—Necesitamos a Eulalia —le había dicho el obispo hacía un tiempo.
—Créeme que no sé a qué te refieres, querido Liberio —había contestado Celso con cautela, pues tenía sus sospechas. No era la primera vez que éste le insinuaba lo útil que podría serles que su discípula prestara algún servicio a la comunidad.
—En el último año nuestra fraternidad ha crecido mucho más de lo que hubiéramos imaginado. Cada vez somos más hermanos. Apenas cabemos en el oratorio cuando nos reunimos a celebrar las asambleas.
—Por eso estamos construyendo el nuevo oratorio —apuntó Celso.
—Sí. Las obras van deprisa y en breve podremos ocuparlo —añadió Liberio al tiempo que invitaba a su compañero a tomar asiento frente a él.
—Debemos agradecérselo a Julio, ya que sin su colaboración nunca hubiéramos podido sufragar los gastos.
El presbítero se sentó en una de las dos sillas de madera que había en el austero cubículo del obispo, tratando de no perder el hilo de la conversación. Con tal de averiguar qué era lo que su superior tenía que decirle sobre su pupila, no dudó en sacar a colación cuan generoso había sido su padre en aquella empresa.
—Es la obra que nuestra iglesia merece —replicó Liberio, henchido de orgullo—. No olvidemos que la sede de Emérita, cuya cátedra tengo el honor de ocupar, se está convirtiendo en un referente en Hispania. Así lo reconocen los prelados de las demás diócesis. Incluso el propio obispo Marcelino me dispensa un trato especial en sus escritos desde Roma.
Había soberbia en sus palabras, pero Celso no se lo reprochó. Liberio hizo un gesto, como si quisiera borrar con una mano lo que acababa de decir, y volvió al tema que les ocupaba.
—Mi querido amigo... Es precisamente de la hija de nuestro benefactor de quien quería hablarte. Decía que cada día son más los idólatras que reniegan de sus dioses y acuden a nuestra iglesia en busca de la verdadera fe de Cristo. Son muchos, demasiados, los catecúmenos que tenemos que formar y en el obispado nos faltan clérigos para hacerlo. Necesitamos a fieles preparados y dispuestos a colaborar con nosotros. Por eso he pensado en la chica.
Celso, que era tan consciente del problema como su superior, escuchaba con atención lo que éste le proponía.
—Eulalia ha estudiado las Escrituras desde su más tierna infancia. ¿Recuerdas cuando venía a la domus de la mano de su nodriza? —Una mueca delató que a él también le era grato aquel recuerdo—. No me cabe duda de que, después de tantos años de estudio, la chica ha alcanzado un profundo conocimiento de Dios... y una educación esmerada. —Observó cómo Celso asentía, orgulloso, con la cabeza y luego continuó—: Siempre ha sido muy despierta. Además, ya hemos comprobado que esa muchacha hace honor a su nombre. Goza del don de la palabra.
—Ya veo. —Celso interrumpió a su amigo de la infancia—. Quieres que Eulalia colabore con nosotros en la formación de nuevos creyentes.
—Lo sabes mejor que yo. Eulalia está llamada a servir al Señor con su elocuencia. Tú la has guiado hacia el Padre. Le has enseñado a cultivar sus virtudes y la has convertido en una buena cristiana. Y si Dios le ha regalado el don de la palabra, ha sido para que lo empleara en beneficio de su obra. Con ese don podrá formar a los convencidos...
—Lo sé... —No era la primera vez que oía esa frase en boca de Liberio. La completó—. Eulalia podrá formar a los convencidos y convencer a los indecisos. Mi joven discípula se sentirá muy honrada de poder servir a nuestra Iglesia, tal y como deseas.
—No me cabe la menor duda, querido Celso. Aunque no es sólo eso lo que espero de ella.
—No entiendo —contestó el presbítero realmente desconcertado, pues no comprendía las intenciones últimas del obispo.
—Eulalia debe entregar su vida a Dios, renunciando a todo lo demás. Nuestra Iglesia la necesita. Y tienes que ser tú, querido amigo, quien le muestre el camino, como has hecho hasta ahora. Esa chica te adora, confía en ti y hará lo que le pidas. —A Liberio no se le escapaba la admiración que despertaba el preceptor en su joven pupila.
—¿Quieres que la convenza para que consagre su vida a Cristo? ¿Para que lo abandone todo y se convierta en una virgen consagrada? —preguntó Celso, sorprendido por la propuesta del obispo.
Nunca antes se había planteado poder influir en el destino de su discípula, aunque no le desagradó la idea. Últimamente pensaba mucho en ella, en su futuro más inmediato, pues Eulalia se estaba acercando a la edad en que las jóvenes doncellas contraían nupcias. Le alivió pensar que Eulalia pudiera evitar el matrimonio a cambio de convertirse en Esposa de Cristo.
—Confío en que sabrás llevarla por el buen camino. Sin un marido y una casa que atender, podrá dedicarse en cuerpo y alma a la Iglesia: a cultivar sus virtudes para agradar al Esposo, a rezar, a meditar, a divulgar el mensaje divino entre las demás mujeres, y a darles ejemplo de vida cristiana.
—Algo para lo que Eulalia está sobradamente preparada... —intervino Celso.
Liberio asintió con la cabeza.
—Sí, pero escucha... —dijo, mientras éste se levantaba de la silla—. Habrá que limarle ese carácter un tanto díscolo que tiene. A Eulalia le falta humildad y carece de toda prudencia. Esa chica es demasiado temperamental.
—Estoy de acuerdo contigo, venerable Liberio —admitió Celso, que conocía a su pupila mejor que nadie, aunque en su descarga añadió—: Sin embargo, los dos sabemos que no se nace siendo virtuoso, sino que, con esfuerzo y renuncia, se aprende a serlo. También nosotros hemos sido jóvenes.
—Entonces, deberás enseñarle a contener sus pasiones.
Celso ya estaba abandonando la estancia cuando el obispo le retuvo.
—Una última cosa. No te importe que al principio muestre cierta resistencia. Todas lo hacen. Acabará cediendo a tus palabras. —Y le advirtió—: Si dejas que nuestras intenciones lleguen a oídos de Julio y de su esposa antes de que la muchacha esté plenamente convencida, te será mucho más difícil. Sólo cuando Eulalia esté preparada, deberéis hacerles partícipes de la decisión... que libremente haya tomado su hija.
Esa tarde, Celso cenaría en casa de Julio. Como otros muchos domingos, el y su esposa Rutilia le habían insistido en que se uniera a ellos para celebrar el día del Señor. Lo habían hecho al concluir la Eucaristía, a la que acudía toda la familia y buena parte de los esclavos que, con el tiempo, se habían ido convirtiendo al cristianismo. Cuando Celso los vio entrar a todos juntos por la puerta del atrio, echó de menos, un domingo más, al viejo Lucio, con el que mantenía una entrañable relación, y a quien le unía el profundo cariño por Eulalia. Sin embargo, por más que lo había intentado, no había podido convencerlo para que dejara de adorar a los dioses y abrazara su religión.
El anciano era tozudo y hacía oídos sordos a cuanto le decían acerca de Dios. Lucio, que acompañaba con frecuencia a sus amos hasta la domus episcopal, donde se sentía a gusto, se quedaba en casa cuando los demás asistían al sacrificio de la misa. Julio, su señor, lo consentía porque era consciente de que no podía obligarle a creer si él no quería, pues, por mucho que fuera el dueño de su vida, no tenía ningún poder sobre su pensamiento. Nunca le había castigado por su idolatría. El viejo le había servido desde que era un niño, llevaba casi medio siglo con ellos, y todos lo consideraban parte de la familia. Lo respetaban mucho más que a cualquier otro esclavo. Se compadecían de él como no lo hacían de los demás y le incluían diariamente en sus plegarias, en las que no se cansaban de pedirle al Todopoderoso que el viejo Lucio cambiara de parecer y atendiera algún día a su llamada.
Aquella tarde fue el marchito rostro del anciano el que apareció tras la puerta, algo poco habitual, ya que no era él sino otro esclavo, más joven y con mejor presencia, el encargado de atender la portería. Era evidente que le estaban esperando. Lucio saludó al recién llegado con amistosa afabilidad y le condujo con paso renqueante por el largo corredor columnado que rodeaba el peristilo. Cuando llegaron a la altura de la biblioteca, el anciano señaló con la mano hacia la exedra, indicándole teatralmente dónde se hallaban los señores de la casa. Estos atendían la visita de una pareja de artesanos procedentes de la lejana provincia de África Proconsular. El anciano no consideró oportuno seguir acompañándole, de sobra conocía el camino, así que regresó al atrio para seguir dormitando a la sombra del soportal.
—Acércate, Celso —le animó Julio al verle cruzar el jardín—. Ven a ver esto.
—Necesitamos conocer vuestra opinión. Estamos indecisos —dijo Rutilia, mientras comparaba dos de los dibujos que le había ofrecido el maestro.
Lo hacía con la cabeza ladeada y el ceño fruncido, concentrada. Dudaba. Al final eligió uno de los cartones y lo alzó para que el presbítero pudiera verlo.
—Celso, ¿qué os parece esta escena? —le preguntó.
Éste no podía apreciarlo con claridad, así que aceleró el paso para aproximarse al grupo. Mientras caminaba hacia ellos se percató de que su pupila permanecía sentada en el asiento de mármol que recorría la exedra, ajena a la reunión, como si no le interesara en absoluto lo que aquellos artesanos habían ido a ofrecer. Parecía contrariada.
«Algo le ocurre», pensó. Y con un movimiento instintivo se llevó la mano al bolso de cuero que solía llevar siempre consigo y lo palpó un par de veces como queriendo comprobar que su contenido permanecía intacto. Dentro había un regalo para ella.
—Es para nuestra nueva residencia. Cubriría el pavimento del triclinium —le informó Rutilia cuando ya lo tuvo cerca. Estaba radiante—. Mirad a ver si os gusta.
Celso tomó el libro donde se encontraban recogidos los distintos modelos de mosaico que ofertaba el taller y los estudió durante un buen rato. Abundaban escenas con motivos vegetales y figurativos realizados con gran naturalidad, que a buen seguro respondían a los refinados gustos de la clientela. Vio desfilar ante sus ojos escenas de caza, de anfiteatro, paisajes marinos y composiciones con las principales labores agrícolas que se realizaban en las villas. Por fin se detuvo en el cartón que la señora acababa de mostrarle. En él había un viñedo. Los pámpanos que crecían en las vides se enlazaban delicadamente dibujando caprichosas formas.
—Señora, es un dibujo exquisito, muy apropiado para el sitio al cual irá destinado. Para vuestros invitados idólatras, no será más que uno de tantos viñedos que rodean la villa, una referencia al excelente vino que se degustará durante la cena, aunque para nosotros tenga un significado bien distinto —comentó Celso, alzando la vista.
—Yo soy la vid y vosotros los sarmientos —apuntó el artesano de mayor edad.
Todos los presentes reconocieron en éstas las palabras de Jesús.
Fue entonces cuando Celso recordó haberlo visto durante la celebración de la misa, acompañado de su jovencísimo aprendiz, un niño de apenas nueve años, y de otros tres hombres. Más tarde se enteraría de que tanto Cecilio como sus operarios eran africanos, oriundos de Útica, una importante ciudad cercana a Cartago, y que deambulaban de un lado a otro del imperio trabajando para los pocos potentados que podían permitirse un mosaico. Habían llegado a Emérita un par de semanas antes, atraídos por la creciente importancia de la capital lusitana y la fiebre constructora de las élites. Tenían alquilado un humilde cubículo en un suburbio de la ciudad, un barrio ocupado principalmente por obreros y artesanos venidos de todas partes. Allí habían instalado su taller y allí residirían mientras tuvieran trabajo. Cuando éste comenzara a escasear, cogerían sus herramientas y se marcharían a otro lugar en busca de nuevos clientes.
—En los últimos dos años hemos recorrido las principales ciudades, Tarraco, Barcino, Córduba... y ahora Emérita. Hemos cubierto con nuestros mosaicos las villas de los personajes más ricos de las Hispanias —se jactaba Cecilio, el maestro mosaicista del taller.
Y no iba desencaminado. Trabajaban bien y su fama se iba extendiendo por las reuniones de las matronas, durante las cenas, o los paseos por el foro. Contaban con un buen pintor que interpretaba como nadie los caprichos de la clientela y los adaptaba a los modelos con los que trabajaba el taller, o incluso los incorporaba a nuevas creaciones. Cecilio sólo utilizaba materiales de primera calidad: basalto, granito, pórfido y serpentina que sus operarios cortaban en pequeñas teselas y colocaban con destreza en el lugar preciso, mientras que él se reservaba las partes más complicadas del emblema.
Todos eran cristianos: tanto Cecilio como su aprendiz Novato, Tascio el dibujante y los tres operarios del taller, Antonio, Fortunato y Marciano. Razón de más para que Julio les hubiera encargado la decoración de su nueva residencia de campo. El obispo Liberio se los había recomendado esa misma mañana, poco antes de la Eucaristía, igual que, a su llegada, les había facilitado alojamiento mientras buscaban un lugar donde establecerse, haciendo gala de la hospitalidad de la Iglesia a la que representaba. La llegada de cristianos procedentes de otros lugares del imperio, y en especial de las provincias africanas donde el cristianismo avanzaba con fuerza, siempre suponía un estímulo para la comunidad emeritense, ya que, además de su trabajo o de su mercancía, éstos solían informarles sobre lo que ocurría en otras iglesias.
—Con éste, ya hemos elegido todos los motivos que cubrirán las principales habitaciones —anunció Rutilia, juntando las manos—. A mi esposo y a mí nos gustaría que comenzasen a trabajar cuanto antes. —La mujer miró con complicidad a su marido.
—Descuide, señora —respondió el artesano, bajando la vista servilmente.
La visita de los artesanos no se prolongó mucho, a pesar de que tanto Julio como Rutilia insistieron en compartir la cena del domingo con los forasteros, sus hermanos en la fe, a los que debían acoger como si fueran familiares. Estos se lo agradecieron, aunque se excusaron alegando tener prisa por regresar al taller. Estaban ansiosos por contar a los demás el resultado de la entrevista. Julio les había dado trabajo para varios meses.
Celso agradeció que se marcharan. Quería darle a Eulalia el regalo y prefería hacerlo en la intimidad de la familia, máxime después de comprobar el mal humor de su discípula aquella tarde.
—Eulalia, tengo algo para ti —le anunció, mientras introducía la mano en el bolsón de cuero que todavía llevaba colgando del hombro—. Lo encontré el otro día curioseando en el taller de Ponnio el Griego y pensé que te gustaría tenerlo. —Sacó un paquete y se lo entregó a su pupila—. Tuve que negociar durante un buen rato con él. Me costó lo suyo conseguirlo, ya sabes cómo son esos orientales.
Eulalia comenzó a retirar las hojas de pergamino que lo envolvían. Lo hacía sin demasiado entusiasmo, hasta que por fin descubrió el contenido. Se trataba de una arqueta de hueso finamente labrada, en la que aparecía la imagen en relieve de un joven pastor portando una oveja sobre sus hombros y agarrando con las manos las patas del animal. Era la representación del Hermes crióforo de los idólatras, del Buen Pastor para los cristianos. Miró de reojo a su preceptor y esbozó una enigmática sonrisa que sólo éste acertó a comprender, y que llenó de desazón a sus padres, preocupados desde hacía días por el comportamiento de su hija.
La chica abrió la tapa de la cajita con sumo cuidado. No había nada dentro. Estaba vacía. Aun así, seguía manteniendo esa extraña sonrisa, como si la arqueta contuviera algún secreto invisible a los ojos de los demás, menos a los de ella.
—Me alegro de que hayas decidido tomar ese camino. Aunque debes saber que no será fácil —le había advertido el preceptor cuando Eulalia al fin decidió contarle su decisión—. Pero escúchame bien. Tienes que estar completamente segura.
Celso y Eulalia habían salido al peristilo para continuar con sus lecciones. Lo habían hecho ante la insistencia de la joven, que llevaba días renegando de tener que pasar las mañanas encerrada en la oscura biblioteca, en la que, tal y como ocurría con el resto de los cubículos, apenas corría el aire ni penetraba el sol. La única luz se filtraba a través del minúsculo ventanuco que daba al peristilo de la casa. En el jardín, la primavera había irrumpido con fuerza. Comenzaban a abrirse las primeras rosas en el entramado de madera que sobrevolaba el estanque central y, un año más, los frutales ofrecían el breve espectáculo de su floración.
El preceptor y su pupila estaban sentados bajo la blanca copa de un cerezo, en torno al velador de mármol donde los dueños de la casa solían pasar las tardes durante el buen tiempo, disfrutando del hermoso huerto que crecía a su alrededor, y de donde Rutilia extraía muchas de las hierbas que luego utilizaba. Hasta allí llegaba el aroma a romero, a tomillo, a las rosas que acababan de florecer, al jazmín en las noches de calor, o a las adelfas que llenaban de color los secos días de verano. No había estatuas; el jardín no las necesitaba. Era lo suficientemente bello como para no precisar más adornos que los que la propia naturaleza ofrecía.
Eulalia dejó de contemplar el jardín para contestar a su preceptor.
—Lo estoy. No quiero otro compañero que Jesús, ni otro destino que el de servirle a Él y a su Iglesia.
—Si ésa es tu voluntad, no debes hacer esperar al Esposo —le instó Celso, temiendo que se pudiera echar atrás—. Únete a Él cuanto antes, conviértete en su Esposa y conságrale tu vida. Lo harás en privado, pues a nadie más compete tu unión con Cristo. Si alguna vez no pudieras dominar tus apetitos carnales, romperías tu promesa y te convertirías en la adúltera de tu legítimo Esposo, pues así lo has decidido. Ofenderías gravemente a Dios y serías expulsada de su Iglesia.
Eso no iba a ocurrir. Conocía bien a Eulalia. Una vez tomada la decisión, sus ansias de perfección le harían olvidarse de los placeres mundanos, renunciaría a su propio cuerpo y llevaría una existencia casta y piadosa.
—¿Y mis padres? ¿No creéis que debería contárselo? Ni siquiera sospechan mis intenciones. Llevan meses preparándome para el matrimonio.
Celso se cercioró de que no hubiera nadie a su alrededor y, bajando la voz para evitar ser escuchado, trató de tranquilizar a su discípula.
—Ya las conocerán y las aceptarán. Todo a su debido tiempo. Aunque te entregues por entero a tu Amado, seguirás viviendo aquí, con tu familia. Ésta seguirá siendo tu casa.
—Pero ¿qué haré si ellos ya han elegido marido? —preguntó, inquieta.
El sol de la mañana le había sonrosado las mejillas. Estaba realmente bonita... Celso desvió la mirada hacia el esbelto ciprés que crecía por encima de los muros de la casa.
—Ya te he dicho, Eulalia, que el camino de la renuncia no es fácil. Pero la virginidad es el camino más grato a Dios y todos tus sufrimientos se verán recompensados cuando mores eternamente junto al Esposo. Él sabrá guiarte como el Buen Pastor que conduce a sus ovejas. Debes ser fuerte y confiar en Él.
—Lo seré, preceptor —le aseguró ella con vehemencia.
—¿Recuerdas aquel bello salmo del Buen Pastor? «El Señor es mi pastor, nada me falta. En prados de fresco verde me hace reposar, junto a tranquilas aguas me conduce, y conforta mi alma. Él me guía por camino bueno, por amor de su nombre.»
Eulalia le escuchaba embelesada, ajena a cuanto ocurría en el jardín. Siempre la embargaba la misma sensación cuando oía la cálida voz del maestro leyendo o recitando para ella.
—«Aunque pase por valles de tinieblas ningún mal temeré, porque Tú estás conmigo...» Nunca lo olvides. Te dará fuerzas para continuar.
—Celso, quisiera hablar contigo. Acompáñame —le pidió Julio con gravedad, notando cómo le miraba Eulalia mientras asía con fuerza la caja que éste le había regalado, como si temiera quedarse sin su compañía. Y a continuación añadió—: Hija, me llevo un momento a tu preceptor. Luego, en la cena, ya disfrutaremos todos de su agradable presencia.
Rutilia sonrió a los dos hombres, dándoles permiso para abandonar la reunión con un leve movimiento de cabeza. Julio y Celso se levantaron casi al mismo tiempo e iniciaron un silencioso camino hacia el lado opuesto del peristilo. Eulalia observó cómo desaparecían entre las frondosas ramas de las plantas. Saina que se dirigían al tablinum, desde donde su padre solía despachar con la clientela que, a primeras horas de la mañana, desfilaba ante la puerta en busca de sus favores o de su consejo, pero sin llegar a traspasar el umbral. Allí guardaban los archivos generados por la venerable familia de Julio en el sucesivo desempeño de sus cargos públicos al servicio del municipio. Sólo los más íntimos podían cruzar la puerta plegable de madera que separaba el despacho del patrono del resto de la casa. Celso no lo había hecho antes y se sentía cohibido.
—Es de Eulalia de quien quiero hablarte —le comunicó Julio, cerrando el despacho para que nadie pudiera oírles—. Su madre y yo estamos preocupados por ella. Desde hace unos días, no parece la misma. Se muestra ausente cuando le hablamos, como si no estuviera en este mundo, como si no le importara nada de lo que le rodea.
Celso había observado a Julio durante la entrevista con los artesanos. Mientras su esposa concentraba todos sus esfuerzos en elegir los mosaicos más adecuados para cada espacio de su nueva residencia, él echaba miradas furtivas a su hija, que permanecía sentada sin apenas moverse. Parecía preocupado por ella. Y no era para menos. Nunca antes había visto a Eulalia tan apagada como esa tarde. Deseaba que, fuera cual fuese el motivo de su apatía, no tuviera nada que ver con la decisión que había tomado un par de semanas antes. El presbítero recordó la sonrisa de su discípula ante la imagen del pastor y se tranquilizó un poco, aunque no del todo, pues se sentía responsable de Eulalia y al mismo tiempo culpable por ocultar sus intenciones ante los que él consideraba sus amigos.
—¿Qué crees que le ocurre, Julio? —prefirió ser él el primero en preguntar.
—Eso mismo quería preguntarte yo. Tú la conoces bien, tal vez mejor que nosotros. La niña ha crecido contigo. Confiaba en que pudieras ayudarnos, pero veo que tú tampoco sabes qué le pasa.
Celso negó con la cabeza.
—Nuestra hija está en una edad difícil. Le esperan muchos cambios en los próximos años.
—Pero Eulalia es fuerte. Sabrá cómo afrontarlos. —El presbítero no se atrevió a revelar la vocación de la joven. Siempre había sido un cobarde.
Julio paseaba de un lado a otro de la habitación, repasando las coloridas pinturas al fresco que decoraban las paredes de la estancia, donde estaban representados los principales edificios de Emérita, enmarcados en la muralla que rodeaba la ciudad. Por fin se decidió a hablar.
—Creemos que es por nuestro inminente traslado al campo. Como sabes, estamos rehabilitando una casa que poseemos en las afueras de Emérita. Las obras van bastante adelantadas, y tanto Rutilia como yo estamos deseando dejar la ciudad. Si no hay ningún contratiempo, nos iremos a principios del otoño.
—Eso es mucho antes de lo que imaginaba.
A Celso pareció disgustarle la noticia. Guardó silencio mientras se acariciaba la incipiente barba con nerviosa insistencia, comprobando con el tacto lo que era evidente a simple vista. Mañana mismo se pondría en manos de Pervinco, el barbero que acudía a diario hasta la domus episcopal para prestar sus servicios a los clérigos y a cualquier otro hermano que lo requiriera. Lo hacía antes de abrir su barbería en el centro, desinteresadamente y sin pedir nada a cambio por su trabajo. Era su modesta contribución a la comunidad.
—Descuida —le animó Julio—. No nos echarás de menos. Nos vamos unas pocas millas al norte.
Celso por fin comprendía por qué su discípula estaba tan malhumorada aquella tarde. También a ella le había sorprendido ese interés de sus padres por trasladarse cuanto antes a las afueras de Emérita, lo cual dificultaba en buena medida su proyecto de consagrarse a Cristo y ponerse al servicio de la comunidad sin tener que apartarse de su familia. Los dos sabían que había llegado la hora de anunciar sus intenciones.
—Lo sé. Pero me extraña ese repentino afán por... —Celso no acabó la frase.
—¿Por abandonar Emérita? —se adelantó Julio.
—Sí, Julio, por abandonar Emérita. ¿Acaso no os vais todos? Al menos los que mandáis. Y en pleno fragor político. Justo ahora que la ciudad se ha convertido en la capital de las Hispanias.
—Ya veo que estás confundido. —Ante la expresión aturdida de su amigo, Julio intentó explicarse—. Los clérigos no entendéis nada de política... Celso, las cosas están cambiando mucho en los últimos tiempos. Las continuas reformas de nuestro emperador Diocleciano han incrementado los gastos de manera desorbitada. Las estructuras del imperio se han multiplicado. Ahora tenemos no uno, sino cuatro emperadores, con todo el gasto que conlleva el mantenimiento de sus respectivas cortes. Casi se ha duplicado el número de provincias. Englobándolas, se han creado diócesis al mando de otros tantos vicarios. Y a medida que crece la administración, hay cada vez más funcionarios y oficiales a costa del erario público. Por no hablar del ejército, mucho más numeroso que antes. No es extraño que el imperio requiera cada vez más ingresos.
—Todos estamos notando la presión del fisco, si a eso te refieres —aclaró el preceptor.
—El fisco nos agobia a todos, pero sobre todo a los curiales. Como sabes, somos responsables de la recaudación ciudadana y debemos responder con nuestro patrimonio a las crecientes exigencias del imperio siempre que el municipio no pueda cumplir con ellas. —Julio hizo una pausa—. Y el imperio está dispuesto a exprimir todo el caudal que podamos aportar para compensar la falta de ingresos. Me atrevería a decir que su intención es recaudar de nosotros hasta el último denario. —Se detuvo frente a su invitado—. Celso, el ejercicio de la política cada vez es más costoso para los nuestros. Eso nos lleva a abandonar.
—Así que por eso os vais todos a las villas del campo. Queréis concentrar todos los esfuerzos en sacar el máximo rendimiento a vuestras explotaciones agropecuarias. Y es más fácil ocultar patrimonio rural que urbano. Ahora lo entiendo.
—Como yo, cada vez son más los curiales que pretenden desligarse de cualquier responsabilidad en el gobierno local. Al menos los que podemos hacerlo. Pero no sólo eso. Entre nosotros se imponen determinados modos de vida. Digamos que debemos seguir ciertas... exigencias sociales. Incluso el propio vicario tiene una residencia fuera de la ciudad.
—Entiendo. ¡Cómo cambian las cosas, Julio! Así que tú y los tuyos llenaréis los campos de esbeltas columnas, mármoles de importación y bellos mosaicos como los que acabáis de encargarles a los africanos, mientras dejáis de invertir en los edificios públicos de la ciudad, de cuyo mantenimiento sois responsables, aun a riesgo de que se echen a perder con el paso de los años.
—Y me temo que, dado su estado actual, eso acabará ocurriendo con algunos de ellos, si no son reparados a iniciativa imperial. O si el imperio no nos fuerza a que volvamos a hacernos cargo de su mantenimiento, como podría ocurrir. En todo caso, Celso, prefiero que mi dinero se invierta en beneficio de nuestra comunidad, y no organizando festejos para el populacho, o repartiendo teatros y circos donde se celebran esa clase de espectáculos, tan contrarios a nuestras creencias. Por cierto, ¿cuándo podremos hacer uso del nuevo edificio de nuestra iglesia?
—Espero que mucho antes de que tú y tu familia os trasladéis a vuestra nueva mansión. —Y ambos rieron.