Llevaban dos días cabalgando. Aquellas dos sabandijas habían cumplido el encargo y, antes de que saliera el sol, se habían hecho con tres buenas monturas, además de ropa y víveres para al menos una semana. La codicia les había hecho actuar con rapidez. Ninguno de ellos quiso averiguar a quién se las habían robado, pero supusieron que se trataba de alguien importante, a juzgar no sólo por la pureza de los caballos sino también por la excelencia de los aparejos con los que iban vestidos. Todos ellos portaban sillas de cuatro cuernos, que se cernían al cuerpo con el peso de los jinetes y permitían un mejor agarre a la cabalgadura ante cualquier embate o emergencia. Además, los animales eran fuertes y estaban bien alimentados, garantizándoles no tener que repostar en un par de días.
El grupo se adentró por las tierras de Tracia sin problemas. Desde el principio, Constantino les dijo que eludirían las vías principales, aunque seguirían caminos aledaños. La primera noche durmieron junto a un estanque, una vez pasada la ciudad de Perinto; y ahora habían acampado en medio de un espeso bosque, muy cerca de la vía principal que conducía a Adrianópolis, con la intención de pernoctar bajo su protección.
Recostados en el suelo, comían pescado seco y un poco de queso mientras conversaban animadamente. Por fin descansaban tras una dura jornada de viaje a lomos de los caballos, y Constantino se dijo que tal vez ése era un buen momento para contarles el mito de Orfeo y Eurídice, tan enraizado en aquellas tierras en las que se encontraban.
Se sabía un buen contador de historias. Le gustaba comprobar cómo cualquier relato que salía de su boca deleitaba a quienes lo escuchaban. Antes de comenzar su narración, miró uno a uno a los ojos tratando de atraer su atención y, sólo entonces, se decidió a hablarles. Lo hizo con una voz susurrante, cargada de misterio.
—Debéis saber que estamos muy cerca de la cuna de Orfeo, aquel que es capaz de conmover el alma de los hombres con su música. Esta noche no podéis bajar la guardia. Manteneos muy atentos para evitar que os envuelva el tañido de su lira... ¡Sois mis protectores! ¡Os necesito bien despiertos!
Quinto sonrió, impaciente por escuchar el relato de Constantino. Le gustaban todo tipo de historias.
—Algunos dicen que Orfeo nació en los montes Ródope, al sur de la vía que conduce desde Tracia a Mesia, justo detrás de este bosque —señaló—. La misma que a nosotros nos ha de guiar hacia el oeste, por más que transitemos en paralelo a ella para no ser vistos.
—¿Así que Orfeo era tracio? —interrumpió Marcelo. De Orfeo sólo sabía que era un músico.
Marcelo era el único que seguía comiendo su ración de queso.
—Eso dice la leyenda. De ahí que aparezca en nuestros mosaicos, en las pinturas o en las esculturas con ese curioso gorro, propio de estas tierras en las que nos adentramos.
Quinto asintió.
—Otros cuentan que era hijo del dios Apolo y de una musa llamada Calíope. Según la tradición cantaba y tocaba la lira de tal modo que hasta las bestias se inclinaban ante él y le seguían.
—¿Es eso cierto? —volvió a preguntar Marcelo.
Sus compañeros le reprendieron con un gesto, pidiéndole que dejara continuar a Constantino.
—Orfeo amaba a Eurídice, una hermosa ninfa a quien logró atraer con sus melodías. Eran felices. Pero un fatídico día, mientras caminaban juntos a orillas de un río, una serpiente mordió a Eurídice y ella murió. Orfeo, desesperado, se fue a buscarla hasta el mismo infierno, en el que pudo penetrar gracias a su música. Al alcanzar el abismo infernal pidió al dios Hades y a su compañera Perséfone que le permitieran regresar al mundo de los vivos junto con su amada. Y éstos le pusieron una única condición. Eurídice le seguiría, pero él no podría volver la vista atrás para mirar su rostro hasta que hubieran salido del oscuro infierno. Orfeo desanduvo el camino de vuelta a la superficie sin mirar una sola vez hacia atrás, y cuando la luz del sol comenzó a bañarle con sus rayos dorados, se volvió, pues quería cerciorarse de que ella le seguía.
—Y no le seguía... seguro que Perséfone y el dios Hades se habían burlado de él —volvió a cortar Marcelo.
—Sí le seguía. —Constantino se mostraba paciente—. Pero Eurídice todavía tenía un pie en el mundo de las sombras y en ese instante volvió a morir, esta vez para siempre.
Constantino observó el rostro de Marcelo, que no perdía detalle de la historia de Orfeo. Pero advirtió que todavía tenía alguna duda que no se atrevía a preguntar.
—Dime, Marcelo —le sonsacó.
—El río por el que paseaban, ¿está cerca de aquí?
—Algunos creen que se trataba del Estrimón, que circula al este y sur de los montes Ródope. Pero otros hablan del Hebros, otro de los ríos que recorren Tracia y que también vierte sus aguas en el mar Egeo, aunque lo hace más al oeste. De todos modos, poco importa que fuera uno u otro río. Si lo preguntas por la serpiente, tranquilo. No creo que siga viva.
Quinto y Zósimo le rieron la broma, mientras Marcelo se limitó a esbozar una sonrisa de compromiso.
—Soldados, cabalgaremos en paralelo a la vía que va por el Hebros, dejando a un lado el Estrimón —les anunció Constantino.
—Veo que habéis pensado qué ruta tomar —añadió Marcelo, ávido de aventuras.
Llevaba tanto tiempo encerrado en palacio que el contacto con la naturaleza le hacía volver a sentirse libre. El paisaje de Tracia le recordaba a su añorada Galia, que aún quedaba muy lejos. Después de la travesía por mar, habían tenido que atravesar extensas praderas y frescos valles rodeados por suaves colinas, y en esos momentos disfrutaban de la protección de un espeso bosque. Se sentía como no se había sentido hacía tiempo. Le faltaban los enemigos.
—¡Acercaos!
Constantino sacó un mapa de entre sus ropas y lo extendió frente a él. Era el mismo mapa que Zósimo y Marcelo habían visto decenas de veces sobre la mesa de pórfido, en el que había dibujado un sinfín de trazos y signos que sólo él parecía comprender. Señalando con el dedo, fue explicándoles el itinerario:
—Cabalgaremos por calzadas secundarias y campo a través, aunque siempre en paralelo al eje que marca la vía principal desde Adrianópolis, aquí en Tracia, hacia el oeste. En principio, siguiendo el valle del Hebros. Saldremos de Tracia y continuaremos en dirección a Sérdica. Pasaremos por Naiso, mi ciudad, y encontraremos el Danubio en Sirmio. De modo que habremos cruzado Mesia hacia Panonia. Remontaremos el Danubio, o el Istros, como le llamáis los griegos —miró a Zósimo de reojo— en dirección a Vindobona, e iremos dejando los Alpes al sur mientras nos adentramos en las Galias. Una vez allí, nos reuniremos con mi padre.
Marcelo, Quinto y Zósimo habían seguido sus explicaciones sin levantar la vista del mapa. Él, consciente de las enormes dificultades de aquel viaje, hablaba con fingida seguridad, pues en el fondo sabía que su plan era una locura. Para él, era de crucial importancia alcanzar la frontera de la Galia cuanto antes y hacer el camino lo más discretamente posible, evitando ser interceptado por sus enemigos. Tenía la certeza de que Galerio habría exigido su cabeza al césar Severo, que era quien ahora controlaba, además de Italia y África, las tierras de Panonia por las que iban a tener que transitar. No se podía esperar otra cosa, puesto que Severo era un hombre de paja del augusto, que había impuesto su voluntad en aquel nombramiento.
—Debéis saber que agotaremos los caballos hasta que no tengamos más remedio que hacernos con otros.
—Señor, no sé si os he entendido bien —confesó Marcelo—. Habéis afirmado en varias ocasiones que vuestra idea es evitar las vías principales. Pero si seguimos siempre por caminos secundarios, no encontraremos caballos.
—Se los tomaremos prestados a los emperadores. Dos de vosotros os acercaréis hasta la parada de postas del cursus publicus más próxima al lugar en el que nos hallemos y os haréis con nuevas monturas para los cuatro. Acto seguido, liquidaréis al resto de los animales, para que los vigilantes de las postas no puedan seguiros. No hace falta que os detalle lo que tendríais que hacer en caso de que os descubrieran —les interrogó con la mirada para comprobar que le seguían.
Los tres soldados negaron al unísono.
—Para evitar las paradas más grandes, iremos a por caballos sólo en las pequeñas, que están menos vigiladas.
Aunque los tres soldados pusieron cara de sorpresa, fue Zósimo quien se atrevió a cuestionar el plan.
—Pero sois el hijo del augusto de Occidente... Podéis solicitar las monturas directamente en las postas, porque el augusto Galerio os entregó una autorización. En palacio lo sabe todo el mundo.
—Pero no lo haré. —Le sostuvo la mirada, y luego observó a Quinto, que permanecía en silencio—. ¿Por qué crees que quiero hacerlo así, tribuno?
—Pues... —Se detuvo un instante a reflexionar y luego añadió—: Me temo que no os fiáis mucho del augusto, ni del césar Severo, por cuyos territorios tendremos que pasar obligatoriamente.
—Sigue —le animó con una media sonrisa. —Y si acudís directamente a las postas, os expondréis a que sus hombres os detengan.
—Los emperadores sabrían dónde nos encontramos en cada momento. Así que será mejor no dejar huella de nuestro paso —concluyó Constantino, mirando a los otros dos.
Ambos inclinaron levemente la cabeza, dando a entender que comprendían la situación.
—De todos modos, cuando todo esto pase, diré que me limité a usar las postas públicas, y que hice el viaje solo... No os comprometeré en nada —añadió Constantino, en tono de broma.
A la mañana siguiente cabalgaron en paralelo a la vía que discurría por el valle del Hebros. A mediodía se detuvieron en una pradera que se extendía a lo largo del camino para tomar un frugal almuerzo y dejar que los caballos repusieran fuerzas en las verdes lomas que jalonaban el valle. Durante el resto del camino, marcharon en dirección oeste, tratando de no acercarse demasiado a la calzada principal. Se vieron obligados a tomar algunos senderos que conducían hasta los bosques cercanos, aun a costa de dar algún rodeo. Habían dejado atrás Adrianópolis, en la que no llegaron a entrar, pues Constantino tenía muy claro que eludirían los alrededores de las ciudades. Y desde luego no franquearían las puertas urbanas que avistaran en adelante. Al menos hasta que alcanzaran las Galias.
Ya al anochecer, divisaron las tenues luces de un poblado. Ante una señal de Constantino fueron aminorando la marcha y recorrieron al paso la escasa milla que les separaba. Su intención era pedir asilo para pasar allí la noche. Esa misma mañana habían hablado sobre la posibilidad de dormir bajo techo, pagando los precios de cualquier posada. En realidad, lo planteó Zósimo.
—Otra noche al raso... Menos mal que estamos apurando el verano. ¿Qué haremos en invierno?
—¿No hablarás en serio? —reaccionó Marcelo—. ¡Vaya con estos helenos! Me hubiera gustado verte en los campos de la frontera con Germania, durmiendo en una tienda de cuero tan llena de agujeros que apenas nos protegía del frío, con el hielo penetrándonos en las uñas y los miembros congelados. Como tuvimos que hacer mis hombres y yo mismo siguiendo Las órdenes de nuestro general. Servimos de avanzadilla para conocer las posiciones de los bárbaros. Aquella noche, uno de los soldados murió en mis brazos, y no precisamente por una flecha de esos que llaman alamanes, a los que tuvimos que enfrentarnos al alba. Son terribles los nombres de los bárbaros, pero menos que ellos mismos. ¿Sabes qué significa alamanni? ¿Lo sabes? ¡Tú qué vas a saber!
Zósimo, desafiándole con la mirada, esperaba una oportunidad para contestar al ataque. Pero dejó que Marcelo continuara con vehemencia:
—En su extraña lengua, alamanni significa «todos los hombres». Miles y miles de bárbaros nos acechaban durante la noche al otro lado del gran río Reno, mientras nosotros nos congelábamos en el hielo, incapaces de reaccionar ante el frío. Fue su fétido aliento el que nos despertó. Nos atacaron y... Pero ¿tú qué sabrás de eso? ¡Deberías haberte quedado en el palacio de Nicomedia! Rodeado de todos esos lujos y placeres que te proporciona tu amigo el prefecto.
—Creo recordar que a ti tampoco te desagradaban esos placeres —replicó Zósimo con ironía—. Bien que te abandonabas en los brazos de tu hetaira...
Marcelo se levantó con la idea de callarle la boca. El recuerdo de Calia le resultaba demasiado amargo. Hubiera querido despedirse de ella, pero no hubo tiempo. Ni siquiera sabía si volvería a verla.
—¡Marcelo! ¡Zósimo! ¿Qué os pasa? Será mejor que os tranquilicéis... Puede escucharos... —susurró Quinto, siempre cuidadoso de que nada enturbiara las relaciones entre los cuatro hombres.
Quinto había llegado a la conclusión de que el entendimiento entre ellos era clave para que el viaje de Constantino saliera tal y como éste había planeado. Lo mejor era evitar tensiones. Los pocos días que había convivido con él le bastaban para darse cuenta de que tenía una fama bien merecida. Era un líder nato; resuelto y decidido, incluso osado. Tendría suerte. Zósimo no era un cobarde, por mucho que Marcelo se empeñara en recriminárselo. Con ciertas inclinaciones al hedonismo y mucha más ambición que vocación por la guerra, era el típico heleno enrolado en los cuadros militares imperiales. Sagaz, observador, aparentemente menos valeroso que otros, pero con una sangre fría que ninguno de ellos tenía y que lo hacía capaz de eliminar a cualquiera. No acababa de fiarse de él.
En cuanto a Marcelo... Su inseparable amigo, aunque rudo y algo pendenciero, era sin duda el más noble y leal de todos ellos. Le había visto luchar en los campos de batalla, pelear por cada uno de sus hombres, arriesgarse por ellos y por su estandarte sin cuestionar nunca las órdenes de sus superiores, por mucho peligro que éstas conllevaran. Era uno de esos oficiales de los que el ejército romano debía sentirse orgulloso. Era querido y admirado por las tropas, aunque la vida en palacio le había cambiado bastante, todo por culpa de esa mujer de la que se había enamorado.
Y quedaba él, Quinto. Su amor al imperio y a su ejército le hacía ver aquella misión, a la que él se había sumado en el último instante, dada la urgencia de la marcha de Constantino, como su gran oportunidad de servir a la grandeza de Roma. Al igual que la mayoría de sus compañeros, le había indignado la injusticia cometida con el hijo de Constancio durante aquella aciaga asamblea, en la que Diocleciano les había reunido para comunicarles su abandono y entregar la púrpura a los nuevos emperadores. Gustosamente, hubiera participado en el motín que se estaba preparando contra el augusto Galerio y ese tal Daya, si no llega a ser por la llamada de Constantino a la tranquilidad. Y ahora agradecía a su amigo Marcelo que le hubiera dado la oportunidad de vengar aquella infamia, acompañando al tribuno en su viaje de regreso a Occidente. Había renunciado a todo cuanto tenía para servir a su causa.
—No te apures, Quinto. Ya les he escuchado. —Constantino se abría paso a través de unos matorrales para reincorporarse al grupo. Había ido a buscar agua—. Marcelo, hoy dormirás a cubierto. No por eso serás peor soldado... ni menos valeroso —añadió en tono de broma.
Al atardecer, Marcelo y Zósimo se adelantaron hacia el poblado para asegurarse de que no había peligro. Quinto y Constantino les esperaban a cierta distancia, al amparo de un viejo roble en cuyo grueso tronco tenían amarrados a sus caballos. Desde allí pudieron observar a sus compañeros. Vieron cómo Marcelo se dirigía casi de cuclillas hacia la casa más importante de entre la media docena que componían el caserío. Debía de albergar a tres o cuatro familias. Atraído por la luz de las lucernas que brillaba en su interior, se acercó a una de las ventanas, cubierta por una cortinilla casi transparente que evitaba la entrada de insectos, pero que no protegía de miradas ajenas. Había hecho eso otras veces, cuando era mucho más joven. En las expediciones de espionaje a los poblados de francos y alamanes, en la frontera de la Galia. Sabía cómo hacerlo sin ser visto. Le bastó con un vistazo para hacerse una mínima idea de lo que ocurría, de cuántos eran y de cómo estaba organizado el espacio interior, para luego, con el sigilo de un gato, comprobar si en los alrededores había otros indicios de actividad. Aquella noche veraniega no era particularmente calurosa, pero el cansancio acumulado y la tensión hicieron que empezara a sudar. Zósimo cubría sus espaldas.
—No hay peligro —le anunció al cabo de un rato.
—Avisemos a los demás.
Ascendieron a toda prisa hacia el lugar donde esperaba el resto con las monturas y, una vez allí, Marcelo dio parte de la situación.
—No hay peligro. Esto es una especie de granja, aunque no he visto ningún animal. La verdad es que es un sitio muy extraño. No hay bestias, ni gallinas, ni campos trabajados alrededor. Y, sin embargo, calculo que pueden vivir unas quince, a lo sumo veinte personas. Creo además que se trata de un propietario, su familia, quizás otra parentela más amplia, y un grupo de cuatro o cinco esclavos. La primera luz corresponde a la estancia del propietario. Lo digo porque había un hombre bien vestido, de unos cuarenta años, cenando con alguien más joven y dos parejas de unos veinte años. Había tres niños, quizás alguno más, jugando en el suelo. Comprobé que en otra vivienda había cuatro tipos, que también estaban cenando. Al fondo de la estancia, me pareció ver a dos chicas jóvenes, con túnicas cortas, como de esclavas, que se afanaban en lavar montones de ropa en una gran pila de piedra.
—¿A estas horas? Bueno, de cualquier modo es un informe magnífico —contestó Constantino, visiblemente satisfecho.
—¿Entonces? —se impacientó Marcelo, comenzando a desenvainar su espada.
—Nada. Y guarda tu espada para otro momento, soldado. Tal vez la necesites más adelante. —Luego, dirigiéndose al griego, comenzó a dar órdenes—: Zósimo, ve con Marcelo y presentaos al propietario con nombres falsos. Decidle que somos viajeros... —pensó un instante—... tratantes de ganado. Sí, eso mismo, que somos tratantes de ganado de viaje hacia los grandes pastos y que sólo necesitamos dormir unas horas bajo su hospitalidad. Nada más. Y paga bien. —Lanzó un par de monedas de oro al aire.
Al cabo de un rato ya habían regresado.
—Son comerciantes —informó Zósimo—. Han accedido a que hagamos noche pero rechazan nuestras monedas. No parecían tener muchas ganas de negocio. El patrón es un heleno, así que nos hemos entendido muy bien. Y no sólo lo digo por el idioma —apuntó, reivindicando la idiosincrasia griega.
—Bien. ¡Vamos allá! —les animó Constantino sin perder un segundo en subirse al caballo.
Una mujer les abrió la puerta de la casa, descubriendo una estancia grande, aunque modesta. Había una larga mesa de madera de roble, en torno a la cual se sentaban, en sendos bancos corridos, dos parejas de jóvenes y un hombre de mayor edad, tal y como había dicho el galo. Junto a ellos jugaban tres chiquillos, que ni siquiera miraron a los recién llegados. Debían de estar más que acostumbrados a las visitas. Les llamó la atención algo de lo que Marcelo no les había hablado. La sala estaba repleta de fardos y arcones tan llenos de telas que alguno de ellos no podía cerrarse. Había paños de lana de distintas calidades, de lino e incluso algunas piezas de seda. Imperaban los tonos pardos y poco vistosos, aunque había también bonitos tejidos de colores intensos, azules, amarillos, verdes o rojos bermellón.
—Sed bienvenidos a mi casa. Bueno, a mi pequeño y modesto emporion, o emporium, como decís los latinos —dijo el comensal de más edad, que tendría cuarenta años.
En cuanto lo tuvieron de frente, descubrieron que su nariz estaba un tanto desviada hacia la izquierda, lo que le afeaba bastante el rostro. Tenía además un raro defecto, que parecía ser de nacimiento, en una de sus manos, cuyos dedos eran muñones sin uñas.
—¡Un emporium! ¡Lo imaginaba! Por eso no había animales. No es una granja —comentó Constantino, mientras saludaba al dueño del lugar con amabilidad.
—Bueno, después de todo sois tratantes, ¿no? Supongo que reconoceríais una granja con los ojos cerrados —señaló el dueño, que presentó a quienes resultaron ser sus dos hijos y sus respectivas esposas.
Éstos les sonrieron cortésmente y se hicieron a un lado para dejar sitio a los recién llegados, a quienes invitaron a compartir mesa.
—Sentaos aquí.
Se fueron acomodando. La misma mujer que les había abierto la puerta se encargó de que no les faltara de nada.
—No puedo ofreceros gran cosa —dijo el cabeza de familia, señalando las suculentas viandas que había sobre la mesa, servidas con una humildad a la que él no terminaba de acostumbrarse—. En realidad, ésta no es mi casa. Vengo aquí durante el verano con mis hijos y unos esclavos. Dos chicas y cuatro hombres. Ellos se encargan de ir a las ciudades a abastecernos de telas y ropajes, que revendemos a los aldeanos más ricos de estos lugares.
—¡El valle está repleto de campesinos deseosos de no parecerlo! —ironizó uno de los hijos.
—Algunas de ellas han de ser lavadas en orín antes de su venta, para quitarles los restos de sebo. Lo hacemos en las grandes piscinas que hay en el edificio contiguo —comentó su padre.
—Son los propios campesinos quienes nos proporcionan el orín. Se lo pagamos bien —añadió el joven.
«Así que eso era lo que hacían las muchachas que mencionó Marcelo», pensó Constantino. Conocía la existencia de este tipo de negocios, pero nunca había tenido la oportunidad de visitarlos, así que quiso averiguar algo más sobre su funcionamiento.
—Un emporium en mitad del campo... —dijo—. Creí que ya apenas funcionaban. —Luego cogió una costilla del plato que había en la mesa. Se habían enfriado, pero a juzgar por la voracidad de sus compañeros debían de estar deliciosas.
El comerciante miraba a su invitado con recelo. Ese tipo no parecía un tratante de ganado. Por mucho que intentara ocultarlo, era un noble o al menos un ricohombre. Le estaba engañando.
—¿Vino, señor? —le preguntó la mujer.
Constantino le acercó la taza.
—Yo vengo aquí en verano, cuando desaparece el frío del invierno —añadió el hombre—. No me gusta mucho el campo. Permanezco el tiempo justo para asentar el mercado y recibir a los clientes habituales. Cuando acaba la temporada estival, regreso a Calcedonia, donde resido.
—Me alegro que aún podáis sostener vuestro negocio, heleno. Estas tierras de Tracia son cada vez más inseguras —comentó Constantino, mientras hincaba el diente en la carne. Lo hacía con exquisitos modales.
—Por estos lares, el trasiego de gentes es continuo, no sólo de tracios, sino de griegos como yo, de dacios, getas, sármatas... Y no todos vienen en son de paz. Saquean aldeas y poblados, matan y violan a las mujeres, y luego regresan a sus tierras vanagloriándose de sus fechorías. La población está cada vez más aterrorizada. Por si eso no bastara, con las últimas medidas de los emperadores, el mercadeo se está resintiendo. Dudo que mis nietos puedan seguir viviendo del negocio —se lamentó, mirando a los tres niños.
—¿Por qué lo decís? —preguntó Zósimo, sin dejar de comer.
—¿No te parece suficiente? Eres heleno como yo, deberías saberlo. Nos están asando como a estas costillas, pero a impuestos. Quieren sacarnos hasta el último denario con sus censos de personas y de bienes. Esos malditos inventarios con los que el imperio trata de chuparnos hasta la última gota de nuestra sangre. De un tiempo a esta parte, los caminos, los predios, las aldeas... todo está infestado de agentes del fisco. Y claro... La gente tiene cada vez menos monedas para gastar.
—Si el imperio fuera tan eficaz defendiendo a la población como llenando las arcas a su costa, no quedaría ni un bárbaro por los caminos. También hay godos —dijo el otro hijo de Atenágoras, que hasta el momento no había abierto la boca.
—¿Godos? ¿Nos los había vencido el segundo de los Claudios hace ya tiempo? —contestó Constantino. Nada más decirlo, se arrepintió. No se estaba comportando como un simple tratante de ganado.
—Eso es lo que dice la propaganda imperial, pero lo cierto en que los godos siguen amenazando nuestra seguridad sin que el imperio haga nada para protegernos.
—Algunos clientes aseguran que los propios sármatas hablan de ellos con admiración —se lamentó Atenágoras—. Dicen que se están agrupando al norte, junto al Ponto Euxino, y que acabarán con todos nosotros antes de que nos demos cuenta. Podéis imaginaros lo que le espera a este trozo de Roma si los emperadores no hacen nada para evitarlo.
Cuando el cansancio comenzó a hacer mella en los viajeros, éstos fueron conducidos a otro caserón del emporium que hacía sus veces de almacén, donde estaba previsto que pasaran la noche, en improvisados jergones de lana que les prepararon las esclavas. A Constantino le sorprendió que ninguno de sus hombres observara a las dos chicas mientras éstas, a duras penas, conseguían habilitar aquella estancia atiborrada de fardos. Se lo agradeció. No quería problemas.
—Bien, soldados. Gracias a la hospitalidad de Atenágoras, esta noche no tenéis que montar guardia. Aprovechad porque tardaremos en pernoctar con esta tranquilidad. —Se dirigió a Zósimo y Quinto, pues Marcelo se había quedado dormido con pasmosa rapidez—. A éste, Orfeo le ha tocado con su música. —Y rió.