Llegaron al puerto al despuntar el alba. A esas horas muchos pescadores ya habían salido a faenar, mientras otros, como los atuneros, lo harían en breve. El muelle estaba en plena efervescencia. Los fornidos porteadores que trabajaban para los armadores de la zona trajinaban la pesada carga a sus espaldas, como si formaran parte de un ejército de hormigas, tratando de no obstaculizar el trabajo de sus compañeros. Mientras, los capataces controlaban el ir y venir de las mercancías, asegurándose de que éstas eran convenientemente depositadas en los grandes almacenes del puerto, o en las bodegas de los barcos que esperaban, amarrados, la hora de partir hacia algún rincón del imperio. A esas horas, mientras la ciudad dormía, el puerto se llenaba de una nutrida muchedumbre de esclavos, mozos, putas, marinos, borrachos y mendigos, en la que era muy fácil confundirse.
Tolio esperaba en el lugar convenido, junto al almacén de mármoles. Constantino lo encontró sin dificultad.
—Todo ha salido como esperábamos —le anunció a modo de saludo.
El negro asintió, complacido. Luego miró a los soldados con cara de asombro. Sabía quiénes eran. Los conocía, especialmente a los dos galos. No en vano, en los últimos años les había seguido muchas tardes por las calles de Nicomedia, espiando sus conversaciones y sus rutinas. El amo siempre había desconfiado de ellos. Quería saber sus verdaderas intenciones, y las de su superior el prefecto del pretorio. A Zósimo, el griego, apenas lo había visto. Era poco aficionado a las putas y a las tabernas, y apenas salía de palacio, pues prefería acudir a las termas del recinto para ejercitarse en la palestra. No había más que verlo: más que un soldado, parecía un atleta.
A Quinto y Marcelo les sorprendió igualmente la presencia del nubio, que ya formaba parte de sus escapadas por la ciudad. Sin embargo, prefirieron actuar como si nunca le hubieran visto. Tiempo habría de preguntarle a Constantino por aquel grandullón.
—Son mis guardaespaldas —le aclaró Constantino—. Me acompañarán en mi viaje hasta la Galia.
—Amo... Pensé que os los habíais quitado de en medio —protestó Tolio, que no entendía su repentina confianza en aquellos soldados—. O al menos eso pretendíais...
—Ha habido un cambio de planes. —Los miró—. Necesito protección. No puedo regresar solo. Los caminos son cada día más inseguros.
Zósimo se felicitó por haber convencido a Constantino de que se dejara proteger. En cuanto pararan a repostar, enviaría recado a la corte y esperaría recibir instrucciones a lo largo del trayecto, tal como había sugerido el prefecto. En cuanto a Marcelo y a su espontáneo acompañante, el tal Quinto, sería mejor mantenerlos al margen. Minervina no era un obstáculo. Al contrario. Cuantos más problemas tuvieran durante el viaje, más fácil sería para Flacino seguirles la pista y acabar con Constantino antes de poder reunirse con su padre. Y ellos ofrecerían su cabeza al augusto.
El pretoriano, inmerso en tales pensamientos, se alarmó al escuchar los serviles deseos del grandullón. Por un momento pensó que Constantino cedería y el gladiador terminaría uniéndose al grupo. Sin embargo, tuvo que callar para no contradecir a su protegido.
—Pero, amo... Yo puedo acompañaros. Vos sabéis que daría la vida por vos.
Constantino lo sabía. Hacía ya cinco años que lo tenía a su servicio. Decían que, en las provincias orientales, el tipo se había convertido en un gladiador bastante reputado. Se contaban por decenas los muertos que había dejado a su paso, y en una ocasión el propio emperador le perdonó la vida. En cuanto Constantino lo supo, quiso tenerlo a su lado. Así que, haciendo valer su condición de hijo de emperador, solventó algunos resquicios legales y consiguió hacerse con él. Pese a su sanguinaria fiereza en los torneos, pronto le demostró tener un carácter dócil y pacífico, siempre y cuando le trataran bien.
El bueno de Tolio le estaba tan agradecido por haberle sacado de su obligado oficio de gladiador que estaba dispuesto a dejarse matar por él. En todo podía contar con el nubio.
—Lo sé, Tolio. Pero tengo que pedirte algo más importante que mi protección.
—Decidme, amo —contestó con el único anhelo de agradar a su dueño. Pero no entendía que pudiera haber algo más importante que su protección.
—Necesito que cuides de Minervina y de la criatura que nacerá de su vientre —dijo con la mirada puesta en el vientre de su concubina.
El Hércules negro hizo lo propio y, al comprobar la evidencia, sonrió con una sonrisa blanda y emocionada.
—Deberéis ocultarlos en Nicomedia hasta que pase el peligro. No olvidéis nunca que la ciudad está plagada de agentes secretos. En cuanto las cosas mejoren para mí y para mi padre, trataré de reunirme con ellos. No sé si aquí o en otro lugar.
—Constantino... —interrumpió Minervina, indignada al comprender que no seguiría hacia Occidente con Constantino—. ¿Cómo puedes abandonarme así? ¿Dejarme en manos de ese animal? Ahora soy yo la que te pido que pienses en tu hijo, que no nos abandones.
—Es lo mejor para los dos, Minervina. Confía en mí. —Trató de calmarla—. Volveremos a estar juntos, pero antes debo ponerme a salvo. Si la Fortuna se me pone en contra y en el camino caigo en manos del augusto Galerio, o de su césar Severo, ten por seguro que ése será mi final. Este viaje es peligroso y no quiero que corras ningún riesgo... menos aún en tu estado.
—¡Déjame ir con vosotros! ¡Te lo suplico! Si no lo haces, tal vez no llegarás a conocer a tu hijo.
—No hay nada que hablar. Es lo mejor para todos. —La idea de no poder conocer a su hijo le había hecho desear que no llegara a nacer—. Tolio se encargará de cuidaros. No os faltará nada.
El nubio apretaba los labios, presa de la emoción. Estaba tan conmovido por el encargo que ni siquiera atendió a las quejas de la concubina.
—Amo, no sé si sabré hacer lo que me pedís. Nunca he tenido a mi cargo a una mujer... y menos aún a un pequeño.
—Lactancio os ayudará. Le he ordenado que se reúna con vosotros mañana mismo. Tengo su palabra de que velará por Minervina y por nuestro futuro hijo.
—De acuerdo, amo —asintió el nubio, más tranquilo.
—Guarda bien esto. Es vuestro seguro de vida. —Le tendió una bolsa de cuero repleta de monedas de oro—. Hay dinero suficiente para manteneros durante un año y para que te cobres tus servicios. En el caso de que os veáis en apuros, recurrid a Lactancio. —Constantino desconocía lo que acababa de sucederle al maestro de retórica y confiaba en la seguridad que le daba su trabajo en la corte—. En cuanto pueda, os haré llegar más dinero. —Sacó un documento oficial de uno de los pliegues de su túnica y añadió—: Una última cosa... Toma esto. Te pertenece.
Tolio cogió el documento que le ofrecía Constantino y comenzó a leerlo. Esta vez no pudo contener las lágrimas. ¡Cuántas veces había soñado con ese momento! ¡Había recuperado su libertad!
«Es mi carta de manumisión. En adelante, seré el dueño de mi destino. Y del de mi familia», pensó.
—Gracias, amo. Acabáis de hacerme muy feliz.
Tolio pertenecía a una familia aristocrática de Nubia, y en esos momentos volvió a sentir el orgullo de su estirpe. Los años de humillaciones como esclavo le habían borrado ese sentimiento siendo apenas un niño. Sucedió durante las revueltas contra los gobernadores romanos de Egipto, en los primeros años del gobierno de Diocleciano. Éstas fueron duramente reprimidas con masacres indiscriminadas y con la esclavización de los hijos de los linajes mejor situados del sur, como fue su caso y el de sus hermanos, a quienes había perdido la pista.
En su niñez recibió una primorosa educación que le permitió dominar el griego y el latín, pero no le salvó de tener que sobrevivir en la esclavitud doméstica. Cuando su primer amo, un general de Diocleciano, cayó en desgracia y quedó arruinado, uno de los mercaderes que compraban por lo bajo, aprovechándose de las desgracias ajenas, se hizo con su propiedad y lo revendió a un lanista de Alejandría. Tras ser adiestrado en el arte de la espada por un viejo luchador retirado en una escuela de gladiadores de la ciudad, donde se especializó como secutor, comenzó a intervenir en numerosos espectáculos pagados por los oligarcas locales. Así pasó varios años, aprendiendo a vencer a sus rivales para no morir, a entrenarse y a vivir como un gladiador. Fue en unos juegos en las ciudades del frente danubiano cuando Constantino, joven oficial de Diocleciano, lo vio por primera vez y decidió adquirirlo como esclavo. Y ahora aquel hombre le devolvía la libertad.
—No podemos entretenernos más. En palacio ya habrán saltado todas las alarmas. ¿Dónde está la barcaza de tu amigo?
—Al final del muelle. El egipcio nos estará esperando.
Así era. Amarrado con una gruesa maroma de esparto, les aguardaba un modesto bote de pescador. Junto a él, un hombre de aspecto enfermizo y piel tostada se entretenía recontando el dinero obtenido con el negocio de la noche anterior. Estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas y sólo se levantó cuando comprobó que el grupo se detenía frente a él.
—¿Y esa mujer? —preguntó con cara de pocos amigos—. Nadie me ha hablado de llevar a una mujer en mi barca.
Tolio, sintiéndose aludido por haber negociado las condiciones del trato, le aclaró:
—Ella se queda conmigo. Tú tienes que llevarte al resto.
—¿A los soldados también?
—Oye, amigo. ¡A todos! ¿Me has entendido? Tienes que llevarnos a los cuatro, cinco contigo —le gritó Marcelo, que no se fiaba de aquel individuo.
—Y sin rechistar... si es que quieres que te paguemos —remató Constantino.
—Pues no sé si cabremos...
—Más te vale que sí —le respondió Marcelo.
Casi al mismo tiempo, todos miraron hacia el pequeño bote. Y tras valorarlo en silencio, estuvieron de acuerdo. Aunque era pequeño, allí cabían cinco hombres apretados como arenques. Les esperaba una travesía larga e incómoda. Según había calculado el propio Constantino con uno de sus mapas, tardarían entre seis y ocho horas hasta alcanzar el estrecho, dependiendo del viento, más el tiempo que tardaran en cruzarlo y arribar a puerto. Su antipático patrón se lo confirmó con un mugido.
La quilla del bote era muy sencilla. Estaba compuesta por largos tablones de roble unidos en el interior por bastidores transversales mediante una sucesión de clavos de hierro oxidados por la humedad. En mitad de la barcaza había una gran caja de madera de ciprés, que se llenaba de agua de mar para mantener ciertos pescados en los días de faena. Constantino se fijó en los restos de cereales que quedaban en el fondo de la barca y pensó que si aquel traficante de poca monta no tenía más cuidado, acabaría pasando frío en la cárcel.
—Tolio, aquí nos separamos.
—Amo...
—Ya no lo soy. Eres libre.
—Muchas gracias, señor... amigo... —Al decirlo, se le quebró la voz.
—Cuida bien de mi mujer y de mi futuro hijo. Sé que estarán en buenas manos. Pronto tendréis noticias mías. —Luego intentó consolar a la concubina—. Y tú, mujer, no llores. Es lo mejor. Estaréis bien, te lo prometo.
Ella asintió con tristeza.
—Minervina... —le dijo, cogiéndola suavemente del mentón para obligarla a levantar la cabeza—. Escúchame bien. Si nuestro hijo nace varón, llámale Crispo.
El egipcio no era buen conversador, pero había resultado ser un patrón excelente. Pronto abandonaron la bahía de Nicomedia y salieron a la Propóntide, un tranquilo mar interior que comunica el Egeo con el Ponto a través de los estrechos del Helesponto y del Bósforo, hacia el que se dirigían. Los reflejos del sol brillaban sobre la superficie del mar, de un tono tan azul que se confundía con el del cielo. Apenas soplaba el viento y la placidez de las aguas les permitió navegar junto a la costa sin más incidentes, hasta alcanzar, después de varias horas, la ciudad de Bizancio, que se erigía frente a ellos como la orgullosa guardiana del canal. Quien quisiera acceder al Ponto debía contar con su consentimiento, pues sus habitantes controlaban el angosto paso que abría esa parte del imperio a las riquezas de la región póntica y de Asia. De ahí su enorme importancia estratégica.
Bizancio había vivido épocas mejores. Pero a pesar de su decadencia, seguía teniendo ese aire cosmopolita y próspero, típico de colonia griega, que supo mantener hasta que sus habitantes se enfrentaron al emperador Septimio Severo. Este quiso castigar su rebeldía arruinando la ciudad, que ya no volvió a recuperarse. Apenas quedaba rastro de sus antiguas murallas, aunque muchos de los edificios y templos que la hicieron célebre seguían en pie. Coronando la colina donde se hallaba su acrópolis, destacaba el imponente templo dedicado a Afrodita, rodeado de otros menores, en honor a las divinidades griegas de Artemisa, Apolo, Zeus, Démeter o Poseidón, a quienes los bizantinos adoraban. En la parte baja, a los pies del alto promontorio donde moraban los dioses, un irregular conjunto de casas se extendía hasta el mar.
—¡Bizancio! ¡Qué emplazamiento más formidable! —exclamó Constantino.
Quinto, Marcelo y Zósimo contemplaron las pequeñas casuchas que asomaban al puerto nuevo, un embarcadero natural conocido con el nombre de Neorion, al oeste de la ciudad.
—Señor, tenéis razón. La ciudad ocupa un lugar privilegiado. Muchas veces me he preguntado por qué los emperadores eligieron Nicomedia y no Bizancio como capital. Es tan segura como aquélla, pues sus accesos por mar son fáciles de defender, y por tierra, la colina de la acrópolis le sirve de protección. Hubiera bastado con reedificar las murallas que en su día destruyó Severo y que se trataron de reparar a instancias de su hijo Caracalla —comentó Quinto, que había permanecido en silencio buena parte del trayecto.
Constantino asintió, complacido. Para su sorpresa, aquel soldado cuyo nombre desconocía sabía de lo que hablaba. Y no era nada habitual encontrar, entre los tribunos de grado medio, a hombres medianamente formados que se interesaran por el mundo que les rodeaba. Pensó que sería un buen compañero de viaje.
—¿Cómo te llamas, soldado? ¿Cuál es tu nombre completo?
—Quinto Fulvio Dexter.
—Veo que has querido sumarte a nuestra aventura. Sabes que puede costarte caro, ¿verdad?
—Sí, señor.
Quinto todavía no había reflexionado sobre la locura que acababa de cometer, pero desde el primer momento fue consciente del riesgo que corría uniéndose al grupo. Él era un hombre sensato y poco dado a las improvisaciones, pero sentía una enorme admiración por Constantino y, como le ocurría a muchos de sus compañeros —aunque no estaban dispuestos a reconocerlo en público—, le hubiera gustado ser el elegido para proteger su seguridad. La del hijo de un augusto. A todos les había decepcionado la proclamación de Maximino Daya y a punto estuvieron de rebelarse contra los emperadores, si Constantino no les hubiera parado los pies.
Aquella noche se le había presentado la oportunidad de servirle y no quiso desaprovecharla. ¡Les esperaba un largo viaje hasta la Galia!
En el embarcadero les aguardaban los socios del egipcio, con los que Tolio también había estado negociando. El trío era bien conocido en los tugurios de Bizancio. Fue uno de ellos, un hombre de pelo largo al que le faltaba la pierna derecha, quien se adelantó a recibirles. En cuanto la barca estuvo lo suficientemente cerca del muelle, utilizó su muleta para acabar de aproximarla, evitando así que sus ocupantes tuvieran que saltar hasta la tarima de madera donde ellos estaban. Al conseguir su propósito, les sonrió y les invitó a salir con una exagerada reverencia. Su compañero, al que todos conocían como el Godo, le rió la gracia.
—Uno, dos, tres, cuatro... —contó el tullido sirviéndose de la muleta, a medida que los ocupantes del bote iban desembarcando. Luego se dirigió a su socio—. Oye, egipcio. ¿No son demasiados? Ese gordo amigo tuyo nos habló de uno solo.
—Ha habido un cambio de planes.
—A mí eso no me importa. Nosotros hemos cumplido nuestra parte del trato y queremos las tres monedas de oro que nos prometió el negro.
El Godo era un rufián de cabellos rubios y ondulados al que los lugareños creían hijo de uno de los bárbaros que años antes habían invadido Bizancio y sus alrededores. Se decía que aquéllos habían cometido todo tipo de desmanes en los arrabales de la ciudad, y que él era fruto de uno de esos abusos. Toda su vida había tenido que arrastrar el infortunio de su origen y el desprecio de sus vecinos. Nadie, ni siquiera su propia familia, quiso protegerle. Así que, desde su más tierna infancia, había sobrevivido a base de pequeños hurtos y toda clase de trapicheas que le proponía su inseparable amigo.
—Si os portáis bien y sois buenos chicos, vuestros honorarios se multiplicarán por cuatro. Debéis conducirnos a la posada donde aguarda el caballo que os encargó Tolio y que pagó por adelantado. Tenéis tiempo hasta mañana por la mañana para haceros con otros tres. ¡Y oídme bien! Espero que no se os ocurra engañarme. Mi escolta y yo mismo os lo haríamos pagar muy caro.
Quinto, Zósimo y Marcelo reaccionaron a las amenazantes palabras de Constantino desenfundando la espada.
—También quiero que nos proporcionéis ropa y víveres para el camino.