El plenilunio iluminaba el campo que se abría ante ellos. Una suave pendiente descendía desde el muro norte de palacio, en el que habían aparecido, hasta la línea de costa, salpicada por taludes rocosos, pequeños arbustos y algún olivo. La misma claridad que les había anunciado el final del túnel se ponía ahora en su contra. Aquélla no era noche para fugitivos. Pero no fueron ellos quienes propiciaron la huida, sino el emperador Galerio, que pronto sería informado de lo ocurrido. Si no él, su hombre de confianza, el prefecto del pretorio, que era el verdadero responsable de la custodia de Constantino.
Debían llegar cuanto antes al puerto, donde Tolio les esperaría en compañía del traficante egipcio que iba a conducirles al otro lado del estrecho. Minervina ignoraba que ellos dos tendrían que despedirse y que Constantino viajaría sin ella a Occidente. Estaba agotada y apenas podía seguir a su compañero, que, apurado por la necesidad de verse a salvo, le instaba a que continuara. Ni siquiera le permitió detenerse un instante para tomar aire, tras más de una hora luchando por salir de aquel apestoso desagüe.
Empezaron a descender campo a través, evitando el estrecho sendero que serpenteaba en la ladera. Para desesperación de Constantino, la camisa de dormir de Minervina, demasiado blanca para pasar desapercibida en plena noche, se enganchaba una y otra vez en los espinos de la densa maleza, obligándoles a detenerse continuamente.
—¡Vamos, Minervina! No perdamos tiempo. Debemos alcanzar el puerto cuanto antes.
No tardaron en llegar frente a la fachada principal de palacio. Constantino se despojó de la gruesa túnica de lana que cubría otra más fina, en un tono más discreto, y se la ofreció a su concubina.
—Ponte esto, o serán los invitados de Galerio quienes nos descubran desde el balcón —le ordenó, mientras observaba el ala noble del edificio.
En el silencio de la noche, se escuchaba una suave música procedente de la casa del augusto, donde se seguía celebrando el banquete en honor a Constantino. Éste pudo comprobar que todo parecía tranquilo. Quizá no habían dado todavía la voz de alarma sobre su huida. Pero sus dos guardaespaldas ya lo habrían descubierto y estarían organizando la búsqueda, o al menos planteándose cómo iban a comunicárselo al prefecto Flacino.
«¡No me gustaría estar en su pellejo!», se dijo, compadeciéndose de Marcelo y de Zósimo.
Tal vez hubiera sido mejor para todos huir juntos. Desde aquel incidente con los osos de Galerio, Constantino confiaba mucho más en la guardia personal que le había impuesto el prefecto Flacino, a la que dejó de ver como una amenaza. ¡Qué idiota había sido! Con su ayuda, tal vez hubiera podido escapar más fácilmente, y ahora no tendría que encarar solo el peligroso viaje que le esperaba. Podrían haberle acompañado hasta la Galia, cumpliendo así con su deber de protegerle. Constantino se lamentaba del error mientras Minervina le miraba sonriendo, con la gruesa túnica de lana sobre su menudo cuerpo.
—Constantino y Minervina han huido por una antigua atarjea, señor —informó Zósimo a Flacino con voz temblorosa—. Prefecto, era Marcelo quien estaba de guardia. Se le ha escapado a él. Fingieron que ella estaba enferma y le convencieron para que fuese en busca de un médico. Ya os advertí sobre el galo... —Al ver que el prefecto le miraba en silencio, acabó reconociendo su parte de culpa—. Ese tipo es más listo de lo que pensábamos. Nos la ha jugado. Utilizó a su concubina para engañarnos y librarse de nosotros. Jamás imaginé que algo así pudiera ocurrir.
Al pretoriano le sorprendió encontrar al prefecto Flacino adormilado. Al parecer, y muy a pesar suyo, se había retirado mucho más temprano de lo habitual. El comienzo de la noche había resultado apoteósico, pero sus consecuencias le habían impedido continuar con la fiesta. El exceso de bebida y de comida le había obligado a abandonar la casa del augusto en mitad del banquete, justo cuando empezaba lo mejor.
El emperador Galerio les tenía reservadas algunas sorpresas y él estaba impaciente por probarlas. Pero, de repente, comenzó a encontrarse mal. Por más que uno de los esclavos tratara de provocarle el vómito con la pluma de avestruz, le fue imposible vaciar el estómago. Y al final tuvo que marcharse con un terrible malestar en el cuerpo, harto de que le hurgaran en la garganta. Al menos le había dado tiempo a aliviar su libido en la experimentada boca de una de las esclavas.
La cena ofrecida en el banquete fue excepcional. Un sinfín de viandas traídas de todos los confines del mundo desfilaron ante los ilustres invitados: gallinas de Guinea, gallos de Persia, conejos de Hispania, vulvas de cerda rellenas, pezuñas de oso, cabritillos de Ambracia, lenguas de flamenco, tordos de Dafne, lirones hervidos con salsa de leche, ostras de Tarento, atunes de la vecina Calcedonia... y él no pudo dejar de probarlas casi todas. La expectación fue máxima cuando dos esclavas negras aparecieron desnudas, cubiertas de lapislázuli y polvo de oro como si fueran dos diosas de ébano, portando sobre sus cabezas un magnífico pavo de la India, servido en una bandeja de plata, que extendía su cola en un amplio abanico de colores. Todos quedaron maravillados ante el espectáculo y con la exquisita cena que estaban degustando. Ninguno de los presentes dudaba ya de quién era el dueño del mundo.
Flacino hacía verdaderos esfuerzos por volver en sí, consciente de la gravedad de las palabras de Zósimo. Pidió que le trajeran una jofaina con agua fría para refrescarse la cara, y una toalla. Al cabo de unos instantes, con la cabeza prácticamente metida en la palangana, se temía que aquello pudiera costarle el puesto. Mientras, los demás seguirían disfrutando del vino y los placeres con los que el augusto Galerio había querido celebrar la marcha de Constantino. Pero él ahora se lamentaba de lo que estaba ocurriendo. En pocas horas, los más altos cargos del imperio podían pasar del todo a la nada: de estar disfrutando de los manjares más exquisitos del orbe, ajenos a la política, a tener que escuchar las terribles noticias que su fiel y leal Zósimo le había comunicado. Comenzaba a sospechar que la fama de melifluo que aquel griego tenía estaba justificada, y que Marcelo no era más que un patán. Quizá se hubiera equivocado eligiendo a esos dos hombres para la delicada misión de proteger al hijo del emperador Constancio. De repente, tiró la toalla al suelo y empujó al esclavo que sostenía la jofaina, quien soltó un quejido sin poder evitar que derramara su contenido. Estaba indignado.
—¡Sois unos inútiles! ¡Y no trates de suavizar lo que ha pasado! ¡Ya sabíamos que Constantino es listo! ¿Por qué crees que lo estábamos vigilando? ¡Deja de decir sandeces! ¡Estúpido! ¡Me encrespas aún más con tus palabras!
—Señor... —Zósimo intentó justificarse, pero no supo qué añadir.
«Debo serenarme... —se dijo el prefecto—. En estos momentos es mejor pensar con claridad.» Y al cabo de unos instantes, que a Zósimo le parecieron eternos, recobró su proverbial frialdad. De nada servía llenarse la boca de exabruptos que no conducían a nada.
—¿Cómo se está desarrollando la búsqueda? —preguntó al fin.
—Señor, apenas nos hemos dado cuenta del engaño. Marcelo y yo mismo acompañamos al médico hasta las antiguas letrinas y entonces fue cuando descubrimos que la maldita trampilla estaba abierta... y que no había ni rastro de ellos. Todavía no hemos podido actuar. Mientras yo os avisaba, mi compañero ha ido a buscar unos caballos.
Flacino le observaba sin decir palabra, aunque, de la angustia, se le despertó ese molesto tic que le hacía arrugar la nariz una y otra vez. Zósimo, con tal de no ponerle más nervioso, evitó fijarse en el convulso rostro del prefecto y continuó excusándose.
—No hemos hecho nada porque desconocíamos si vos queríais dar la voz de alarma, o si preferíais ser discreto mientras fuera posible. Por eso no hemos cursado todavía ninguna orden. Lo haremos en cuanto contemos con vuestra aprobación. Pero sabed que nos llevará algún tiempo agrupar a los hombres y coordinar la búsqueda.
—¿Que todavía no os habéis movido? No puedo creerlo... ¡Sal de mi vista ahora mismo! ¡Nunca debí confiar en ti! ¡No eres más que una bailarina!
—Mi querido prefecto, desde que ese Daya fue proclamado césar, nuestras aspiraciones, las vuestras y las mías, se han evaporado —replicó Zósimo, herido por el insulto—. Ni vos seréis nunca el césar de Oriente, ni yo ocuparé vuestro puesto. ¡El emperador Galerio nos ha estado engañando a los dos!
—Ya os conté que el augusto Galerio me reservaba mejores planes. Y os diré más: no me ha hecho césar porque quiere que yo sea su hermano en Occidente. Me lo dijo durante la proclamación de Daya. Todo se hará a su debido tiempo. Primero hay que borrar del mapa al augusto Constancio, deponerlo a la fuerza, o al menos esperar a que su gravísima enfermedad acabe con él. Y quitarnos de en medio a su hijo, nuestra principal amenaza. Cuando eso suceda, yo seré nombrado emperador de Occidente y tú, Zósimo, prefecto de pretorio.
—¿Qué os hace pensar que cumplirá su palabra?
—Zósimo, todavía te queda mucho que aprender. El augusto Galerio nos necesita tanto como nosotros a él. Una vez alcanzado el poder, sólo quiere asegurarse de que seguirá siendo el dueño del mundo. Y para eso debe rodearse de personas de su máxima confianza... ¿Lo entiendes ahora?
El pretoriano asintió.
—¡Y nosotros lo éramos hasta esta misma noche! íbamos a ser quienes le libráramos de Constantino... ¡Y le hemos dejado escapar! ¡Por Hércules! —se lamentó—. Ahora ya no podemos aspirar a nada. ¿O acaso crees que nos premiarán por haberle permitido huir con esa golfa de Minervina? —Se levantó del lecho con sorprendente agilidad—. He de darle la noticia ahora mismo. Mejor que se entere cuanto antes.
Una vez de pie, echó mano de una gruesa túnica de lana decorada con grandes tondos sobrepuestos que descansaba sobre uno de los brazos del diván. Era la misma que llevaba durante el banquete. Se vistió con ella, y tras calzarse se marchó a las dependencias del augusto, donde seguían celebrando la despedida de Constantino. Debía informar de lo sucedido.
—Mi torpe y leal servidor... ¡Esto nos costará caro! —Con gesto enérgico le invitó a abandonar la estancia—. Marchaos de mi vista ahora mismo.
—Lo encontraremos, señor —afirmó Zósimo, cuadrándose ante su superior. Sentía la necesidad de abandonar aquel cubículo cuanto antes. Temía que la ira de Flacino tuviera consecuencias irreparables.
En el mismo instante en que cruzaba la puerta, volvió a escuchar la cavernosa voz del prefecto.
—Espera, espera... Tal vez sea mejor no decir nada —dijo—. Si conseguimos atrapar a ese incauto de Constantino antes de que la noticia llegue a oídos del augusto Galerio, estaremos salvados. Queda en tus manos remendar vuestro error. Hay mucho en juego. Buscadlo por todas partes, hasta debajo de las piedras. Con la concubina a rastras no puede haber ido muy lejos. ¡Dicen que además está preñada!
—Lo haremos, señor. A sus órdenes, señor.
Era mucho lo que había en juego. En caso de solucionarse, Flacino podía llegar a convertirse en augusto de Occidente, y él, Zósimo, en el nuevo prefecto del pretorio. Había que encontrar a Constantino y devolver la confianza que el emperador Galerio había depositado en ellos. Sólo así alcanzarían su recompensa.
—Cuando lo hayáis encontrado, ofrecedle vuestra protección hasta la Galia. Ya me entendéis... Y recordad que soy yo quien controla las postas imperiales. —El prefecto sintió un pinchazo en su cabeza y pensó que Baco se la había vuelto a jugar—. Espero que esta vez no me falléis. ¡Que los dioses os protejan, soldado!
De camino a las caballerizas, Marcelo decidió pasar por el despacho de oficiales para ir en busca de Quinto. Estaba convencido de que lo encontraría allí, jugándose la paga y el honor con sus compañeros de guarnición, en una de esas timbas de dados que solían prolongarse hasta altas horas de la madrugada, y a las que tanto él como su amigo se habían aficionado. Aunque no tenían suerte en el juego, siempre estaban dispuestos a apostar, confiando en que la diosa Fortuna les favoreciera con el número seis. Eso les permitiría ganar un buen pellizco para gastarlo en su próxima visita a la taberna de Minucio o con una de las chicas de Plotina.
Tal y como imaginaba, Marcelo ni siquiera tuvo que adentrarse en el pabellón. Bastó con darle el recado a Olpio, que montaba guardia junto a la puerta, dispuesto a dar la voz de alarma a los demás ante cualquier presencia sospechosa que pudiera delatarles. Los oficiales eran conscientes del peligro que corrían al transgredir la ley de los emperadores, en la que se prohibía expresamente los juegos de azar y las apuestas, pero el gusto por el juego podía más que el temor a ser castigados por infringir las normas.
Quinto no tardó en aparecer. Tenía los ojos enrojecidos por el cansancio, y en su rostro no había rastro de la excitación provocada por el juego. Al parecer, aquella noche la diosa Fortuna se había empeñado en darles la espalda.
—Constantino ha huido con su concubina —le anunció una vez se hubieron alejado de la entrada al pabellón. Lo hizo en voz baja, evitando que la noticia llegara a oídos de Olpio, quien les observaba con malsana curiosidad, tratando de averiguar el asunto que le había traído hasta allí a esas horas de la noche.
Quinto le miró con incredulidad.
—¿Qué dices, Marcelo? ¡Es imposible! —le susurró—. Tú y el griego no le dejáis solo ni un momento. Parecéis su sombra. Además, es prácticamente imposible salir de este maldito palacio sin autorización. Todos los accesos están vigilados.
—Todos, no. Han huido por un desagüe.
—¿Lo sabe el prefecto? —se inquietó.
—Supongo que en estos momentos ya estará enterado. Zósimo ha ido a comunicárselo. —Marcelo le tomó del brazo—. Quinto, necesito tu ayuda. Debemos localizar a Constantino y Minervina antes de que sea demasiado tarde. Si logran cruzar el estrecho sin que los hayamos detenido, estaremos perdidos. —Era consciente de las posibles consecuencias de todo aquello—. Era yo quien cubría la guardia.
Sin perder un segundo, los tribunos se dirigieron hacia las caballerizas. Quinto ignoraba los detalles de lo ocurrido y las intenciones de Marcelo, pero decidió ponerse a disposición de su amigo. En el fondo, le halagaba que contara con él. Al llegar, les extrañó comprobar que la puerta de las caballerizas estuviera atrancada desde dentro. No les quedó más remedio que aporrearla con fuerza para llamar la atención de quien estuviera en el interior.
—¡Abrid la puerta!
—¿Habéis oído? ¡Abrid la puerta de una vez!
—Si no lo hacéis... ¡juro por los dioses que os arrepentiréis! —amenazó Marcelo.
Ante la insistencia de los dos hombres, la tranca comenzó a moverse y al poco la puerta quedó entreabierta. Por la ranura apareció la cara de un niño. Estaba tan asustado que al ver a los soldados corrió a esconderse tras la gran montaña de paja limpia que se almacenaba en uno de los rincones de la cuadra, donde dormía junto a otros dos esclavos más mayores. Eran los responsables de mantener limpias las caballerías.
Marcelo y Quinto entraron sin apenas mirar al chaval, que los observaba desde su escondite. Los otros dos esclavos seguían durmiendo plácidamente.
—Mira allá arriba.
De la viga central colgaban decenas de oscilla, unas figurillas con forma de hombre que se columpiaban al compás del suave viento que entraba por la techumbre. Pendían del mismo madero del que se había colgado el soldado Salustio, con el ánimo de purificar el aire y aplacar así el alma errante del difunto.
—Aunque hace ya dos años que se ahorcó, nuestros soldados siguen temiendo morir cada vez que alguien lo menciona. Valente y los demás aseguran haberlo visto merodear por la cuadra. Yo creo que es una bravuconada de nuestros queridos compañeros. Pero no son los únicos que dicen haberse encontrado con él. Muchos están convencidos de que el lémur del pobre Salustio es el causante de los extraños sucesos que están sucediendo en la corte, con los que podría querer vengar a los cristianos. Incluso hay quien afirma que el viejo emperador casi se volvió loco por culpa de su fantasma, y que por eso abandonó la corte.
—Quinto, ¿no creerás en esas historias? ¡No son más que cuentos de vieja!
—Lo mismo pienso yo. Aunque nunca he llegado a comprender por qué el tribuno Salustio eligió una muerte tan humillante para él y para nuestras tropas.
—¿Qué más da? Si él no se hubiera quitado la vida, alguno de nosotros lo habríamos mandado al otro mundo. Era cristiano.
—Sí, era cristiano...
—¡Eso qué importa ahora! Elijamos tres buenos caballos y larguémonos de aquí.
—Esos son los mejores —apuntó el niño, saliendo de su escondite—. Se lo he oído decir cientos de veces al encargado de las caballerías. Por eso debemos cuidarlos con más esmero que a los demás.
—Gracias, muchacho. Me alegra que aún andes por el mundo —dijo Quinto, acariciando la rizada cabellera del esclavo.
Clito recibía sus caricias con agradecida docilidad, como si fuera un animalillo. No dejaba de sonreírle. Él también se alegraba de volver a ver a su amigo. Era una de las pocas personas que le habían demostrado afecto desde que los soldados devastaron la aldea y asesinaron a sus vecinos, dejándole solo en el mundo. Siempre le estaría agradecido por haberle salvado la vida. Cuando lo hizo, le aseguró que siendo esclavo tendría que trabajar duro, pero nunca le faltaría un plato de comida y un lugar donde dormir. Pero no le advirtió lo indefenso que se sentiría ante los abusos de los demás: ya no sólo de sus amos, que lo trataban peor que a un perro, sino de los propios esclavos. Vivía aterrorizado por el gordo Diodoro y su corte de secuaces, especialmente por Alfio, que le seguía a todas partes con sus ojillos de rata. Por eso había atrancado la puerta, para protegerse de ellos. Únicamente se sentía seguro cuando estaba con el viejo Furtas y su mujer Lidia, que lo trataban como al hijo que no tenían, o cuando asistía con ellos a las asambleas de cristianos que se celebraban en el puerto. En ellas siempre hallaba el calor de la comunidad.
—¿Sabías que a mí no me dan miedo los lémures? —intervino Clito, mientras Marcelo y Quinto se afanaban en vestir a los caballos. Quería demostrarle a aquel soldado que él no era ningún cobarde.
—Ya lo sé, Clito. Eres un chico valiente y debes seguir siéndolo, ¿de acuerdo? —le animó Quinto y, sin dejar de sonreírle, se despidió de él—. Ahora debemos marcharnos. Tenemos que resolver un asunto importante.
Al descender por la suave pendiente, pasaron por un grupo de casas de donde salía un destartalado carro que se dirigía hacia el puerto para comerciar en el mercado negro. Esos caseríos solían abastecer a las tabernas en las que los marineros pasaban las horas muertas, y lo hacían al margen de las autoridades. A cambio de unas monedas o de un poco de pescado, les proporcionaban telas, cáñamos y hortalizas que ellos mismos producían. Fue Minervina quien propuso a su compañero pagar al aldeano que lo conducía para que les acercara hasta el muelle. Casi se lo suplicó, tratando en vano de que éste se compadeciera ante su avanzado estado de gestación, pues Constantino insistió en seguir el camino a pie, lejos de las vías, convencido de que eso era lo más seguro. Era consciente del gran peligro que corrían y no quería cometer ninguna imprudencia.
—Al menos déjame descansar. Necesito recobrar el aliento —le rogó la mujer, agotada por el esfuerzo.
—Vamos, Minervina... Sigue caminando. Hazlo por nuestro hijo.
—De verdad que no puedo más...
—Ya estamos llegando al puerto. ¿No ves las barcas allá abajo? Si nos detenemos ahora, lo echaremos todo a perder. Vamos, mujer...
Constantino la tomó de la mano y siguió caminando con la concubina a rastras. Iban más lentos de lo que él hubiera deseado, pero al menos avanzaban. No tardarían en encontrarse con Tolio y el egipcio, y él continuaría su viaje sin ella. Podría escapar con mayor libertad. Cuando ya atravesaban uno de los viñedos cercanos al puerto, escuchó un ruido de caballos acercándose a ellos. En ese campo de vid, estaban expuestos a las miradas, sin más protección que la oscuridad de la noche. Buscó a su alrededor, pero no halló ni un mísero matorral donde guarecerse.
—Agáchate, Minervina. Vienen a por nosotros.
—¿Qué vamos a hacer ahora, Constantino? Tengo miedo...
—Calla —le ordenó él sin dejar de mirar hacia el horizonte.
Tres jinetes se dirigían hacia ellos. Sin duda, les habían descubierto. Momentos antes, les había visto detenerse de repente y desviarse de la calzada, para acercarse, entre viñedos y olivares, a ellos. Así que era inútil seguir escondiéndose.
—Levántate y no digas nada.
El hizo lo mismo. Mientras esperaba a ser apresado, se recolocó su maltrecha túnica, en un intento por mantener el decoro. Y cuando los jinetes estaban lo suficientemente cerca como para distinguirlos, por fin logró reconocerlos. Eran Zósimo y Marcelo, sus guardias personales, y otro tercer soldado al que no conocía. Constantino, al ignorar sus intenciones, se debatió entre la alegría y la desconfianza.
—Ave, soldados —saludó.
—Ave.
—¿Cómo se encuentra vuestra dama? Veo que ya está repuesta —comentó Marcelo con resentimiento.
—No tuve más remedio que mentiros.
—Déjalo, Marcelo —zanjó Zósimo—. Señor, vos sabéis que tenemos órdenes de protegeros, vayáis donde vayáis... siempre que aceptéis nuestra protección.
Constantino asintió, algo más tranquilo.
—En caso de que no queráis nuestra protección, os dejaremos marchar. Pues no es competencia nuestra el reteneros. Somos vuestros guardaespaldas, no vuestros carceleros —se limitó a decir Zósimo, ante la estupefacta mirada de sus acompañantes.
—Constantino... ¡Marchémonos de aquí! —le suplicó Minervina, tirándole de la manga.
—Calla... —le susurró él, zafándose de la mujer.
Constantino no tenía tan claro que quisiera deshacerse de ellos; al fin y al cabo estaban a su servicio. Sin duda, iba a necesitarlos durante el viaje.
—¿Y por qué razón he de confiar en vosotros? —preguntó.
—Por nuestra lealtad durante más de dos años —replicó Zósimo con gravedad.
—Siempre os hemos protegido... —añadió Marcelo.
—Incluso exponiendo nuestra propia vida —interrumpió el griego, recordando el episodio de los osos que tan mal había encajado él en su momento. Sabía que Constantino lo tenía presente—. ¿Qué más pruebas queréis?
—Para mí, soldados, vuestra lealtad está sobradamente probada... Acompañadnos al puerto. Es allí donde empieza nuestro viaje.
»Minervina, haremos lo poco que nos queda a caballo —le anunció Constantino, recompensándola con un beso.
Pronto se despediría de ella.