Nicomedia, palacio de Galerio
Otoño de 305 d.C.
Ya nuestros amores, nuestros ratos, nuestros tratos, bromas, juegos,
charlas, besitos, dulces mordisquitos,
cariñitos, tetitas encrespaditas, apretoncitos,
de todos estos gozos a mí y lo mismo a ti
llega el desgarramiento, el alejamiento, la devastación, si
yo en ti no encuentro o tú no encuentras en mí
la salvación. Que supieras quise todo lo que supe yo.
Ahora voy a comprobar si me amas o no. Adiós.
PLAUTO, Pseudolus
Sus risas se oían por toda la casa. Las había provocado una de las ocurrencias de Iris. Al principio, no hubo más que un intercambio de miradas furtivas, y alguna risita malintencionada que, sin quererlo, se les escapó de la boca. Pero, ante la airada reacción de la ingeniosa muchacha, estallaron en una ruidosa y pueril risotada que acabó envolviéndolas a todas como si Afrodita hubiera tendido sobre ellas una red invisible. Ya no recordaban de qué se reían, qué era lo que les había hecho romper a reír con tantas ganas. Reían sin motivo. Se reían de su propia hilaridad. Era la risa de las otras la que les hacía reír. Una risa contagiosa que les llenaba de dicha y les hacía sentirse más felices de lo que en realidad eran. Reían sin pudor, como sólo una hetaira puede hacer. Con una risa fresca y despreocupada; instintiva, plena y placentera. Una risa alegre, llena de vida, con la que, sin darse cuenta, rendían culto a la diosa, que, complacida ante tanta alegría, las contemplaba risueña desde su altar.
Calia no podía soportar aquellas risas. Creía que iba a volverse loca si éstas no cesaban. Yacía en su lecho de doradas molduras; desnuda bajo las sábanas de hilo, con el cabello desordenado y el rostro limpio de maquillaje. Pese a que ya estaba avanzada la mañana, aún no había reunido fuerzas para levantarse. Con el suave almohadón de plumas ceñido sobre su cabeza, trataba en vano de impedir que las cantarinas risas de las demás penetraran en sus oídos y aumentaran aún más su desdicha. Culpaba a la diosa por haber desatado en ellas el deseo de reír.
«Afrodita, la que ama la risa...», se dijo sin levantar la blanca almohada de encima de su cabeza. La sujetaba con rabia por los extremos, tratando de que aquel agudo vocerío le llegara amortiguado a sus oídos.
La diosa había permitido que ellos dos rieran juntos, que se amaran. Les había arrancado la risa en más de una ocasión, y ahora que el amor se había esfumado de aquel pequeño cubículo, quería seguir arrancándole las escasas lágrimas que aún le quedaban. Había estado llorando. Afrodita estaba siendo sumamente cruel con ella. La estaba torturando con aquellas insoportables risas que no callaban. Unas risas frescas y alegres que sonaban ruidosas al otro lado de la puerta para recordarle a ella su inmensa tristeza. Sin poder evitarlo, Calia se estaba sumiendo de nuevo en el profundo hoyo del que ya había tenido que salir en una ocasión. Pero, esta vez, lejos de caer en la melancolía, se rebelaba desesperada ante su suerte. Esta vez, no rezaba a su Dios para que la perdonara, pues había dejado de sentirse impura por haber cometido un pecado del que no se arrepentía. No podía arrepentirse por haber sido más feliz de lo que sería nunca. Y, sin embargo, maldecía una y mil veces a Afrodita por haberles bendecido durante el tiempo en el que Marcelo y ella habían sido amantes.
Llegó a pensar que la felicidad duraría eternamente. No se le pasó por la cabeza que él pudiera marcharse, y menos aún de la manera en que lo hizo, sin tan siquiera despedirse. Calia no le hubiera pedido explicaciones; tan sólo uno de sus besos, y la promesa de que algún día volverían a estar juntos. Aun así, ella estaba dispuesta a esperarle, porque le amaba más de lo que amaría a nadie, tanto como para disculparle por haberla dejado. Se decía una y otra vez que Marcelo no había podido elegir entre ella y el deber de proteger al joven Constantino. Ante todo, era un soldado y debía lealtad a sus superiores; él se lo había dicho en más de una ocasión. Así que no le había quedado otra opción que acompañarle en su precipitada huida hacia Occidente con el fin de que éste pudiera reunirse con su padre, el augusto Constancio. Su amigo Quinto les había acompañado, y también Zósimo, el pretoriano. Juntos lograron cruzar el estrecho y fue allí donde les perdieron la pista. Todo eso supo con el tiempo gracias a su querida Délfide...
—Calia, es más de mediodía —le advirtió la mujer mientras abría la ventana.
Una luz dorada inundó el cubículo. La hetaira se dirigió hacia la muchacha con el firme propósito de sacarla de la cama. Se sentó a su lado como tantas otras veces lo había hecho en aquellos últimos días y, sin mediar palabra, le retiró el almohadón de la cara, aguardando su reacción.
Calia se dio la vuelta, malhumorada. No tenía ganas de juegos, ni de risas. Sólo quería estar allí encerrada, recreándose en su dolor. Sin que nadie, ni siquiera Délfide, la molestase.
—Déjame, por favor —le suplicó.
—Debes levantarte. No puedes pasarte el día metida en la cama, sin comer ni ver el sol. Vas a caer enferma.
Calia no pudo evitar volverse hacia la mujer. No quería reconocerlo, pero en el fondo le consolaba que Délfide se preocupara por ella. Eso le hacía sentirse menos sola en aquel palacio de mármol del que no podía salir. Se lo agradeció con una débil sonrisa.
—Pequeña...
Délfide acarició su cara con profunda tristeza. Era como si, en pocas semanas, desde que ese soldado se había marchado, se le hubiese escapado la vida. La mirada se le había apagado como se apaga la luz de una lucerna. Estaba pálida, ojerosa y extremadamente delgada; aun así seguía siendo hermosa. Tenía la belleza de una diosa.
—Calia. Eres bella... —dijo con dulzura, sin sospechar que sus palabras iban a provocar el llanto de la joven.
—Bella. Eso es lo que significa Calia. Bella, buena... Marcelo siempre me lo decía cuando... —Se ahogó en un sordo sollozo.
—Lo siento, pequeña. —Con una leve caricia le retiró un mechón de pelo que le caía sobre la mejilla, y, acercándose a su oído, le susurró—: Marcelo tenía razón. Bella, bella... Calia, debes tu nombre a Afrodita. Es ella quien te ha hecho bella, la más bella de las mortales, bella como lo fue Friné... tan bella como la propia diosa. Y debes saber agradecérselo. —Al decirlo, tomó su demacrado rostro entre sus manos y le obligó a alzar la mirada—. Calia, no permitas que tu belleza se marchite mientras esperas. Tu soldado no va a volver. Escúchalo bien, pequeña. Marcelo no va a volver. No le esperes. No va a volver. Sé bien de lo que hablo. Yo también he amado.
Había pasado mucho tiempo, y demasiadas cosas, pero aún seguía amándole. Y seguiría haciéndolo hasta que a uno de los dos le viniera a buscar la muerte. Pensaba en él a menudo, se preguntaba qué estaría haciendo. Al menos sabía que estaba cerca. Algunas noches soñaba con sus extraños ojos: el derecho, dorado como las hojas de otoño, y el izquierdo, verde como el lago que bañaba la ciudad. En Nicea, vivieron juntos los años más felices de sus vidas. Hasta que un buen día, él le dijo que tenía que marchar a Nicomedia y que ella no podía acompañarle. Para él era una gran oportunidad, y ella no podía retenerle. Aunque todavía era muy joven, lo entendió. Aquella noche le agradeció todo lo que había hecho por ella y, acariciando su piel por última vez, le deseó que fuera afortunado.
Sin su protección, Délfide volvió a ganarse la vida de la única manera que sabía. Tuvo que volver a fingir placeres que no sentía con los que avivar el deseo de los clientes. Después de haber amado de verdad, eso fue lo más doloroso. Sin embargo, y a pesar de su juventud, conocía bien el oficio. De sobra sabía qué tenía que hacer si quería salir adelante. Nunca más pasó hambre. Durante los meses siguientes a su marcha, trabajó hasta la extenuación. No sólo lo hizo por dinero. Buscaba, desesperada, la compañía de otros hombres. A veces se acostaba con ellos sin pedirles nada a cambio, sólo lo que ellos quisieran darle, pues a ella lo único que le importaba era no sentirse sola. Aun así, no pudo olvidarse de él. Creía ver su extraña mirada en los ojos de los demás, pero ninguno de aquellos hombres la miró jamás como él lo había hecho. Le echaba tanto de menos que la vida se le hizo insoportable. Necesitaba tenerle cerca, aunque él ya hubiera dejado de quererla.
Una mañana pensó que había reunido el dinero suficiente y emprendió el camino a Nicomedia, sin más ropa que la puesta y con apenas unos denarios en la bolsa. Su ignorancia le hizo pensar que con eso le bastaría para subsistir hasta que pudiera reunirse con él. Pero el dinero se le agotó mucho antes. No sabía dónde encontrarle. Se vio sola en aquella ciudad que resultaba demasiado grande. Y una vez más tuvo que vender su cuerpo para comer. Ahorró algo de dinero con el que pagarse un cubículo en las afueras, donde poder vivir dignamente y trabajar bajo techo. De ese modo logró subir su cotización.
La corte acababa de establecerse en Nicomedia y la ciudad bullía de actividad. A ella llegaban gentes de toda Bitinia, de las provincias cercanas, e incluso de lugares remotos del imperio atraídas por las buenas oportunidades que ofrecía la nueva capital imperial. Muchos de los recién llegados trabajaban en la construcción y el dinero fluía con facilidad. A todas horas y en cualquier rincón de la ciudad se levantaban o derrumbaban viejas construcciones que eran sustituidas por ricas mansiones y magníficos edificios públicos. No había un dios en el Olimpo al que no se le quisiera construir un templo. Había grúas por todas partes y un molesto polvo lo inundaba todo. También ella supo aprovecharse de lo bueno que ofrecía Nicomedia, y en poco tiempo consiguió hacerse con una numerosa clientela, que acudía a su cubículo con la bolsa bien repleta, deseosa de pasar un buen rato.
Había tanto trabajo entonces que pronto pudo reunir lo suficiente como para alquilarse un local mayor y más céntrico donde instalar su negocio. Se rodeó de bonitas muchachas dispuestas a aprender todo lo que ella podía enseñarles: unos buenos modales y algunas habilidades con las que destacar en aquella sociedad de provincias venida a más. Pero también las iniciaba en las lúbricas artes de la lujuria. Las buscaba por toda la ciudad: en los mercados, en los muelles del puerto, en las casas de lenocinio y en la vía pública. Todas las tardes, cuando empezaba a caer el sol, salía a pasear por la ciudad en busca de mujeres hermosas a quienes seducía con la promesa de una vida cómoda y colmada de placeres. Pronto olvidó los humildes principios de quienes recorrían las calles a pie, pues, a fuerza de trabajar, se había hecho rica con increíble rapidez. Hasta el punto que, a los pocos años de abrir las puertas de su negocio, pudo permitirse el lujo de poseer una suntuosa litera transportada por exóticos esclavos negros, desde la cual podía observar sin ser vista. Aunque todos en Nicomedia sabían quién era su afortunada propietaria. Délfide se había revelado como una excelente anfitriona y pronto la fama de sus chicas atrajo a lo más granado de la ciudad, e incluso llegó a traspasar los muros de palacio.
A pesar del éxito, ella no olvidó jamás qué le había traído hasta Nicomedia. Seguía buscándole por toda la ciudad con la misma obstinación de los primeros meses. No perdía la oportunidad de preguntar entre sus clientes si por casualidad alguien había visto alguna vez a un hombre con un ojo de cada color; el derecho, del color de las hojas de otoño, y el izquierdo, de un tono verde tan intenso como el color de las aguas. Hasta que, una noche, su tozudez se vio recompensada. Fue un alto funcionario de palacio quien le dijo que ese hombre al que se refería era uno de los escribanos de la corte de Diocleciano. Desde aquel día, todas las tardes, al terminar su rutinario paseo por la ciudad, hacía detener su litera en la puerta de palacio y permanecía allí hasta que la noche y el frío le invitaban a regresar a casa. Guardaba la esperanza de que, alguna de esas tardes, le viera saliendo por aquella gran puerta.
Y así fue. Gracias a su coraje, los dos antiguos amantes volvieron a encontrarse. Él le prometió que se casaría con ella y que la convertiría en una mujer decente. Lo sostuvo durante años, aun sabiendo que aquello no podía ser. Y ella perdió su juventud esperando convertirse en la esposa del escriba.
—No desperdicies tu vida esperando. Tu soldado no va a volver... y la vida pasa —le advirtió Délfide llena de tristeza. No era de Calia de quien se compadecía, sino de sí misma.
—¿De qué me sirve la vida si no puedo ser feliz? —le replicó ésta desde el lecho. Se había vuelto de espaldas y su pelo ondulaba, perezoso, sobre las sábanas de hilo.
—Calia, algún día olvidarás... y serás feliz. Pero tienes que poner de tu parte. No puedes pasarte los días encerrada en ese cubículo, dejando que los recuerdos te amarguen —le aconsejó. Si ella hubiera tenido quien le aconsejara, tal vez no estaría ahí—. Yo también fui joven y bella. Y mírame. Ahora soy vieja, mi piel está arrugada, mi cuerpo flácido, y llegará un día en el que en mi boca no quede un solo diente. Cada mañana me resulta más difícil enfrentarme a mi vejez y ocultarla a los ojos de los demás. Soy y sigo siendo una hetaira... lo seré hasta que me muera. Pero, por mucho que me haga teñir los cabellos, por mucho que las esclavas se esfuercen en velar las señales de la edad con gruesas capas de maquillaje y espesas pomadas, sé que mi aspecto no engaña a nadie. ¡A nadie!
Délfide se levantó del borde de la cama con una agilidad impropia de sus años, y paseó su nerviosismo por el pequeño dormitorio de Calia. No sabía cómo hablarle, cómo convencerla de que debía aprovechar cada minuto de su juventud.
—En ocasiones me enfado con mi propio reflejo. A veces arrojo el espejo con rabia, e incluso he mandado azotar a las esclavas en un par de ocasiones por no haberme sabido ocultar la realidad. Una realidad que cada vez resulta más difícil de tapar... —Al pasar frente al espejo que ella misma había mandado instalar en aquel rincón, evitó fijarse en la enorme luna. Dándose media vuelta, continuó—: Luego me arrepiento de mi cólera, pero ya es tarde. Soy vieja, Calia, vieja. Sólo cuando llegas a mis años, te das cuenta de lo rápido que pasa la vida. Un día eres joven y hermosa, y al otro... —Se dirigió a ella—. Calia, escúchame bien, la vejez llega mucho antes de lo que uno piensa cuando es todavía joven. No desaproveches ni un instante de tu juventud. Disfruta de los placeres de Venus, goza, déjate adorar como a una diosa, ¡ama!
—No puedo.
—Claro que puedes. Has nacido para el amor, y tú lo sabes. —Su cuerpo desnudo invitaba a perderse en los placeres de Venus—. Ama, pequeña. No olvides que también tú eres una hetaira y debes obediencia a nuestra diosa. Estás aquí para servir a Afrodita, para amar. Hazlo libremente. Ama. Elige con quién gozar y ofrécele tu cuerpo, ahora que eres joven y bella, porque llegará un día en que ningún amante querrá compartir tu lecho. Cuando se marchitan las rosas, sólo quedan espinas, y las espinas se desprecian. Entonces las noches son cada vez más frías y solitarias, como lo es la propia muerte. No pierdas el tiempo esperando a tu soldado, porque algún día te arrepentirás. Y, ahora, ¡levántate de ahí!
Calia se incorporó sin rechistar. Se quedó un rato sentada sobre la cama, desnuda, con el cabello alborotado y la cara limpia, sin maquillar, pensando en las palabras de Délfide.
«Sólo quedan las espinas... Las noches son frías... frías y solitarias... Cuando ya no eres joven ningún amante quiere compartir el lecho... ningún amante quiere...»
Le dolía la cabeza y se encontraba muy débil, pero aun así decidió hacer un esfuerzo por acceder a los deseos de Délfide.
—Está bien. Me levantaré.
—La ornatrix no tardará en venir —anunció ésta, satisfecha—. Avisaré a las esclavas para que te preparen. Quisiera que te pusieras esto.
Délfide le tendió un bonito collar de grecas que había sacado previamente del baúl donde Calia guardaba sus escasas pertenencias. Era un regalo del prefecto del pretorio, mucho más generoso con ella desde que Marcelo se había marchado.
—Pero... este collar... Prefiero no llevar nada.
—Calia, no debes rechazar los regalos de los hombres. Son una ofrenda a tu belleza. Tú has nacido para que te cubran de oro... como a Friné —concluyó la mujer justo antes de desaparecer por la puerta.
—¿A qué están jugando? —preguntó Calia.
—A la mosca ciega. Es un juego al que suelen jugar los niños, ¿no has jugado nunca? —se sorprendió Délfide.
La muchacha negó con la cabeza. En la aldea, las niñas no tenían demasiado tiempo para jugar. Ayudaban a sus madres y aprendían pronto a ser mujeres. Nada era como en aquel universo de las hetairas, donde las mujeres jugaban a ser niñas y el amor no era para ellas más que uno de los juegos, el principal, a los que se entregaban con pueril entusiasmo.
—Lamia es ahora la mosca y por eso lleva los ojos velados —le explicó la mujer—. A una señal suya, las demás girarán a su alrededor cantando una sencilla canción, y cuando callen, la mosca ciega se acercará a una de ellas y comenzará a palparla tratando de adivinar de quién se trata. Si lo adivina, ésta será la mosca, y, si no lo hace, el juego vuelve a empezar. ¡Es divertido! Juega con ellas.
—Ven... aquí... —musitó Adrastea, tendiéndole la mano. Cuando se la hubo dado, tiró de ella y la introdujo en el corro.
Todo fue tan rápido que Lamia ni siquiera se enteró de la llegada de Calia.
Sin poder evitarlo, ésta se vio dentro del juego, entre Adrastea y Filina. Las hetairas comenzaron a tararear una absurda canción sobre una mosca ciega y un rico panal de miel mientras daban vueltas alrededor de la siria, quien aguardaba excitada el momento en que las demás dejaran de cantar y se detuvieran. Calia se dejaba llevar con cierta desgana, arrastrada por las demás, mientras Délfide las contemplaba ensimismada junto a las cortinas de brillantes bordados que daban acceso a la sala. Resultaba delicioso verlas jugar como niñas, con sus ligeras túnicas de gasa flotando en el aire. Justo en el momento en que el corro dejó de girar, Filina empujó a Calia hacia el centro, exponiéndola a ser objeto de las indagaciones de Lamia. A ninguna de las hetairas se le escapaba la rivalidad que existía entre las dos mujeres, lo cual desató nuevamente sus risas. Esta vez eran risas nerviosas, tensas, expectantes. Ninguna imaginaba lo que iba a ocurrir a continuación.
Lamia empezó a palpar el cuerpo de Calia, luego el cabello, el rostro... sus manos se detuvieron un instante en el magnífico collar de grecas que Délfide le había instado a que luciera. Todas pudieron ver cómo su rostro se transformaba. Hasta que, dando un grito, se quitó el velo de los ojos y le arrancó el collar de un tirón, dejándolo caer al suelo. Sin tan siquiera mirarlo, se lanzó sobre Calia como una Furia. Estaba fuera de sí. Empezó a darle zarpazos por toda la cara. La arañó, la estiró del pelo, la golpeó con toda la fuerza de la que fue capaz, abroncándola con palabras malsonantes impropias de una hetaira.
—¡Puta! ¡No eres más que una puta! —bramó—. Has querido engañarnos a todas. Mientras fingías llorar la ausencia de tu soldado, te estabas follando al prefecto como si fueras una vulgar ramera.
Délfide tardó en reaccionar. Cuando por fin lo hizo, corrió en ayuda de Calia, que en vano se intentaba proteger de los ataques de su rival, e intentó quitársela de encima. Pero Lamia la tenía cogida del pelo y la zarandeaba mientras le seguía dedicando groseros insultos.
—Cristiana..., ¿Es eso lo que os enseñaban en vuestras asambleas? Así que es cierto... es allí donde aprendiste a chupársela a cualquiera. —Con un seco tirón de pelo acercó la cabeza de Calia hacia ella para que pudiera escuchar bien lo que iba a decirle—. Flacino es mi amante, es mío... ¡Y ese collar me pertenece! ¿Has oído, puta? ¡Me pertenece! ¡El prometió regalármelo!
Délfide estaba abochornada. Había podido separarlas pero no conseguía taparle la boca a la siria. Nunca debió permitir que una esclava entrara en la casa de Afrodita.
—Yo soy la amante del prefecto del pretorio. ¡Délfide, díselo a tu Friné! Y por mucho que os joda, yo seré la emperatriz... ¿Entiendes? ¡La emperatriz!
Lamia estaba fuera de sí. Miraba a las demás con los ojos desorbitados y el gesto amenazante, como poseída por esa oscura criatura a la que debía su nombre. Las demás se habían retirado y contemplaban la escena a cierta distancia. Sentían pena por Calia, aunque ninguna se atrevió a demostrárselo.
—No me quitarás lo que es mío, cristiana. —Se volvió hacia ellas—. Enteraos de una vez, dulces siervas de Afrodita. ¡Llevo a su hijo dentro, el hijo del prefecto Flacino! ¡Y algún día compartiré con él la púrpura!
—¿Qué has dicho, Lamia? ¡Te has vuelto loca! —Estaba escandalizada por lo que acababa de escuchar.
—No. ¡No me he vuelto loca! Délfide, entérate tú también. Aquí, en mi vientre, tengo su semilla... y la voy a dejar crecer.
Al escuchar aquello, los ojos de la mujer se fijaron en el vientre de la siria, que, tras el tejido de gasa, se notaba hinchado, señal de que el embarazo estaba avanzado. Se recriminó a sí misma el no haberse dado cuenta antes.
—Será mejor que nos dejéis solas. Tú también, Calia. Haz que te curen.
Las muchachas abandonaron la sala sin acabar de creerse aquellas palabras. Lamia había llegado demasiado lejos. Délfide jamás permitiría que una de las hetairas de palacio llevara un niño en su vientre. La obligaría a deshacerse de él antes de que la preñez se hiciera evidente.
—No es ése el modo de retener a tu amante —le reprendió Délfide en cuanto se vio a solas con la siria.
Flacino hacía tiempo que se había cansado de Lamia, aunque era incapaz de resistirse a su excesiva fogosidad. Dada su naturaleza extremadamente sensual, demasiado sensible a los placeres de la carne, no podía evitar perderse ante cualquier insinuación de la siria. Tenía que reconocerle que era la mejor en el lecho, y fuera de él, pero necesitaba algo más. Desde hacía tiempo, había puesto los ojos en la cristiana, y Lamia lo sabía. Por eso se mostraba celosa, y más posesiva de lo habitual, hasta el punto de resultar asfixiante. Sin embargo, al prefecto los celos de su amante no le importaban lo más mínimo. El sólo pensaba en su próxima conquista. Por fin le había llegado el momento de cobrarse la deuda que Calia tenía pendiente con él. No tardaría en recordárselo. Todo a su debido tiempo. Debía evitar forzarla. Si hubiese querido hacerlo, se la hubiese follado en el templo igual que vio hacer a los soldados, o después, cuando él hubiera querido... Para eso era el prefecto del pretorio. Pero el fruto no sabe igual cuando se come verde.
Era el momento de cortejarla. Desde que se fuera el galo, había empezado a colmarla de regalos y atenciones. Él, a cambio, no recibió más que una fría respuesta. Aun así, estaba seguro de que el fruto de su deseo no tardaría en madurar, pues Flacino se consideraba un gran seductor. Esperaría un poco más hasta que éste cayera del árbol por su propio peso, y entonces, él no tendría más que recogerlo y disfrutarlo. La fruta siempre es más dulce y jugosa si está madura.
—El prefecto Flacino nunca aceptará a ese hijo que llevas dentro, y tú lo sabes.
Ya no se oían las risas de las hetairas por ningún rincón de la casa.
—Fue él quien vertió su tibio semen en mi vientre y te aseguro, mi querida Délfide, que lo hizo con gran placer. Yo no hice más que recibirlo —replicó la siria con descaro.
—Debiste de haberlo evitado. Sabes de sobra cómo hacerlo. Todas vosotras lo sabéis. Tanto Glycera como yo hemos puesto todo nuestro empeño en enseñaros a impedir lo que no puede ser.
—Usé la palangana —mintió.
—Lamia, no pretenderás convencerme de que, después de tanto tiempo al servicio de la diosa, ignoras que a veces el lavado no es suficiente. Con el agua se purifica el cuerpo después de haber gozado con él, pero no evita que la semilla germine. Afrodita nos ha confiado los secretos del amor para que podamos disfrutar de él con libertad, sin ataduras ni consecuencias.
La propia Délfide facilitaba a las muchachas una espesa pomada que ella misma realizaba con aceite de oliva rancio, bálsamo de redro y un poco de miel. O bien les aconsejaba introducir en lo más profundo de sus entrañas una bola de lana empapada en vino. De esa manera las hetairas cumplían su pacto con Afrodita.
—No somos como las demás mujeres; a nosotras la diosa nos ha querido dispensar de los terribles dolores del parto, de que perdamos nuestra juventud criando niños, pues ella sabe mejor que nadie que la crianza deforma los cuerpos y anula la voluntad de las hembras.
»Lamia, somos hetairas, y una hetaira jamás desea el embarazo. Ese es uno de los votos que hiciste ante el altar de la diosa... ¿Acaso es que lo has olvidado?
—También juramos no desear lo que no nos pertenece y... ¿qué es lo que ha hecho tu Friné? Todas hemos visto que la cristiana no pierde el tiempo. Mientras conmueve vuestros blandos corazones con sus lágrimas, busca la manera de seducir al prefecto. Sabe que le amo y por eso quiere provocar mis celos. ¿Por qué crees que se ha puesto ese maldito collar?
—El collar es suyo. Es un regalo del prefecto Flacino. Calia no se lo ha quitado a nadie. He sido yo quien le ha dicho que se lo pusiera —reconoció.
—Délfide, la defiendes como una loba. Pero debes saber que no voy a rendirme. No permitiré que esa aldeana, a la que has llenado la cabeza de pájaros, se quede con lo que es mío —advirtió la siria, ya más serena. Y con su menuda mano apoyada en el vientre, añadió—: Este niño hará que el prefecto se olvide de ella.
—Abórtalo antes de que él se entere o... —le conminó la mujer.
—¡No lo haré! Estoy decidida a seguir adelante. ¡Y ni tú ni la diosa podréis evitarlo!
—Lamia, ¡no ofendas a Afrodita!
—El que nazca de aquí será hijo del amor —se defendió Lamia.
—¡Del placer, querrás decir! No seré yo quien te castigue por violar los mandatos de nuestra diosa, y tampoco lo hará ella. Será el propio Flacino quien lo haga. Nunca reconocerá a ese hijo. En cuanto a ti...
—Mi hijo nacerá como hijo del prefecto del pretorio. Será varón y llevará su nombre.
—Lamia, has ido demasiado lejos. Te olvidas de que no eres más que una esclava... Has perdido el juicio si crees que el prefecto del pretorio va a acogerlo.
—Cuando haya nacido, será su padre quien lo levante del suelo —aseguró la muchacha. Eso supondría que aceptaba al niño.
—Si de verdad lo crees, que Juno Lucina te proteja con su luz —le deseó Délfide con pesar. Ella no sería quien la obligara a deshacerse de la criatura.