15

Celso se hallaba frente a la casa de Julio y Rutilia. La puerta principal, que conducía al pequeño vestíbulo de entrada, permanecía cerrada. Era algo poco habitual cuando los amos se hallaban en su interior, pues siempre estaban dispuestos a recibir las visitas de sus iguales y de saludar a su extensa clientela, que esperaba pacientemente en aquel reducido espacio a que llegara su turno. Aunque eso era en otros tiempos. La domus llevaba casi dos años sin ser habitada, desde que la familia decidiera trasladarse a la villa, en las afueras de Emérita, que el matrimonio había reformado. En esa ocasión, el presbítero también les acompañó. Habían comenzado las primeras detenciones y los cristianos de la ciudad, aconsejados por el obispo Liberio y por el propio Celso, buscaron refugio en lugares más seguros. Sin duda, el campo lo era.

Golpeó el frío picaporte de bronce. Primero lo hizo con suavidad, pues no quería llamar la atención del vecindario, bastante tranquilo aquella tarde en la que no había espectáculo en el anfiteatro. Pero al no hallar respuesta, volvió a intentarlo con mayor rotundidad.

Estaba convencido de que habrían llevado el cuerpo de Eulalia a la domus de la ciudad, desde donde era más fácil organizar unas honras fúnebres suficientemente discretas. No en vano, habían eludido la costumbre de colocar ramas de ciprés frente a la rasa para anunciar el fallecimiento de uno de sus miembros. No habría músicos, ni cortejo de plañideras mesándose los cabellos y golpeando su pecho en señal de duelo; ni tampoco cánticos en honor a la difunta. Ninguno de esos servicios sería contratado. Dadas las circunstancias, debían ser prudentes. Pero durante el rato que estuvo esperando, Celso no encontró más que una puerta cerrada y un profundo silencio. Por fin reconoció los renqueantes pasos de Lucio.

Tras empujar la puerta entornada, Celso descubrió a un Lucio que parecía haber envejecido años en apenas unos meses. La tensión de las últimas horas había hecho mella en su rostro. Ambos se observaron en la oscuridad del vestíbulo. No sabían qué decirse. Los dos habían querido mucho a Eulalia.

—Señor... —dijo al fin el esclavo. A Celso le conmovió la tristeza con que le miraba—. Sé que lo que voy a decirle me puede costar caro. Un esclavo no debe enfrentarse a un hombre libre y tan querido por sus amos. Pero cualquier castigo que pudiera recibir no me dolería más que la muerte de...

El anciano no pudo seguir hablando. Rompió a llorar con verdadero pesar y se cubrió el rostro con las manos, no para proteger su intimidad ante la escrutadora mirada del presbítero, sino en un infantil e irracional intento por hacer desaparecer de su vista la insoportable realidad. Eso pareció tranquilizarle.

—Dime, Lucio. —El presbítero esperó, paciente, a que se recompusiese.

—Mi pequeña Eulalia... está muerta, y... —sollozó desconsolado, sin poder articular palabra.

—Eulalia está donde tiene que estar, junto a Dios. Ocupando el lugar que merece.

—¿«El lugar que merece»? —se rebeló Lucio. No entendía toda aquella sinrazón.

—Debes alegrarte, querido Lucio. Eulalia ha sido premiada con la palma del martirio. Ha alcanzado la Gloria Eterna. Ocupa ya el lugar que merece junto al Esposo.

—Perdonadme... Yo no entiendo de glorias ni de palmas. No soy más que un viejo ignorante... —Cerró el puño con fuerza, un gesto que no le correspondía hacer a un esclavo, y menos en público. Pero la rabia pudo más que la prudencia. Y entonces, por primera vez en sus casi setenta años, dijo lo que realmente pensaba—. No sé más que lo que me ha enseñado la vida. Ni siquiera he sido capaz de aprender las letras, a pesar de la insistencia de los amos. Pero escúcheme bien, preceptor. Poco importa ya que nuestra niña esté en ese cielo en el que vos y los señores creen, de camino hacia el interior de la Madre Tierra o en el oscuro Hades. Lo único cierto es que la joven Eulalia ya no está con nosotros. Ya nunca volveremos a oír su voz, ni su risa... —Se le trabó la voz. De vez en cuando, sus palabras quedaban interrumpidas por pequeños hipos, que él trataba de contener sin demasiado éxito—. Sólo sé que si vos no le hubierais metido esas disparatadas ideas en la cabeza, ella todavía estaría viva.

Lucio se detuvo antes de continuar. Miró de reojo hacia la puerta de entrada al atrio, a espaldas de Celso, desde donde Julio había estado escuchando, conteniéndose para no intervenir. Aunque acababa de percatarse de la presencia del amo, continuó hablando. Ya no podía callarse.

—Preceptor, sois el único culpable de que ella haya muerto del peor modo posible... Vos la empujasteis hacia la muerte. ¿Y ahora qué? ¿De qué sirven las palmas y las glorias si ella no está con nosotros?

Celso apretaba la rasgada túnica color malva contra su pecho, como si ésta pudiera protegerle de las punzantes palabras que salían de la desdentada boca del anciano. El, que siempre hallaba argumentos para defender su fe, no pudo replicar al viejo, demasiado herido por la muerte de su joven ama como para atender a las razones de Dios.

—Lucio, la señora te necesita —intervino finalmente Julio, tras observar la reacción de Celso. No hizo ningún comentario sobre lo que acababa de presenciar. Él también tenía muchos reproches que hacer, pero no era el momento. El cuerpo de su hija todavía estaba con ellos.

Celso se acercó hacia su amigo con el semblante serio, todavía herido por las acusaciones del anciano. Seguía apretando la túnica de Eulalia entre los brazos.

—Ya veo que conoces lo ocurrido —le espetó Julio, reconociendo la ropa que llevaba su hija la última vez que la vio con vida—. No hemos podido avisarte. Todo ha ido demasiado deprisa. Pensábamos que dormía a salvo en su lecho y...

—Julio, ella está junto al Padre —tuvo a bien recordarle.

—Sígueme —le indicó éste con adustez—. Ahora, querido preceptor, sólo nos queda rezar para que podamos soportar este dolor.

Celso le observó mientras iba tras él. Vestido de negro, con la toga pulla, parecía aún más delgado. Y aunque conservaba su magnífico porte, los años no habían pasado en balde. Tenía el pelo completamente cano y su rostro comenzaba a marchitarse.

«Sobrepasará con mucho la cincuentena», calculó.

—Ayer, poco antes del anochecer, vinieron a buscarla...

Julio comenzó a relatarle lo sucedido sin dejar de darle la espalda. Caminaba lentamente y con la cabeza gacha, como si cargara con un enorme peso sobre sus espaldas. Celso le escuchó mientras bordearon el estanque del impluvium, en otros tiempos rebosante de un agua cristalina que después de meses de abandono se había vuelto verde y espesa. El presbítero se fijó en la gruesa capa de lodo que cubría el fondo, ocultando el otrora impoluto revestimiento de mármol blanco.

Sentados en el corredor que daba acceso a las dependencias del servicio, había varios esclavos. De vez en cuando un gemido o sollozo rompía el silencio. De pronto, uno de ellos insistió, desesperado, en echarse la culpa de lo ocurrido.

—Si no le hubiera hecho caso... —Se lastimó por enésima vez.

—Calla —susurró una de las mujeres—. Importunas al amo con tus lamentos.

Julio seguía relatando lo sucedido, haciendo verdaderos esfuerzos por ignorar las lamentaciones del esclavo.

—¡Cállate ya! —volvió a murmurarle la mujer.

—Pido a las Parcas que corten de una vez el hilo de mi vida. ¡Quiero morir! ¿Por qué tuve que llevarla a la ciudad? —seguía gimoteando el esclavo.

—¡Cállate! No tortures más al amo... —suplicó la mujer, abochornada.

—La denunciaron, Celso. Fue uno de mis iguales...

Julio se detuvo y clavó en él su mirada. No se había atrevido a hacerlo hasta ese momento, pues temía que el clérigo pudiera adivinar el enorme resentimiento que le embargaba. No era momento para reproches. Pero esta vez sus ojos también hablaron.

—Me han traicionado... —gimió Julio—. Aquellos en los que confiaba, a quienes llamaba amigos, me han traicionado.

—¿Fue Pulcro? —preguntó el presbítero, intimidado por la mirada herida de su protector.

—No... Aunque sospecho que él estuvo detrás —le confesó el otro.

—Pero yo pensé... Creí que no era más que una chiquillería. Cosas de jóvenes... —se oyó gimotear al esclavo.

—Será mejor que te calles —le exigió la mujer con evidente malestar.

—¡Castigadme, señor! Azotadme. Me lo merezco... —Los gritos del sirviente sonaron mucho más fuerte.

—Los esclavos no pensamos ni creemos, sólo obedecemos. Y tú obedeciste. No te tortures más. No ha sido culpa tuya —le susurró un hombre que estaba sentado cerca.

—Ha sido culpa mía. Si yo no le hubiera obedecido, ¡nuestra joven ama seguiría aquí! —gritaba, presa de los nervios—. ¡Estaba en la flor de la vida!

El amo y su acompañante se volvieron hacia él reprochándole el escándalo.

—No sigas gritando. El dueño nos mira —murmuró otro esclavo.

—El oficial que vino a buscarla dijo que la denuncia había sido interpuesta por Tiberio Fulvio Amando. ¡Amando! Yo siempre lo tuve por un buen amigo... —Al decirlo, volvió a observar a su interlocutor, que en esta ocasión le esquivó la mirada—. Pero él nunca nos perdonó la ofensa.

Celso estaba al tanto de lo sucedido. No en vano, fue él quien aconsejó a los esposos no casar a Eulalia con alguien ajeno a la fe de Cristo, por muy buen partido que pareciera. Y ése lo era. Cayo Fulvio Amando era un orador de prestigio, muy apreciado en los ambientes políticos, y tenía un prometedor futuro como miembro de la administración imperial. Una brillante carrera que llenaba de orgullo a sus progenitores, en especial a su padre. Pero Julio y Rutilia, como en tantas otras ocasiones, atendieron a los consejos del preceptor. También se dejaron convencer por sus palabras cuando éste les anunció la inminente consagración de su hija, que daba al traste con los planes de matrimonio. Y ellos cedieron por el bien de Eulalia y por un sincero deseo de agradar a Dios. Nada hacía presagiar aquel final.

—Nos lo ha hecho pagar. Cuando Rutilia y yo decidimos no comprometer a nuestra pequeña con su primogénito, no imaginábamos que todo acabaría así. No quisimos entregársela a su hijo Cayo, quien no compartía nuestras creencias, pero la hubiera tratado con respeto. Y al final, ¿qué? Eulalia ha muerto víctima del verdugo. Ahora estaría casada y pronto nos daría un nieto con quien alegrar nuestra vejez y perpetuar nuestra estirpe. Para él hubieran sido todos mis libros.

—Julio, sé que es difícil de asumir en estos momentos —le interrumpió Celso sosegadamente, tratando de ofrecerle el consuelo que necesitaba—. Pero aunque su cuerpo quedara en manos del verdugo, Eulalia entregó el alma a Dios.

—«El alma al Señor...» —repitió Julio para sus adentros—. Todos pudimos evitarlo... Tú... —No continuó. Sabía que no era momento para reproches.

—Ha sido la voluntad divina —le recordó Celso, tratando di sacudirse la responsabilidad sobre lo sucedido. A su amigo le costaba entender las razones de Dios.

—Amo, castigadme... ¡Lo merezco! —El sirviente seguía lamentándose sin que su señor le escuchara. Se había puesto de pie, pero los demás no tardaron en obligarle a sentarse de nuevo.

—Pensábamos que habíamos burlado a las autoridades... —Julio retomó su relato. Se habían detenido en un rincón del atrio, frente a la puerta que daba acceso al peristilo—. Nada más darnos cuenta de sus intenciones, escondimos a Eulalia. La nodriza se la llevó a la porquera, segura de que jamás se les ocurriría buscarla entre los gorrinos. Y no se equivocó. Se limitaron a registrar la parte noble de la villa y luego se marcharon.

Un gesto del presbítero le animó a continuar.

—Les dijimos que Eulalia no estaba con nosotros, que había huido junto al obispo Liberio y los demás clérigos.

—¿Y cómo llegó...? —preguntó el presbítero.

—¿Cómo llegó mi hija hasta el gobernador? Era una chica demasiado osada y temperamental. Tú lo sabes mejor que nadie. Y tenía la intención de entregar su vida, de inmolarse en nombre de la fe. Aun palpando el peligro, no quiso esconderse. Fue la nodriza quien le obligó a ocultarse con ella. Debimos suponer que no se rendiría. —Y observando al grupo de esclavos, añadió—: ¿Has oído lo que grita ése? ¿Oyes sus súplicas?

Celso asintió con la cabeza.

—Sus gritos me están volviendo loco. Es imposible hacerle callar. Le he dado mi perdón, pero insiste una y otra vez en que he de castigarle. ¿Cómo voy a hacerlo? No puedo castigarle por algo de lo que no es culpable. —Pensó en las palabras del viejo Lucio. Si había algún culpable de todo aquello, desde luego no era aquel pobre diablo—. Escúchale... Está desesperado. Se arrepiente de haber obedecido a los apasionados deseos de mi hija.

—Hablaré con él —se ofreció el presbítero, sin obtener respuesta.

Reanudaron el paso y accedieron al peristilo, al corazón de la domus, donde los más allegados se afanaban en preparar los honores de la muerta.

—¿Qué ha hecho para estar tan arrepentido? —preguntó Celso.

—Obedecer a Eulalia. Cuando la casa dormía, ella le pidió que le condujera hasta Emérita. Pero él nunca supo lo que mi hija pretendía. Al parecer, no dejó de repetirle que estaba ansiosa por encontrarse con el Amado. —Hizo una pausa para respirar profundamente. Luego repitió con rabia—: Ansiosa por encontrarse con el Amado... Él no pudo comprender a qué se refería. ¿Cómo iba a entender esa locura? Creyó que le hacía un favor llevándola a la ciudad en plena noche para que pudiera encontrarse con un amante. Al principio le extrañó lo que Eulalia le pedía; todos sabían que se había consagrado, que había hecho la promesa de mantenerse virgen, pero el brillo de sus ojos le convenció. Según él, Eulalia tenía en los ojos ese brillo especial de los enamorados.

—Caminó gustosa hacia el Amado... —Celso no pudo contener su emoción ante dicho relato. Con la mirada puesta en el infinito, se dispuso a aclarar los motivos que llevaron a su discípula a inmolarse. Julio tuvo la certeza de que se lo estaba diciendo a sí mismo—. A Ella no le bastaba con haber consagrado la vida a Cristo. Quería ir más allá. Estaba impaciente porque llegara el día en que al fin pudiera dar testimonio de fe en la vida eterna, ofreciendo su propia sangre. Ansiaba beber del mismo cáliz que el Esposo. Morir por Él. Convertirse en una mártir.

—Celso, hablas como si no te apenara la pérdida de nuestra hija. No entiendo cómo puedes... —Julio no pudo reprimirse por más tiempo.

—¿Dónde está ella ahora? —cortó Celso, sin atender a sus reproches.

—Yace sobre el lecho. Está en su cubículo. Muerta —le espetó Julio antes de retirarse a su biblioteca. Necesitaba estar solo.

El presbítero se encaminó hacia el lecho fúnebre, sin dar demasiada importancia a la reacción de Julio. Era normal. Todo estaba demasiado reciente. Cuando finalizaran los funerales, ya tendría tiempo de meditar sobre lo sucedido. Eulalia había seguido el camino más grato al Señor, el de la caridad, saliendo gustosa de esta vida para morar eternamente junto al Esposo. Julio y Rutilia deberían agradecer a Dios por haber permitido a Eulalia alcanzar la perfección.

—Muchos son los llamados, pocos los elegidos... —se dijo entre susurros.

Haría lo posible para que la semilla de la gratitud también germinara en ellos.

Pero, por ahora, estaba ansioso por encontrarse con Eulalia. Quería darle el último adiós, ver su cuerpo sin vida por última vez. Y ni siquiera reparó en que estaba anocheciendo. Era invierno y oscurecía pronto. Atravesó el jardín con cierta dificultad, sorteando las malas hierbas que crecían entre las plantas y los árboles que con tanto mimo había cuidado su dueña. Sus pisadas crujían sobre las hojas secas, que lo cubrían todo a la espera de ser recogidas por los esclavos encargados del mantenimiento de aquella parte de la casa. Sonrió al recordar la mañana en que su pupila le confesó su decisión. Fue allí mismo, bajo el desnudo cerezo, que entonces empezaba a florecer. No llegó a detenerse bajo sus ramas, aunque ésa fue su primera intención.

Siguió andando hacia el doble cubículo que en su día compartieron Eulalia y su nodriza, donde él nunca había entrado. Sólo quería encontrarse frente al lecho fúnebre.

El ama levantó la cabeza, sorprendida por la presencia del preceptor.

—Cuando era pequeña le asustaba la oscuridad —le dijo—. Siempre quería que le dejara encendida una de las lucernas. Me insistía en que no la apagara aunque estuviera dormida. Mi niña tenía miedo a la oscuridad. Yo dejaba que la llama siguiera ardiendo hasta que se agotaba el aceite. —La nodriza iba encendiendo las velas que rodeaban el cadáver de Eulalia. Sus movimientos eran tan pausados como sus palabras—. Yo la cogía de la mano y esperaba a que se durmiera.

La nodriza no quería que Eulalia tuviese miedo. Por eso había llenado el pequeño cubículo de velas y lamparillas de aceite con las que combatir las tinieblas. Ahora que empezaba a anochecer, era ella quien debía cuidar el sueño de su pequeña, llenándolo de luz para ahuyentar a los malos espíritus que vagaban en la oscuridad, turbando el descanso de los difuntos. Velaría su cadáver. Estaría a su lado hasta que el primer canto del gallo anunciara la llegada de Aurora. Era entonces cuando los espíritus malignos desaparecían. Y su pequeña podría dormir en paz.

El cubículo fue iluminándose a medida que la temblorosa mano de la mujer prendió las velas. Cuando por fin hubo acabado, toda la estancia quedó envuelta en una luz tenue. Por primera vez, Celso pudo apreciar el delicioso fresco que recorría las paredes del cubículo, representando el Edén. En él, decenas de pájaros volaban en libertad y se posaban sobre una exuberante vegetación de plantas y árboles repletos de frutos. Eulalia le había hablado de él. Y ahora la imaginaba de niña, contemplándolo desde la cama, mientras el ama insistía en que se levantara. Celso lo recorrió con la vista. De pronto, reparó en la presencia de Rutilia.

Estaba sentada en un oscuro rincón y tenía la mirada ausente. Vestía una estola de lana pura, que no había sido teñida de ningún color. Había ordenado peinar su ígneo cabello en un discreto recogido sobre la nuca, evitando cualquier detalle que manifestara el duelo ante la muerte de su hija. Para ella, como creyente, ése debía ser un momento de alegría contenida, porque Eulalia había muerto para nacer eternamente. Por eso no había querido llevar luto. El ama, por el contrario, mostraba su aflicción vestida de negro de pies a cabeza, y con el pelo largo y despeinado sobre los hombros.

—Luego me quedaba contemplándola. Su carita me transmitía mucha paz... De vez en cuando, ella sonreía en sueños y yo me preguntaba en qué estaría pensando. ¿Qué le ha pasado a su cara?

La mano de la mujer buscó el rostro de Eulalia, cubierto por un lienzo de hilo blanco que le envolvía el cuerpo a modo de sudario. Lo acarició a través de la tela y rompió a llorar, cerrando los ojos con fuerza. Quería olvidar el rostro de la joven difunta, monstruosamente desfigurado por la acción del verdugo.

Fue ella, una de las esclavas más ancianas de la casa, quien lavó los restos de Eulalia y los ungió de olorosos perfumes. Lo hizo sin poder dejar de llorar. Se acordaba de las veces en que la había bañado siendo niña, por la tarde, antes de la cena. Siempre se quejaba de que el agua estaba demasiado fría, incluso de mayor. Al recordarlo, mandó templar el agua de la jofaina con que iba a lavar los pobres miembros de Eulalia y la perfumó con esencia de rosas. Quería que el agua le sirviera de bálsamo, que aliviara su maltrecha carne. Después de limpiar sus heridas y preparar sus restos, la embadurnó con una deliciosa combinación de ungüentos que la señora guardaba bajo llave en el armario de la cocina, junto a todo tipo de hierbas curativas que ella misma elaboraba. Fue la nodriza quien se encargó de hacer la mezcla, pues Rutilia estaba tan fuera de sí que era incapaz de reproducir las viejas fórmulas que le habían llegado a través de generaciones. Los tarros se le caían de las manos, haciéndose añicos. Rodaban por el suelo sin que nadie reparara en recogerlos.

—¿De qué me sirven mis hierbas si no puedo curarla? ¡No puedo! ¡Está muerta! Mi niña, mi vida... —se desesperaba Rutilia, presa de un dolor que le desgarraba las entrañas. Ni su enorme fe en la resurrección de los cuerpos pudo consolarla.

—Tomad esto, señora. Es amapola. Os sentará bien —le ofreció la nodriza, mientras le acariciaba en su roja cabellera, cuidadosamente peinada para no mostrar el duelo.

Rutilia bebió el extracto de amapola que le ayudaría a sobrellevar la pena.

La pequeña alcoba olía a rosas y a nardos, a incienso y a amonios; a azafrán, a canela y a muerte; a cera y a aceite; a las plantas aromáticas que la señora había mandado cortar de su jardín, abandonado a los rigores del invierno. Ella, que con tanto esmero había cuidado de sus plantas, no podía ofrecerle a su hija muerta ni una sola flor con que adornar su triste lecho. Rutilia pensaba en eso y en otras muchas cosas, sin poder rezar. Inmóvil en el oscuro rincón, dejaba que sus pensamientos fluyeran sin rumbo. Tenía fe. Sabía que su hija había muerto para vivir eternamente en el Reino de los Cielos, pero aun así le embargaba una tristeza que dolía más que la propia muerte. Lloraba calladamente, dejando que las lágrimas se deslizaran por sus mejillas. Ya no le quedaban fuerzas para enjugárselas. Tampoco le importaba.

—Todo ha acabado, mi vida. Ya pasó... Mamá te promete que no vas a sufrir más —susurró débilmente. Estaba tan agotada por el sufrimiento y la pena que apenas hablaba con un hilo de voz—. Mamá te lo promete. Ahora descansa, mi vida...

Celso permaneció frente a la nodriza, al otro lado del lecho. Retiró con suavidad la mano del ama que seguía acariciando el rostro de Eulalia a través del blanco sudario, y entonces lo descubrió. La mujer volvió instintivamente la cabeza hacia un lado, cerrando los ojos para no ver, mientras él lo contemplaba, impasible. De repente, la nodriza notó cómo el presbítero tiraba de su mano con violencia y le obligaba a que abriera la palma para depositar algo sobre ella. Era una moneda.

—¿Qué es esto? —le preguntó, furibundo—. ¡Contéstame, mujer! ¿Qué es esto?

—Es la moneda para pagar al barquero —respondió ésta.

El presbítero le estaba haciendo daño en la muñeca. La retenía cada vez con más fuerza.

—¿Para pagar al barquero? Eulalia está en el Cielo, junto al Padre y al Esposo, ocupando el lugar que se merece. No necesita pagar a nadie, y menos aún a ese maldito Caronte.

—Siempre ha sido así —replicó el ama, amedrentada.

O al menos así fue desde que ella tuvo uso de razón. Ése era el precio que debían pagar los difuntos para que el barquero Caronte cruzara con ellos la laguna Estigia y entrara en el Hades. Fue ella quien, al preparar sus restos, le había colocado la moneda debajo de la lengua. No podía dejar que su pequeña vagara a las puertas del Hades.

La nodriza no comprendía cómo se le pudo haber caído de la boca, pero el preceptor la había encontrado entre las blancas sábanas y había montado en cólera por su osadía. Ella también era cristiana; se había convertido hacía años. Y, sin embargo, en momentos así, no podía darle la espalda a la tradición. Era de naturaleza supersticiosa y temía la ira de los espíritus. Cuando le introdujo la moneda bajo la lengua, no pensó en que alguien pudiera encontrarla, y él, menos aún.

—Arrodíllate y pide perdón a Dios por tu ofensa —le ordenó antes de soltar con rabia su muñeca.

El ama se arrodilló y pidió perdón a Dios, confundida por la desatada agresividad del presbítero.

—¿Cómo has podido mancillar así el cuerpo de una santa? Ella, que ha entregado su vida para que tú, desgraciada, y todos los demás tengáis fe en la vida eterna, para que no pongáis en duda el triunfo sobre la muerte por la resurrección...

Celso estaba tan fuera de sí que ni siquiera oyó los ahogados sollozos de Rutilia. Dirigiéndose hacia los restos de Eulalia, comenzó a hablar con recobrada calma, como si la cruda imagen de la mártir le hubiera devuelto la tranquilidad.

—Mi querida Eulalia... Tu sangre, y la de los demás mártires, será la semilla para que florezcan miles de nuevos cristianos en todos los rincones del imperio. Te prometo que algún día tus verdugos se postrarán ante ti y te bendecirán. —Hizo una pausa antes de continuar—: Mis ojos verán cómo el poder de Roma se postrará ante Dios Nuestro Señor.

A los pies de la muerta, Celso recitó el Salterio, una monótona sucesión de salmos que acompañarían a la difunta hasta el momento de la sepultura. Y lo haría durante tres días y tres noches, hasta que el cuerpo de Eulalia fuera devuelto a la Tierra y el duelo terminara con el banquete eucarístico, que él mismo oficiaría. La serena alegría que le embargaba contrastaba con la tristeza de las dos mujeres, quienes, en esos momentos, no eran capaces de responder a los rezos del pastor. Nadie más rezaba con él. Su grave voz llenaba la estancia de salmos y cánticos de alabanza a Dios, en los que nada se decía de la muerte.

En ellos se hablaba de una nueva vida, de sueño, descanso, de luz y de paz. Y a medida que el presbítero los repitió, la casa fue llenándose de fe. Todos se aferraron a la esperanza en la resurrección de los cuerpos y la vida eterna. Todos participaron de ese sentimiento de profunda y serena alegría que sintió Celso cuando supo que su querida Eulalia había consumado el martirio. Todos, menos el viejo Lucio y el propio Julio, que seguía encerrado entre sus libros.