12

Nicomedia, corte de Diocleciano

Verano de 303 d. C.

—Salve, Marcelo.

—Salve —contestó el soldado, sin moverse un palmo de su puesto y saludando con el brazo.

Llevaba más de tres horas apostado a la puerta de las dependencias de Constantino y ya empezaba a notar una cierta tirantez en las piernas.

—¿Alguna novedad?

—Nada importante, Zósimo. Nuestro protegido no ha salido de sus dependencias en toda la mañana y tan sólo ha recibido la visita de Lactancio a primera hora, como de costumbre —informó Marcelo.

Marcelo no le había contado lo ocurrido aquella tarde en la ciudad. Prefería averiguar por sí mismo qué hacía el maestro de latín con el hombretón negro, y si Constantino tenía algo que ver en todo aquello. Estaba convencido de que le perseguían, pero no sabía a ciencia cierta quién había dado la orden y con qué fin.

—No comprendo el repentino interés de Constantino por la gramática latina —comentó—, a no ser que le esté enseñando algo más. Dicen que es cristiano...

Sabía que su insinuación no tenía fundamento, pero aprovechaba cualquier situación para levantar la duda sobre su protegido. Se le acercó un poco más y, tapándose la boca con la mano fingiendo un interés que no tenía, le propuso en tono de confidencia:

—Por cierto, Marcelo... Vengo a ofrecerte un cambio de turno. Acabo de estar en las termas y no he encontrado a nadie con quien luchar, así que no me queda nada mejor que hacer en mi día libre que chapotear en el agua y aguantar las desafortunadas bromas de mis compañeros... o dejar que tú disfrutes del día por mí. Ya que tú sí tienes con quien luchar... —Y al decirlo, le propinó una fuerte palmada en el hombro que le hizo tambalearse—. Algún día serás tú quien me cubra el turno.

—Gracias, Zósimo.

Éste no había tenido que insistir mucho. En las últimas semanas, el griego se había mostrado predispuesto a cubrirle el turno, y Marcelo aceptaba casi sin pensarlo, con una dejadez impropia en él. Tal vez al principio se había mostrado bastante reacio a abandonar su puesto, pero, tras pasar varias tardes con aquella muchacha, empezó a dejarse llevar y a delegar cada vez más en su compañero, a quien agradecía la ayuda. Marcelo había desconfiado de él desde el mismo instante en que se conocieron, cuando los dos fueron llamados ante el prefecto Flacino para recibir la orden de proteger a Constantino. Pero ahora comenzaba a fiarse de él, e incluso a tenerle en buena estima. Aceptaba las diferencias que existían entre ellos, un galo de Occidente y un póntico de Oriente. Incluso habían empezado a contarse confidencias mientras bebían alguno de los exquisitos vinos que el prefecto guardaba en su bodega.

Marcelo se sentía en deuda con él por haberle abierto las puertas de ese exclusivo mundo que nada tenía que ver con el de los soldados, tan lleno de miserias y privaciones. Para sorpresa de quienes lo conocían bien, había dejado de manifestar, continuamente y a la menor ocasión, su hartazgo por los excesos de la corte y la molicie de quienes los disfrutaban. Y cada vez era mas vulnerable al lujo y a la comodidad que le rodeaban. Sin darse dienta, la vida en aquel magnífico palacio de mármol le estaba cambiando.

Cruzó la estrecha puerta de bronce que separaba el plácido universo de las hetairas, tan dulce y exquisito que parecía irreal, de las demás dependencias palatinas. Pocos eran los que podían acceder a él, y desde luego ningún otro soldado de las tropas regulares. Marcelo gozaba de un privilegio que no le correspondía, aunque nunca se había planteado cuál era la razón por la que a él, un oficial de escasa graduación y peor alcurnia, se le permitía entrar en la exclusiva morada de Afrodita. Sus numerosos compañeros debían saciar su curiosidad con los continuos rumores que corrían sobre las bellas mujeres que vivían encerradas en ese otro mundo, las inalcanzables hetairas de la corte. De ellas se decía que parecían diosas. Y el hecho de que Marcelo fuera el escolta de Constantino y le dejaran traspasar el umbral de esa puerta no le avalaba, ni mucho menos, para que se le diera el mismo trato que a los altos dignatarios del emperador.

Como en tantas otras ocasiones, esa mañana tuvo que soportar el mudo rechazo de las hetairas, que le miraban con descarada fijeza, haciéndole ver que aquel mundo de delicados placeres no había sido concebido para gente como él. Marcelo fingió no inmutarse, aunque se sentía humillado ante aquellas arpías. Recorría la sala con paso lento, contenido y digno, tratando de localizar cuanto antes a Calia.

Era la hora de la siesta y las mujeres más bellas de Nicomedia reposaban tras el frugal tentempié del mediodía. Adrastea era la única que dormía, ausente entre los suaves cojines de plumas.

—¿Buscas a la cristiana, soldado? —preguntó Livina, levantando sus bonitos ojos verdes del grueso rollo de pergamino que estaba leyendo a sus compañeras.

—Está en su cubículo, con Délfide. Estudiando —le indicó Iris sin darle tiempo a hablar.

Colocó una pequeña ficha de marfil en el tablero sobre el que jugaba con Dórice y sonrió con malicia. Debía de estar ganando la partida, a juzgar por el irritado gesto de su contrincante cuando ella se distrajo un momento para dirigirse al recién llegado.

—Estudia mucho. Día y noche. Y claro... Luego está tan cansada que no tiene fuerzas para ti —comentó Lamia lánguidamente, sin tan siquiera incorporarse del diván.

El malicioso comentario de la siria provocó la risa de las demás. Glycera dejó de tocar el arpa, privando a las demás de las dulces notas que salían del instrumento. Aquella situación le pareció intolerable.

—Soldado, el camino hacia la gloria es muy duro. Y a tu Friné todavía le queda mucho por andar —remató Filina, recordando aquellas palabras de Délfide que tan mal sentaron entre las hetairas—. Aunque de eso ya te habrás dado cuenta.

Se rieron con despecho. Todas sabían que Calia no había entregado su amor al galo y dudaban de que fuese capaz de hacerlo. Aunque no lo sabían por ella, con la que apenas trataban, pues estaban dispuestas a hacerle el vacío hasta que se le bajaran los humos, sino porque vivían pendientes de lo que hacía la cristiana, especialmente cuando compartía su intimidad con el soldado.

Marcelo estuvo a punto de perder los nervios ante el hiriente comentario de Filina. No estaba acostumbrado a que las mujeres le hicieran esperar y se sintió atacado por las mordaces insinuaciones de la hetaira. ¡No era cosa de hombres refrenar el deseo ante una mujer! Y si bien se contuvo para no enfrentarse a ella, no pudo evitar desahogarse en voz baja.

—Lo que tú quieres es chuparme la polla, puta... —espetó con rabia sin que las mujeres pudieran oírle.

Abandonó la sala y buscó refugio en el pequeño cubículo de Calia, el único lugar de Nicomedia donde realmente quería estar. Sin apenas darse cuenta, la vida en aquel magnífico palacio de mármol le estaba cambiando. En unas pocas semanas, había abandonado la cantina de Minucio por aquella coqueta estancia repleta de sedas y molduras doradas; y la compañía de Quinto por la de su bella inquilina. Llamó a la puerta con decisión y, sin esperar respuesta, entró. Estaba impaciente por volver a verla.

Allí estaba, junto a Délfide, con una tablilla de cera sobre las rodillas y el ceño fruncido por el esfuerzo, enfurruñada como una niña ante la dificultad de la tarea que le imponía su preceptora. Al verla así, a Marcelo le embargó un sentimiento de ternura que le era desconocido. Nunca había sentido nada semejante por nadie, y menos aún por una mujer, pues un soldado como él, destinado a sobrevivir a la sangre y al horror, no podía permitirse ese tipo de ternezas. Pero no lo rechazó. Durante un buen rato, dejó que ese sentimiento fluyera mientras la contemplaba desde la puerta. Y, al verla tan frágil, se prometió a sí mismo que cuidaría de ella y la haría feliz. Era la primera vez que prometía algo así. En su vida había sentido nada más allá del placer por una mujer, y no eran pocas las que habían compartido lecho con él. Las había poseído, había saciado su deseo a cambio de unas cuantas monedas, por mutuo gusto o, en no pocas ocasiones, forzando su voluntad. Pero se había enamorado.

—Calia, ¿qué letra es ésta?

Délfide acababa de añadir una nueva grafía al nutrido conjunto de letras que podían leerse en la pequeña tablilla de cera que empleaban en sus clases. Era la «A,», la lambda en el alfabeto griego.

—Piensa... —añadió—. ¿La recuerdas? Ayer mismo te la enseñé.

—No sé. Délfide... —La muchacha se mordía los labios por la tensión.

—Venga, Calia. Seguro que lo sabes —le animó la otra.

—Es... ¿la lambda? —titubeó Calia.

Sin embargo, Délfide, al percatarse de la presencia del galo, había dejado de atender a la muchacha. Ajena a los esfuerzos de esta por averiguar de qué letra se trataba, cogió el estilete y con mano firme hizo una serie de trazos sobre el dibujo de la «X», transformándola en un orgulloso y erecto falo. Calia se quedó desconcertada hasta levantar la vista y descubrir a Marcelo, que le sonreía con ternura. Bajó los ojos y enrojeció ante la imagen de la polla erecta. No fue el dibujo lo que la hizo sonrojar, sino el mensaje que su mentora le había querido transmitir, avisándole de la presencia del soldado. Recordándole lo que tenía que hacer.

Nicomedia estaba llena de falos —los había a miles, en cualquier rincón—, y Calia estaba acostumbrada a ver el miembro viril fielmente representado por todas partes: en las joyas que llevaban las mujeres; en los muebles, las lámparas y la cerámica; en los frescos que adornaban las mansiones, o en los improvisados grafitos que ensuciaban las paredes. Incluso en las calles los indicadores de dirección tenían la forma de un falo, con un enorme glande en forma de flecha. A ningún habitante del imperio le escandalizaba la imagen del pene erecto, ya que su presencia era cotidiana. Para los romanos, el falo era símbolo de vida y fertilidad, y un talismán contra el mal de ojo, así que no era extraño encontrar figurillas del dios fecundador Príapo, con su descomunal erección, en la puerta de las casas y en los huertos. Pero también tenía que ver con el placer que proporciona el sexo. Los prostíbulos y lupanares se distinguían de los demás negocios de la ciudad por las aldabas de sus puertas, que, aludiendo a la lúbrica actividad que se practicaba en el interior, tenían forma de falo y estaban pintados de rojo. El propio Marcelo los había golpeado decenas de veces, a la entrada de algún burdel.

Con ese dibujo, Délfide quiso decirle: «Hoy es el día. Dale placer, Calia...»

Calia lo había entendido. Por eso enrojeció.

—Os dejo. Que Afrodita sea generosa con vosotros —les deseó Délfide antes de retirarse. Pediría a la diosa por ellos. Se postraría ante su altar y le ofrecería la dulce miel de las abejas.

Por fin quedaron solos en aquella diminuta estancia decora da con sugerentes frescos de brillantes colores, en la que no había espacio para más mobiliario que una silla recubierta de seda roja; un recargado arcón, donde se guardaban las escasas pertenencias de la muchacha; una sofisticada mesita de molduras do radas, sobre la que reposaba una esculturilla de bronce del dios Eros abrazando a una entregada Psique; el lecho, y un pequeño escabel para acceder a él. El conjunto resultaba encantador, tal vez demasiado suntuoso para quien no estuviera acostumbrado a los lujos y riquezas de la corte.

Calia permanecía sentada en la silla, con el estilo en la mano y los ojos puestos en la pequeña tablilla de cera que aún reposaba en sus rodillas. Sobre su piel notaba la acariciante mirada de Marcelo, que seguía de pie frente a ella, haciendo esfuerzos por contener su deseo de poseerla. Eran días de mucho calor. A través de la liviana túnica de hilo blanco, que había sido ceñida en la cintura con un entramado de cintas de oro, se adivinaba cada una de las curvas de su cuerpo: sus turgentes pechos, sus caderas, sus redondos muslos... Calia levantó la cabeza y le miró. Parecía una diosa.

Dejó que la tablilla y el estilete se deslizaran por sus rodillas hasta caer al suelo. La tablilla se resquebrajó con el golpe. Sus plegarias habían sido en vano.

A pesar de lo sucedido, Calia no se había olvidado de su Dios, y aunque hacía mucho tiempo que no notaba su presencia, ella seguía rezándole. Todas las noches, se sentaba sobre el lecho, de espaldas a la estatuilla de Eros y con los ojos cerrados, y le pedía fuerzas para no caer en la tentación. Se sentía sola y expuesta al pecado. Estaba convencida de que había sido el mismo Satanás quien la había llevado hasta allí, ofreciéndole riquezas y lujos a cambio de que manchara su cuerpo. Sus propias compañeras serían castigadas con el fuego del infierno. Pero ella le pedía a Dios que no la dejara caer en la tentación. Se lo pedía una y mil veces. Estaba sola, como lo estuvo Cristo en el desierto cuando fue tentado por el Diablo, y rezaba para que también ella pudiera rechazar el pecado. Ese hombre, el soldado, había sido enviado para hacerle comer del fruto prohibido, para ponerla a prueba. Y ella estaba sola en aquel lugar donde se rendía culto a Afrodita y a Eros, al amor y al goce de los sentidos, sin ni siquiera saber qué había sido de los suyos. Nunca más volvería a ver a su padre o a Clito. Habían muerto, como el resto de los cristianos de Nicomedia, por defender a ese Dios que a ella parecía haberle abandonado.

Se atormentaba pensando en que su Señor la rechazaba por ser impura. No hacía más que preguntarse por qué había dejado que la mancillaran. Y pedía perdón por su vanidad, por sentirse hermosa y por querer que los hombres la desearan. Sólo ella tenía la culpa de lo sucedido. Quería que los hombres la miraran. Le gustaba provocarles. Pero se arrepentía y rezaba para que no volviera a ocurrirle. Rogaba a Dios para que no la dejara sola ni volviera a castigarla. Antes prefería morir.

Algunas noches se despertaba con sudores al recordar en sueños lo ocurrido en la iglesia. Veía la cara de los soldados desencajada por el placer. Podía olerlos. Aún sentía el dolor y oía sus gritos desesperados. Gritaba tan fuerte que su propia voz la despertaba. Entonces, Délfide acudía junto a ella para consolarla. Se metía con ella en la cama y la abrazaba para darle calor con el contacto de su cuerpo. Acariciaba su pelo. La tranquilizaba con voz aterciopelada, hasta que ella volvía a quedarse dormida. Muchas noches ni siquiera regresaba a su cuarto. Permanecía allí, junto a Calia, velando su sueño.

—Sé cómo te sientes, pequeña. Yo también tuve que pasar por eso. Muchas veces me pregunto qué hubiera sido de mi vida si aquello no hubiera pasado —le dijo una noche, sin dejar de besarle el pelo y la frente.

—¿Qué ocurrió? —Calia nunca se había atrevido a preguntárselo. No era la primera vez que evocaba esos malos recuerdos estando con ella.

—Eso no importa —quiso eludir la pregunta, pero enseguida rectificó—. ¿Quieres saberlo? Tal vez te ayude conocer mi historia.

—Por favor, Délfide. Cuéntamelo —le pidió Calia.

Las dos mujeres se incorporaron sobre la cama. A la luz de la luna, Calia distinguió el rostro de su amiga, envejecido por el cansancio y la ausencia de maquillaje. Pensó en lo distinta que era en la intimidad de la alcoba, sin joyas, con la camisa de dormir y la cara limpia. Esa Délfide no parecía la misma mujer que recibía a los altos cargos de la corte enfundada en lujosos vestidos y cubierta de joyas, deseable a pesar de su avanzada madurez.

—Vivíamos en Nicea, junto al lago. Mi padre era soldado. Yo no llegué a conocerle. Combatió en las filas del emperador Galieno, al servicio de Odenato de Palmira. Primero, lo hizo contra los rebeldes que habían usurpado el poder en Siria, y luego en Mesopotamia, contra los persas sasánidas. La diosa Fortuna quiso que pereciera en el sitio a Ctesifonte. Murió la noche antes de que decidieran levantar el asedio sobre la capital de Persia. O al menos eso contaba mi madre. Se fue sin haber podido vencer al temido rey Sapor, el mismo que había apresado al emperador Valeriano. Y sin saber que yo iba a nacer.

Délfide miraba hacia la ventana, como si la luna le trajera esos lejanos recuerdos de la infancia.

—A ella la recuerdo hilando sin descanso para que mis dos hermanos y yo pudiéramos alimentarnos. Hasta que un día dejó de hilar. Ni mis hermanos ni yo supimos nunca qué había sido de aquellos grandes cestos de lana que se agolpaban en el diminuto cubículo donde habitábamos y que, desde siempre, habían formado parte de nuestros juegos. La lana desapareció, y con ella, ese rancio olor a sebo que lo impregnaba todo, al que nosotros ya nos habíamos acostumbrado. Un nuevo olor, aún más desagradable, inundó la casa. Era una mezcla de orín y azufre. Lo traía nuestra madre al final de la jornada, cuando venía de la tintorería de Pisístrato, sola o acompañada por éste. Mi madre nos recordaba constantemente que debíamos agradecer a ese hombretón maloliente y sucio que nos diera de comer, aunque para nosotros no fuera más que un usurpador. Nos había echado del lecho para yacer con nuestra madre en el silencio de la noche.

Calia escuchaba sin perder detalle, sentada en la cama junto a Délfide. Comenzaba a refrescar, pero estaba tan interesada por la historia que prefirió no taparse con la fina colcha que aguardaba a los pies de la cama. Temía que un mínimo movimiento pudiera romper el frágil hilo de recuerdos con que la hetaira iba tejiendo el relato de su niñez.

—Un día, el tal Pisístrato me regaló un precioso velo que él mismo había teñido. No me acuerdo bien del color que tenía. Sólo sé que no había visto nada igual. —Délfide se detuvo, como si de repente no pudiera seguir hablando.

Esta vez fue la muchacha quien le cogió de la mano, animándola a que siguiera con ella sus recuerdos. Era una mano huesuda en que se marcaban las venas azuladas. Calia se la acercó a la boca y la besó.

—Gracias, pequeña. —La mujer dejó de mirar la luna y le sonrió antes de seguir recordando, con la vista puesta más allá de la ventana.

»Decía que aquel hombre me regaló un precioso velo, creo que era de seda roja. Y yo, obediente, se lo agradecí. Él siguió trayéndome cosas bonitas siempre que venía a casa sin mi madre, aprovechando que ella todavía no había acabado su jornada. Y yo cada vez se lo agradecía haciendo lo que él me pedía. Guardaba todos sus regalos debajo de mi esterilla, como si se tratase de un tesoro. Por la noche, cuando todos dormían, los sacaba del escondite y me ponía a contemplarlos a la luz de la luna, de una luna como ésta, maravillada por mis preciosas posesiones. —Abrió exageradamente los ojos, como si estuviera viéndolas. Y, apartándose bruscamente de la ventana, continuó—: Pero, un día, mi madre me sorprendió y, hecha una furia, comenzó a abofetearme sin ni siquiera preguntar de dónde habían salido todas aquellas cosas. Abrió la puerta del cubículo y me echó a empujones a la calle. Por primera vez en mi vida, me vi sola y sin nadie más a quien recurrir que al tintorero. Corrí a la batanería, pero no me abrió la puerta. Supongo que temió ser descubierto por su mujer... En fin, Calia, ya ves que, en muchas ocasiones, los hombres son cobardes.

Calia tuvo la sensación de que, al decir eso, no pensaba en el tintorero.

Délfide, al notar que la muchacha temblaba, tomó la colcha de los pies de la cama y la abrigó.

—Esa noche, y las siguientes, no tuve más remedio que dormir bajo el cielo raso, muerta de frío y de miedo. Tenía hambre, y sólo conocía una manera de conseguir comida. Cuando me daban algo, yo sabía agradecerlo. —Hizo una pausa y se tapó con la colcha que sobraba—. Al caer la tarde vagaba por el puerto, esperando a que se me acercaran los pescadores que venían de faenar, o algún trabajador de las grandes conserveras de atún que había a orillas del lago. Conocí a otras niñas que, como yo, vendían su cuerpo a cambio de un mújol o de un mendrugo de pan. Ellas me presentaron ante su leno. Y dejé de ser libre. Me obligaba a trabajar hasta la extenuación y se quedaba la mayor parte de mis ganancias, pero al menos ya no estaba sola. Tenía donde descansar y me sentía protegida. Jodí con muchos hombres, pero no por placer. Todos olían a pescado, todos menos uno. El era el único que me trataba bien, el único que no me hacía daño.

Tenía los ojos vidriosos. Calia pensó que lloraba.

—Yo le esperaba todas las noches, aunque no siempre venía. Y entonces tenía que conformarme con cualquier otro cliente que pudiera pagarme. Debía ganar dinero si no quería despertar la ira del leno. Aunque le conocí cuando él tenía once años, después de tantos años en la calle sabía cómo avivar el deseo de los hombres. Él me decía que era una chica bonita. Y mientras le hacía gozar, me miraba con sus extraños ojos: el derecho de color dorado, como las hojas del otoño, y el izquierdo, del color del lago. Al principio, evitaba su mirada. Pero no tardé en acostumbrarme, e incluso, con el tiempo, llegué a obsesionarme por ella.

—¿Estabas enamorada de ese hombre? —preguntó Calia con candidez.

—Un día me pidió que fuese a vivir con él, a su casa —continuó Délfide, tan absorbida por sus recuerdos que ni siquiera escuchó a la muchacha—. Pagó una fuerte suma al leno a cambio de mi libertad, y a partir de ese momento todo fue diferente. Recordé lo que siempre decía mi madre: que tenía que ser agradecida. Y mientras estuve con él, nunca me olvidé de lo que había hecho por mí. Traté de agradecérselo durante todos los días que estuve a su lado, de complacerle en todo lo que él me pedía. Y le amé como no he vuelto a amar a nadie. Con él aprendí los secretos de Afrodita, a disfrutar del placer, a amar. Era un hombre paciente, y me enseñó muchas de las cosas que sé, y que algún día quisiera enseñarte. Estaba empeñado en que aprendiera a leer y a escribir, en mostrarme los rudimentos de su oficio. Aunque era muy joven, había empezado a ejercer como escriba. Yo me esforzaba por aprender deprisa y no decepcionarle. Fuimos muy felices. Hasta que un día, después de casi siete años, tuvo que marcharse de Nicea y yo no pude acompañarle. Calia, estoy segura de que él también me amó.

—¿Le dejaste ir? Al final no te abandonó, ¿verdad? Te llevó con él, ¿no?

Ella no quiso responderle. Algún día se lo contaría.

—Dime, Délfide... ¿Qué pasó? —insistió Calia, llena de curiosidad.

Tenía la sensación de que aquella historia no acababa allí, de que ellos dos siguieron juntos, en Nicea o donde fuera. Se recostó sobre uno de los cojines, y con el cuerpo ladeado hacia su amiga, le confesó:

—Envidio tu suerte. A mí también me gustaría que el amor me hiciese olvidar. Quisiera que un hombre me amara. Sé que te tengo a ti, y a Glycera, pero me siento sola. —Luego se arrepintió de habérselo contado.

—Piensas en ese galo, ¿verdad? —le preguntó ella cariñosa, adivinando sus pensamientos. Y posó su cabeza junto a la de ella, queriendo mostrarse cercana a aquella inocente muchacha que le estaba abriendo su corazón.

Calia notó su cálido aliento.

—Sí, Délfide... Ayúdame. No hago otra cosa que pensar en él.

En los últimos días, pensaba en Marcelo como nunca antes lo había hecho, anticipándose al pecado. Sentía un enorme deseo de ofrecerse a él, de agradecerle todos aquellos ratos que había pasado con ella en su cubículo, acompañándolo, sin obligarla a nada.

—El está siendo muy paciente. Lo sabes, ¿verdad? —Y le acarició la mejilla.

La muchacha rechazó esa caricia. Volvió su cuerpo y se quedó tendida, mirando el techo. Estaba tensa y evitaba la mirada cómplice de su amiga.

—Para vosotras todo es más fácil. Recuerda que soy cristiana —susurró con la vista puesta en los recargados estucos, como si ella también necesitara recordárselo.

Délfide se zafó de la colcha y se sentó al borde de la cama. Sintió el frío suelo en sus pies descalzos. La conversación había dado un giro inesperado, y decidió suavizar el tono de sus palabras.

—Cuando me hablaste de los cristianos, me dijiste que vuestro único crimen era querer vivir en el amor. —Trató de llevársela a su terreno.

—Así nos lo enseñó Jesús. Antes de morir, nos dijo que debíamos amarnos entre nosotros como Él nos había amado. La voluntad de Dios es que los hombres nos amemos.

—Tu Dios no es muy distinto a nuestra diosa. Ella también quiere que nos amemos.

—No lo entiendes, Délfide. Nuestro amor es un amor fraternal y puro. —Calia se sentó sobre la cama. La luz de la luna le iluminó el rostro—. Es mentira eso que dicen de nosotros. ¿O acaso crees que en nuestras asambleas nos entregamos al placer, sin importarnos con quién, hombre o mujer, padre o hermano?

—No, Calia. Siempre he pensado que no eran más que falacias para haceros daño. Aunque no hay nada malo en el amor entre un hombre y una mujer. Tú eres una mujer muy hermosa. Una hetaira. Y eres libre para amar a quien quieras.

—No soy libre. Me atengo a la ley de Dios. En ella he crecido y a ella me debo. Es lo que mis padres me enseñaron. Délfide, tienes que entenderme. Yo no soy como vosotras. Soy cristiana. Si todo aquello no hubiese pasado, si los emperadores no hubiesen decidido acabar con nosotros, y nos hubieran dejado seguir con nuestras vidas, yo ya me habría entregado al matrimonio, y pronto sería bendecida con el nacimiento de un hijo. Llevaría la vida que llevó mi madre, la misma que cualquier otra mujer de la aldea.

—Pero ha pasado, Calia. No puedes seguir viviendo como si no hubiera sucedido nada. Aquel día en vuestro templo... —Se detuvo al ver que el semblante de la muchacha volvía a ensombrecerse—. Lo siento, Calia. Sé que es duro para ti, pero tienes que escucharme. Aquel día en el templo, tu vida cambió para siempre, al igual que cambió la mía por culpa de ese cerdo, del amante de mi madre. Ese día te convertiste en otra persona. Ya no eres esa virginal campesina a punto de casarse que vendía sus productos en el mercado. Ahora eres una hetaira. No fue tu Dios sino Afrodita quien te salvó. Eres bella, Calia. Y si aprendes a manejar los hilos de tu nueva vida, algún día alcanzarás la gloria de Friné. Como ella, conseguirás que los hombres te amen, que admiren tu hermosura. Serás poderosa e inmensamente rica.

Délfide tenía que cumplir el encargo que hacía casi dos meses le hiciera el prefecto del pretorio: convencer a «la cristiana», como él la llamaba con desprecio. Y no se había atrevido a hacerlo hasta ese momento, por temor a la reacción de la muchacha. Sin embargo, esa noche Calia le había confesado sus dudas y temores. Y no satisfecha con eso, le cogió las manos y le dijo:

—Calia, antes me has dicho que te sentías sola y que necesitabas ser amada. Pues bien; sólo depende de ti. Sabes tan bien como yo, que ese soldado te desea. Y no te engañes a ti misma: tú también le deseas. Creo que ha llegado el momento de que los dos os améis. —Délfide se levantó y, dándole un beso en la frente, se despidió de ella hasta el día siguiente. Justo antes de abandonar la habitación, le brindó un último consejo—. Ofrecedle vuestro amor a nuestra diosa. Y sed tan felices como lo fuimos nosotros.