17

Nicomedia

Finales de verano del 305 d.C.

Constantino estudiaba en silencio el documento que acababa de entregarle el confidente. Era una relación de las postas y mansiones de todo el imperio. Estaba tan absorto en su estudio que ni siquiera se percató de que llevaba más de una hora en pie, con los nudillos apoyados sobre la mesa de pórfido rosa que había mandado colocar junto a la ventana, tratando de decidir cuál sería la ruta más segura hasta la Galia, donde debía reunirse con su padre. De vez en cuando, cogía una de las plumas del tintero y dibujaba extraños signos en la superficie del mapa que había extendido sobre el gran óvalo de pórfido. Tenía el ceño fruncido y se mordía el labio.

Lactancio lo contemplaba con tristeza, sin atreverse a hablarle para no interrumpir sus reflexiones, pues pocas veces lo había visto tan concentrado. Fue el propio Constantino quien, repentinamente, pareció darse cuenta de su presencia. Al levantar por fin la vista del mapa, lo vio enfrente, aguardando con el máximo de los respetos a ser atendido.

—Mi querido maestro... Estaba tan ensimismado en mis cosas que me he olvidado de vos. —Constantino se disculpó con una amplia sonrisa.

—No os preocupéis, señor. Ya sabéis que tiendo a perderme en mis propios pensamientos. —Sonrió con afabilidad, restándole importancia—. ¿No habría de disculparos a vos por hacer lo mismo? —Luego, poniéndose serio, añadió—: Os he estado observando. Parecéis preocupado.

—Lo estoy, maestro —contestó Constantino, devolviendo el cálamo que tenía en la mano al interior del tintero—. Ya sabéis que los últimos acontecimientos han trastocado mis planes.

Se refería a lo ocurrido en las kalendae de mayo, cuando se produjo la repentina abdicación de Diocleciano, que obligó a su colega Maximiano a dejar el puesto ese mismo día en Mediolanum. Como consecuencia, su padre, Constancio, el llamado Cloro, fue automáticamente proclamado augusto de Occidente y Galerio se convirtió en augusto de Oriente, dejando vacante los puestos de césar. La elección de los sustitutos les sorprendió a todos.

—Nadie imaginaba lo ocurrido por mucho que desconfiáramos de las intenciones del césar Galerio. No me explico cómo el augusto Diocleciano ha podido dejarse influir hasta tal punto —reconoció Lactancio.

—Maestro, os aseguro que yo fui el primer sorprendido. Vos sabéis que el augusto Diocleciano siempre me ha preferido a mí. ¿Recordáis cuando se refería a mí como «el joven Constantino», como si yo no fuera más que un chiquillo? ¡Me costará años librarme de ese absurdo apelativo! Siempre me ha tratado con cariño, como si no le importara el motivo de mi presencia en la corte de Oriente. Yo vine aquí como rehén, para garantizar con mi persona la lealtad de mi padre, de quien desconfiaba, y fui tratado como un hijo. —Había nostalgia en sus palabras—. En los últimos tiempos, y pese a la oposición de Galerio, para el que siempre he sido un obstáculo, me nombró tribuno de primer orden para tenerme al frente de una de las unidades de su comitiva personal. Aunque, a la hora de la verdad, de nada ha servido ser el protegido de Diocleciano.

—Y el hijo del césar Constancio, ahora augusto en Occidente. Vos erais el candidato idóneo —añadió el maestro de retórica, moviendo la cabeza con indignación. Seguía sin comprender por qué las cosas se habían torcido tanto.

Lactancio no había asistido a aquella asamblea a la que sólo los soldados estaban convocados. Fue Constantino quien se lo contó esa misma noche, cuando todo hubo ocurrido. El había visto salir a la comitiva de palacio desde un estrecho vano de una de las torres del ala del servicio, que compartió entre empujones con media docena de curiosos, y estaba intrigado por conocer los entresijos de la ceremonia. Cientos de militares marchaban tras el carruaje imperial, donde viajaba el emperador en compañía del césar Galerio. A su paso, las gentes de Nicomedia llenaban las calles intentando averiguar a qué se debía aquel desfile de tropas y quién ocupaba el fastuoso carro, pues decían que se trataba del gran augusto de Oriente. Pronto iban a comprobar que así era. Al regreso de los soldados, la ciudad se vistió de fiesta en honor a los nuevos emperadores. Nadie se acordó del augusto Diocleciano, que había partido discretamente hacia la que sería su nueva residencia en Spalato, muy cerca de la tierra que le vio nacer.

El emperador había convocado en asamblea a su ejército para que fueran los soldados quienes confirmaran el nombramiento del césar y le aclamaran, como venía siendo costumbre. A ésta acudieron no sólo las tropas acuarteladas en palacio, sino también los oficiales que representaban al resto de las legiones, y todos juntos marcharon hacia el pequeño montículo de las afueras de la ciudad donde en su día había sido investido el césar Galerio y, según se contaba, también el propio Diocleciano. Allí, a los pies de una imponente columna dedicada a Júpiter, el augusto se dirigió a ellos por última vez, explicándoles los motivos de su retirada. Estaba demasiado viejo y cansado para seguir al frente del imperio. Era hora de nombrar a un nuevo césar que asistiera a Galerio en sus labores de gobierno, pues éste iba a sucederle como gran augusto de Oriente. En Occidente harían lo propio: prepararían el relevo de Constancio.

La noticia fue recibida con gran respeto por parte de la soldadesca, que tenía puestos los ojos en Constantino, por el que sentían simpatía y a quien consideraban el único candidato posible, máxime cuando su padre acababa de ascender al rango de augusto. Como más tarde reconocieron, ninguno de ellos, ni siquiera él mismo, dudaba sobre su inmediata investidura como césar. Pero desconocían quién compartiría su cargo en la otra parte del imperio.

Nunca pensaron escuchar un nombre distinto al de Constantino y, cuando el emperador propuso a Maximino Daya como césar de Oriente y a Severo como césar de Occidente, los presentes se revolvieron, incrédulos ante lo que estaba ocurriendo. Fue el propio Constantino quien les pidió calma, imponiéndose con gesto firme. Daya y Severo eran dos perfectos desconocidos para la mayoría de los soldados, hasta el punto de que la mayoría observó a Constantino, con la ilusión de que le hubieran cambiado el nombre por el de Daya, como había ocurrido con Galerio y otros emperadores al ser investidos. Hubo un momento de máxima confusión, en el que todos los presentes trataban de encajar lo que estaba sucediendo, y pocos se dieron cuenta de que Flacino, el prefecto del pretorio, se había adelantado al propio Diocleciano, poniéndose en pie para recibir la púrpura, con el absoluto convencimiento de que iba a ser para él.

Aunque a Constantino le extrañó la imprudente actuación del prefecto, a quien tenía por una persona fría y astuta, lo comprendió nada más conocer el nombramiento de Maximino Daya como futuro césar de Oriente. No era él, ni tampoco el prefecto del pretorio, el elegido para tan alta dignidad, sino un sobrino de Galerio, procedente como él del Ilírico, al que éste había hecho medrar con meteórica rapidez, preparando así su ascenso al poder imperial. De este modo, Galerio lograba controlar el gobierno del imperio, dejando a su colega, el augusto de Occidente, en una débil situación. No en vano, tanto Daya como Severo eran criaturas suyas, que él había impuesto a Diocleciano como condición para seguir manteniendo la paz en el imperio.

Mientras éste se despojaba de su clámide púrpura e investía con ella al nuevo césar, Constantino observó la reacción del prefecto, que lanzaba miradas furtivas a Galerio. Luego éste se le acercó y le dijo algo al oído, obligándole discretamente a tomar asiento de nuevo, pues la sorpresa lo había dejado de pie y con una sonrisa de triunfo en los labios. Constantino supuso que le había prometido que seguía contando con el favor del prefecto. El tenso semblante de Flacino se relajó visiblemente y sus ojos se volvieron con gratitud hacia su superior.

En aquella asamblea, los soldados, aunque defraudados, aceptaron la decisión de Diocleciano y aclamaron a Maximino Daya como el flamante césar de Oriente. El relevo se había cumplido.

—Acercaos hasta la mesa —le dijo Constantino a Lactancio—. No os aburriré con los detalles, pero quiero que sepáis que me voy. Abandono Nicomedia esta misma noche. Mis adversarios dirán que he huido, cuando en realidad adelanto el encuentro con mi padre. Es el único modo de llegar con vida a la Galia.

—Parece que tenéis prisa por partir —se sorprendió Lactancio, y se le notó afectado por la noticia—. Eso no es lo que teníais previsto.

—Los acontecimientos de la pasada primavera han alterado mis planes. —Aunque no era necesario, Constantino intentó justificar su marcha—. Maestro, vos sabéis que en la corte no estoy seguro. Ni siquiera sé si puedo confiar en los dos guardaespaldas que me ha impuesto el prefecto Flacino.

—Estando a las órdenes del prefecto, yo no me fiaría mucho —bromeó el otro, en un intento por recobrar la compostura.

—Lo cierto es que gracias a uno de ellos, al galo, me libré del ataque de una de las fieras de Galerio. Esos osos son casi tan peligrosos como su dueño. Si hubieran querido hacerme daño, ése era el momento. Les debo la vida —reconoció Constantino—. No fue un simple accidente. El augusto hace tiempo que quiere quitarme de en medio.

—Estad tranquilos. Con Diocleciano en Spalato y los dos césares a su servicio, ya no tiene sentido eliminaros, habéis dejado de ser una amenaza para los propósitos del augusto. Después de los últimos acontecimientos, vuestro padre ha quedado en la peor de las situaciones posibles. Pese a ser el emperador con más antigüedad, al que en realidad le correspondía la preeminencia, apenas tiene peso en el gobierno de Roma... ¡de mi querida Roma! —Tragó saliva.

—Desgraciadamente así es, maestro. Galerio ha sabido jugar la partida mejor que nosotros, y ha ganado. Ahora él es el amo del mundo y hará lo necesario para seguir siéndolo.

Lactancio asintió con tristeza. Prefirió no contarle a Constantino el verdadero motivo de su visita. Su anfitrión tenía otras preocupaciones. Desde hacía unas horas, él también era víctima del despótico comportamiento de Galerio. Lo habían cesado de su cargo como profesor de retórica y se encontraba en una tierra extraña, sin trabajo y sin la protección de quien había requerido sus servicios, y que ahora se había retirado en su palacio de Spalato, donde cultivaba legumbres. El africano no comprendía los motivos de su destitución, aunque sospechaba que podía deberse a su relación con los cristianos de la corte. A pesar de todo, se sentía afortunado por no haber sido cruelmente castigado como otros.

—El augusto ha estado evitando que me reúna con mi padre —continuó Constantino, ajeno a las preocupaciones del maestro—. Teme que nos enfrentemos a él, que le reclamemos lo que es nuestro.

Lactancio entendió que se refería al rango de primer augusto y al título de césar, sobre el que Constantino creía tener derecho. Pero aquello no era lo convenido en un primer momento. Cuando Diocleciano inventó el sistema de cuatro emperadores, se acordó evitar los cargos hereditarios, de modo que un augusto no pudiera nombrar césar a un hijo suyo. Sin embargo, con el tiempo pareció que los hijos de Maximiano y Constancio podrían entrar en el gobierno.

—Permitidme, señor, que os haga una pregunta —intervino Lactancio, procurando olvidar sus problemas para no desahogarse con su discípulo—. Vuestra precipitada marcha, ¿tiene algo que ver con que os hayan arrebatado el puesto de césar?

No se atrevía a preguntarle directamente si planeaba enfrentarse a Galerio desde Occidente.

—Entiendo perfectamente a qué os referís —replicó Constantino—, aunque no estoy en condiciones de responderos. Ignoro las intenciones de mi padre. Como sabéis, tengo buenos contactos en la cancillería y sé que el augusto Constancio lleva tiempo reclamando mi regreso a Occidente. Desconozco el motivo, pero parece que le urge tenerme cerca. Dicen que su salud no es buena. —Sacó un pliego de pergamino de debajo de una gruesa pila de documentos—. Ayer mismo llegó una epístola suya en la que casi imploraba a su colega Galerio que me dejara reunirme con él. Lo más probable es que esa carta ya no exista. Habrá sido quemada, como lo fueron las anteriores. Pero esta vez Galerio ha cedido a los ruegos de mi padre. Me ha dado su permiso para que abandone Nicomedia y parta hacia la Galia. ¡Echadle un vistazo a esto! —Le ofreció el impreso.

Al maestro le sorprendió que hubiese sido sellado por el prefecto del pretorio, y no por el propio emperador. Y, sin embargo, tras leerlo con detenimiento, entendió por qué.

—Sí. Es lo que parece. Se trata de una autorización especial para que pueda utilizar los servicios de la posta imperial durante el viaje.

Ése era el motivo por el cual el documento había sido emitido por el prefecto Flacino, y no por el augusto Galerio, que en todo caso se reservaba su supervisión. Pues de su cargo dependía el control del llamado cursus publicus, un servicio de transporte estatal que contaba con una amplia red de estaciones de aprovisionamiento y relevo de caballos en las vías de comunicación más importantes del imperio.

—Pero está fechada a día de mañana...

—Correcto. Sabía que no me defraudaríais.

—Y acabáis de decirme que partís esta misma noche.

—Así es. Aunque nuestro amadísimo augusto me ha concedido su autorización para viajar, no me permite hacerlo hasta mañana por la mañana. Me ha ordenado que aguarde unas horas hasta recibir instrucciones.

—No acabo de entenderos... Hoy no tengo la mente demasiado lúcida. —Lactancio se contuvo para no contarle lo que le había sucedido. Pero su enjuto rostro hablaba por sí solo.

Constantino se dio cuenta entonces de que al maestro le ocurría algo. Cuando dejara de hablar, averiguaría de qué se trataba.

—Si tenéis el permiso del augusto para abandonar Nicomedia mañana mismo, ¿por qué no esperáis? Después de tanto tiempo, ¿qué importan unas cuantas horas más? —preguntó. Estaba seguro de que Constantino tenía sus razones.

—Porque desconfío tanto de Galerio como vos del prefecto Flacino. —Le devolvió la broma—. ¿Acaso creéis que me lo pondrá fácil? ¡Esta autorización es una trampa! —exclamó esgrimiendo el pliego en el aire—. Sí, maestro, ¡una trampa! Ya os lo he dicho antes. Galerio ha estado evitando que mi padre y yo nos reuniéramos. Pero ha tenido que ceder porque no quiere que su negativa suponga un enfrentamiento entre ambos. A estas horas ya habrá escrito a Constancio para informarle de que su hijo por fin emprendería el viaje de vuelta a Occidente. ¡Qué agradecido debe estarle mi padre!

—¿Dónde está la trampa? Os ha dejado marchar, ¿no? ¡Qué más os da esperar hasta mañana!

—A veces los intelectuales sois demasiado ingenuos. Lo que pretende Galerio es ganar tiempo. Acercaos. —Constantino siguió con el dedo uno de los muchos trazos que había dibujados sobre el mapa—. Ésta es la ruta oficial hacia la Galia. Vos la conocéis de sobra. Los puntos de color verde indican la existencia de una mansio, y las cruces señalan las mutationes que hay en las principales vías de comunicación. Si yo utilizo los servicios de las postas imperiales, estaré localizado en todo momento.

—Cierto. Aunque no os queda más remedio que hacerlo. ¿Cómo vais a recorrer más de dos mil millas sin cambiar de caballo?

—Mi idea es tomar una ruta alternativa y utilizar postas de segunda categoría, teniendo siempre la precaución de borrar cualquier huella que pueda delatar mi paso. Así evitaré que puedan irme a la zaga... —E insistiendo en el itinerario marcado en el mapa, comentó—: Mirad, buena parte de mi viaje transcurre por los territorios del césar Severo. No estaré a salvo hasta que cruce el límite de la Galia.

—¿Y cómo pensáis salir de palacio? El galo y ese tal Zósimo se turnan día y noche para proteger el acceso a vuestras dependencias. Hay soldados detrás de cada puerta de vuestras estancias.

—Lo sé. Después de casi dos años, ignoro si me protegen o me vigilan. En cualquier caso, intentaré quitármelos de encima con alguna argucia. Ya pensaré algo. —En realidad ya lo tenía planeado—. En cuanto al modo de salir, fuisteis vos quien me hablasteis de los conductos en desuso que empleaban los cristianos, ¿lo recordáis?

—Claro que lo recuerdo —confirmó Lactancio.

—He pensado utilizarlos. Uno de sus ramales desemboca en las letrinas de la entrada, las que están al final del pasillo, justo al salir de mis dependencias. Os habréis dado cuenta de que apenas las utiliza nadie.

Lactancio asintió. Dejó que siguiera hablando. Admiraba la resolución con que Constantino afrontaba las dificultades.

—Me he informado bien. He sobornado a dos sirvientes de la limpieza. Por unos cuantos denarios se han asegurado de que el desagüe sea transitable. Hay espacio suficiente para que una persona pueda caminar por él, eso sí, con el cuerpo encorvado, incluso a veces en cuclillas, y con lodo hasta las rodillas en alguno de los tramos. El inicio del desagüe es mucho más estrecho e incómodo, pero a medio camino se ensancha considerablemente hasta unirse con la antigua salida de aguas de la que me hablasteis, la que desemboca en el muro lateral de palacio que discurre perpendicular a la línea de costa. La salida está camuflada con árboles y ramas para que no pueda ser descubierta desde el exterior. Únicamente tendré que retirarlas. No creo que haya problema.

Lactancio lo sabía bien. Desde que se convirtiera al cristianismo, poco antes de iniciarse la persecución, había tenido que despejarla decenas de veces para poder salir de incógnito del palacio y así poder asistir, junto a otros cristianos de la corte, a las asambleas clandestinas que se celebraban en una de las domus del puerto. A su regreso, pasada la medianoche, volvía a ocultarla.

—¿Y una vez fuera de palacio? —preguntó.

—Mi idea es cruzar el estrecho. En la orilla me esperarán Tolio y un viejo conocido suyo. Se trata de un egipcio que se gana la vida traficando con cereales al margen del fisco. Su barcaza nos llevará hasta la costa continental y cuando alcance el estrecho, a la altura de Bizancio, emprenderé el viaje por tierra. Me dirigiré a Tracia. —Dibujó el camino sobre el mapa.

Lactancio se fijó en el grueso anillo de oro y piedras preciosas que brillaba en su mano.

—Desde allí tomaré la ruta que me llevará a Occidente, y atravesaré Panonia hacia el Nórico por aquí. —Volvió a señalar en el mapa—. Si todo sale bien, avanzaré por esta vía secundaria hasta la Galia. Como ya os he contado, evitaré ir por las vías principales.

—¿Qué pensáis hacer con Minervina?

Lactancio no pudo evitar preguntarle por la mujer con quien convivía en régimen de concubinato. Le extrañaba mucho que en su estado la dejara en la corte, bajo la supuesta protección de Galerio.

—De eso precisamente quería hablaros. Es lo que más me preocupa en estos momentos. —Constantino se olvidó del mapa y le miró a los ojos—. Necesito que me hagáis un último servicio. Si todo sale bien, sabré cómo recompensaros.

Era casi medianoche. Hacía poco que Constantino había abandonado la casa de Galerio tras asistir a una suculenta cena de despedida que el augusto había celebrado en su honor. Éste había insistido en que se quedara a disfrutar del simposio junto al resto de invitados, pues le había preparado gratas sorpresas, pero él logró marcharse alegando tener que descansar ante el largo viaje. A Galerio pareció contrariarle su negativa, como si para él fuera crucial que el tribuno les acompañara hasta altas horas de la madrugada. En realidad, sabía de sobra que su invitado solía retirarse temprano.

—Ya estás aquí.

—He venido lo antes posible. El augusto Galerio no quería dejarme marchar, como si realmente sintiera despedirse de mí. —Constantino resopló con desdén—. Pero lo único que pretendía con esa absurda cena era retrasar el momento de mi partida... y ganar tiempo para preparar mi final.

El rostro de Minervina se ensombreció. Temía que aquella locura no saliera tal y como Constantino la había planeado.

—Vamos... —la animó él—. ¡Ya sabes cómo tienes que actuar! Piensa que todo esto es por nuestro hijo.

Una hora más tarde, las dos grandes puertas de bronce que daban paso a las dependencias de Constantino se abrieron de golpe, sorprendiendo a Marcelo, que dormitaba de pie y con la cabeza apoyada en la pared. Hicieron falta varios segundos para que el oficial se recompusiera y saludara a su protegido, que aparecía en esos momentos por la puerta acompañando a su mujer, a quien sostenía cariñosamente por el hombro, como si ella no pudiera caminar sola. Al soldado le extrañó verle salir de nuevo de sus estancias, cuando apenas había regresado de la cena con el augusto Galerio. Algo ocurría.

—Ave, señor.

—Es Minervina. Se encuentra mal. ¡Debo darme prisa! Tribuno, mandad a uno de vuestros hombres, que vaya a buscar un médico. ¡Deprisa!

Constantino ni siquiera se detuvo. Siguió caminando en dirección a las viejas letrinas que había al final del pasillo, intentando sostener a su concubina, que, con la cabeza gacha y en camisa de dormir, parecía a punto de desmayarse. Marcelo no sabía cómo actuar. Quiso avisarle del deplorable estado en que se hallaban las letrinas, prácticamente inutilizadas desde que se construyeron otras nuevas y más cómodas en esa ala de palacio, pero no se atrevió. Tampoco preguntó nada. Conocía los rumores del posible embarazo de Minervina y prefirió quedarse al margen para no ofender a la pareja. Él no entendía de esas cosas.

Los vio perderse por el oscuro corredor que conducía a las letrinas y se apresuró a buscar ayuda. Fue él mismo a llamar al médico, mientras uno de sus hombres avisaba a Zósimo, por si la situación se complicaba. Caminaba a toda prisa por los pasillos de palacio, desiertos a esas horas de la noche. De día los frecuentaban altos funcionarios, servidores domésticos, eunucos, oficiales de elevado rango, consejeros y dignatarios de la corte. Pasó al lado de un Hércules, representado en el Jardín de las Hespérides, pero esta vez no se detuvo a contemplar sus pinturas preferidas en la corte. Ni siquiera se dio cuenta de que estaban allí. Cuando por fin salió de la residencia imperial, comenzó a correr, convencido de la gravedad de la concubina. Ni por asomo sospechaba que podía estar siendo presa de un engaño.

—Minervina, lo has hecho muy bien —le susurró Constantino—. Creo que le hemos engañado. Espérame aquí. —Y le sugirió que se apoyara sobre uno de los poyos de piedra.

La mujer se quedó en el lugar indicado. Pese a la oscuridad, comprobó el deplorable estado en que se hallaban aquellas letrinas, en las que nunca antes había entrado. Sus bancos no eran dignos de un palacio como aquél. Por los conductos que servían para evacuar las aguas menores y mayores —los cuales discurrían en paralelo, delante y debajo de los asientos de madera—, apenas corría el agua. Y en la pila, había un par de esponjas sucias y secas. Ignoraba que, antes de que Diocleciano se asentara en Nicomedia, aquella parte del palacio había sido la modesta sede de los gobernadores de la provincia de Bitinia. Aquello fue antes de que Diocleciano decidiera añadir módulos, unas termas, los jardines del exterior, las nuevas salas de audiencias, o los barracones para las guardias imperiales. Aquellas letrinas secundarias, enmohecidas y anticuadas, habían conocido tiempos mejores.

Apenas había luz. Las manos de Constantino recorrían el frío suelo de piedra, tratando de localizar la trampilla de madera que tapaba los accesos a la atarjea. Por fin dio con ella. Tal y como había convenido con sus dos compinches, debía poder abrirse con facilidad. Y así fue. Al instante, un intenso olor a excrementos y a humedad le sacudió hasta el punto de obligarle a retirar la cabeza de la boca del desagüe. Se volvió hacia Minervina pensando que, en su estado, no podría soportarlo.

—¡Debemos darnos prisa! El galo no tardará en venir a comprobar si estamos bien. Al menos hemos podido llegar hasta aquí sin que nos siguiera...

Al planear el ardid, supo que iba a resultar. Estaba convencido de que sus guardaespaldas se mostrarían discretos ante una fingida indisposición de Minervina, pues ante ella siempre habían mantenido las distancias.

—¡Yo entraré primero! Pase lo que pase, no te separes de mí. —Y le besó la frente.

—Que los dioses nos protejan... —rezó la mujer.

Comenzaron a descender por el hueco de la atarjea ayudados por las argollas metálicas que había clavadas en la pared a modo de escalera. Al alcanzar el fondo, se intensificó el hedor. Frente a ellos se abría un estrecho túnel por el que apenas cabía una persona de mediana estatura. Constantino se introdujo en él con precaución, tomando a Minervina de la mano para que le siguiera. Avanzaba lentamente y con el cuerpo encorvado hacia delante. No podía decirse que no estuviera acostumbrado, pues, en muchas ocasiones, su extraordinaria altura le obligaba a agachar la cabeza.

«El mundo no está hecho para los altos», se dijo. Ya no podía volverse hacia atrás para mirar a su compañera. De vez en cuando notaba cómo el agua le caía sobre la nuca.

—Cuidado, Minervina. El suelo resbala.

La concubina no le soltaba la mano. Notaba el suelo encharcado bajo sus pies y ese asqueroso hedor que le provocaba náuseas.

—Cúbrete la cara con la tela de tu camisa —le aconsejó éste.

—Este olor es insoportable...

—Intenta no respirar por la nariz. ¡Y continúa! ¡No te pares!

—Siento unas horribles náuseas. Voy a vomitar de un momento a otro.

—Aguanta. Tienes que ser fuerte. ¡Por nuestro hijo!

La mujer se propuso no volver a llamar la atención de su compañero, y siguió caminando con la cabeza gacha y la cara cubierta por el fino lino de su camisa de dormir. Sentía náuseas y tenía frío. ¡Estaba aterrada! Cuanto más avanzaban por el estrecho túnel, más oscuro estaba.

—Parecemos dos topos —susurró la concubina, intentando quitarse el miedo de encima.

—No hables, Minervina. ¡Y camina! Será mejor que te concentres en avanzar. Todavía nos queda un buen trecho.

En un momento dado, el hueco de la atarjea se estrechó tanto que tuvieron que continuar a gatas hasta alcanzar el desagüe principal, del que tanto le habían hablado los tracios. El tránsito por el túnel había sido mucho más difícil de lo previsto. Pero ya había pasado lo peor, o al menos eso creía.

—No puedo dar un paso más. Necesito descansar un momento. —Minervina, exhausta por el esfuerzo, apenas podía respirar.

—¡Vamos!, ya queda poco. Es una locura quedarse aquí parados. Puede que ya sepan dónde estamos... y nos estén siguiendo.

—No puedo más... ¡Vete tú! ¡Vete! ¡Eres tú quien tiene que salvarse!

—¿Cómo voy a dejarte aquí? —Le cogió las dos manos—. Piensa en nuestro hijo. Debes ser fuerte. ¡Levanta! Aunque sólo sea por él... Estamos en el desagüe principal, muy cerca de la salida.

La ayudó a ponerse en pie.

—¿Qué ha sido eso? —gritó ella—. Algo me ha rozado las piernas.

—No es más que una rata. —Constantino quiso restarle importancia.

El también las había sentido correr entre sus piernas. Había ratas por todas partes. Era mejor que se fueran antes de que alguna de ellas decidiera atacarles.

—¡Vamos, adelante! —le instó al tiempo que tiraba de ella.

Minervina volvió a detenerse.

—¿Lo has oído? No estamos solos.

—No son más que ratas.

—Hazme caso, Constantino. He oído pasos. Alguien se acerca.

Minervina estaba en lo cierto. Y cada vez se escuchaban con mayor nitidez. ¡Alguien se acercaba!

—Provienen de allí —apuntó Constantino, señalando en dirección opuesta al túnel—. Quien quiera que sea ha entrado por el acceso al muro norte. El mismo que debemos utilizar nosotros.

—¿Crees que nos estarán esperando allá afuera? Han venido a buscarnos... ¡Seguro que vienen a por nosotros! Yo sabía que esto era una locura. ¡No podía salir bien! Nadie puede abandonar el palacio sin ser visto. ¿Qué haremos ahora?

—¡Calla de una vez, Minervina! No empeores las cosas con tus lamentos. ¡Métete otra vez en el túnel! Allí dentro estarás segura. ¡Rápido!

A lo lejos, el titileo de una llama que avanzaba hacia ellos se preparó para recibir a su portador, con el que necesariamente se habrían cruzado si hubieran continuado hacia delante. Constantino sacó el puñal de su vaina y se arrimó a la pared para esperar a que quien fuera pasase por delante. Lo pillaría desprevenido.

Sus sospechas pronto se vieron confirmadas gracias a la tenue luz de la lucerna, suficiente para iluminar al intruso. No era un soldado, sino un esclavo. A buen seguro se trataba de uno de esos cristianos de los que le había hablado Lactancio. Lo más probable era que estuviera regresando de la domus del puerto donde celebraban sus reuniones clandestinas. Agradeció que volviera solo.

En cuanto lo tuvo enfrente, sacó el arma y le apuñaló varias veces con fuerza, hasta abatirlo. El cristiano murió sin ver la cara de su asesino.

—¡Éste ya no nos dará problemas! ¡Vamos, Minervina! —Y exclamó—: ¡Corre! ¡Allí mismo está la salida!