21

Pronto, los días se convirtieron en semanas. Los viajeros, que proseguían su marcha hacia el oeste, hacía ya tiempo que habían abandonado la región de Tracia para adentrarse en la de Mesia, y a punto estaban de alcanzar el Danubio. Todo iba tal y como Constantino lo había planeado, sin más incidentes que los previsibles en un viaje tan largo. Salvo aquel episodio protagonizado por Zósimo hacía tan sólo tres días, cuando se hallaban en las cercanías de la ciudad de Sérdica.

Constantino había encomendado a sus dos escoltas que se acercaran a una parada próxima al lugar donde se encontraban para hacerse con nuevas monturas mientras él esperaba en compañía de Quinto. Era una de las postas que tenía señaladas en el mapa, aunque estaba seguro de que no encontrarían a ningún empleado del servicio de correos en ella. Pues estando en la corte había sido informado de que se había abandonado hacía unos cinco años al caer en desuso, ya que la mayor parte de los cargos, correos y personas autorizadas para acceder al cursus publicus acudían a la parada de Sérdica, mucho más cómoda y mejor abastecida que ésta. Aun así, como en veces anteriores, mostró gran interés en recordarles la conveniencia de matar al resto de los animales para evitar que alguien pudiera seguirles. Debían de actuar con la mayor cautela posible, tratando de no ser vistos, y en el caso de que alguno de los empleados del cursus publicus, o cualquier otro infeliz, tuviera la mala fortuna de toparse con ellos, la orden era acabar allí mismo con su vida.

—Zósimo... —Le retuvo un instante antes de marchar—. Cualquiera que aparezca por las caballerizas, o que os vea salir con los caballos, debe ser silenciado. Ya me entiendes. Marcelo te seguirá a cierta distancia y se quedará controlando los accesos a la cuadra.

—Sí, señor.

Y así había sido. Pero las cosas se torcieron. Marcelo permaneció vigilante en las proximidades del edificio de las postas, mientras Zósimo entraba en la cuadra para conseguir cuatro nuevas monturas con las que poder continuar el camino. Lo cierto era que no se veía ni un alma por allí, ni tampoco se oía nada que delatara actividad alguna. Tanto es así que, durante la espera, el galo se convenció de que la parada estaba abandonada. Pero el relato de su compañero, cuando hubo sucedido todo, le informó de que no era cierto. Zósimo se adentró con sigilo en las cuadras, dejando tras de sí el gran portalón de madera que daba acceso a las cocheras en las que debían guardarse los carros. Al tratarse de una parada de segunda categoría, lo más probable era que sólo prestara carromatos lentos, tirados por bueyes, aunque en otros tiempos dispusiera de carros con yeguas destinados a un tráfico más rápido.

Pasó demasiado tiempo y Marcelo comenzó a impacientarse. Arrancó una mala hierba que crecía junto a sus pies y comenzó a mordisquear el tallo con nerviosismo. Hacía calor aquella tarde, algo muy poco habitual en el otoño de aquella región de Mesia. Marcelo buscó la extensa sombra de un gran árbol para esperar a su compañero. Este no salió de la cuadra hasta pasado un buen rato. En realidad, demasiado rato para robar cuatro pobres caballos. Los peores con los que habían contado hasta el momento.

Marcelo escupió lo que tenía en la boca.

—¿Es eso todo lo que has podido conseguir? —le preguntó en cuanto lo vio salir con las bestias.

Zósimo parecía enfadado.

—Marcelo, ¿en qué estabas pensando? ¡Marchémonos de aquí! ¡Monta! ¡Rápido!

Una vez se hubieron alejado un par de millas de la parada, los dos jinetes aminoraron el paso. Siguieron cabalgando al trote uno al lado del otro, tirando con bastante dificultad de las dos monturas vacías que se negaban a continuar el camino.

—¿Es que no me habías oído? —le recriminó Zósimo.

—¿Oído? —se extrañó Marcelo. En todo el tiempo que estuvo esperándole, no escuchó nada que le llamara la atención.

—Te llamé varias veces. ¡Ese gordo casi me mata!

—¿Qué gordo? ¿De qué estás hablando? La parada estaba abandonada. Allí no había ni un alma.

—¿Y los caballos? ¿De dónde crees que he sacado estos caballos?

Marcelo no le dio la razón. Calló por orgullo. Evidentemente, aunque él hubiera jurado lo contrario, no estaba abandonada. Escrutó los cuatro caballos con desdén.

—Ya sé lo que estás pensando, galo. Que ni siquiera sirven para carne. Son demasiado viejos.

«Al menos la carne nos servirá en caso de necesidad», pensó Marcelo. Recordaba una ocasión, en la frontera del Reno, en la que las tropas de caballería no tuvieron más remedio que sacrificar a sus propios animales para no morir de hambre.

—No creo que podamos ir muy lejos con estos caballos —dijo en voz alta.

—Los otros tres que había aún estaban en peores condiciones. Además, casi me juego la vida por ellos —zanjó Zósimo, y le recriminó—: se supone que tú estabas allí para cubrirme.

—¿Qué ha pasado? Juro que no te he oído gritar. —Marcelo se echó la mano a los testículos en señal de juramento.

Zósimo aceptó su palabra con un gesto y continuó relatando lo ocurrido en la cuadra.

—Cuando ya estaba preparado para salir con los caballos, oí que alguien se acercaba. Al principio pensé que eras tú, pero no parecía tu forma de andar. Eran unos pasos lentos, pesados. Entonces me di la vuelta todo lo rápido que pude y vi que ese tipo alzaba su daga con la intención de rebanarme el pescuezo. Ya sabes qué les pasa a quienes roban en las postas imperiales.

Marcelo lo sabía de sobra. Los bienes del imperio eran intocables, y el castigo reservado para los ladrones era la ejecución directa.

—Fui más rápido que él. Mi puñal le atravesó el cuello y el tipo murió desangrado. Tenías que haber visto a ese desgraciado. Mientras se desplomaba sus ojos seguían implorándome clemencia.

Los dos rieron, felicitándose por la hazaña.

De camino a Sirmium, tres días después de aquel pequeño incidente, pernoctaron a tan sólo unas cuatro millas de Naissus, la ciudad que vio nacer a Constantino, de la que él apenas guardaba algún recuerdo. Y si los guardaba no tenía intención de difundirlos. Fue Quinto quien, durante la tranquila velada en la que compartieron vino y unas liebres que ellos mismos habían cazado, le preguntó sobre su infancia y sus padres, aunque luego se arrepintió de haberlo hecho. No esperaba la reacción de Constantino.

Este le observó con extrañeza. No estaba acostumbrado a que le preguntaran tan directamente por su niñez, y mucho menos por sus padres. Para él era un asunto bastante desagradable, que siempre había tratado de evitar. Bebió un sorbo de vino y se quedó mirando el fuego, como si pudiera leer la respuesta entre las llamas.

—Sí recuerdo a mi madre y a mi padre, el ahora augusto Constancio. Los recuerdo juntos. Entonces yo era un crío... —dijo—. Años después, él la abandonó para casarse con Teodora, hija del augusto Maximiano, su esposa, con la que ha tenido otros hijos, mis hermanos.

—¿Y vuestra madre? —preguntó Marcelo, que ignoraba todo lo que se decía sobre su pasado.

—Mi madre se llama Helena. Nació en una población griega denominada Drepanum, en Bitinia, no lejos de Nicomedia. —Luego se dirigió a ellos—: Seguro que habréis oído hablar de mi madre...

Constantino era consciente de que en palacio corrían todo tipo de rumores sobre la reputación de su progenitora, que muy probablemente provenían del entorno del césar Galerio, interesado más que nadie en mancillar los orígenes del tribuno.

—Mi padre se unió a ella en contubernio, no en matrimonio, como suele hacerse entre personas de muy distinta extracción social. Era tabernera, aunque las malas lenguas se empeñan en difamarla diciendo cosas peores sobre su vida. Lo hacen para atacar a mi padre... y a mí.

—¿Sabéis si ella todavía vive? —quiso averiguar Quinto.

—Sí. Hace demasiado tiempo que no la veo, pero tengo noticias de que no ha muerto. Tendrá ahora unos cincuenta años, quizás alguno más, no lo sé. Sufrió mucho... Pero mi padre no podía hacer otra cosa... Su matrimonio con Teodora fue una de las condiciones que le impusieron si quería ascender en la corte de Maximiano. Lo suyo fue una unión política. —Y tomando otro sorbo de vino, añadió—: Mi madre y yo pagamos un alto precio para que él pudiera ser el césar de Occidente.

—Y ahora el augusto —interrumpió Marcelo, al que su impaciente carácter le impedía mantenerse callado durante mucho rato.

El ígneo reflejo de las llamas le iluminaba la faz. Tenía el rostro ensombrecido y la mirada perdida en algún lugar más allá del fuego de la hoguera.

Quinto fue el único que se percató de su estado de ánimo.

—Yo fui entregado a Oriente como prenda para garantizar el buen comportamiento de Constancio. Mientras él emprendía sus exitosas acciones contra las tribus germanas, y lograba acabar con las aspiraciones de Carausio y del usurpador Alecto, yo acompañaba a Galerio en sus campañas contra esos malditos persas. Me hubiera gustado aprender el oficio de la guerra de manos de mi padre.

—Nunca es tarde, señor. En unos meses os habréis reunido con él.

—No sé si es tarde o no, Quinto —le respondió Constantino—. Dicen que está muy enfermo. Puede que estemos haciendo este largo viaje para verle morir.

Les envolvió un silencio incómodo. Corrían noticias sobre la mala salud del augusto Constancio, al que, por su aspecto pálido y enfermizo, empezaban a llamar Cloro.

—Yo vi morir a mi padre —confesó Quinto, rompiendo ese silencio—. Una epidemia se llevó a muchos viejos de la aldea... también a él. Hacía algunos años que se había licenciado del ejército de Roma y había regresado a la aldea junto a mi madre y a mis dos hermanos menores. Pude cerrarle los ojos. Yo estaba de permiso. Les agradezco a los dioses que me dejaran acompañarle en el final. Después de aquello nos enviaron a Oriente, y ya no he vuelto a la aldea. Ignoro si madre sigue todavía allí. Lo ignoro... —Ahora era Quinto quien buscaba los recuerdos entre las llamas de la fogata que habían encendido para cocinar, calentarse y protegerse de las alimañas.

»Hace más de cinco años que no sé nada de mi mujer, ni de mi hijo. A veces sueño que estoy con ellos en casa. Me los imagino tal y como los dejé. Ella sentada en la cama y mi pequeño plácidamente dormido en sus brazos. Pero sé que cuando regrese, si es que lo hago, nada será como lo recuerdo. El tiempo ha pasado también para ellos.

—¿Les echas de menos? —preguntó Constantino.

—Sí —respondió el soldado, sorprendido por la cercanía de su señor.

—Quinto. Tienes mi palabra de que, si toda esta locura sale bien, volverás a ver a tu familia —le prometió Constantino. Éste se lo agradeció con la mirada.

—Al menos estaremos en la Galia —trató de animarle Marcelo, a quien le había conmovido escuchar el relato de su amigo—. Será el final de nuestro viaje.

Cabalgaban por una vía secundaria que discurría en paralelo al Danubio, flanqueada por las fértiles riberas y zonas de frondoso bosque. Ya habían pasado Viminacium y se encontraban a apenas una jornada de alcanzar Sirmium, ya en las provincias panonias. La ciudad, no siendo de las más pobladas de esta parte del imperio, había visto acrecentada su importancia durante todo el siglo anterior. La frecuencia de las campañas en la frontera danubiana hizo que los emperadores prolongaran cada vez más sus estancias allí, hasta convertirla en residencia imperial. Así que, de manera similar a lo que sucedía en Nicomedia, Sirmium se había ido beneficiando de su condición de sede imperial, y en las últimas décadas había crecido enormemente. Alrededor de su gran palacio, ubicado no por casualidad junto al circo, fueron levantándose magníficos edificios que cambiaron por completo su anterior fisonomía.

Al igual que Nicomedia, Sirmium ofrecía todo lo que un joven soldado podía desear. Pero ellos tenían muy claro que no debían acercarse a más de diez millas de la ciudad. Así que decidieron tomar el camino que les había indicado un viejo campesino que se habían encontrado en una de las veredas boscosas junto al Danubio. Si mal no entendieron, pues el rudo hombrecillo hablaba un latín muy deficiente, evitarían Sirmium por el oeste, para luego regresar hacia el norte y tomar la dirección que conducía hacia Aquincum. Siempre muy cerca de las vías, pero lo suficientemente lejos como para no tener problemas.

El mismo lugareño que les había enseñado aquel camino más propio de lobos que de hombres, pero que a ellos les resultó de gran utilidad, les aconsejó un mesón con habitaciones. A la pregunta de Quinto sobre la discreción del lugar, el hombrecillo contestó con una risotada que dejó al descubierto su pútrida dentadura.

—¿Discreción? Llevo toda mi vida acudiendo al mesón y mi mujer morirá sin enterarse de lo bien que se lo pasa uno allí. —Y volvió a reír.

Ellos sintieron asco al oler el fuerte aliento que salía de su boca.

—Ese hombre hedía a muerto —murmuró Zósimo, subiéndose de nuevo al caballo—. No creo que llegue a la próxima cosecha.

Todos consideraron que aquel lugar era el apropiado para reponer fuerzas y poder descansar bajo techo después de más de diez noches a la intemperie. Tal como decía el hombrecillo, el mesón era frecuentado por los pocos campesinos de la zona que estaban en condiciones de gastar unas cuantas monedas en bebida y otras en la compañía, más lo que cobraban por el uso del camastro. Había unas cuadras y una pocilga en la parte de atrás, y la casona principal, de dos pisos, tenía colocada una lámpara de aceite en la puerta, con el único objetivo de llamar la atención de los escasos viajeros que transitaban por aquel camino secundario. En cuanto a los lugareños, todos conocían de sobra aquel negocio.

—¿Qué queréis, forasteros? —dijo una voz ronca que, según pudieron comprobar a la luz de la lámpara, pertenecía al que sin duda era el propietario del mesón, un barrigudo de mirada codiciosa y rudos modales.

Acercó el candil que llevaba en la mano para poder escrutar a sus posibles huéspedes, uno a uno, con una minuciosidad que les hizo sentirse como animales en un mercado de ganado. Al fin Marcelo le increpó, molesto:

—¡Eh, tú! ¿No pretenderás que nos pasemos la noche en la puerta dejando que nos observes como si fuésemos terneros...? ¿O es que no somos dignos de los sucios conos que ofreces a tus clientes?

—¡Marcelo! —le contuvo Quinto. Lo último que necesitaban en esos momentos era enzarzarse en una pelea—. Queremos cenar y dormir, nada más. Un campesino nos ha recomendado tu casa. Nos han dicho que tenéis una buena cocina y mejor bebida.

No comentó nada de las mujeres; ya lo había dicho todo su compañero. Aunque les vendría bien un poco de calor.

—Pagamos bien. —Constantino extrajo unos denarios de la bolsa de cuero, comprobando con preocupación que se estaba vaciando antes de lo previsto. En sus cálculos iniciales no entraba el viajar acompañado.

—Pasad. No se hable más —invitó el dueño sin perder de vista el saquito de cuero.

Quinto se había fijado en que llevaba una figurita barbada colgando del cuello e intentó mostrarse amable ante aquella bestia.

—¿Sois devoto de Silvano? —le preguntó el soldado, buscando la afabilidad del mesonero.

—¿Y eso qué os importa? —rugió éste. Pero luego se arrepintió—. Sí, lo soy. Y más os valdría que vosotros también lo fuerais. Estos bosques están llenos de lobos. Basta con prestar un poco de atención para oírlos aullar. ¿Os dirigís al gran río? Está cerca de aquí, pero esas hambrientas alimañas os acecharán detrás de cada árbol. Sin la protección de Silvano no lograréis salir de aquí, viajeros.

—Sacrificaremos a Silvano para que nos permita seguir nuestro camino.

—Sentaos allá, al fondo —les indicó con rudeza, ignorando el comentario de Quinto.

La taberna, en penumbra, estaba repleta de aldeanos de la zona, que bebían en silencio pese a estar acompañados. Tan sólo quedaban un par de mesas libres, una pequeña a la entrada y la mesa del fondo, hacia la que se dirigieron. A la izquierda estaba la cocina, donde una mujerona rubia, con la cara sonrosada por el calor de los fogones, se afanaba en preparar una sustanciosa salsa con la que condimentar el asado de corzo que había preparado para la cena. Era tal el ímpetu que ponía que sus blancas carnes se estremecían al hacer girar el pesado mazo de madera con el que trataba de ligar los ingredientes.

En cuanto se hubieron acomodado, uno de los aldeanos se dirigió hacia los recién llegados y les mostró la taza en la que bebía, levantándola en señal de saludo.

—Forasteros, probad nuestra sabaia. No habéis bebido nada igual en vuestra vida —recomendó el hombre, con orgullo.

Se trataba de un anciano de pícara sonrisa que, como muchos de sus vecinos, debía vivir de las riquezas forestales de la zona. De aquellos bosques que habían sido, durante generaciones, el modo de vida de las aldeas e incluso de algunas de las ciudades más cercanas, pues las maderas de Panonia llegaban a rincones muy lejanos del imperio. Esa noche todavía no había regresado a casa, pues aún traía consigo su afilada hacha, que había dejado apoyada contra una de las patas de la mesa.

—¡Salud! —brindó Constantino, dirigiéndose cortésmente hacia el anciano.

—¡Salud, señor! —replicó éste, impresionado. Aquel joven tan alto debía de ser alguien importante. Destacaba pese a ir vestido con la misma humildad que el resto.

—¿Qué es esa bebida? —preguntó Zósimo, forzando un gesto de asco.

Marcelo dejó de beber y le respondió con desprecio:

—Los griegos no sabéis nada. Os pasáis la vida pensando que todo lo vuestro es lo mejor porque desconocéis muchas de las cosas buenas. Y una es la sabaia. ¡Salud, amigos!

Una vez más fue Quinto el que trató de mediar entre los dos escoltas, cuya relación se iba deteriorando a medida que pasaban los días.

—La sabaia es una bebida hecha de cebada. La cultivan en las grandes llanuras que quedan al margen de los bosques. Durante la jornada hemos visto decenas de campos de cereales.

—Tiene el color del oro y ha de beberse tibia —intervino Constantino—. Yo la probé hace años, y es mucho peor que la egipcia... pero ellos no lo saben —le confesó bajando el tono—. A estas gentes les gusta mucho. No debemos ofenderles. Bebamos.

Pidieron otra ronda de sabaia o sabea, que de las dos maneras se llamaba, según les explicó otro de los clientes sin perder de vista los vibrantes pechos del ama, que se le asomaban por el escote de la túnica, mucho más pronunciado de lo habitual.

—¡Deja de mirar o paga! —amenazó el mesonero, quien en ese instante servía unos cuencos con el asado aún humeante que había preparado su mujer.

—¿Sabéis de qué vive esta gente? —preguntó Quinto a Constantino.

—De los bosques. De la madera que durante generaciones han vendido. De todos modos, hace unos años que se han deforestado muchas zonas, y los más jóvenes se han ido a probar suerte a Sirmium. Y al ejército, claro.

Durante casi dos horas estuvieron comiendo, bebiendo e intercambiando pareceres con los vecinos del lugar, la mayoría ancianos. Estos les contaron que hacía mucho tiempo que no veían a sus hijos. Sólo uno de ellos, al que todos consideraban un afortunado, tenía a su hijo menor cerca, trabajando en unos viñedos que pocos años antes se habían plantado en las afueras de Sirmium para el abastecimiento de los acuartelamientos de la frontera. Como algunos otros jóvenes de la comarca, se había buscado la vida en los suburbios de la gran ciudad. Allí vivían hacinados en precarios barracones y trabajaban por un exiguo jornal que apenas les daba para comer. El hombre no sabía si aquellas vides iban a dar para mucho, pero al menos él y su mujer no estaban tan solos como el resto. Tenían a uno de sus hijos a unas pocas millas. La mayoría de los jóvenes, sin embargo, no había encontrado más salida que la de enrolarse en los ejércitos. Había algunos que estaban en Britania, otros en África, y no pocos en Asia. Muchos ya habrían muerto.

La sabaia les había adormilado y casi no podían articular palabra. Pero aun así siguieron bebiendo en silencio, como si aquella bebida les hubiera quitado el habla. Cuando se dieron cuenta la taberna estaba vacía y sólo quedaban ellos. Los demás se habían ido marchando a sus casas, también en silencio.

Se despertaron con un fuerte dolor de cabeza producido por la cerveza. A la hora de abonar lo que se debía, el mesonero alabó las habilidades de su esposa, tratando de justificar el considerable incremento del monto final. Constantino sacó unas monedas y pagó discretamente, sin preguntar a sus hombres quién había sido el afortunado. Tomaron los caballos y se pusieron en ruta hacia Aquincum.

Habrían cabalgado durante más de tres horas entre los poblados bosques panonios, cuando por fin salieron a un extenso claro, de aproximadamente milla y media de longitud. El sol brillaba para recordarles que ya era de día. Todos agradecieron la luz de la mañana; salir de la oscuridad de aquellos bosques que les habían estado protegiendo durante el camino, pero que resultaban sumamente incómodos para la cabalgada.

Apenas habían recorrido un trecho por aquella pradera cuando Marcelo les avisó.

—¡Soldados! ¡Nos siguen!

—¿Dónde, oficial? —inquirió Constantino tirando de la brida para frenar a su caballo, gesto que imitaron los demás. Buscaron a su alrededor. —He visto a un soldado.

—Marcelo, no hay nada. Habrá sido algún animal... un lobo —trató de convencerle Zósimo.

—¡Allí! —señaló al frente—. ¡Lo he visto! Estaba allí. ¡Era un soldado! Iba a caballo y llevaba cota de malla.

—¡Seguro que hay más de uno! ¡Vienen a por nosotros! —se alarmó Quinto, creyendo en las palabras de su amigo.

—Es imposible que nos sigan —volvió a rebatirle el griego.

—Pero ¿qué te pasa últimamente? ¡He dicho que he visto a un soldado!

—No perdamos tiempo en peleas absurdas. ¡Dispersémonos! No podemos dejar que nos cerquen. Si es una emboscada, estamos perdidos —ordenó Constantino, asumiendo su superioridad—. ¡Deprisa! ¡Hacia el bosque...! O no saldremos con vida de esta maldita pradera. Que Apolo nos proteja.

Se apresuraron a adentrarse en la espesura del bosque. Marcelo se dirigió hacia el lugar donde había visto al soldado y lo estuvo buscando hasta dar con él. No tardó en darle caza.

—¡Mirad lo que tengo! —les gritó Marcelo, jadeante por el esfuerzo.

Los demás tardaron un rato en aparecer. Habían recorrido los alrededores sin encontrar ni un solo soldado. Miraron. Un hombre vestido con cota de malla aguardaba a la muerte tumbado en el suelo, con la cabeza, ya sin su yelmo, inmovilizada bajo la bota del galo, que esperaba con la espada en la mano a que sus compañeros se le fueran acercando para darle el golpe final. Sonreía, triunfante.

Constantino le agarró firmemente del brazo y lo detuvo.

—Espera, Marcelo. No lo mates todavía. A lo mejor le apetece contarnos algo antes de morir. —Se dirigió al soldado y le dio una patada—. ¿Quién te manda?

No hubo respuesta.

—¿Sabes quién soy?

Nada.

—Te lo vuelvo a repetir. Mírame bien. ¿Sabes quién soy?

El hombre alzó los ojos hacia Constantino pero no respondió.

—¿A quién sirves? ¿Te han enviado los emperadores?

Silencio.

—Dime, ¿ha sido el césar Severo?

—No tienes ganas de hablar, ¿eh? —Marcelo presionó aún más la cara de su presa y le pinchó el cuello con la punta de su espada—. Pues voy a hacer que las tengas.

En un intento desesperado por defender su vida, el soldado echó mano de la daga, que aún conservaba en el costado izquierdo de su cinturón. Ni siquiera le dio tiempo a sacarla. Zósimo se le adelantó y le hundió la espada en el pecho.

—¿Qué has hecho, griego? ¿Por qué lo has matado? —dijo Constantino en un claro tono de reproche.

—Hubiera hablado... —le recriminó Marcelo.

—Iba a atacaros —se defendió Zósimo, dándose media vuelta para ir en busca de su caballo.

—... pero los muertos no hablan, ¿verdad, griego? —le desafió Marcelo desoyendo sus palabras. Empezaba a aborrecer la prepotencia con la que se comportaba su compañero. Desconfiaba de él—. Venía a por nosotros. Nos vigilaba. Has callado su boca para siempre. Ya no puede decirnos quién le enviaba o si estaba solo. Puede que haya muchos más. ¿Te das cuenta de lo que has hecho?

Fue Quinto quien trató de apaciguar a los dos tribunos.

—Vamos, Marcelo, déjalo ya. La tensión le ha jugado una mala pasada.