Emérita
Diciembre de 304 d. C.
Ea, pues, verdugo; quema, corta,
divide los miembros compuestos de barro;
fácil es deshacer una cosa frágil;
mas el dolor no penetra con su violencia
hasta el alma que está más adentro.
PRUDENCIO. Finales s. IV-inicios s. V.
Peristephanon. Hymnus III.
En honor de Santa Eulalia
—Despierte, pastor. —El aprendiz le zarandeó con todas sus tuerzas, tratando de espabilarle. Pero a Celso le costó reaccionar—. ¡Despierte, rápido!
Se había quedado dormido presa del aburrimiento, impaciente por que anocheciera. Era entonces cuando para él comenzaba el día: dejaba de estar solo y al fin podía salir a respirar aire fresco y a caminar por las desiertas calles de las afueras, al amparo de la oscuridad de la noche. Siempre lo hacía con precaución, evitando ser reconocido y delatado ante las autoridades. Y disfrutaba de la compañía de sus hermanos, con quienes compartía la última comida del día: un sustancioso potaje con que los artesanos reponían fuerzas tras una dura jornada de trabajo al servició de algún magnate de la ciudad. Para Celso, significaba el final de unas interminables horas, que él trataba de ocupar como buenamente podía.
A ratos, pensaba y escribía. Otras veces, dormitaba o releía las Sagradas Escrituras, buscando la entereza necesaria para seguir defendiendo su fe desde aquel maldito cautiverio. Pedía a Dios que todo aquello terminara cuanto antes. Daba pequeños paseos por el almacén. Para ejercitarse, subía y bajaba los diez peldaños de madera que conducían al altillo de la officina. Allí pasaba la mayor parte del tiempo, sentado en una esterilla de esparto, que también le servía de lecho, e intentando no alertar a los vecinos de su presencia. No debía comprometer a quienes tan generosamente le habían permitido ocultarse en su casa.
Llevaba más de un año escondido en aquel taller del barrio de los artesanos. Fueron sus propios inquilinos, los mosaicistas africanos que habían trabajado para Rutilia y Julio, quienes le dieron cobijo, sin apenas conocerle y sin pedirle nada a cambio. Él poco o nada podía ofrecerles. Tan sólo la palabra del Señor, y una profunda gratitud, que a ellos parecía recompensarles. Aunque también eran cristianos, en la ciudad nadie les conocía, y la posibilidad de que pudieran ser delatados era bastante remota. Sin embargo, tal y como se estaban poniendo las cosas en los últimos tiempos, nadie estaba a salvo.
Los emperadores parecían estar decididos a acabar con ellos. La represión contra los cristianos era cada vez mayor. Primero, se les prohibió reunirse en asamblea y ocupar cargos de responsabilidad pública. Al poco, dos nuevos edictos procedentes de Oriente y asumidos en Occidente por el augusto Maximiano, volvieron a cebarse con las pequeñas comunidades que habían florecido por todo el imperio durante los años de relativa paz, mandando encarcelar a sus representantes y sacrificando a todos los fieles que hubiera en las cárceles, si no querían recibir el castigo del verdugo. Y tras el último edicto, promulgado hacía escasos meses, llegó lo peor, lo que algunos venían anunciando. La amenaza se extendió a toda la población al decretarse la orden de hacer sacrificio público a los dioses de Roma a cualquiera que fuera sospechoso de ser cristiano. Bastaba con ser denunciado.
—Despierte, por favor... —El muchacho, que se había agachado de cuclillas junto a Celso, seguía insistiendo.
Celso se incorporó bruscamente sobre la esterilla. Al ver el rostro del aprendiz supo que algo no iba bien.
—¿Qué ocurre? —preguntó, aturdido—. ¿Qué haces aquí? ¡Si todavía no es la hora sexta! Deberías estar trabajando.
Al presbítero le bastó con mirar hacia el pequeño vano que se abría sobre su cabeza para saber que no era tarde. Una serie de detalles insignificantes que se sucedían día tras día le servían para controlar el paso del tiempo: el canto del gallo en la madrugada, la partida de los mosaicistas, el sonido de los goznes en los negocios vecinos, el paso del aguador, la proyección de luces y sombras sobre lugares concretos de su penumbroso habitáculo, o el ansiado regreso de los artesanos tras la jornada. A esas horas se colaba a través del ventanuco un estrecho haz de luz, que a él le servía como distracción. Sentado sobre la esterilla, se quedaba largos ratos observando cómo flotaban en él cientos de minúsculas partículas de polvo que con la luz de la tarde se tornaban doradas como el oro. Pero no eran más que polvo. Ese molesto polvillo que inevitablemente lo inundaba todo, debido a la acumulación de materiales para la fabricación de los mosaicos y a la escasa ventilación del taller. Aunque, después de tanto tiempo, Celso ya se había acostumbrado a convivir con ese polvo nocivo que adulteraba el aire hasta hacerlo irrespirable, y que a Tascio, el dibujante, le había provocado una grave enfermedad que le hacía esputar sangre con preocupante frecuencia.
—¿Pasa algo? Deberías estar con los demás —le reprendió de nuevo. Había asumido una especie de tutela sobre el pequeño.
—Es Eulalia. —El niño titubeaba. No sabía cómo decírselo. Pese a ser un crío, tenía la suficiente lucidez como para calibrar la gravedad del asunto.
Se habían enterado mientras preparaban el lecho de cemento sobre el cual colocarían las teselas con sumo cuidado. Fue uno de los esclavos de la mansión, con el que rápidamente habían trabado cierta amistad, quien les informó de lo que estaba sucediendo en el foro. En la ciudad, todos conocían a Eulalia, sobre todo por su peculiar comportamiento desde que decidiera consagrarse a Cristo. Así que la noticia de su procesamiento corrió de boca en boca. Nada más conocerla, Cecilio envió a su joven aprendiz hasta el taller.
—Algo está ocurriendo con Eulalia... —Novato no sabía cómo continuar.
A Celso el corazón le dio un vuelco.
—Mi querida Eulalia... —murmuró.
Había llegado el momento.
—¿Qué quieres decirme, Novato? —intentó sonsacarle. Necesitaba saberlo. Al ver que el chico no respondía, lo zarandeó con violencia.
A Novato le asustó la inesperada reacción del presbítero. Parecía fuera de sí, como si hubiese enloquecido de repente. Celso volvió a zarandearle.
—¡Habla! ¿Qué le ha ocurrido a Eulalia? —Trataba en vano de averiguar lo que ocurría.
A Novato no le salían las palabras. Era la primera vez que veía el miedo en los ojos del pastor.
Sin perder tiempo, Celso se calzó los gastados borceguíes que aguardaban a los pies de la estera. Su voz tenía un tono de amenaza que intimidaba al pequeño, quien a duras penas pudo contener el llanto.
Por fin reunió fuerzas para contestar.
—Eulalia ha sido juzgada. Está en el foro.
Lo hizo mientras veía cómo el presbítero se precipitaba a toda prisa por las escaleras, sin importarle el crujido de las tablas de madera bajo sus pies.
Celso salió corriendo en dirección al foro. Trataba de avanzar todo lo rápido que podía, pero sus músculos se habían debilitado mucho tras el prolongado encierro en aquel minúsculo cuchitril, en el que apenas podía moverse ni caminar. Hacía frío aquella tarde y el suave sol del invierno le cegaba los ojos. Por primera vez en muchos meses se dejaba ver a plena luz por las transitadas calles de la ciudad, sin importarle que algún viandante pudiera reconocerle y llevarle ante las autoridades. Era consciente de que, con su osadía, estaba incumpliendo la promesa que le hiciera a Liberio la noche antes de que éste huyera a Córduba junto a los demás miembros de la domus. Allí esperaba reunirse con su amigo Osio, al que había cobijado en la hacienda familiar. Nunca pensó que regresaría a ella en semejantes circunstancias.
Celso entonces no quiso acompañarles. Prefirió quedarse en Emérita, cerca de Eulalia, aun sabiendo el peligro que corría si no se marchaba. Su labor todavía no había acabado. Tenía que seguir preparándola para el martirio. Así que cuando Julio le propuso trasladarse con ellos a la villa, donde todos estarían más seguros, él aceptó.
Aquellos primeros meses en el campo fueron placenteros para todos, muy a pesar de lo que estaba ocurriendo. A él le colmaron de recuerdos felices con los que combatir la tristeza en los peores momentos. Pero la noticia de un nuevo edicto volvió a quebrar la tranquilidad de la familia. Julio enseguida fue consciente del riesgo que corrían al permitir que Celso siguiera con ellos. Y él también lo fue: no tardarían en ir a buscarle. Nunca le perdonarían que fuera el preceptor de Eulalia, el causante de que la joven actuara de forma tan poco deseable. De modo que entre los dos trataron de buscar una solución. Fue precisamente entonces cuando el maestro Cecilio le ofreció refugio en su taller.
Eulalia no quiso despedirse de él, pues se había sentido traicionada por la cobarde retirada de su maestro. Él, que le había mostrado cuan penoso podía llegar a ser el camino hacia Dios, huía como un fugitivo. Y Celso no tuvo ocasión de explicarle lo duro que le resultaba separarse de ella y apartarse del mundo durante un tiempo.
Nunca tuvo el valor de reconocerle que él no era tan íntegro como aparentaba, que no era lo suficientemente digno como para beber del mismo cáliz que Cristo. Por eso se retiró cautamente y eligió una forma menos gloriosa de confesar su fe. A diferencia de la de Eulalia, su vida no sería ejemplo para nadie. Confesaría su fe en privado. Huiría y se escondería para evitar el grave peligro de la negación.
Celso corría cada vez más deprisa, sorteando a los paseantes que circulaban sin prisa por las estrechas aceras, incluso bajando a la calzada para ganar tiempo, aun a riesgo de ser atropellado. Le cegaba la idea de encontrar a Eulalia con vida. Quería despedirse de ella, asistir a su último aliento. Hacerle ver que él no le había traicionado, que seguía allí. Eso le daba fuerzas para seguir avanzando, a pesar de que sus agotadas piernas apenas le respondían. Nada más conocer la noticia, le había costado controlar sus sentimientos. Pero ya no sentía miedo. Él no era más que un hombre. Creía en la promesa de una vida eterna, aunque seguía temiendo al dolor y a la muerte del cuerpo. Era un hombre. Temía por Eulalia. No quería que ella sufriera. Pero el camino hacia la perfección no era nada fácil. Estaba plagado de sacrificios y de renuncias. Dios le recompensaría con la gloria eterna.
Ahora que había llegado el momento, le tranquilizaba pensar en la fortaleza que había demostrado su discípula al decidir consagrase a Cristo, despojándose de las pasiones de la carne, y optando por el camino más doloroso. Ni él ni los demás estaban preparados para aceptar el sacrificio que se les pedía. Pero ella sí que lo estaba. Entregaría su joven cuerpo sin vacilar. Eulalia no era como los demás. No necesitaba ocultarse en oscuros tugurios ni huir de la ciudad. Tenía más valor que cualquiera de ellos. Sabría cómo defender la fe de Cristo. Resistiría al terror del verdugo. Sellaría con su sangre el testimonio de la fe. Debía acompañarle cuando aquello sucediera. Tenía que llegar a tiempo. No podía desfallecer ahora.
—Muchos son los llamados, pocos los elegidos. Pocos los elegidos. Pocos los elegidos... —repetía obsesivamente mientras se apresuraba por el cardo máximo, menos transitado que de costumbre debido al intenso frío, tan poco habitual en el invierno emeritense.
Eulalia era una elegida. Él siempre lo supo. Y su sangre sería la semilla de nuevos cristianos.
Hacía mucho frío y el foro estaba prácticamente desierto. Celso miró hacia el lugar donde solían celebrarse los juicios públicos, justo enfrente de la basílica. Buscaba a Eulalia, al lictor, a los magistrados con sus togas y al verdugo. Pero no estaban allí. Eulalia no se encontraba en el foro. Dudó por un instante de las palabras de Novato, aunque el chico no tenía motivo alguno para engañarle. Él sólo le había mandado un recado de parte del maestro, pues, como aprendiz, era el único que tenía cierta libertad para abandonar su puesto de trabajo. El resto de los artesanos seguirían allí, concluyendo su jornada, pero rezando a Dios por lo que estaba ocurriendo en el foro. Así que no tenía por qué dudar del pobre muchacho.
Unos niños jugaban delante de la basílica, en el lugar donde él esperaba encontrar a Eulalia. Movido por un extraño impulso, avanzó unos metros hasta detenerse bajo el pórtico. Estaba lo suficientemente cerca como para poder observar sin interferir en su juego. Se sentía exhausto y desencantado. Dejó caer el peso del cuerpo sobre una de las magníficas columnas que se sucedían alrededor del recinto, y, ensimismado, los contempló durante un buen rato. Jugaban a los magistrados.
Nada tenía nada de extraño, pues ése era uno de los juegos al que solían jugar los chiquillos tras presenciar los juicios públicos que se celebraban en la basílica durante las primeras horas del día. Con él daban rienda suelta a sus peores instintos, en su afán por emular el mundo de los adultos. El juicio de esa mañana había sido excepcional. Tardarían tiempo en ver algo igual. Aún estaban excitados por el espectáculo, al que ellos, como el resto del público, habían asistido enfervorecidos, y sedientos de sangre, mientras clamaban por la muerte de la acusada, cuyo único crimen era no negar el delito que se le imputaba: el de ser cristiana.
Celso sé fijó en una niña de pelo pajizo que permanecía un poco apartada del resto, atenta a las preguntas que le hacían los demás, a las que respondía con fingida altivez. Vestía una túnica violeta rasgada. Demasiado grande para su menudo cuerpo, como si la hubiera tomado prestada de alguien mucho mayor. Debía de ser la hermana pequeña de uno de los niños que participaban en el juego. No tendría más de siete años, la edad con la que Eulalia acudió por primera vez a la domus de la mano de su padre.
Desde el soportal, Celso no lograba oír lo que decían. Por mucho que aguzara el oído, no estaba lo suficientemente cerca como para escuchar las palabras de los chicos. Pero pronto supo de qué se trataba. Él lo interpretó como una señal del Señor. Si bien no había podido llegar a tiempo, Dios le había enviado a esos niños para mostrarle que su misión se había cumplido. Eulalia había sido martirizada en nombre de Cristo. Aliviado, siguió atento al desarrollo del juego.
Dos chavales recogieron un par de teas del suelo y las esgrimieron en señal de amenaza, mientras la pequeña rea les plantaba cara con fingida indolencia. Celso se acercó un poco más, deteniéndose a pocos metros del grupo. Fue entonces cuando vio los restos en las losas de granito gris que cubrían el suelo: la resina, la sangre. Y dio gracias a Dios.
—Dame esa túnica, pequeña —le rogó a la niña del pelo pajizo, inclinándose sobre ella—. Necesito tenerla. —Su voz disimulaba el desasosiego que sentía. Le tendió la mano y, sonriéndole, volvió a reclamársela—. Dámela, por favor...
—Estaba en el suelo. La hemos cogido nosotros —contestó uno de los chicos, que por el color del pelo debía de ser su hermano.
—Es nuestra —replicó la niña, crecida ante la defensa del muchacho.
—Ofendéis al Cielo. Será mejor que me la entreguéis. Dadme la túnica. ¡Dádmela! —Celso estuvo a punto de arrebatarse la a la fuerza—. Es la túnica de una mártir.
—Flora, quítatela y dásela de una vez. Este juego empieza a ser aburrido —zanjó otro de los chicos, tirando al suelo el trozo de tea que había recogido del suelo. Era la tea con la que el verdugo había abrasado los senos de Eulalia. El chico la apartó de una patada.
—Juguemos mejor a las canicas —sugirió un niño de pelo revuelto y ojos saltones que hasta el momento se había mantenido al margen.
Y, abriendo la palma de su mano, les mostró media docena de bolitas de barro, que el resto admiró como si fueran un tesoro.
La niña del pelo pajizo no discutió. Se desvistió con resignación y entregó la túnica a Celso. Éste la tomó con las dos manos y se la llevó a la cara. Olía a ella. No cabía duda de que ésa era la túnica de Eulalia. La apretó con fuerza contra su cuerpo, sintiendo sobre él la protección de la mártir, su agradecimiento por haberle mostrado el camino.
—Es de la muerta. Era una cristiana —le informó la niña.
—¿Sabes adonde se la han llevado? —indagó Celso con recobrada calma.
—No lo sabemos, señor. Fueron sus familiares.
«Sus familiares...», se repitió Celso para sus adentros.