23

—Déjalo, Marcelo. Está muerto.

—Señor, no podemos continuar así. Los otros caballos no tardarán en morir. Están agotados. Llevamos más de tres semanas sin cambiar de montura —intervino Zósimo.

—¡Quinto! Marcelo irá contigo —le indicó Constantino sin atender los requerimientos de su escolta y, dirigiéndose al galo, le apremió—. Rápido, Marcelo, coge la silla. Nos hará falta. Ya no podemos hacer nada por tu caballo.

—Vamos, monta.

—Pero, señor... Mirad vuestro mapa. Por aquí tiene que haber alguna parada de postas.

—No la hay, Zósimo.

—¿Estáis seguro, señor? Si mal no recuerdo, existe una a las afueras de Carnuntum. Vos mismo la señalasteis en el mapa.

—No lo recuerdo. De todos modos, continuaremos hasta Vindobona con estos mismos caballos. Esperaremos a que sea día de mercado y entraremos en la ciudad aprovechando el trasiego de gente. Allí adquiriremos nuevas monturas.

Constantino confiaba en que pasarían desapercibidos entre la multitud. La antigua fortaleza de Vindobona se había convertido en una próspera ciudad en la que la población nativa convivía con gentes venidas de muy diversos lugares, con los legionarios asentados en el campamento y con un nutrido grupo de veteranos. Y, a pesar del empeño de los emperadores por controlar el tráfico comercial en la frontera, hasta ella acudían, durante los días de feria, agricultores y ganaderos procedentes de ambos lados del Danubio.

—Morirán antes. Estos caballos están en las últimas —apostilló Zósimo.

—Pues continuaremos nuestro camino a pie.

—No entiendo por qué. Carnuntum está a unas millas de aquí.

—Soldado, será mejor que no sigas insistiendo. Es una orden —zanjó Constantino. Había cambiado los planes. Evitarían las postas imperiales, también las de segunda categoría.

Al atardecer, los campos comenzaron a teñirse de un tono cobrizo por el anaranjado reflejo del sol. Aunque apenas quedaba un par de horas de luz, siguieron cabalgando hasta encontrar un lugar seguro donde pernoctar. A principios del invierno, con la llegada de los primeros fríos, se habían hecho con cuatro buenas mantas y una tienda de cuero con las que guarecerse del inclemente tiempo, siempre que no encontraran mejor cobijo que el propio cielo. Y todo parecía indicar que esa noche también la pasarían a la intemperie, pues hacía ya bastante que, por aquellos lares, no se veía a nadie a quien pedir asilo.

Acababan de atravesar un imponente bosque de abetos y avanzaban por un pequeño sendero rodeado de tierras de cereales, que era utilizado por los agricultores de la zona para acceder desde sus poblados o uici a los terruños que trabajaban. Habían dejado la gran cordillera de los Alpes al sur, pero el frío viento procedente de las montañas les recordaba tozudamente su cercanía. Fue Quinto quien divisó a lo lejos a una pareja de campesinos que recogía sus aperos tras la jornada.

—Los dioses nos son favorables. Pasaremos la noche bajo cubierto. —Y señaló con su prominente barbilla hacia el final del camino.

—Parecen labriegos —comentó Marcelo—. Están cargando sus aparejos en un carro.

—Tal vez estén dispuestos a cambiarlo por unas cuantas monedas de oro —sugirió Constantino. Y volviendo su cuerpo hacia el griego, le anunció—: Zósimo, a partir de mañana viajaremos en carro. Ya no necesitaremos caballos... ¡Tendremos bueyes! —fingió bromear, mientras arrancaba su caballo hacia la pareja.

Ninguno de sus hombres tuvo tiempo de apreciar la dureza de su semblante.

—Sí, señor. Viajaremos como vulgares campesinos, en un carro tirado por bueyes... si es eso lo que deseáis —le replicó el griego entre dientes, sin ni siquiera tratar de disimular ante sus compañeros que había encajado mal la broma. El repentino cambio de planes le tenía contrariado.

Se estaban aproximando a la Galia y, si no lograba su objetivo de acabar con la vida de Constantino de una vez por todas antes de abandonar los dominios del césar Severo, todos sus planes quedarían reducidos a la nada. No entendía por qué los agentes de Flacino habían tardado tanto en actuar, ni tampoco acertaba a comprender cuál era la misión de aquel infeliz al que sorprendieron espiándoles en aquella llanura. Ignoraba si estaba solo o acompañado. Lo cierto era que, desde entonces, los hombres del prefecto parecían haberles perdido la pista. Y, después de varios meses sirviéndole en su huida, urgía acabar con él.

Tenía que informar de su situación antes de que fuese demasiado tarde, antes de que Constantino alcanzara los territorios de su padre, el augusto Constancio, donde, según él mismo les había dicho en no pocas ocasiones, podía considerarse a salvo. Lo tenía decidido. Acudiría a la parada de postas más cercana, con o sin el consentimiento de su señor. Si no recibía órdenes de Nicomedia antes de entrar en las Galias, actuaría por su cuenta.

Cuando Constantino llegó junto a los campesinos, se quedó contemplándolos desde lo alto de su montura, aunque la pareja no tenía nada de particular. Se trataba de un hombre y una mujer de mediana edad. Estaban cansados y sucios después de todo el día en el campo. Ellos no se atrevieron a devolverle la mirada. Bajaron los ojos de forma sumisa y aguardaron con las manos entrelazadas sobre su vientre y el cuerpo humillado, como si esperaran recibir algún castigo de aquel desconocido, que, según pensaron los dos nada más verle, era un enviado del dominus.

—¿Es vuestro ese carro? —preguntó Constantino al fin.

—Sí, señor —susurró el hombre.

—El dominus sabe que lo necesitamos para trabajar la tierra —añadió la mujer.

—No os lo llevéis, señor. Por favor... —le suplicó él, arrodillándose a los pies del caballo. Se quitó el capuchón de su capa y descubrió su rostro en señal de respeto.

Con un gesto, Constantino ordenó a sus hombres que se acercaran y se apeó de la cabalgadura. No pretendía intimidar a aquellas personas.

—No vengo a robároslo. Pagaré generosamente por él. —Y, ofreciéndoles un par de monedas de oro, les aseguró—: Con este dinero podréis vivir cómodamente durante un tiempo. ¡Cogedlas!

Pero ninguno de los dos se atrevió a hacerlo.

—Vamos. ¡Tomadlas! No hagáis que me arrepienta.

Fue el hombre quien se las arrebató con un rápido movimiento, como si evitara quemarse al contacto con el desconocido. Y cuando las tuvo en su poder, se lo agradeció una y mil veces de la única forma que sabía hacerlo, de rodillas.

—Gracias, señor. Que los dioses os protejan. Gracias... gracias... Una y mil gracias, señor.

Su esposa le imitó, arrodillándose junto a él.

—¡Levantaos! Quiero además que nos deis alojamiento a mis hombres y a mí. Será sólo por esta noche. Mañana temprano reanudaremos nuestro camino.

—Por supuesto, señor. Lo que deseéis —contestó el hombre, apresurándose a introducir celosamente las monedas en el interior de su raído botín.

La mujer seguía inclinando el cuerpo una y otra vez en señal de gratitud, sin importarle que el grueso manto de lana que hasta ese momento le protegía del frío se le hubiese caído al suelo, dejándola sin más abrigo que la corta túnica, también de lana pero algo más fina, aunque igual de burda y ajada. A una señal de Constantino, levantó la cabeza dejando ver su rostro. Llevaba el pelo recogido, con una raya en el centro que parecía dividir en dos partes su cabeza. De joven, debió de haber sido guapa.

Quinto recogió el manto del suelo y se lo devolvió a su dueña. Esta lo recibió avergonzada.

—¿Está lejos vuestra aldea? —preguntó Constantino.

—Detrás de aquella colina que veis enfrente —respondió el hombre.

—¡Adelante!

Los cuatro jinetes cabalgaron al paso, escoltando a los dos campesinos hasta el grupo de chozas. Durante buena parte del trayecto no se oyó más que el lento traqueteo del carro tirado por los bueyes.

—¿Son vuestras estas tierras? —preguntó Marcelo, incapaz de mantener su silencio por mucho tiempo.

—No, señor. Son del dominus. Nosotros sólo las trabajamos —respondió la mujer sin esperar a que lo hiciera su esposo, quien, con el ceño fruncido, parecía concentrado en animar a las bestias a que siguieran avanzando.

—Luego, ¿sois colonos? —adivinó Quinto, al que la situación de aquellas gentes no le era del todo ajena. En los últimos tiempos, los suyos también venían padeciendo la presión de un dominus y sabía bien que, por mucho que se les asegurara que seguían siendo libres, sus vidas dependían cada vez más de la voluntad de aquel señor al que se habían encomendado a cambio de una seguridad de la que carecían, dada la inestabilidad reinante.

—Así es. Somos colonos —afirmó la mujer.

—No siempre lo fuimos —intervino el hombre—. ¡So! —Tiró de los bueyes—. Nuestras familias siempre han vivido aquí. Durante generaciones hemos habitado en estas tierras. Sentimos que nos pertenecen.

—Pero son tiempos difíciles y sin la protección de los poderosos no hubiéramos podido continuar haciéndolo... No sé qué hubiera sido de nosotros... —se lamentó la mujer.

—El dominus nos protege de...

—¿Os protege de...? —Quinto les instó a continuar.

—Nos protege de esas bestias que viven al otro lado del gran río. Antes de que los hombres del dominus defendieran nuestras aldeas, venían una y otra vez a robarnos lo poco que teníamos. No nos dejaban en paz. Se quedaban con nuestras cosechas, abusaban de las mujeres y destrozaban cuanto encontraban a su paso. Entonces, regresaban de nuevo a sus pantanosas tierras...

—Vivíamos atemorizados. Sabíamos que en cualquier momento volverían —siguió el hombre.

—Cuando aún no nos habíamos recuperado, volvían a aparecer.

—No puede ser cierto eso que contáis —cuestionó Marcelo, que caminaba junto al carro—. La legión XIIII Gemina tiene su campamento en Carnuntum, no lejos de aquí. Las fronteras están protegidas.

—Esos germanos son astutos —replicó el labriego, mirándole de reojo—. Muchas veces consiguen atravesar el gran río y colarse por el limes. Cuando esto ocurre, los soldados miran hacia otro lado y les permiten campar a sus anchas. Nunca entran en las ciudades.

Todos callaron. Durante un rato sólo se escuchó el lento traqueteo del carro. Fue la mujer quien reanudó la conversación.

—Por si fuera poco, los agentes del fisco venían a quitarnos lo poco que nos quedaba. —Apretó los labios con fuerza.

—Los emperadores quieren que trabajemos para ellos, que alimentemos a su ejército, pero no hacen nada por proteger a nuestras familias —les explicó el hombre.

—Por eso hemos tenido que ceder las tierras al dominus. Trabajamos para él. Apenas nos queda para comer, pero al menos podemos seguir viviendo en nuestra aldea.

Ya habían llegado. Con una parsimonia que exasperó a Marcelo, los campesinos descargaron el carro y guardaron los bueyes en un alto cercado de palos y ramas donde los aldeanos encerraban a los animales durante la noche. Mientras el hombre les indicaba dónde atar los caballos, la mujer desaparecía en el interior de una de las pequeñas chozas que formaban el poblado, que en esos momentos parecía desierto. Era como si sus habitantes se hubieran esfumado ante la presencia de los desconocidos.

—¿Y dónde reside vuestro dominus?

—En la ciudad. En Vindobona. Aunque pasa largas temporadas en la mansio que posee cerca de aquí. Dicen que es digna del mismísimo emperador. Yo no la he visto nunca, pero mi hijo estuvo trabajando en las obras. Antes era una enorme granja, pero el dominus quería recubrirla de esa piedra blanca con la que se honra a los dioses.

—Mármol —apuntó Zósimo con desprecio.

—Eso, mármol —repitió el aldeano.

Quinto se quedó con Constantino mientras los dos escoltas daban de comer a los caballos y aprovechó para preguntarle por la situación de esa pobre gente. Una situación que también afectaba a los suyos, adscritos al régimen del colonato desde hacía una generación. No comprendía por qué el imperio les abandonaba en manos de particulares.

—Sé por qué lo preguntas. Piensas en los tuyos, ¿verdad? Pero las razones del imperio están por encima de lo que podamos sentir. Roma necesita ingresos. ¿Cómo crees que se puede mantener a los ejércitos? Sin dinero, ninguno de vosotros cobraríais vuestra paga, ni podríais recibir la pensión cuando llegarais a veteranos. Nadie querría luchar por Roma sin recibir nada a cambio.

Tenía razón.

—Quinto, es necesario aumentar la presión fiscal para poder sufragar los cuantiosos gastos de nuestro poderoso imperio. Por eso mismo, el augusto Diocleciano tuvo a bien impulsar la elaboración de censos masivos. Para que nadie pueda eludir su obligación de contribuir con el fisco. Tener en el mismo censo a los poderosos domini rurales y a sus colonos resulta de una gran utilidad de cara al control de los impuestos. Los colonos se han convertido en un bien más del dominus, como lo son los campos que trabajan. En cierto modo, están sujetos a él. Y, a mayor sujeción, mayor facilidad para obtener lo que Roma necesita: llenar sus arcas. ¿Entiendes ahora?

Cuando se dieron cuenta, estaban siendo observados por los lugareños, que, sin atreverse a acercarse demasiado, les observaban desde el interior de sus hogares. Nadie tuvo el valor de preguntarles quiénes eran. Vivían atemorizados, ya no por las hordas bárbaras que en otros tiempos sembraban el terror en las aldeas de la región, sino por los muchos desmanes a los que les tenía acostumbrados el dominus, dueño y señor de aquellas tierras, y también de sus vidas. Siguieron al labriego hasta su casa.

El interior de la choza estaba a oscuras. Olía a tierra, a humo y a humedad. Una joven, que debía ser la hija del matrimonio, se afanaba en cocinar la cena sobre la lumbre del hogar, situado en el centro de la cabaña.

—Es mi hija.

La muchacha, de cuclillas sobre el fuego, paseó su mirada por los recién llegados, deteniéndola con descaro sobre el griego. A esas alturas ya estaría enterada de la generosidad de aquellos forasteros, y tal vez pensara en obtener algo más de ellos. Le sonrió y comenzó a llenar las escudillas de los invitados con una buena ración de gachas, que éstos agradecieron íntimamente, pues se encontraban hambrientos después de no haber probado bocado desde la mañana.

—Podéis dormir aquí mismo. La casa es pequeña pero caliente.

No había más que una habitación. Así que se acomodaron como pudieron en torno a la lumbre para pasar la noche.

—¡Marcelo! ¡Quinto! ¡Despertad!

Era la susurrante voz de Constantino.

—Zósimo se ha ido. Se ha marchado. Aunque no creo que esté muy lejos. He oído ruidos y pensé que se trataba de otra cosa. Vi cómo le miraba la muchacha durante la cena y creí que estaban yaciendo juntos.

Marcelo y Quinto no tardaron en reaccionar. Escucharon las órdenes de su señor ya en el umbral de la puerta.

—¡Rápido, soldados! Tratad de alcanzarle cuando antes. Ese griego trama algo. Sospecho que se dirige hacia Carnuntum, a la parada de postas en las afueras del campamento. ¡No dejéis que os vea!

Zósimo pensaba regresar a la aldea. Un exceso de confianza le había hecho creer que su ausencia iba a pasar desapercibida ante sus compañeros, por lo que ni siquiera se imaginó que pudieran seguirle. Había cogido uno de los caballos, abandonando a los otros en el interior de la cerca, en vez de matarlos o dejarlos escapar para evitar que fuesen tras él. Marcelo y Quinto montaron a pelo sobre el lomo de uno de ellos, pues no había tiempo de instalar la silla, y arrancaron a galope tendido en dirección a Carnuntum. El otro quedaba para Constantino, por si no regresaban.

Cabalgaron a gran velocidad hasta alcanzar la parada de postas de la que les había hablado su señor. Había luz en su interior.

Al acercarse pudieron oír la voz del pretoriano. Después de la incómoda cabalgada, los dos se felicitaron de que Constantino estuviera en lo cierto al sospechar que se había dirigido hacia allí.

—Marcelo... —susurró Quinto.

—¡Chis! ¡Calla! No entiendo bien lo que dicen. —Permanecía acuclillado bajo la ventana.

A pesar del silencio de la noche, apenas se distinguían las palabras que salían del interior de la casa. Un pequeño edificio de una sola planta construido de piedra caliza, con un amplio cobertizo anexo donde reposaban carros y animales. Por el tono de la conversación, Zósimo y su interlocutor estaban discutiendo. Aquél parecía fuera de sí.

—¡Ya os he dicho que no tengo ninguna credencial!

—Pues me ponéis en un problema. Nadie puede utilizar el servicio imperial de postas sin la autorización del prefecto del pretorio o de la autoridad delegada. —El encargado del servicio hablaba con firmeza.

—Si no enviáis el informe ahora mismo a la corte de Nicomedia, será el propio prefecto Flacino quien os lo haga pagar. Es una orden directa del augusto Galerio, por encima incluso de Severo —amenazó el griego.

—¿Y cómo sé que no sois un impostor? No me habéis presentado nada, ni una carta ni un documento... nada que avale vuestra condición. Puedo ser sancionado.

Hubo un tenso silencio. Marcelo y Quinto se miraron entre ellos, ignorando lo que estaba sucediendo dentro de aquella casa de postas. Por fin, volvió a escucharse la voz de Zósimo. Hablaba latín con ese acento griego que había ido perdiendo a medida que avanzaban los meses. Parecía haberse serenado.

—Mirad. No tengo más forma de mostraros que estoy al servicio del prefecto de Galerio que mi propia palabra. —Tomó aire para contener la ansiedad que le estaba provocando esa estúpida situación—. Es una cuestión de crucial importancia para el destino del imperio... Debéis hacer llegar esta carta a Nicomedia.

—No.

Ante esa nueva negativa del encargado, utilizó el último recurso que le quedaba.

—¡Enviad la carta esta misma noche! El prefecto del pretorio sabrá cómo agradecéroslo... y yo también. ¡Tomad! Creo que esto será suficiente.

—Es un placer poder serviros, señor. Un placer... —aseguró, con súbita amabilidad, el servidor de postas. Era más de lo que él había ganado en toda su vida.

—Marcelo, ¿qué está pasando? ¿Puedes ver qué es lo que le ha dado? —preguntó Quinto.

—Dinero. Es la bolsa de Constantino. Le ha comprado con monedas de oro.

—¿Y la carta? ¿Qué crees que pone en la carta?

—Por Minerva, ¡cállate! —Marcelo se apartó de la ventana e instó a su compañero a que abandonaran aquel lugar—. Ya hemos visto bastante. ¡Larguémonos antes de que el griego nos descubra! ¡A nuestro señor le interesará saber lo leales que son los pretorianos! —ironizó Marcelo, que, como todo legionario, siempre había recelado de los miembros de la guardia pretoriana, a quienes consideraba unos estirados.

Al regresar a la aldea, Constantino les estaba esperando junto a la puerta. No había podido conciliar el sueño y había salido a disfrutar del frío aire de las montañas, mucho más grato que el asfixiante humo que se respiraba en el interior de la choza. Nada más verlos aparecer por el sendero, se apresuró hacia ellos, ansioso por conocer cómo les había ido. Por sus caras supo que tenían algo importante que contarle.

—Señor, os han robado —anunció Marcelo, esbozando una maliciosa sonrisa—. En adelante tendremos que apañárnoslas sin dinero.

—¿Zósimo?

—Sí, ha sido él —respondió Quinto con gravedad, mientras ataba el caballo a una de las astas del cercado.

No tenía sentido que el griego se arriesgara a ser descubierto por unas cuantas monedas de oro. Debía de haber algo más.

—¿Cómo lo sabéis? Estaba en la parada de postas de Carnuntum, ¿verdad?

—Sí, señor. No os habíais equivocado.

—¿Habéis descubierto para qué ha ido hasta allí?

—Quería enviar una carta a Flacino. Tal vez le eche de menos —ironizó Marcelo una vez más.

—O tal vez quiera contarle cómo nos está yendo el viaje —atinó Quinto.

—Así que era cierto. Zósimo nos ha estado traicionando. Lo he estado sospechando durante todo este tiempo, pero quería estar seguro...

Los dos oficiales le miraron con atención, esperando que Constantino les revelara sus sospechas. Este estuvo dudando antes de comenzar a hablar. ¿Y si ellos también estaban al servicio del augusto Galerio y de su ambicioso prefecto? No. Esos dos galos estaban hechos de una pasta distinta a la del griego. Eran leales por naturaleza. Matarían por él, de eso estaba seguro.

—Me llamó la atención la manera en que estudiaba el mapa, el interés que ponía cuando yo me disponía a adelantaros mis planes. No perdía detalle. En una ocasión le vi hurgando entre mis cosas y pronto supe qué estaba buscando. Así que decidí tenderle una trampa. ¿Os acordáis de aquel incidente que dijo tener en una de las postas cercanas a la ciudad de Sérdica? No fue más que una invención suya. Aquella posta fue abandonada hace más de un lustro, pero él no lo debió de saber hasta ser informado por los agentes del prefecto Flacino. Eso tuvo que desconcertarle. Sabía que yo había planificado cada tramo de la ruta hasta el más mínimo detalle y que era casi imposible que algo así se me escapara.

—Pero, señor, en aquella posta sí que había alguien. Yo estaba con él.

—Créeme, Marcelo. Estaba abandonada.

—¿Y los caballos? Puede que no viera a aquel gordinflón del que me habló, pero os aseguro que salió con unas monturas distintas a las que habíamos estado utilizando.

—Claro. Porque se las proporcionaron los hombres del prefecto. Puse especial interés en que le quedara claro que íbamos a utilizar esa parada de postas, haciéndole creer que ignoraba su estado de abandono. Para que no hubiera dudas, la señalé en el mapa con una cruz, como las demás. Fue así como le descubrí. —Sonrió con satisfacción—. Marcelo, nos han estado siguiendo la pista durante meses. Antes de que llegáramos a la siguiente parada, ellos ya sabían hacia dónde nos dirigíamos.

—Zósimo les iba informando de nuestros planes. Por eso estaba tan atento a la ruta que teníais prevista —reflexionó Quinto.

—Correcto. Has dado en el clavo. Cada vez que él y Marcelo acudían a renovar las monturas, Zósimo aprovechaba para informar a los agentes del prefecto.

—Y mató a aquel soldado para que no hablara —recordó Marcelo. Ahora todo encajaba—. Yo lo sabía, pero no alcanzaba a comprender la causa. En el fondo quería confiar en él... después de todo lo que hizo por mí en Nicomedia. —De repente, le vino a la mente la imagen de la hetaira.

—Sí. Como tú bien dijiste, los muertos no hablan. Es por eso que desde entonces no hemos vuelto a utilizar el servicio imperial de postas, lo cual empezaba a poner nervioso a vuestro compañero.

—¡Traidor! —soltó Marcelo con ira.

Ya se oían los primeros pájaros. Empezaba a amanecer.

—Bueno, soldados... Será mejor que le esperemos en el interior de la casa... si es que ha decidido regresar.

—Lo hará. Estoy seguro. —Quinto fue el primero en dirigirse hacia la choza. Los demás le siguieron sin decir palabra.

Zósimo regresó junto a ellos con el convencimiento de no haber sido descubierto. Abrió con sumo cuidado la pesada puerta de madera y entró en la choza sorteando los cuerpos de sus compañeros, a los que creía dormidos. Antes de alcanzar el jergón de paja en el que apenas había descansado un par de horas, notó que alguien le inmovilizaba por la espalda. Era Marcelo. Sintió el frío acero sobre su cuello. Se quedó helado.

—Demuéstrame tu lealtad. ¡Mátalo!

Con un rápido movimiento, el galo hundió el filo de su espada en la espalda de su compañero. Lo hizo con rabia.

—Nunca debí fiarme de ti, griego.

Antes de morir, oyó los gritos de horror de la muchacha.