de las águilas e insignias imperiales. La tensión se palpaba en el ambiente. Hasta el último de los presentes estaba expectante por ver cuál iba a ser su reacción. Eran conscientes de la gravedad del momento. Si Constantino se ceñía el manto y colocaba el laurel sobre su cabeza, estaría aceptando la usurpación, robando el poder a su legítimo propietario, el césar Severo.
Constantino dirigió su rostro impertérrito hacia el soldado que le ofrecía el manto y la corona con sus manos. Miró con frialdad. Y tomando la clámide púrpura, cubrió sus hombros con ella. Con las dos manos, alzó la corona de laurel y la mantuvo en el aire, mostrándosela a sus hombres. Lentamente, la fue llevando hacia su cabeza y se la ciñó sobre la frente. Acababa de convertirse en augusto de Occidente, en el sucesor de su padre. Cerró los ojos y sonrió casi imperceptiblemente.
—Tengo la impresión de que el joven Constantino ya tiene lo que quería. —Marcelo estaba exultante. El viaje había merecido la pena.
—¡Constantino ya es augusto! ¡Vida al nuevo augusto de Occidente!
Los soldados comenzaron a golpear sus escudos como muestra de alegría.