13

Se quitó las diminutas agujas que sujetaban su pelo. Lo hizo sin apartar los ojos de él, con movimientos lentos pero certeros, y luego las posó cuidadosamente sobre la mesita que tenía a su espalda, formando un montoncito junto a la estatuilla de Eros y Psique. Cuando hubo retirado la última aguja, se ahuecó el pelo ondulado con las dos manos y lo dejó caer libremente sobre sus hombros. No apartaba los ojos del soldado, que no podía dejar de mirarla. El deseo le hacía parecer aún más hermosa. Sin decir nada, le invitó a que se le acercara. Y él le obedeció. Salvó la escasa distancia que los separaba y se dispuso a amarla.

Marcelo dirigió su boca hacia los carnosos labios de la hetaira, que le esperaban entreabiertos, pero tan sólo los rozó, avivando la llama con la promesa de un húmedo beso. Rozó levemente su cuerpo, sus turgentes pechos, sus caderas, sus redondos muslos, excitándole con un delicioso anticipo a todas las caricias que vendrían después, y comenzó a deshacer el nudo de sus sandalias, ansioso por tener sus pies desnudos entre las manos. Las cintas de seda se fueron deslizando por las torneadas piernas de la muchacha, cayendo perezosamente sobre los tobillos. Entonces él la descalzó, tomó uno de sus diminutos pies, y empezó a besarlo con impaciencia, remontando por sus interminables piernas. Entre los dos se deshicieron de la blanca túnica de hilo que cubría su cuerpo. Ella se quedó frente a él, sin más ropa que la estrecha redecilla de oro que cubría su pecho y que, con pudoroso gesto, había evitado que Marcelo le quitara.

Ya en el lecho, se entregaron a los dulces deleites del amor. Afrodita les bendecía por su ofrenda. La experta boca del soldado recorrió el agradecido cuerpo de la muchacha, deteniéndose en sus rincones más secretos, mientras la oía gemir de placer. El olor de su sexo se confundía con los intensos aromas que exhalaban cada una de las partes de su cuerpo. Fue ella quien había querido perfumarse para él, quien había ordenado a las esclavas que ungieran sus piernas con nardo de Tarsos; aromatizaran su cintura con canela y cinamomo; perfumaran sus axilas de menta fresca, y pusieran ungüento de Chipre entre sus senos, licor de rosas en la nuca y las mejillas, mejorana de Cos en las cejas, e incienso en sus cabellos. Marcelo se dejó embriagar por la deliciosa mezcla, por la suave piel de la hetaira, por su voluptuoso cuerpo, y esperó paciente a penetrarlo. Fue ella quien tomó el erecto pene del soldado y le premió con la calidez de su sexo.

La muchacha no tardó en aprender el movimiento de Afrodita, desarmando a Marcelo con el dulce vaivén de sus caderas. Las risas de las hetairas cesaron en la habitación contigua. Sólo se escuchaba la entrecortada respiración de los dos amantes.

—Calia... —gimió el soldado, penetrando con repentino ímpetu en su cuerpo.

Ella no pudo acompañarle, aunque se sintió feliz por el tibio regalo que acababa de recibir.

Un caluroso viento, procedente del suroeste, soplaba ese día con gran violencia, anunciando tormenta. Era el dios Austro, con su terrible rostro cubierto de negro y sus blancas barbas cargadas de agua, que regresaba para traer la desgracia a Nicomedia, amenazando con destruir las cosechas y arrasar cuanto encontrara a su paso. Las pobres gentes miraban al cielo con impotencia, pidiéndole al Señor de los Vientos que les librara del pernicioso Austro, pues sólo Eolo era capaz de controlar a sus indomables hijos.

En palacio, numerosos esclavos de las principales casas, que en esos momentos se congregaban en el patio de servicio para tomar la única comida caliente del día, también miraban al cielo. Aunque aún no llovía, el viento arreciaba y los esclavos se afanaban en buscar refugio bajo el cobertizo de madera y paja donde se amontonaban viejos trastos y herramientas. Temían la furia del viento. En unos minutos, el gran patio de tierra en el que desembocaban las cocinas y letrinas de las distintas familias que componían la corte, habitualmente muy concurrido a esas horas de la tarde, se había quedado prácticamente desierto. Muy de vez en cuando, se distinguía a través de la espesa polvareda la sombra de alguno de ellos, cargado con enormes fardos de leña para encender los fuegos de las cocinas, o acarreando agua desde la cisterna. Justo en ese momento, un siervo joven, y mucho mejor vestido que el resto, se disponía a vaciar un extravagante recipiente en forma de barca ante la atenta mirada de los demás.

—Eh, tú, acércate —le ordenó Diodoro, el rey de los esclavos, un gordinflón agresivo al que todos respetaban.

El sirviente, entre risas, posó la palangana de plata sobre el polvoriento suelo y se dirigió hacia el grupo. Sabía perfectamente por qué le hacía ir hasta allí. Las costumbres higiénicas de sus señoras despertaban la curiosidad del resto.

—¿Ya está jodiendo otra vez nuestro amo? —quiso saber Diodoro cuando lo tuvo enfrente—. Esa loba acabará con él.

Se refería al prefecto del pretorio y a Lamia, su amante desde hacía unos meses, cuya fogosidad era bien conocida por los esclavos de la casa, quienes la oían gemir y gritar en mitad de la noche excitando con sus voces la lujuria del amo.

—No lo sé —respondió el joven para no meterse en problemas, pues sabía cuál era el castigo que el prefecto se reservaba para los chismosos.

Lo último que él quería era quedarse sin lengua. Por mucho que intentaran sonsacarle, sobre ese tema no iba a soltar prenda.

—¿Y qué es lo que sabes? —indagó un esclavo de aspecto lechoso al que todos apodaban Alfio, el de la piel blanca, en referencia a su extraño aspecto.

—Vamos, ¡por Afrodita! Dinos de una vez quién de tus señoras te ha pedido que le cambies el agua de esa maldita palangana —insistió Diodoro con impaciencia.

—¡Sí, cuéntanoslo! —exclamó Alfio—. ¿Para quién es el agua?

—¿Es para el coño de la vieja?

Quien lo preguntaba conocía la existencia de Délfide, a pesar de que era la hetaira que estaba menos expuesta a las miradas ajenas, pues apenas salía de la morada de la diosa.

Los esclavos se animaron. Parecían más interesados por lo que aquel siervo pudiera contarles que por el cuenco de comida que todavía humeaba entre sus manos. Fueron acercándose al grupo de cinco o seis hombres que, a instancias de su rey, estaban interrogando al recién llegado acerca de la lujosa palangana de plata que acababa de enjuagar. La posibilidad de conocer algún secreto de las hetairas provocaba la hilaridad de los presentes.

—¿Es para la de los ojos verdes? —sondeó Saulo, que acababa de unirse al grupo tras devorar su ración de puls.

—¿O para la que me gusta a mí? Creo que se llama Filina —aclaró Therón, abandonando la escudilla a sus pies para poder gesticular con sus siguientes palabras—. De buena gana le haría yo un trabajito a ésa... ¡Tengo fama de ser muy hábil con las hembras! —exclamó, jactándose de su buena reputación. Y dirigiéndose en tono jocoso a uno de ellos, al que consideraba su amigo, soltó—. Pánfilo, ¡dile a tu mujer que te lo cuente!

—Ya me lo ha contado, Therón. Y yo de ti no iría presumiendo tanto —le replicó Pánfilo, sin mostrarse irritado por la pulla que acababa de recibir.

—Dínoslo de una vez, que no tenemos todo el día. Entonces... ¿para quién es el agua? ¿Para que se remoje Filina? ¿O para otra? —preguntó Diodoro, exigiendo una respuesta.

—No es para ninguna de las hetairas que vosotros conocéis —contestó por fin el joven esclavo, intimidado por el acoso del líder—. Es para la nueva, la cristiana.

Fue Délfide quien le había ordenado que llevara la jofaina con agua a los pies del lecho de Calia, ordenándole expresamente que estuviera pendiente por si hubiera que cambiarla más de una vez. La mujer sabía que, si algo ocurría entre el soldado y la joven cristiana, ella pondría especial cuidado en no quedarse embarazada. En muchas ocasiones le habían advertido que, llegado el momento de ofrecer su amor a la diosa, era muy importante que después se purificara con el lavado de su sexo. Se trataba de un ritual practicado no sólo por las hetairas, sino por muchas mujeres que no querían quedarse embarazadas, y que dejaba el cuerpo de la mujer limpio de esperma. A veces ese ritual fallaba y había que recurrir a otros métodos más efectivos para deshacerse del feto. Pero Délfide nunca le había hablado de esa posibilidad. Había preferido instruirle en el arte del amor, mostrándole la cara más placentera del sexo, y no sus consecuencias menos deseadas.

—¿Para la cristiana? ¡Por Afrodita, me estoy calentando...! —añadió Diodoro, haciendo un grosero gesto e invitando a su corte de incondicionales a continuar con el juego.

Era la mejor respuesta que podía esperar. Pasarían un buen rato a costa de la cristiana.

—Y dinos... No seas vergonzoso. —Alfio comenzó a dar vueltas a su alrededor, mientras le preguntaba con sorna—. Muchachito, seguro que lo sabes... ¿De quién es la polla afortunada?

—De ningún alto cargo de palacio. Tampoco es del prefecto, ni de los emperadores —contestó éste, manteniendo el suspense. Estaba encantado de poder hacer méritos ante Diodoro y su corte—. Se la está tirando un soldado de las tropas regulares.

Al oír aquello, Alfio se detuvo en seco con manifiesto asombro.

El resto dejó de interesarse por su escudilla. A ninguno le importaba ya que se les enfriara la insípida sopa de harina y agua. Los secretos de alcoba de las hetairas bien merecían retrasar la cena.

—Llevan todo el día dándole... Ya sabéis lo que dicen de las cristianas... —insinuó el joven Focio, crecido ante la expectación que estaban generando sus informes.

De repente se vio rodeado por todos los esclavos. Ninguno de ellos parecía perder detalle de lo que contaba, salvo un pequeño de pelo rizado, casi un niño, que bajaba la vista avergonzado, y el vejete que estaba sentado a su lado. De vez en cuando, el viejo, al que no le interesaba en absoluto la vida amorosa de nadie, ni siquiera de aquellas meretrices y sus ilustres clientes, le dirigía miradas compasivas, sin saber exactamente qué era lo que acongojaba al chico. Entretanto, Focio, exultante por la expectación generada, iba exagerando el tono de su relato.

—Teníais que haber visto cómo follaban. Ella parecía una fiera insaciable y él casi no podía dominarla. Espero que ese Marcelo tenga rivales menos fieros en el campo de batalla, aunque dicen que es un soldado valiente.

Al mencionar el nombre del amante, acababa de cometer la peor imprudencia posible. Si alguna hetaira llegaba a enterase de su indiscreción, recibiría un severo castigo.

—Un soldado... ¿Y dices que se llama Marcelo? Para esos cristianos no hay siervos ni señores, todos somos iguales. Quizás algún día nos deje a uno de nosotros que se la metamos —comentó Diodoro entre risas—. Así sabría lo que es bueno.

—¿Es tan hermosa como las demás? —quiso averiguar Therón, para quien el mundo de las hetairas era casi tan inalcanzable como el de las mismísimas diosas del Olimpo.

—Mucho más. Es la mujer más hermosa de toda Nicomedia. —Y, como si le leyera el pensamiento a Therón, añadió—: Parece una diosa... incluso cuando está a cuatro patas. La he dejado gozando en esa postura.

Con aquel detalle inventado, pretendía prolongar su momento de gloria, aun a costa del peligro que corría por su fanfarronada.

—Vamos, Focio... ¡Nos vas a poner cachondos! ¿Verdad, muchachos? —exclamó Diodoro, animando al resto.

—Así que a la nueva le gusta que la jodan a cuatro patas, como a una bestia —concluyó Therón, poniéndose a gatas él también. Y movió el culo para que alguno de sus excitados compañeros le siguiera la broma y se pusiera en el papel del soldado.

—Con las tetas bajas y las nalgas levantadas... ¡Así es como me gustan a mí!

Y al decir, Pánfilo se arrodilló por detrás y comenzó a empujar obscenamente, agarrando a su compañero de farsa por las caderas.

—¡Sí, sí...! Soldado... ¡clávame tu espada! —gritaba éste con voz chillona, provocando las risotadas del público—. ¡Hasta dentro... soldado!

—Vamos, Pánfilo.

—¡Vamos!

—¡Jódela bien!

—Dale, dale... soldado. ¡Demuéstrale de lo que es capaz el ejército de Roma!

—¡Jode a la cristiana!

—Pánfilo, es el momento de vengarte de Therón. Castígale con tu verga por haberte convertido en un cornudo. Para que aprenda a no divertirse con las hembras de los demás —ordenó Diodoro. Nadie supo si lo decía en serio o era una de sus bromas.

—Métesela hasta el fondo y déjale el culo tan abierto que no pueda ni sentarse —recalcó Alfio, cuyo afán por agradar al rey le hacía apoyar con desmesurado entusiasmo todas sus ocurrencias.

—Cristiana, ¿es eso lo que hacéis en vuestras asambleas?

—Dale amor a la cristiana, Pánfilo. ¡Pero amor del bueno!

—Ay, ay, soldado... ¡Así no! ¡Más deprisa! —repetía Therón con voz chillona.

—¡Toma, toma, cristiana! —le replicaba Pánfilo.

—¡No sigáis! ¡Ya basta, por favor! —interrumpió el niño.

Nadie se esperaba la reacción del muchacho. A decir verdad, la mayoría ni siquiera se había percatado de su presencia, aunque tampoco se hubieran comportado de otro modo. El pequeño se había acercado a los protagonistas de la broma para exigirles que lo dejaran y en vano intentaba separarles. Estaba rabioso como un perro, tanto que no dudó en plantarles cara, a pesar del imponente aspecto de los dos hombretones que protagonizaban la grosera pantomima.

—¿Es que estás celoso? ¿Qué pasa? ¿Quieres que a ti también te enculen? —intervino Alfio, a quien le había molestado que el rapaz pusiera fin al grotesco espectáculo. Los esclavos también necesitaban distraerse.

Clito no pudo contenerse. Aprovechando que Therón todavía no se había incorporado y seguía a gatas, le dio una patada en los testículos. Lo hizo con todas sus fuerzas y luego se quedó inmóvil a su lado, aterrorizado por el resultado.

—¡Maldito niño! Yo te enseñaré a...

Y, sin terminar la frase, le abofeteó con tanta violencia que el niño se tiró al suelo para protegerse. Aunque le dolía la entrepierna, era mayor la ira que sentía al haberse visto humillado ante los demás.

Diodoro intervino haciendo gala de la autoridad que ejercía sobre el resto de los esclavos de palacio. Antes de dirigirse al pequeño, le volvió la cara de un puntapié. Al niño empezó a sangrarle la boca.

—Cuando el rey habla, tú tienes que mirarle. —Y señalando con la punta del pie al labio del niño, le advirtió—: Esto es para que aprendas quién manda aquí. Nunca más vuelvas a enfrentarte a ninguno de nosotros si no quieres salir malparado. Al igual que en el mundo de los señores, en el nuestro, también hay un orden, una jerarquía.

El pequeño le miraba aterrorizado, tapándose el rostro en espera de una nueva paliza. Ignoraba que Diodoro nunca se manchaba las manos. Era él quien daba las órdenes.

—Yo soy el rey y es a mí a quien tienes que obedecer —le oyó decir—. Al resto tendrás que respetarlos por ser tus superiores. Tenlo claro... cristiano. —Y le amenazó con un ligero puntapié.

—Cristiano, tú y los tuyos no sois más que escoria. Por eso os matan —apostilló Alfio, clavando en él sus ojos teñidos de sangre, con los que apenas podía ver, debido a una tara de nacimiento que llevó a su madre a la desesperación y a él a la esclavitud.

A las pocas semanas de nacer, la mujer que le dio a luz le abandonó, exponiéndolo en el lugar indicado por las autoridades para que alguien lo recogiese, porque no podía resistir por más tiempo su presencia. Era incapaz de cuidar y amamantar a ese ser casi transparente que parecía salido de la oscuridad del Hades. A Alfio le quemaba la luz del sol.

El niño se tapó la cara con la palma de las manos para no ver los ojos de aquel hombre. Eran de color rojizo, como si fuesen los ojos de una rata. El Diablo del que tanto le hablaba su padre debía de parecérsele.

Bastó una señal de Diodoro para que los esclavos volvieran a sentarse en su sitio y comenzaran a devorar el pastoso contenido de su escudilla, que después de tanta distracción se les había quedado frío y espeso. Focio les vio comer y se sintió afortunado por servir a las hetairas y no al prefecto del pretorio, o a las familias imperiales, pues sus esclavos recibían muchos menos cuidados de los que le dispensaban aquellas delicadas mujeres. Sólo quienes servían en las cocinas corrían mejor suerte, pues para ellos eran las abundantes sobras de los banquetes, antes de ofrecérselas a los animales. Fuera del cobertizo se oía el silbido del viento, que acompañaba al seco sonido de los cuencos al caer golpeando el suelo una vez vacíos. Nadie hablaba, más por miedo a levantar la ira de Diodoro y de aquel diabólico engendro llamado Alfio, su incondicional servidor, al que todos temían, que por estar disfrutando de la comida, demasiado fría e insípida como para resultar apetitosa. Ese día ni siquiera la habían aderezado con un trozo de tocino.

Clito no probó bocado, aunque sus tripas delataban que su estómago estaba vacío. Eran las únicas que después de lo sucedido se atrevían a hablar. Él también había vuelto a su sitio, algo alejado del grupo, y permanecía con los ojos puestos en la escudilla y los dientes atenazados de rabia. No lloraba, nunca lo hacía. Pero sentía un enorme peso en el pecho que no le dejaba respirar. Pensaba en su hermana Calia. Cuando él abandonó la aldea en compañía de aquel soldado, ni siquiera sabía si ella y su padre habían muerto. Hasta que un día la vio. Caminaba en compañía de aquellas mujeres que tanta curiosidad despertaban entre los esclavos, cuyo oficio había ignorado hasta esa misma tarde. Nunca la había visto tan guapa. Parecía una gran dama, de esas que a los dos les llamaban la atención cuando acudían con su padre a la ciudad. Aunque a diferencia de esas damas de la ciudad, siempre altivas, Calia no parecía enorgullecerse de su aspecto. En realidad, su padre se hubiera enfadado mucho si la hubiese visto pintarrajeada y vestida como una cortesana.

—Chico, vengo a limpiarte esa herida. —Era la voz del viejo, que, aprovechando que los demás ya estaban abandonando el cobertizo para volver a sus quehaceres, se había acercado a la cisterna para llenar su escudilla vacía de agua.

—¡Ay...! —se quejó el niño.

—Esto no tiene buena pinta —musitó el anciano entre dientes. Se concentró en eliminar los restos de tierra y sangre que se habían pegado a la herida—. Intentaremos curarlo.

Clito le miró con sus grandes ojos castaños, agradeciéndole que se preocupara por él. Además de aquel soldado, el viejo era la primera persona en ese maldito palacio que le trataba con un poco de cariño. A veces pensaba que hubiera preferido quedarse en la aldea, con los demás.

—Perteneces a la casa del césar Galerio —le dijo tras observar un buen rato mirando lo que estaba escrito en la placa de metal que el niño llevaba colgando de su cuello. El viejo no sabía leer, pero, a fuerza de ver placas como aquélla, había aprendido a descifrar parte de su contenido—. Eso sí, soy incapaz de adivinar tu nombre.

—Me Hamo Clito.

—Yo soy el viejo Furtas.

A Clito le extrañó el nombre del anciano. Quiso volver a preguntárselo, pero el dolor le cerró la boca. Ya tendría tiempo de averiguarlo más adelante.

—He oído decir a esos matones que eres cristiano —le susurró—. Mi mujer y yo también lo somos. Aunque te advierto una cosa, chico. Últimamente, no es nada fácil ser cristiano en la corte de Diocleciano. Será mejor que intentes no llamar la atención, sólo así podrás seguir viviendo sin renunciar a Cristo. Confía en mí, pequeño. Yo te enseñaré a sobrevivir.

Era ya media tarde y el cálido viento del suroeste comenzaba a amainar, aunque el cielo seguía amenazando tormenta. Tendidos en el lecho, ajenos a todo, recibían la verde luz del jardín que se filtraba a través de la ventana abierta, mientras ellos seguían dedicándose todas las caricias y los besos que se habían negado hasta ese día. Apenas hablaban. De vez en cuando se escuchaba la sonora risa de Iris o de Adrastea, y el continuo parloteo de las demás, que conversaban animadamente durante la cena, como no lo hacían cuando Calia estaba con ellas. De repente, una voz masculina se impuso sobre las demás. Marcelo la reconoció al instante: era la voz del prefecto del pretorio. Pero no pudo escuchar qué decía y por qué estaba allí. Lo más probable era que hubiera ido a disfrutar de los favores de la siria.

—Espero que no sepa que estoy contigo. El día del banquete vi cómo te miraba. —Sintió celos al recordarlo.

—Marcelo, ¿qué importa eso ahora? —Ella también se acordaba. Intentó tocarla durante la cena pero luego no volvió a insistir—. Me salvó la vida. Debo estarle agradecida. Si no hubiera sido por él, ahora estaría muerta.

—Calia, dicen que se cobra los favores que hace —le advirtió con tristeza.

—No olvides que soy una hetaira —contestó ella, ofendida por la insinuación de su amante—. Aunque viva encerrada en esta bella jaula, soy tan libre como un pájaro. Puedo irme cuando quiera. —Lo dijo sabiendo que eso no era cierto. Ningún cristiano estaba a salvo en Nicomedia—. Puedo amar y rechazar a quien me plazca. Si hoy me has gozado en mi lecho es porque yo te he elegido.

Ésas eran las armas con que contaba y tenía que aprender a utilizarlas si algún día quería alcanzar la gloria.

—Pero él es el prefecto del pretorio. Es poderoso, mucho más de lo que tú y yo podemos imaginar —trató de justificarse.

—Y tú no eres más que un soldado. —Calia comenzó a besuquearle por toda la cara. Se detuvo en la nariz, rota a consecuencia de una antigua refriega. Si ella pudiera, se la curaría—. Pero te he elegido a ti. No quiero gozar con nadie más que contigo...

Marcelo sintió la mano de Calia entre sus piernas y pensó que aquella mujer había nacido para amar. Aprendía rápido. Se volvió hacia ella y la abrazó.

—Eres la más bella de todas —le susurró, jugando con el significado de su nombre. En griego, la palabra kalós hacía referencia a todo lo bueno y hermoso.

Ella se dejó vencer ante la insistencia de su amante. Estaba agotada, sin apenas fuerzas para seguir amando. Pero lo deseaba como nunca antes había deseado, y se entregó a él. Estaba impaciente por sentirle dentro. Él le hizo esperar. Sin que la muchacha opusiera resistencia, se deshizo de la dorada banda de tela que le cubría pudorosamente la única parte de su cuerpo que no estaba desnuda y la contempló durante unos instantes. Comenzó a acariciar la redondez de sus senos con ambas manos, agarrándolos con fuerza, magreándolos sin dejar de besarle, consiguiendo de nuevo que el placer embriagara sus sentidos. Mordisqueó sus pezones, los besó, dejó que su húmeda lengua los recorriera una y otra vez hasta provocar su erección. Calia gemía con abandono, sin importarle quién pudiera oírla. Él continuó excitando su deseo con la lentitud de quien ya se ha visto saciado, y la poseyó sin prisa, logrando con sus expertas embestidas que los dos cuerpos se desmadejaran al mismo tiempo. Todavía jadeantes por el esfuerzo, agradecieron su protección a la diosa.

—Bella, ¿qué te ocurre? ¿Te arrepientes de haber gozado?

A Marcelo le pareció ver una sombra de tristeza en sus ojos y quiso averiguar qué estaba pensando. Le agradeció su amor con un beso lleno de ternura. Y, acariciando su vientre, le dijo:

—Ya sé lo que te preocupa. Temes haberte condenado a ese infierno de los cristianos, del que me hablaste un día.

—No es eso, Marcelo. Yo ya estuve en el infierno. Ahora quiero vivir.