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Emérita

Abril de 303 d. C.

—Si así lo habéis decidido, abandonaré la curia. —Julio estaba sereno a pesar de lo sucedido.

—No lo hemos decidido nosotros. Cumplimos el edicto de nuestro augusto —le replicó uno de los dos duunviros que presidía las sesiones del senado emeritense, mostrando por última vez el rollo de pergamino, antes de depositarlo definitivamente en una de las cajas cilíndricas que tenía a sus espaldas, donde los magistrados guardaban los textos legales.

Se trataba del primer edicto contra los cristianos emitido en Nicomedia a finales de febrero, y que había tardado casi dos meses en llegar a las Hispanias, donde sería aplicado bajo la suprema supervisión de Maximiano, augusto de Occidente. Los miembros de la curia emeritense lo habían conocido esa misma tarde cuando, estando reunidos, un correo del servicio imperial se lo había entregado. Y antes de que pudiera ser trascrito a soportes más duraderos, como la piedra o el bronce, e incluso antes de que su contenido se difundiera en las asambleas del foro que reunía a los ciudadanos de la ciudad, el edicto se había cobrado su primera víctima.

Todos sabían que aquello podía haberse evitado. Bastaba con ignorar las creencias de su hasta entonces colega en la curia local, con pedirle discreción. Pero Julio era un rival demasiado sólido para quienes todavía albergaban alguna aspiración a ocupar la máxima magistratura, el duunvirato, cuya próxima candidatura se habría de decidir en menos de un año. Pulcro era uno de ellos, quizás el más interesado en borrar a Julio de la escena política, pues el enorme carisma de ambos los había enfrentado desde los tiempos en que los dos se iniciaban en la política local como cuestores de la colonia, conjuntamente encargados de la recaudación y la administración de impuestos. Más tarde, los dos llegaron a ser ediles, aunque esta vez en distintos períodos.

—Me acusáis de ser cristiano. Y os digo que lo soy. Sí, soy cristiano. Pero no por ello soy diferente a vosotros.

Julio se defendía con firmeza, de pie y sobre una de las gradas de mármol blanco que ocupaban los curiales durante las interminables sesiones del senado local. Mientras hablaba, les miraba a los ojos, empeñado en demostrar que él no tenía nada que ocultar.

Eran pocos quienes lograban aguantarle la mirada. El resto parecía avergonzado por lo que estaba pasando.

—Has sido tú el que ha renegado de tus nobles orígenes, volviendo a tu familia en contra de nosotros. ¿Acaso crees que no hemos visto tu negativa a casar a tu hija con uno de los nuestros? —Las palabras de Pulcro sonaban desafiantes. Él sí era capaz de fijar los ojos en su rival.

—Has preferido arrojarla a los brazos de ese embaucador antes que entregarla a uno de nuestros hijos, para que su unión contribuya a perpetuar nuestras familias, como así ha sido durante generaciones —le recriminó Amando, resentido—. Has puesto a tu Dios por encima de nosotros.

—El indecoroso comportamiento de la joven Eulalia nos ofende a todos —inquirió Pulcro—. Se pasea por las calles de Emérita como si fuera una pordiosera, siempre rodeada de desharrapados y mujerzuelas de baja cuna, a quienes habla de ese Jesús en el que creéis, como si fuera uno de esos charlatanes que pululan por el foro en los días de fiesta. Dime, Julio... ¿Es eso lo que quieres para tu hija? —soltó con sorna—. Tú, que tan preocupado estabas por su educación, tanto que decidiste prescindir de las escuelas del foro a las que todos nosotros hemos enviado a nuestros pequeños...

—La voluntad del Señor está por encima de la de los hombres. Eulalia ha sido llamada para servir a Dios y nosotros estamos orgullosos del camino que ha emprendido. —Julio respondió con serenidad a los ataques de Pulcro. Lo hizo con una templanza que sobrecogió a muchos de los presentes y exasperó a otros.

—No hay más que oír tus palabras. Los cristianos sois un peligro para el imperio —volvió a atacar Pulcro, a quien la calma de su opositor comenzaba a ponerle nervioso—. Hacen bien los emperadores en legislar contra vosotros.

—¿Alguno de los que estáis aquí sentados podéis decirme qué mal hemos hecho? —preguntó Julio, recorriendo con la vista a los asistentes.

Ocupando los asientos de la curia se hallaban los principales prohombres de Emérita Augusta que, como Julio, habían desempeñado las magistraturas del gobierno local. Eran parte del senado local, donde se tomaban las principales decisiones que afectaban a la política municipal. Allí estaban Pulcro, Amando, Decencio, Poncio, Marciano... Todos ellos, poderosos magnates con suficiente capital como para contribuir con su riqueza al mantenimiento de la ciudad. Durante siglos, el imperio había funcionado, entre otras razones, porque las oligarquías locales a las que pertenecían sus familias habían colaborado con el poder central. Esos hombres representaban los intereses de Roma en la colonia, convertida recientemente en capital de la diócesis de las Hispanias, y a ellos correspondía difundir el estilo de vida romano.

—Vuestras creencias van contra los cimientos de nuestra sociedad. Vosotros decís que todos somos iguales, pero si lo fuéramos, ni tú ni tus mayores hubierais podido sentaros en estos asientos a debatir los asuntos de la ciudad —se atrevió a contestar Poncio, con el que Julio, siendo edil, se había enfrentado en varias ocasiones a cuenta de la celebración de los juegos circenses.

—Dicen que tratáis a los esclavos con excesiva benevolencia, que los llamáis hermanos... —apuntó tímidamente una voz que Julio no acertó a reconocer y que sonaba a sus espaldas.

Dicho comentario hizo que los demás cuchichearan entre ellos, escandalizados. Se caldeó el ambiente y pronto las intervenciones de los decuriones subieron de tono.

—Rechazáis a nuestros dioses.

—Los negáis.

—Os burláis de nuestros ritos sagrados.

—¿Y qué hacéis en vuestras celebraciones? Cuentan que aprovecháis la oscuridad de la noche para satisfacer vuestros apetitos carnales y amaros entre vosotros.

—¿Hay algo más perverso que odiar lo que se ignora? —Julio trataba de defenderse de las acusaciones, pero seguían lloviéndole los reproches—. Nuestra norma de vida impide el adulterio, el fraude, la perfidia y muchos de los crímenes que asolan la sociedad romana. Esta sociedad de la que tan orgullosos os sentís.

—Menospreciáis a Roma. Lo que ha sido y lo que es.

—Despreciáis la tradición.

—¿Qué tradición? —reaccionó Julio—. No veo de qué manera veneráis a nuestros mayores. Hace tiempo que habéis renunciado a las costumbres de los abuelos. De palabra, alabáis la antigüedad, de la que os consideráis deudores, pero en vuestro día a día vivís pendientes de las nuevas formas de vida. No hay más que veros. ¿Cuántos de vosotros, honorables ciudadanos de Roma, vestís la toga? Demasiado molesta como para usarla diariamente, ¿verdad? Yo también pienso lo mismo. Resulta más cómoda la túnica.

—La toga no es más que un atuendo —interrumpió Marciano, indignado ante la recriminación de Julio—. Nosotros respetamos lo más profundo de nuestra tradición. Respetamos a los dioses. En eso nos mantenemos fieles a nuestros antepasados.

—Y como ellos, también vosotros os equivocáis adorándolos. Sólo hay un Dios verdadero. El Dios de todas las cosas.

—¡Basta, Marco Julio Donaciano! Tu arrogancia sobrepasa los límites de lo tolerable. Has ido demasiado lejos atacando a los dioses —le reprochó el presidente del senado. Le recriminaba la tajante negativa, presentada por Julio y secundada por numerosos curiales, a erigir una estatua en honor al dios Júpiter, alegando el excesivo coste del proyecto para las mermadas arcas del municipio—. Será mejor que abandones la sala antes de que te mandemos apresar por delito de lesa majestad. Con tus palabras, atentas contra la unidad del imperio. Ofendes a nuestros emperadores.

Julio no replicó. Pasó por última vez ante la magnífica estatua de Augusto, que, ataviado con la tradicional toga, asistía con su frío semblante a las reuniones de la curia. Lo hizo con una gran dignidad, ocultando lo mucho que le entristecía ser apartado a la fuerza del gobierno local, al que había dedicado toda la vida, y al que su familia había estado vinculada durante generaciones. Le dolía profundamente que los suyos le dieran la espalda por el único delito de ser cristiano.

En la sala reinaba un tenso silencio que nadie se atrevió a romper. Ni siquiera quienes pensaban que Julio había sido tratado injustamente, y que, después de su inmaculada trayectoria, no merecía ser depuesto de ese modo. El edicto de los emperadores en contra de los cristianos había sorprendido a todos, regalando a los adversarios políticos de Julio la posibilidad de deshacerse de un importante rival de cara a las elecciones, a las que, de todos modos, éste había decidido no presentarse. Quería apartarse de la política, aunque sólo lo sabían los más íntimos. Quizá podía haberse ahorrado el bochorno. Hacía ya meses que debería estar residiendo en su hacienda rural, al margen de los asuntos públicos, pero la consagración de Eulalia había retrasado su marcha.

Liberio guardaba cola en el puesto de aceitunas. Mientras esperaba a ser atendido, entornó levemente los párpados y se concentró en respirar el denso aroma que, al calor de la mañana, emanaban las panzudas ánforas de aceite y las tinajas en las que reposaban los verdes frutos del olivo, encurtidos al estilo de la Bética. Lo hacía con verdadero deleite, trasladándose, por un momento, a su querida niñez en Córduba. Le parecía sentir el tacto de la áspera mano de su abuelo apretando la suya con firmeza, mientras le mostraba con orgullo los extensos olivares que poseía la familia en la ribera izquierda del río Betis.

«Mira, Liberio. Ésta es nuestra riqueza. En Roma pagan fortunas por el aceite que producimos», le decía. Y era cierto. Aunque la inseguridad de los últimos tiempos había hecho que decayera el comercio de éste y otros productos hispanos hacia la metrópolis.

El campo tenía ese mismo olor a aceite y a aceitunas. De pronto, recordó cómo, a finales de verano, poco antes de que se reanudaran las clases, él y sus hermanos abandonaban la ciudad por unos días para asistir junto a los abuelos al prensado de la oliva. Para ellos era todo un acontecimiento, que esperaban, ansiosos, el resto del año. Los carros repletos de los frutos todavía blancos aguardaban en un rincón del patio, esperando a ser llevados hasta el molino para su transformación en uno de los aceites más cotizados del imperio por su sabor áspero e intenso.

«Hijos, habéis visto qué color tiene. Es oro puro.» Recordaba perfectamente la grave voz del anciano y las risas contenidas de sus hermanos mayores al escuchar al abuelo, al que tomaban por loco.

Oro puro. Él, en su inocencia, creía esas palabras. Por eso eran más ricos que muchos de los amigos con quienes jugaba en las calles de Córduba. Por eso poseían esa gran domus en el centro de la ciudad. Por eso vivían rodeados de lujos y comodidades, con las que los demás niños, sus amigos, no podían ni soñar, y que él muchas veces trataba de ocultar por miedo a que sus compañeros de juego lo trataran de manera distinta. El obispo sonrió con añoranza. Había pasado mucho tiempo. El abuelo moriría poco después de aquello, poniendo fin a sus estancias estivales en la hacienda.

—Liberio, por fin te he encontrado. Félix me ha dicho que estabas aquí, en el mercado. Hay demasiada gente esta mañana.

—Debiste suponer que me había acercado al puesto de Fabio. —Miró con complicidad al mercader—. Sabes que de vez en cuando me acuerdo de nuestra tierra y vengo a comprarle aceitunas.

—Tengo algo importante que contarte —le anunció Celso con discreción—. Es sobre Julio.

—Huele esto... —Liberio aspiró el aire con exagerado deleite—. ¿No es como si estuviéramos en Córduba?

—Mi querido amigo... Añoras demasiado nuestra tierra —le recriminó Celso con cariño.

—Tal vez debiera regresar.

Liberio lo había pensado en más de una ocasión, pero nunca antes se había atrevido a confesarlo. Echaba de menos su ciudad, sus campos, su gente, tan distinta a la de Emérita. Pero no podía hacerlo. Tenía una enorme responsabilidad al frente de la comunidad, ahora que su presencia allí comenzaba a ser importante. Y, además, mientras su amigo Osio siguiera ocupando la cátedra de Córduba, él no podría aspirar a ella.

—Julio ha venido a verme esta mañana para darme la noticia —insistió Celso.

—¿Qué noticia? —preguntó el superior. Y viendo que por fin le llegaba el turno anunció—: ¡Mira! Por fin me van a atender. ¡Quiero aceitunas! De esas más maduras, de las negras. Ponme una libra. —Y mientras el vendedor iba añadiendo aceitunas al plato de la balanza, Liberio le contó al otro sus recuerdos. Lo hacía con una familiaridad muy poco habitual en él, incluso con nostalgia—. ¿Sabes, Fabio, que cuando era chico no me gustaban? Resultan demasiado amargas para el paladar de un niño.

—Liberio, te ruego que me prestes atención —volvió a reclamarle el presbítero—. Lo que he de contarte es importante.

—Gracias, Fabio. Que Dios te bendiga... Coge una, Celso. Pruébalas. A ver qué te parecen.

Celso no tuvo más remedio que acceder al ofrecimiento del obispo, para quien las aceitunas de Fabio eran uno de los mayores manjares que podían adquirirse en el mercado que semanalmente ocupaba las inmediaciones del puente sobre el río Anas. Y no eran pocos los productos que se ofrecían. Emérita Augusta se había convertido en uno de los principales enclaves comerciales del sur de las Hispanias, favorecida por sus excelentes accesos, tanto terrestres como fluviales, y por el hecho de haberse convertido en capital de la nueva diócesis que englobaba el vasto territorio peninsular y el norte de África. Aunque competía con Gades, Córduba o la propia Hispalis, ahora las superaba a todas en el plano administrativo. En su mercado semanal, y en las tiendas y puestos callejeros próximos al foro, se podían encontrar toda clase de productos: desde las ricas hortalizas que crecían en la vega, a las más exóticas especias y tejidos procedentes de Oriente, por las que la aristocracia local llegaba a pagar verdaderas fortunas.

—¿Qué querías decirme acerca de nuestro benefactor? —preguntó el obispo, como si de repente hubiera tomado conciencia de la insistencia del presbítero.

Comenzaron a andar.

—Lo que tengo que contarte no sólo le atañe a él, sino también a nosotros y a nuestra Iglesia. —Celso aguardó un momento, y cerciorándose de que su amigo por fin le hacía caso, le dio la mala noticia—. Nuestro hermano Julio ha sido acusado de infamia y lo han apartado de la política.

No hizo falta que le dijera el motivo. Liberio lo supo nada más conocer lo que había pasado. No era la primera vez que los emperadores decretaban contra los cristianos. Tanto él como los suyos sabían que aquello podía volver a ocurrir, pues, incluso en tiempos de paz, la sombra de las persecuciones seguía tendiendo su amenaza sobre la Iglesia. Ut christiani non sint. «Que los cristianos no existan.»

—Salgamos de aquí —sugirió Celso.

Cruzaron de nuevo el mercado de camino a la domus, mientras Celso le iba relatando al obispo los pormenores de lo ocurrido en la curia, tal y como el propio Julio se lo había contado esa misma mañana. Los gritos de la gente impedían que pudieran hablar con tranquilidad.

—¡Sedas de Asia! ¡De Asia! Compruebe el género, señor. —El mercader, que perseguía a los dos prelados con un pesado rollo de seda azul a cuestas, se detuvo frente a ellos impidiéndoles el paso. Y, cogiendo de forma un tanto brusca la mano de Celso, le obligó a acariciar el delicado tejido—. ¡Toque, toque! ¡Tan suave como las nalgas de una mujer! ¡Toque!

—Volvemos a estar en peligro —continuó el presbítero cuando por fin se vio libre del acoso del mercader—. El decreto prohíbe que nos reunamos en asambleas. Ordena la destrucción de nuestros templos y la quema de documentos y textos sagrados. Pero nada se dice de obligarnos a sacrificar. Parece que esta vez los emperadores quieren evitar el derramamiento de sangre.

Él tenía esperanzas de que así fuera. Ignoraba por completo lo que estaba ocurriendo en el otro extremo del imperio, en Oriente, donde a raíz de los acontecimientos de Nicomedia se había vuelto a despertar la ira contra los cristianos. Pero conocía el alcance de las pasadas persecuciones, por todo lo que se contaba en Alejandría, donde las consecuencias fueron especialmente virulentas, y a través de los textos de Orígenes, a los que pudo acceder durante su estancia en la gran ciudad. También él, y muchos de los discípulos de su escuela catequética, las padecieron. Se decía que el propio Orígenes había muerto a causa de los tormentos, convertido en una larva humana.

—Dios te oiga, Celso —rogó Liberio—. De todos modos, debemos estar preparados. Se nos vuelve a señalar como si fuéramos delincuentes.

—Cuando nuestro único delito es ser cristianos...

—Motivo suficiente para culpabilizarnos de todo lo malo. Ya sabes qué se dice de nosotros.

—Lo sé. Para ellos somos una secta maldita. —¡Cuántas veces había rezado para que los aceptaran!—. Me pregunto cuándo dejarán de perseguirnos.

—Las Escrituras... todo está en las Escrituras. Jesús nos previno de lo que nos iba a ocurrir.

—«El siervo no es mayor que su señor. Si a mí me persiguieron, a vos os perseguirán» —A Celso se le hizo un nudo en la garganta al recordar la cita de Mateo—. Otra vez vuelve a cumplirse. Otra vez.

Habían llegado al más concurrido tramo del mercado, donde se concentraban la mayoría de los puestos de comida. Se hacía difícil caminar entre la gente, fundamentalmente hombres, la mayoría paterfamilias que, solos o acompañados de algún esclavo, iban de un lado a otro comprando lo necesario para la semana. Los puestos de verduras se alternaban con los de carne, pescado o quesos. Se vendía garum y salazones procedentes de Gades, jamones cerretanos, tocino, huevos y pan.

—Seremos perseguidos hasta el día en que por fin triunfe la palabra de Dios. Y estoy convencido de que triunfará. Entre tanto tenemos que mantenernos fuertes. Tal es nuestra cruz, y hemos de llevarla con dignidad. —Liberio se detuvo un momento y tomó a su amigo por el brazo—. No debemos dejar que vuelvan a ocurrir ciertas cosas del pasado.

Celso sabía a qué se refería el prelado. Era algo que pesaba como una losa sobre la Iglesia emeritense, incluso cincuenta años después. Durante la anterior persecución, muchos fieles sucumbieron al miedo y negaron a Cristo para no ser castigados con la tortura y la muerte. El propio obispo de Emérita, quien debía servir de ejemplo a la comunidad, apostató. Obtuvo el libelo que certificaba su acatamiento de la religión oficial, y probaba su debilidad ante los demás. Como el resto de libeláticos, el obispo fue perdonado y readmitido en la comunidad, pero no se conformó con el perdón. Su ambición pudo más que la culpa y quiso seguir ejerciendo como cabeza de la diócesis. Renunció a Dios cuando se vio amenazado, pero no a su puesto al frente de la sede una vez que todo hubo acabado. Fue sustituido a la fuerza. Liberio había condenado en múltiples ocasiones aquel episodio, acusando a su antecesor de agravar la endeble situación de la Iglesia emeritense tras las persecuciones, herida ya de muerte por la renuncia de muchos de sus fieles.

—«Todo el que me negare delante de los hombres, también Yo le negaré delante de mi Padre, que está en los cielos» —musitó con tristeza, recordándose a sí mismo las consecuencias de caer en la apostasía. Pidió fortaleza para él y para los suyos—. Celso, pase lo que pase debemos mantenernos firmes. Y si no somos lo suficientemente fuertes como para ofrecer nuestro martirio a Dios, es preferible que huyamos y nos escondamos antes de que las autoridades puedan arrancarnos algún signo de debilidad. Jesús no nos pide que muramos por Él. Le basta con que no le neguemos.

—«Si os persiguen en una ciudad, huid a otra» —confirmó Celso.

De repente, cuando ya salían del mercado, se oyeron los gritos de un hombre. Era uno de los labradores que habitualmente acudían al mercado para vender las hortalizas que crecían en sus tierras, junto al río Anas. Le habían robado.

—¡Han sido esos niños! —acusó, señalando con el dedo.

Celso y Liberio no tardaron en localizar a los autores de la fechoría. Tres pequeños rapaces que corrían descalzos con un nutritivo botín entre los brazos, zafándose con sorprendente habilidad de quienes trataban de alcanzarles.

Y en cuanto pareció que se habían salido con la suya, uno de ellos dejó caer la carga y se detuvo para recoger algo del suelo, una pequeña bolsa de cuero con varias monedas. Era la escasa recaudación del agricultor durante aquella mañana. Pero antes de que el pequeño pudiera recuperarla, los otros dos se abalanzaron sobre él para intentar arrebatársela. No fueron los únicos. Al poco, media docena de mendigos y desharrapados se unieron a la pelea, enzarzándose como alimañas, esperando hacerse con alguna de las monedas que había en la bolsa, mientras su dueño veía con desesperación lo que estaba ocurriendo, sin atreverse a intervenir y dando por perdido su dinero.

—¿Ves eso? Se están matando por unas cuantas monedas. Cada vez hay más miseria. Se mueren de hambre. Están desesperados. ¿Cómo crees que actuarán cuando las autoridades les digan que somos el origen de todos sus males?

Celso no supo qué responder. Se limitó a reanudar la marcha sin esperar a ver cómo terminaba aquello, obligando a su compañero a hacer lo mismo. Pronto estuvieron fuera del mercado, caminando por una de las calles que conducía hacia la domus. No había demasiado tráfico aquella mañana, pues, como solía ocurrir en los días de feria, la actividad se concentraba a las afueras de la ciudad, junto al puente del río Anas. Incluso algunas tiendas y tabernas del centro cerraban sus puertas ante la escasez de clientes.

—Cuidado, Liberio —le advirtió, cogiéndole del brazo—. Ese carro va demasiado deprisa.

—¡Mira por dónde andas! —le gritó el conductor con razón, ya que al obispo no le había dado tiempo de subirse a la acera.

—Estaba pensando en lo que se nos avecina... —trató de justificarse—. Lo más seguro es que mañana, o a más tardar pasado mañana, se haga público el edicto y empiecen las confiscaciones. No tenemos mucho tiempo.

—Debemos poner a salvo las Escrituras. Nuestra biblioteca... Hemos de buscar un sitio seguro para nuestra biblioteca.

—Encárgate tú de eso. Tal vez Julio pueda ayudarte a ocultar los textos. El mismo debería trasladarse al campo cuanto antes —le ordenó Liberio.

—¿Qué será de los demás? Tenemos el deber de proteger a nuestra comunidad —apuntó Celso—. Nuestros fieles deben saber lo que puede ocurrir.

—Lo tengo en cuenta. Les convocaré en asamblea para esta misma tarde, al terminar la jornada. Hay que pedirles que, pase lo que pase, no renieguen del Señor. Instarles a que se escondan si las cosas se ponen feas.

Celso se detuvo de repente. Estaban a escasos pasos de la domus, al final de la estrecha callejuela que desembocaba justo enfrente de su puerta. Ese era un barrio residencial, donde la actividad de las casas, que parecían desiertas por la mañana, se animaba justo antes de la cena, con el ir y venir de sus inquilinos y los alegres gritos de los chiquillos que jugaban en los atrios bajo la atenta mirada de esclavos y nodrizas. Tras los encalados muros de una de ellas, se ocultaba la vivienda del obispo y su familia, el lugar de referencia para la comunidad cristiana de Emérita.

—Ya se están poniendo feas. Lee eso, Liberio.

—«Os queda poco.»

Pese al silencio que reinaba en el barrio, la voz del obispo apenas se escuchó.

Alguien había querido manchar el recién encalado muro de su domus con palabras de amenaza. Era alguien que conocía el contenido del edicto y se había tomado la molestia de adelantárselo a los cristianos.