16

Nicomedia, corte de Diocleciano

Marzo de 305 d. C.

—¿Qué os pasa? ¿Acaso no podéis enfrentaros a vuestro pueblo? Asomaos al balcón. Miradlos allá abajo. Esos hombres están ansiosos por comprobar que el divino augusto sigue con vida... a pesar de lo que se habla en la corte. —Se volvió hacia él—. Aunque, a decir verdad, les costará creerlo. Parecéis un muerto. Un muerto al que han maquillado en exceso para devolverle un aspecto algo más saludable.

La anunciada audiencia del emperador se estaba demorando más de lo deseable y la muchedumbre que abarrotaba las inmediaciones del palacio comenzaba a murmurar. En el pórtico principal del peristilo que daba acceso a los apartamentos imperiales, todo estaba dispuesto para que el augusto se presentara ante sus súbditos con el boato que requería tan extraordinario acontecimiento. Hacía más de un lustro que la residencia imperial no abría sus puertas al pueblo, desde las celebraciones por la victoria frente a los persas. Hoy, miles de personas llegadas de toda Bitinia se agolpaban en el centro del recinto esperando a que, de un momento a otro, apareciera ante ellos el gran augusto de las provincias orientales, en cuyas manos estaba el destino del imperio.

Todo estaba preparado. Los responsables del protocolo imperial habían cuidado hasta el último detalle de la aparatosa escenografía que acompañaría a Diocleciano durante la ceremonia. Un excepcional montaje para deslumbrar al pueblo. Ninguno de los presentes olvidaría jamás la majestuosa imagen de su emperador, al que veneraban como si fuera un dios. Quedarían impresionados cuando por fin compareciera sobre una elevada tarima y ataviado con todo el lujo que la corte podía ofrecer. Su aura de misterio sobrecogería a los súbditos y conseguiría ocultar la decrépita humanidad del anciano. Y ésa era una tarea cada vez más difícil para los servidores de palacio.

—Asomaos para que puedan apreciar con sus propios ojos lo que todos ansían ver. Decidles que el gran augusto ya ha despertado del sueño de la muerte.

Era su primera aparición pública tras la larga enfermedad que le había mantenido apartado durante meses. Y aunque su desmejorado aspecto delataba que aún no estaba totalmente recuperado, convenía, por el bien de Roma, que el viejo Diocleciano se presentase ante la multitud. Los rumores debían ser acallados cuanto antes, no fuera que la incertidumbre pusiera en peligro la estabilidad del imperio. Así lo habían considerado el césar Galerio y el consejo imperial.

—Pero ¿qué os ocurre? ¿Es que no pensáis moveros de ahí? Vuestros súbditos se están impacientando. Llevan horas esperándoos. ¿No oís sus murmullos? Las dudas sobre vuestro estado no nos favorecen. ¡Levantaos de una vez! Sois el augusto máximo, el divino Jovio, no un vegetal. Tenéis que comenzar vuestra audiencia de una vez por todas... ¿o es que les tenéis miedo?

Diocleciano permanecía en el trono, pálido a pesar de la pasta del rubor que los camareros imperiales se habían afanado en aplicar en su mortecina piel, sin lograr el efecto deseado. El exceso de maquillaje le daba un aspecto grotesco, del que el césar Galerio se había mofado sin compasión. Le recordaba a uno de esos actores que de vez en cuando acudían a palacio para representar aquellas comedias de Plauto que tanto hacían reír al emperador y a su séquito de aduladores, pero que a él le resultaban sumamente ridículas. Había pocas cosas en el mundo que le hicieran reír.

El augusto hizo oídos sordos a los reproches de su sucesor. En sus más de veinte años como emperador de Roma, había aprendido a no inmutarse ante nada y a ocultar sus sentimientos tras un gesto hierático que le confería un halo de superioridad sobre los demás. Se había escondido tras una imagen divinizada que le protegía frente a aquellos que, como él en su día, ambicionaran la púrpura. Pero estaba envejeciendo y últimamente le costaba un enorme esfuerzo controlar sus emociones.

—¡Habladles! ¡No les temáis! —le apremiaba el césar Galerio, asomándose al balcón. Contempló a la multitud, aparentemente preocupado por la tardanza del emperador.

De repente, le miró con la intención de comprobar el efecto que tenían sus palabras sobre el apagado semblante del viejo. Y al percatarse de que éste todavía era capaz de contener su emoción, decidió dar una vuelta de tuerca a la conversación y le recordó, ya sin tapujos, los bochornosos incidentes que, un año antes, le había tocado vivir en Occidente. Lo hizo con ese tono impostado que exasperaba a Diocleciano.

—Mi amadísimo padre... Estas gentes no son como los orgullosos ciudadanos de Roma, que nunca tienen bastante... —Y, abandonando el enorme ventanal, se dirigió a los pies del elevado podio donde se encontraba el augusto. Afuera, crecía el rumor de la muchedumbre—. Pero no hace falta que os lo diga. Vos lo vivisteis en vuestra propia carne. Esos romanos nunca tienen bastante.

El emperador quiso recriminarle la crueldad que escondían sus palabras, pero no dijo nada. Galerio sabía tan bien como él que fue la terrible experiencia vivida en Roma la que le hizo caer enfermo. Todavía no se había recuperado de su dolencia, y menos aún del impacto que le produjo el rechazo de la multitud. Desde entonces, no lograba controlar el pánico a presentarse en público.

—No sé a qué esperáis —le animó Galerio, fingiendo darle ánimos—. Estas gentes os están agradecidas por todo lo que habéis hecho por Nicomedia y desean aclamaros. Acabáis de inaugurar un circo, habéis llenado la ciudad de magníficos edificios, la habéis convertido en la capital del imperio... —Y suavizando el tono de su voz, añadió—: Estad tranquilo. Esta vez no os abuchearán.

Diocleciano no pudo ocultar su acritud ante el malintencionado recuerdo de su viaje a Italia, donde se había reunido con su colega Maximiano para celebrar las vicenales de su reinado. ¡Veinte años sacrificándose por Roma! ¿Y para qué? Él sólo había querido honrar a la vieja ciudad del Tíber con su presencia, pero se equivocó. A cambio, tan sólo recibió el desprecio del pueblo romano, acostumbrado a manifestar su parecer con total libertad, como en tiempos de la República. Ahora sabía que nunca le perdonarían la difícil decisión de trasladar la capital del imperio a Oriente. En vano había mandado construir unas magníficas termas con biblioteca, museo, gimnasio y todo tipo de lujos. El augusto Diocleciano había querido embellecer su ciudad con notables edificios públicos, haciéndoles ver que, pese a la distancia, Roma seguía teniendo la importancia de antaño. Sin embargo, los tiempos habían cambiado y las necesidades del imperio eran otras. Había que proteger las fronteras frente a los bárbaros.

Ellos no supieron entenderlo, y él jamás olvidaría la ira con que lo habían recibido. Le abuchearon y le insultaron, sin importarles lo más mínimo que él fuera el primero de los augustos: Diocleciano Jovio, descendiente de Júpiter, el hombre más poderoso del orbe. Como tal, estaba acostumbrado a que los súbditos, siempre sumisos y entregados, se postraran a sus pies y cumplieran con el rígido protocolo imperial, besándole el borde de su manto púrpura, sin mirarle a los ojos, mientras esperaban respetuosamente a que fuera él quien les diera permiso para hablar en su presencia. Pero los romanos no sólo no manifestaron ningún respeto ante el divino Jovio, sino que lo humillaron.

La desafiante actitud de esos deslenguados deslució los festejos, y él, el poderoso emperador de Oriente, no pudo resistir la humillación de ser tratado como un igual, o incluso peor. Se marchó de Roma mucho antes de que concluyeran las celebraciones, jurando no volver. Tenía tanta prisa por abandonar la antigua capital imperial que emprendió el viaje de vuelta en pleno invierno, desoyendo los consejos de su médico, que le instaba a esperar a la primavera. Él, que de joven había sufrido como soldado las inclemencias del campo de batalla, no pudo soportar el frío y la humedad de los caminos, y terminó enfermando.

—Mi querido césar Galerio... Debéis mostraros paciente conmigo —suplicó el emperador—. Todavía no me he recuperado por completo. Tal vez no haya sido buena idea preparar la audiencia para tan pronto. Yo hubiera preferido esperar unas cuantas semanas. Creo que os habéis precipitado.

—El gobierno de Roma no puede esperar y vos, amadísimo augusto, deberíais tenerlo presente. ¿Acaso estáis tan débil que ni siquiera sois capaz de atender vuestras obligaciones? Los médicos aseguran que ya habéis salido de la enfermedad... aunque os queden secuelas de por vida. Debisteis de sufrir mucho en Italia.

Diocleciano se tomó su tiempo antes de contestar. Durante unos instantes, observó a Galerio: tampoco él era ya un jovencito. Estaba demasiado gordo y esa manía de dejarse crecer la barba no le favorecía en absoluto. Se acomodó en el trono e irguió su cuerpo, tratando de recobrar la poca majestuosidad que le quedaba de antaño. Aunque se movía con mucha dificultad, prefirió no llamar a ninguno de sus servidores para que le asistieran. Quería demostrar aplomo pese a su debilidad. Y habló con voz rotunda en cuanto se sintió preparado. Lo hizo con una firmeza inaudita, como si de repente hubiese recuperado la fortaleza perdida en los últimos años.

—La ingratitud nunca es plato de buen gusto, mi querido Armentario.

Diocleciano consiguió el efecto deseado con sus palabras. Al oír aquel apelativo, Galerio dio un respingo y cambió el semblante. Hacía mucho tiempo que nadie le llamaba así.

—Olvidáis con demasiada frecuencia que yo, el divino Jovio, estoy por encima de vos... y de todos ellos. Fui yo quien os invistió con la púrpura, quien os eligió para que compartierais conmigo el gobierno de Roma. Vos y los demás deberíais estarme agradecidos.

—Y lo estamos, señor.

—Si no hubiera sido por mí, jamás hubierais alcanzado la púrpura. No me obliguéis a recordaros vuestros orígenes. Sois Armentario, el pastor, hijo de Rómula, por cuyas venas corre sangre bárbara. Reconozco vuestra brillante idea de hacer valer vuestra victoria frente a los persas declarándoos descendiente del mismísimo Alejandro. Borrasteis vuestro indigno pasado con fantásticas invenciones. Gracias a ellas, el césar Galerio ya no sería el hijo de un patán, sino un nuevo héroe... ¡el nuevo Alejandro! ¡El hijo de un dios! Engendrado por el mismísimo Marte, que tomando la forma de un reptil fornicó con vuestra adúltera madre. ¿Le habéis preguntado a ella qué se siente al yacer con un dragón? De la noche a la mañana, os convertisteis en descendiente de Marte, renegando de vuestros verdaderos orígenes y de mí. No quisisteis estar vinculado al divino Jovio, sino al dios de la guerra. Un dios mucho más apropiado para vos. ¡El vencedor de los persas! ¡El hijo de Marte! Pero eso es pura propaganda. Vos y yo sabemos quién sois, y a quién debéis la gloria de ser el césar de Oriente.

—A vos, señor... y creo haberos servido lealmente —replicó Galerio, desconcertado. Su suegro siempre había sabido cómo humillarle. Todavía le recriminaba cómo había exhibido, ante la ciudad de Antioquía, el fracaso de su primera campaña contra los persas—. Desde que me elegisteis como vuestro césar, no he hecho otra cosa que guerrear por el imperio. He defendido con éxito la frontera del Danubio. Mis ejércitos lograron invadir Armenia y derrotar al rey persa Narsés, que la había invadido. Luego avanzaron al corazón de su reino, entrando incluso en Ctesifonte. Roma nunca hubiera imaginado una paz tan favorable con Persia, y me la debéis a mí. —El césar paseó nerviosamente de un lado a otro del salón del trono.

Los dorados mosaicos que recubrían la estancia resplandecían con la luz de la mañana, que se colaba a través de la gigantesca linterna en la que culminaba la gran cúpula del techo. El conjunto tenía un aire de irrealidad pensado para impresionar a quienes acudieran a mostrar sus respetos al emperador. El águila imperial dominaba la estancia.

Galerio siguió defendiendo su trayectoria como césar:

—Mi adorado augusto... Han pasado quince años desde que me relegasteis al Ilírico para luchar contra los bárbaros, en la frontera del Danubio. Mientras tanto, los demás, a quienes tenéis en mejor consideración, gobiernan plácidamente en sus territorios, mucho más tranquilos y extensos que los que en su día me concedisteis.

—Ninguno de ellos ha demostrado tener vuestro orgullo. Desde vuestra victoria en el frente de Persia, os comportáis como un ingrato. Habéis menospreciado a mi amadísima hija Valeria, vuestra esposa, a la que ni siquiera habéis engendrado un hijo. Y a mí también me menospreciáis. Olvidáis con demasiada frecuencia que soy vuestro emperador. ¡Dejaos de moveros de un lado a otro!

Galerio se detuvo frente a él.

—Y contadme... ¿Qué pretendéis con vuestras continuas insinuaciones sobre mi salud? —preguntó Diocleciano, sin dar tiempo a que su interlocutor pudiera contestar—. Yo os lo diré, mi querido Galerio. Vuestra ambición no tiene límites, ¡y lo único que queréis es apartarme del gobierno para ocupar mi lugar! —gritó, fuera de sí. Y llevándose la mano a la cabeza, se arrancó la diadema imperial y la arrojó al suelo.

Galerio se quedó mirando la diadema, una cinta blanca cubierta de pequeñas perlas con la que Diocleciano coronaba su cabeza, pero no se atrevió a tocarla. Sí, eso era lo que quería. Durante la prolongada enfermedad del emperador, llegó a rozarla en varias ocasiones. Mientras el resto de la corte lloraba la muerte de su señor y elevaba preces por su salud a todos los dioses, él pedía a Marte, su dios protector, que el viejo cerrase definitivamente los ojos. Con cada nueva recaída, él viajaba desde Sirmio, donde residía habitualmente, hasta Nicomedia, con la esperanza de que por fin se produjera el anunciado óbito del emperador. Y cuando los médicos de palacio conseguían reanimarle, se sumía en un estado de desesperación que duraba días, e incluso semanas. ¿Hasta cuándo sería césar?

—No soy yo quien pretende apartaros del gobierno —se defendió—. Son los dioses. Y vos lo sabéis igual que yo.

El anciano dudó. Ni siquiera la gruesa capa de pasta que le cubría las mejillas pudo disimular su repentina palidez. Le aterrorizaba pensar que los dioses no le fueran propicios. El arúspice Tanges había hecho un buen trabajo. Él y su colegio de adivinos llevaban años engañando al emperador para doblegar su voluntad hacia los intereses del césar Galerio, a quien en realidad servían, induciéndole a tomar determinadas decisiones. Fueron ellos, con su supuesta magia, quienes provocaron las primeras detenciones de cristianos en el seno del ejército y quienes avalaron su persecución sistemática por todo el imperio. Sin embargo, en los últimos tiempos, Tanges y los suyos habían puesto sus malas artes a disposición de un único objetivo: el de aterrorizar al anciano hasta hacerle perder el juicio.

—Augusto, no pretendía hablaros ahora de esto, pues sé el pavor que os provoca... —Se escucharon los gritos de la gente pidiendo ver a su emperador—. No debéis demorar por más tiempo la audiencia con vuestro pueblo. Temo además que por mis palabras castiguéis a Tanges, vuestro leal servidor. Antes de volver vuestra ira contra el arúspice máximo, pensad, amado Diocleciano, que él no es más que un intermediario. Son los dioses quienes hablan por su boca.

—Continuad —invitó éste con disimulada desazón. Deseaba terminar cuanto antes con la conversación—. Escucharé con atención lo que tengáis que decirme, pero hacedlo con presura. Mis súbditos esperan. Soy el emperador y tengo deberes que atender, como vos mismo os habéis encargado de recordarme.

—Eso es precisamente lo que nos preocupa... En los últimos tiempos, hemos padecido la ira de los dioses...

—Sí, mi querido césar —intervino el emperador—. Nos están castigando por haber vuelto a teñir el imperio de sangre. Los dioses desaprueban la crueldad con que hemos perseguido a los cristianos. Nos castigan por eso —lo dijo sin titubear. Estaba convencido de que era así—. Vos insististeis en hacerlo de este modo. Yo no quería...

—Los cristianos son un peligro para el imperio, y su dios una amenaza para los nuestros. Esos fanáticos rechazan las antiguas tradiciones, que vos tanto habéis defendido. Para los cristianos, Roma no importa. Sus sacerdotes les han engañado con la promesa de alcanzar un mundo mejor al que nosotros les ofrecemos. Un mundo nuevo en el que vivirán eternamente, sin penurias ni injusticias. Entretanto, los dirigentes de sus iglesias han ido acumulando poder, creando una estructura al margen de nuestras leyes que amenaza la estabilidad del imperio. Esos malditos cristianos se reproducen como las ratas. Hacemos bien en eliminarlos... antes de que la epidemia se expanda y termine con nuestra querida Roma.

—Pero ése no era el modo... —El anciano temblaba.

—Teníamos que acabar con ellos cuanto antes. Tal era la voluntad de los dioses. Vos mismo enviasteis varias veces a Tanges hasta el santuario de Dídima para que consultara el oráculo de Apolo y la respuesta siempre fue la misma: «Los cristianos son enemigos de la religión divina.» Era necesario acabar con ellos. Los dioses nos agradecen nuestra decisión... y, con su amparo, acabaremos con la plaga.

—Y si tan agradecidos están... ¿por qué nos manifiestan continuamente su ira? ¿Qué quieren entonces?

—Tanges tiene la respuesta desde hace tiempo. Pero, por temor a vuestra reacción, no se ha atrevido a desvelárosla. Los dioses reclaman un cambio.

—Entiendo. Quieren que abandone el poder. —No hizo más que confirmar sus sospechas—. Al igual que vos. ¡Ahí tenéis mi diadema! Ceñíosla si os creéis digno de ella.

—Mi querido padre, siempre habéis buscado el bien para el imperio. Sabéis mejor que nadie que, en los tiempos que corren, Roma ha de ser gobernada con una fortaleza de la que vos carecéis en estos momentos. Los médicos dicen...

—¡Ya sé lo que dicen los médicos! No hace falta que me los recordéis.

—Los médicos dicen que vuestra enfermedad es crónica. Nunca os curaréis del todo —continuó Galerio, obviando la protesta de su augusto—. Estáis débil, y ya no tenéis la valentía de otros tiempos. Hace tiempo que nos habéis traspasado las responsabilidades militares para ocuparos de la política. La vida en palacio os ha ablandado, también los años. Os tiembla el pulso en cuanto tenéis que tomar una decisión difícil. Si yo no os hubiese convencido, los cristianos seguirían conspirando libremente. Les hubierais perdonado incluso que quisiesen acabar con nuestras vidas. ¡Quemarnos vivos en nuestra propia casa! Os asusta el poder. Tenéis demasiados miedos.

Diocleciano se desmoronó en su trono. Aunque le hubiera gustado, no pudo rebatirle. Era consciente de que, a medida que se acercaba al final de su vida, el miedo se iba apoderando de él. Estaba envejeciendo y empezaba a ver un único horizonte: la muerte. Los asuntos de gobierno dejaron de interesarle como antes y cada vez delegaba más en sus colegas, en especial en Galerio, por su contrastada lealtad al imperio. Siempre había sido extremadamente creyente y muy escrupuloso en la observancia de los ritos tradicionales. Su dependencia de los arúspices iba aumentando, en especial de las prácticas adivinatorias a través de las vísceras. Ahora que la muerte se acercaba, le obsesionaba conocer cuál iba a ser su futuro más inmediato.

Tanges y su colegio de adivinos supieron cómo aprovechar esa debilidad hasta convertirla en locura. Desde que comenzara la conjura, la vida del augusto se vio alterada por una sucesión de incidentes —accidentales o provocados, aunque siempre convenientemente interpretados por los arúspices— que acabaron sumiéndole en un estado de permanente nerviosismo. Temblores de tierra, el derrumbamiento repentino de la gran estatua de Júpiter que presidía el templo a él dedicado, gatos que se colaban en las dependencias imperiales, la súbita melancolía del emperador o el lastimero canto de los pájaros... todo aumentaba su desasosiego frente a la muerte. Y Tanges no le tranquilizaba con sus interpretaciones; al contrario, siempre advertía sobre posibles desgracias.

—Debéis escuchar a los dioses —aconsejó Galerio, consciente de su triunfo—. Ha llegado la hora del relevo. Y vos merecéis reposo.

—Siempre he respetado la voluntad de los dioses —zanjó el augusto, evitando tener que reconocerle su mérito. El cansancio le había hecho perder la última batalla—. Prepararé la sucesión. Debo informar al augusto Maximiano y a su césar Constancio de mi decisión. Constancio y vos ascenderéis a augustos.

—¡Por fin! Cayo Galerio Valerio Maximiano, el gran augusto de Oriente, dueño y señor del imperio.

—No es eso lo que estaba contemplado. Vos sois el más joven de todos nosotros, el que menos tiempo lleva en el poder, y todavía no os ha llegado la hora. Es vuestro colega Constancio quien debe asumir el papel de primer augusto.

—Os equivocáis. Ésta sí es mi hora. Mientras vos os debatíais entre la vida y la muerte, yo he estado preparando este momento. He aumentado mi ejército y atraído para mi causa a vuestras propias tropas. No tengo más que dar una orden —amenazó el césar.

Galerio estaba convencido de su superioridad y no dudó en plantar cara al augusto. Se sentía orgulloso de la habilidad con que había movido los hilos. Además de sobornar al arúspice máximo, había logrado implicar al prefecto Flacino, el brazo derecho de Diocleciano, prometiéndole a cambio la dignidad de césar. Y éste no le había defraudado. Su ambición le hizo actuar con diligencia, hasta el punto de tener bajo su control a las tropas del propio emperador, acuarteladas en palacio. Así se lo había asegurado en su última entrevista, pues confiaba en que, llegado el caso, ese tribuno de origen galo, al que había elegido para proteger a Constantino en compañía de Zósimo, su hombre de confianza, sabría agradecer la ayuda, mostrándole su lealtad y poniendo a los soldados de su parte. Por eso mismo lo había elegido, porque era considerado como un líder entre los suyos.

—Vuestro prefecto del pretorio y sus hombres también me son fieles. Tenéis la batalla perdida. Aunque no me gustaría emplear la fuerza... —Luego anunció—: Seré yo quien elija a mis colegas.

Tras vacilar unos instantes, se agachó para recoger la diadema imperial, que ya consideraba suya.

—Si ésta es vuestra forma de agradecer todo lo que he hecho por vos, adelante. A mis años no me queda más ambición que mantener la paz del imperio y, si éste es el camino, hágase así, si así os place.

Galerio estaba exultante. Pronto dejaría de ser césar.

—¿No les oís, augusto? ¡Os reclaman! Presentaos por última vez ante vuestros súbditos. Decidles lo que ansían escuchar: que el gran augusto de Oriente por fin ha despertado del sueño de la muerte. El resto dejádmelo a mí.