9

—Ese galo no es como nosotros. ¿Por qué lo elegisteis?

—Por eso mismo, Zósimo. Precisamente porque no es como nosotros, algún día quizá lo necesitemos —contestó Flacino, el prefecto del pretorio, justo antes de entrar en los baños de su casa.

Zósimo no lo entendía. Cualquiera de sus colegas de la guardia pretoriana hubiera sido mejor elección que ese oficial de poca monta, al que el hambre y la precariedad padecidas en su lejana tierra le habían hecho ser tan leal como un perro. Con él como compañero resultaba muy complicado llevar a cabo la misión que tenía encomendada: acabar con la vida del hombre a quien ambos debían proteger. Y hacerlo, además, sin levantar sospechas.

—Pero, señor... ¿no lo visteis ayer? ¿Es que no os disteis cuenta de cómo fue detrás de Constantino en cuanto se percató de su marcha? A pesar de que era a mí y no a él a quien correspondía estar de guardia en esos momentos. —Así trató de hacerle ver que Marcelo no era la mejor elección. Estaba seguro de que el galo se mantendría fiel a su protegido—. Prefecto, vos lo visteis como yo. Tenía en su diván a la mujer más hermosa del banquete y ni siquiera la rozó. Prefirió cumplir con el deber antes que disfrutar de los placeres que se le ofrecían.

—Démosle tiempo, Zósimo. No siempre será así. Hay que ganárselo poco a poco. Puede que más adelante lo necesitemos insistió el prefecto.

Y, ciertamente, si las cosas se torcían, necesitarían al soldado. Marcelo podía ser una pieza clave en las maquinaciones de Galerio, de las que tanto el prefecto como el propio Zósimo pretendían beneficiarse. Si el uno creía ver en las intrigas de Galerio el modo de convertirse en césar de Oriente, el otro ya se imaginaba ocupando la prefectura, una vez que ésta quedara vacante. Al menos ésa había sido la promesa que en su día le hiciera Flacino. De modo que los dos tenían un enorme interés en que «el joven Constantino», como lo conocían en la corte a pesar de que ya no era tan joven, desapareciera cuanto antes de la escena política, pues su mera presencia suponía una seria amenaza para los ambiciosos planes del césar Galerio. Unos planes que, en caso de cumplirse, le convertirían en el augusto principal de Roma, y amo del mundo, y a ellos les haría ascender a las más altas esferas del imperio. Por eso era importante controlar cada movimiento de Constantino hasta encontrar el momento idóneo para simular un fatal accidente que acabara de una vez por todas con su vida.

A nadie en la corte se le escapaba el excelente trato que éste recibía por parte de Diocleciano, quien —no sólo por mantener las apariencias de cara a Occidente, sino por la mutua simpatía que ambos se profesaban— había decidido nombrarle miembro de su comitiva personal, una de las graduaciones más altas a las que podía aspirar un tribuno de primer orden. Algunas voces malintencionadas defendían que el interés del augusto por el joven Constantino era una forma de molestar a su yerno, una pequeña venganza del anciano por las continuas humillaciones a las que le sometía. Todos sabían que Galerio recelaba de la presencia del hijo de Constancio en la corte de Nicomedia. Un recelo que se hizo más evidente después de que Constantino fuera nombrado miembro de la comitiva imperial. Galerio desconfiaba de la cercanía con que era tratado, cuando a él, pese a ser el césar de Oriente y haber derrotado a los persas, lo despreciaban continuamente. Empezó a sentir un profundo rencor hacia él. No se fiaba de sus intenciones.

El que fuera su rehén en Sirmium se había convertido en uno de los candidatos mejor posicionados para ocupar el rango de césar en el supuesto de que se diera alguna vacante en el gobierno imperial. El viejo emperador le tenía en buena estima, y aunque el sistema de gobierno que él mismo había diseñado no era hereditario, siempre tuvo presente, de cara a una regeneración, a los hijos de Maximiano, augusto de Occidente, y de su césar Constancio. Así, los planes de Galerio de convertirse en emperador principal, por encima de los demás, quedarían frustrados. Ya que, con Majencio y Constantino como césares, la balanza se inclinaría hacia Occidente y le sería casi imposible imponer su fuerza sobre el otro sector del imperio.

—Si lo deseas, puedes darte un baño seco —le propuso Flacino a Zósimo, indicándole la entrada del vaporario. Y se excusó por no acompañarle—. Hoy me abstengo. Durante la cena bebí demasiado vino de Falerno, y ya sabes lo que dicen de él. Es como el amor de una mujer: dulce a la hora de tomarlo y amargo cuando intentas olvidarte de él.

Zósimo declinó la sugerencia con un leve movimiento de cabeza. Un baño de vapor le ayudaría a limpiar el cuerpo de los excesos cometidos durante la noche anterior. Le sentaría bien. Pero estaba demasiado interesado en seguir con la conversación como para abandonarla en ese punto.

—¿Y cómo pensáis sobornarlo? —preguntó con escepticismo—. Ese tipo detesta el lujo y las comodidades de palacio. ¡Incluso añora las penalidades del campo de batalla! —Y esbozó una mueca.

Marcelo no se parecía en nada a ellos.

—Tal vez los favores de la cristiana le hagan entrar en nuestro juego —sugirió Flacino cuando ya iba a meterse en la piscina. Estaba convencido de que así sería.

El prefecto creía conocer perfectamente a esa clase de hombres que aseguraban detestar el lujo y los placeres, cuando en realidad los desconocían. Lo que la corte podía ofrecer era bien distinto a lo que un oficial de grado medio del ejército imperial.

acostumbrado a los burdeles de baja estofa y a las hediondas tabernas, había imaginado nunca. Bastaba con dárselos en pequeñas dosis para que terminaran queriéndolo todo.

«No se puede desear algo que se desconoce», pensó justo cuando descendía por la escalinata de mármol veteado que daba acceso a la gran bañera de agua caliente.

Una vez dentro se dejó flotar, olvidándose por un momento de su acompañante. Para él, ése era uno de los mejores momentos del día. El cálido contacto con el agua le hacía recordarse a sí mismo lo gratificante que resultaba bañarse a solas, sin el molesto gentío que abarrotaba las termas, adonde él, desde que ocupaba el rango de prefecto, había dejado de acudir. Era uno de los placeres propios de los poderosos y había querido que su invitado lo disfrutara, como anticipo a lo que le esperaba si todo salía bien.

«Está claro que no se puede desear algo que se desconoce», volvió a pensar, mientras se abandonaba plácidamente a esa sensación de ingravidez que tanto le gustaba.

El prefecto dirigió su cuerpo hacia el extremo opuesto a las escaleras de acceso. Movía los brazos con lentitud. Luego se dejó llevar. Los excesos de la noche anterior le estaban pasando factura. Tenía un insoportable dolor de cabeza. Buscó el chorro de agua caliente que salía con fuerza por la boca de un magnífico león de bronce que se alzaba sobre el borde de la piscina, como si quisiera protegerla de algún intruso, y dejó que ésta cayera sobre su nuca. Cerró los ojos y se maldijo a sí mismo por haber desafiado los mandatos del simposiarca. El dios Baco había vuelto a jugarle una mala pasada.

Pensó en lo que acababa de decirle su agente. También se había percatado del lamentable comportamiento del galo mientras permanecía tumbado junto a la hetaira, sin apenas rozar su piel, como si temiera ser rechazado. Pudo haber forzado su voluntad. Al fin y al cabo, no sería la primera vez que ese soldado violaba a una mujer. Pero por alguna razón se contuvo... Flacino tendría que hablar con Délfidc. Ella no le impediría utilizar a la cristiana a quien él salvara de una muerte segura. La chica estaba en deuda con él. Aunque sería otro quien se cobrara el favor. Se la ofrecería a Marcelo a cambio de que éste bajara la guardia y disfrutara de las distracciones que la corte ofrecía. Le daría la oportunidad de cortejarla, de ver madurar el fruto y degustarlo, llegado el momento. Cuanto más le costara alcanzarlo, mayor sería el deseo de poseerlo. No tardaría en dejarse llevar por el juego, en dejarse agasajar por las generosas dádivas del prefecto a cambio de su colaboración.

—Lo ideal sería que bajara la guardia, para que yo pudiera actuar. Lo tengo siempre pegado a mis sandalias —añadió Zósimo, refiriéndose a Marcelo.

Flacino se sorprendió al oír la potente voz de su invitado, pues, por un instante, había olvidado su presencia. Al abrir de nuevo los ojos, comprobó que éste ya se había metido en el agua y permanecía apoyado en una de las paredes de la piscina, con los brazos extendidos sobre el borde. Miraba a su alrededor, paladeando cada detalle de la suntuosa estancia.

—En ese caso, se la cedería gustoso al galo —comentó Flacino—. Ya tendré tiempo de disfrutar de ella. Últimamente me basta con Lamia —recordó con placer las fogosas exigencias de su amante durante el banquete—. Esa arpía es incansable.

Zósimo rió la picardía de su superior, mientras contemplaba con disimulado desprecio las flácidas carnes del prefecto flotando en el agua. Era la primera vez que éste le hacía el honor de compartir con él su blanda desnudez, abriéndole la privacidad de su baño. Esa tarde lo había invitado a cenar con él en su casa, y a tomar el baño en su compañía, como hacían los pocos que tenían el privilegio de poseer baños propios.

Él, como los demás miembros de la guardia y la mayoría de habitantes del recinto palatino, debía de conformarse con poder acudir, durante el escaso tiempo que le quedaba libre, a las termas del complejo, de menor capacidad que los baños públicos del centro de la ciudad, pero con idénticas prestaciones y algo más de higiene. Allí tenía la posibilidad de practicar la lucha atlética y de relajarse junto a sus compañeros de la guardia pretoriana, a los que últimamente apenas veía.

El emperador había querido demostrar su grandeza ante los servidores de palacio, ofreciéndoles ese espacio de auténtico lujo, en que abundaban las obras de arte, los suelos de brillantes mosaicos y los bellos mármoles de la región. Esos mismos mármoles, extraídos de la cercana Frigia, revestían los principales edificios del complejo palatino, y su comercio constituía una de las principales fuentes de riqueza para los ciudadanos de Nicomedia. De su puerto salían decenas de barcos cargados de mármol frigio, rumbo a todos los rincones del imperio.

Flacino advirtió con desagrado la mirada de Zósimo, aunque trató de disimular su disgusto volviéndose a refugiar bajo el chorro de agua caliente, con la excusa de aliviar la insoportable cefalea que le martirizaba desde primera hora de la mañana. Era perfectamente consciente de lo poco atractivo que resultaba su cuerpo desnudo, demasiado blando y seboso para cualquier canon de belleza. Dejó correr el chorro sobre su cabeza, convencido de que eso mismo había estado pensando su invitado mientras le escrutaba con la mirada. De repente, sintió un profundo resquemor por el disimulado desprecio de su joven asistente. Él, el prefecto del pretorio, tenía fama de gran conquistador. Y lo era. Su físico, abandonado a la molicie desde hacía demasiados años, no le favorecía, pero su inmenso poder bastaba para llevarse al lecho a cualquier mujer, soltera o casada, que se propusiera. Luego todas parecían quedar satisfechas, aunque tal vez lo fingían. Mejor no saberlo.

Flacino veía a su invitado a través de la cascada de agua que caía ruidosamente sobre su cabeza. Seguía apoyado sobre el borde de la piscina, contemplando la exquisita estancia y disfrutando del baño. Era muy atractivo. Tenía unos labios gruesos y perfectamente delineados. Su cuerpo era fuerte y bien formado, más propio de un atleta acostumbrado a ejercitarse en la palestra que de un soldado curtido en el campo de batalla. Si él quisiera, podría demostrarle lo poderoso que era. Bastaba con una simple insinuación para que el ambicioso joven se le ofreciera, sumiso. Podría someterle, como hacía con las engreídas matronas que acompañaban a sus desesperados esposos en busca de favores. Bastaba con manifestarle su deseo para que Zósimo dejara a un lado su desdeñoso orgullo y le permitiera penetrar en sus firmes nalgas, allí mismo, en la intimidad de su casa. No tenía más que recordarle el prometedor futuro que le esperaba a su lado.

Zósimo, ajeno a los lascivos pensamientos de su anfitrión, continuaba buscando la forma de quitarse de encima a su compañero.

—Pero Marcelo no es más que un oficial de bajo rango... —reflexionó en voz alta—. No le será fácil acceder a los exclusivos favores de una hetaira. Ni siquiera a los de la cristiana.

—Querido... —respondió Flacino, acercándose a él—. Olvidas que, a ti, Afrodita un día te abrió las puertas de su casa y permitió que Dórice y tú os amarais hasta quedar saciados. Entonces no eras más que un simple soldado. Tienes mucho que agradecerme. —Así se vengaba de su insultante mirada. Y, apoyándose él también sobre el borde de la piscina, añadió—: Como en aquella ocasión, ya me encargaré yo de que las puertas estén abiertas. Aunque deberás ser tú quien le facilite el primer encuentro. —Se volvió y añadió—: Eros hará el resto.

—No sé si es buena idea. Marcelo recela de mí. Me aborrece. —El pretoriano estaba incómodo. Decidió dar por terminado el baño.

—Por eso mismo, mi querido Zósimo... —sugirió el prefecto—. Esta es una buena ocasión para demostrarle tu complicidad. Tal vez así consigas ganarte su confianza.

Al salir de la piscina, dos esclavos esperaban servilmente con blancas toallas de lino que desprendían un exquisito aroma dulzón. Zósimo se dejó envolver con una de ellas. Se sentía reconfortado por el baño.

—Señor, no acabo de entender tanto interés por incluir al soldado en todo esto —confesó mientras terminaba de secarse.

—Ya te lo be dicho antes. Tal vez lo necesitemos.

Flacino salió del agua con la vista puesta en los peldaños de la escalera, como si temiera un resbalón, cuando lo que en realidad temía era cruzarse de nuevo con la cruda mirada de su subordinado. Hizo un gesto con la mano para llamar a los esclavos, que se afanaron en atender a su dueño.

El prefecto tomó asiento en uno de los bancos de madera que recorrían la estancia. Dio dos sonoras palmadas sobre él, invitando a Zósimo a sentarse a su lado. Éste acabó de ceñirse la toalla sobre el cuerpo y le obedeció. Durante unos instantes, tan sólo se oyó el ruidoso chorro que salía de la desmesurada boca del león.

—Cuéntame, Zósimo... ¿Has pensado el modo de librarte de Constantino? —interrogó Flacino.

El pretoriano no respondió. Hizo una leve señal indicando la presencia de los esclavos.

—No temas —le animó el prefecto—. Puedes hablar. A ésos les hice cortar la lengua para evitarles la tentación de ser indiscretos. Sabes mejor que nadie que en Nicomedia la información es una mercancía demasiado preciada como para dejar que circule entre los esclavos. Al menos, los míos no podrán sacar provecho de lo que hablemos.

—Si yo estuviera solo, ya lo hubiera hecho. Pero ese galo no hace más que entorpecer mi trabajo. —Se desahogó el soldado, algo más tranquilo por la mudez de los esclavos—. El otro día pudo haber sucedido. Uno de los osos del césar Galerio se escapó, por accidente... ya me entendéis —dijo, buscando su complicidad—. Fue durante el entrenamiento de la mañana. La fiera se le abalanzó de repente. Constantino no reaccionó y cayó al suelo. Pudo haberlo destrozado, pero mi fiel compañero arriesgó su vida por salvar la de nuestro protegido. —Zósimo no disimuló su resquemor por la actuación de Marcelo—. Prefecto, si no prescindimos de los servicios del galo, nos será imposible matar a Constantino. Y el césar Galerio no nos lo perdonaría si sus planes fallaran por nuestra negligencia.

—Todo a su debido tiempo. Marcelo cambiará. Ya sabes lo que cuentan de las cristianas. Pero lo necesitamos por otro motivo. Sé de sobra que tienes capacidad para simular un fatal accidente que, de una vez por todas, acabe con él. —Al sonreír, mostró su perfecta dentadura—. Por el momento, seguid vigilándole como hasta ahora.

—A vuestras órdenes, señor —respondió Zósimo, adoptando un tono marcial que no había utilizado en toda la conversación, mucho más cercana e íntima que otras veces.

Flacino se puso en pie y llamó a uno de los esclavos. Quería que le dieran un masaje con aceites. Le vendría bien para aliviar la terrible resaca con la que Baco le estaba castigando. Tumbado de espaldas sobre el banco, comenzó a analizar la situación en voz alta con el fin de que su asistente entendiera cómo estaban las cosas.

—Su padre ha enviado varias misivas a nuestro querido césar para que le permita regresar junto a él, insistiéndole en su precaria salud y en la conveniencia de que su hijo le acompañe en la guerra frente a los pictos. Occidente le reclama, y él, según has dicho, lleva varios días encerrado en su biblioteca, estudiando los mapas, como si estuviera preparando algún movimiento, tal vez su huida de palacio. Debemos estar alerta: mis agentes secretos me han informado de que tiene contactos en la ciudad. —Se detuvo para gritarle al esclavo—. ¡Aquí, aquí! En el cuello. ¡No tan fuerte! Ten cuidado con lo que haces si no quieres que te castigue, bestia inmunda... —Una vez se hubo calmado, siguió exponiendo la situación—: Es evidente que Constantino planea algo. Y en nuestra mano está que no pueda llevarlo a cabo. No descartes que, con el apoyo de las legiones de Occidente y la condescendencia del viejo, se produzca un enfrentamiento abierto con el césar Galerio. Lo cual, si no se controla a tiempo, podría llevarnos a una nueva guerra civil, de la que, sin el control sobre el ejército y con Occidente en contra, el césar saldría muy malparado. Ése sería el fin de nuestras aspiraciones. ¿Lo entiendes ahora, jovencito?

—Perdonad mi torpeza, prefecto. Sigo sin saber cuál es el papel del galo en todo esto —reconoció Zósimo, algo molesto por el apelativo de «jovencito».

—Querido, te creía más sagaz... —Flacino, más relajado, no perdió la oportunidad de recriminarle su falta de astucia. Se incorporó para darse la vuelta y, adoptando un tono casi paternal, se le aclaró—. Mi joven amigo... Atrás quedó la época en que el poder de Roma se dirimía en la corte. En estos tiempos tan inestables, con las fronteras del imperio en continua amenaza, los emperadores no pueden ser políticos sino oficiales aclamados por sus ejércitos. Ahora que el Senado ha perdido toda su influencia, sólo alcanzará la púrpura quien cuente con el apoyo de los soldados. —Hizo una pausa para darse importancia—. Zósimo, el poder de los emperadores nace de las armas y se mantiene con las armas. ¿Por qué crees que el viejo Diocleciano tiene a las tropas acuarteladas en su propio palacio?

El pretoriano dejó que su anfitrión prosiguiera con el análisis.

—Galerio sólo triunfará si logra atraerse a las tropas de regulares acuarteladas en palacio, o al menos a buena parte de éstas. Así conseguirá que su propio ejército se una a ellas desde Sirmium. —Con un gesto, animó a su subalterno a que sacara una conclusión. Luego se tumbó sobre su espalda para que el esclavo pudiera terminar con el masaje. Se sentía algo mejor.

—Pero no es nuestro césar Galerio, sino el joven Constantino, quien cuenta con la simpatía de los soldados. Además, en caso de conflicto, los ejércitos de Occidente no tardarán en acudir en su auxilio. El conflicto debería decidirse aquí, en Nicomedia, para evitar que se produjera una guerra civil, de la que es muy probable que no saliéramos victoriosos —sentenció el pretoriano.

—Por eso mismo necesitamos a Marcelo. —Sonrió, satisfecho—. Y por eso mismo lo elegí a él. En caso de que no lleguemos a tiempo y se produzca un encontronazo entre el césar y Constantino, habrá que buscar apoyos entre las tropas regulares para tratar de resolverlo rápido y evitar que trascienda a todo el imperio. Y ¿quién mejor que Marcelo para atraerse a sus propios compañeros a nuestra causa? Ya sabes la admiración que despierta entre las tropas... No sé si has oído los relatos de sus valientes hazañas en el frente de la Galia y de Germania... A juzgar por la admiración que despierta, a los soldados no les importa que no sea un tribuno de primer orden como lo ha sido Constantino... Llegado el caso, igualmente le obedecerían. Recuerda que él es uno de los suyos. Marcelo, tu compañero en esto, es un líder nato y, si logramos que esté con nosotros, sabrá cómo ganarse los apoyos de buena parte de los soldados. Tiene carisma suficiente como para controlar a las tropas.

—Y si Constantino muere en extrañas circunstancias, el galo podría evitar que las tropas se levantaran contra el sospechoso —conjeturó Zósimo.

—Veo que lo has entendido. ¡Deja de manosearme! —Y dando un manotazo apartó al esclavo de su lado.

Éste soltó un chillido al cual el prefecto, que justo entonces se levantaba, contestó con un doloroso puntapié. Al hacerlo, la toalla cayó al suelo por descuido.

—Quinto, mira detrás de nosotros. Y hazlo con cuidado. Creo que ese negro nos está siguiendo —le informó Marcelo sin detener el paso.

Quinto volvió la vista discretamente. Había demasiada gente caminando tras ellos, pero se fijó en un nubio que les seguía a poca distancia.

—¿Quién? ¿Ese grandullón con pinta de gladiador? —preguntó, sorprendido—. Creo haberlo visto otras veces.

—Es cliente habitual de la taberna de Minucio. Tal vez hayas coincidido con él allí —le aclaró Marcelo, que lo había reconocido nada más verlo—. Lleva toda la tarde detrás de nosotros. No sé lo que quiere. Quizá simplemente pretenda intimidarnos.

—Pero ¿por qué? No le encuentro sentido.

—Últimamente, en Nicomedia, nada tiene sentido. Tal y como están las cosas, será mejor que nos mantengamos alerta. Aunque de momento actuaremos como si no nos hubiéramos dado cuenta. —A Marcelo comenzaba a preocuparle aquel individuo con el que últimamente se topaba en demasiadas ocasiones. No era la primera vez que tenía la sensación de que le estaba siguiendo. Pero intentó quitarle importancia, animando a su amigo a que hiciera lo mismo—. No desperdiciemos la tarde, Quinto. Quién sabe cuándo podremos volver a disfrutar de unas horas de libertad fuera de ese maldito palacio. Si él está dispuesto a seguirnos por toda la ciudad, que lo haga. Yo no tengo inconveniente en que nos acompañe —mintió.

Marcelo y Quinto siguieron deambulando por las calles cercanas al foro, disfrutando del ajetreo de la tarde. Hastiados de la tranquilidad casi sepulcral que se respiraba entre los muros de palacio, agradecieron regresar, aunque sólo fuera por unas horas, a la trepidante vida de la ciudad. Se dejaron llevar por el ensordecedor vocerío de los vendedores, proclamando las virtudes de sus productos a la incauta clientela, que se detenía ante la puerta de sus negocios como si fuesen moscas. Pero también por el tráfico enloquecido de carros y literas —que no dudaban en poner en peligro su propia integridad y la de los transeúntes que se cruzaban en su camino—, y por la improvisada música que salía de la flauta de algún mendigo, o el rítmico tañido de tambores y crótalos que sonaba desde algún rincón del foro. La ciudad estaba en plena efervescencia. Y ellos, en su tarde libre, habían decidido mezclarse con la chusma y disfrutar del espectáculo.

No volvieron a comprobar si el negro todavía les seguía; les bastaba con notar su presencia. La ciudad se preparaba para celebrar las fiestas en honor a la diosa Flora, que llenaba la Tierra de flores anunciando la llegada de la primavera. Unos puestos repletos de ramos y guirnaldas ocupaban las aceras. Se vendía leche y miel para la diosa en modestos puestos ambulantes, que dificultaban el paso a los animados transeúntes. Las mujeres, despojadas de la sobria vestimenta del invierno, por fin lucían ropas más ligeras, y teñidas de vivos colores. El añil del índigo, el rojo de la laca, el amarillo gualda de la reseda, el violeta de la urchilla, o el tinte del azafrán en los vestidos de las mujeres, teñían de color las calles, como si, de repente, la diosa Flora hubiera derramado sobre la ciudad todo el contenido de una abundante cornucopia. En pocos días se celebrarían un sinfín de fiestas y cenas al aire libre, en las que las hetairas de palacio celebrarían junto a las prostitutas de la ciudad la festividad de su diosa, invitando a jóvenes y viejos a compartir con ellas su alegría por el inicio de la primavera. Y, en no pocas ocasiones, algo más.

—¿Le compro flores? —Marcelo se detuvo frente a una de las floristerías que por esas fechas convertían las calles de Nicomedia en un enorme jardín.

Quinto se encogió de hombros. Pocos consejos podía darle a su amigo. Pues, a pesar de que tenía esposa y un hijo en su aldea de la Galia, además de una larga experiencia en lupanares y tabernas, apenas sabía nada de las mujeres. Y menos aún de esa clase de mujeres.

Cuando Marcelo le contó que visitaba a una de las hetairas que vivían en palacio al servicio de Afrodita, él no supo qué decir. En esa ocasión también se encogió de hombros, y respiró profundamente, para darse tiempo antes de hacer algún comentario. No lo hizo. Únicamente le pidió que le contara cómo la había conocido, pues ningún soldado del complejo estaba autorizado a traspasar la estrecha puerta de bronce que daba acceso al exclusivo mundo de las hetairas. Claro que Marcelo ya no era un soldado más de la reserva, sino el escolta de Constantino.

—Quinto, te pido ayuda. ¿Crees que si le compro uno de estos ramos de flores ablandaré su corazón? —preguntó Marcelo, señalando uno cualquiera. A él, todos le parecían más o menos iguales. Era la primera vez que se detenía ante una floristería.

—Yo nunca he comprado flores. Tampoco he tenido a quien regalárselas —reconoció el otro, presionado por la insistencia de su amigo. Y luego le confesó—: La mujer que dejé en mi aldea no me las hubiera agradecido. ¡Allí lo único que hay son flores! Cuando termina el invierno y se retira la nieve, el campo se llena de florecidas de todos los colores, y con ellas las jóvenes tejen coronas y collares para adornarse. —Hacía mucho tiempo que no se acordaba de su aldea, y de su esposa e hijo, y, de repente, le invadió una profunda nostalgia que trató de sacudirse rápidamente de encima, antes de que los recuerdos comenzaran a dolerle—. Sin embargo, he oído decir que los amantes de esa clase de mujeres regalan rosas a cambio de besos.

—Ella no es como las demás —replicó Marcelo, molesto por la insinuación de su compañero.

A éste le extrañó la reacción de Marcelo, pues no creía haber dicho nada ofensivo. Pero lo dejó pasar.

—Sirve a Afrodita, pero lo hace en contra de su voluntad —quiso aclararle, mientras elegía mentalmente las flores que iba a comprar para Calia.

Eligió un ramo de rosas, obviando las sugerencias de su amigo. Le compraría rosas a cambio de unos besos que no esperaba recibir.

—¿Es una esclava?

Era la primera vez que Quinto lo preguntaba. Todo lo que sabía sobre las hetairas de palacio lo había escuchado en boca de sus compañeros. La mayoría de ellos jamás las había visto, puesto que pocas veces salían de los apartamentos imperiales, y ninguno había podido disfrutar de su compañía. Sin embargo, hablaban de ellas, de su elegancia, hermosura, y de sus habilidades dentro y fuera del lecho.

—No, es libre. Pero sólo está segura allí, junto a las hetairas de palacio y bajo la protección de la diosa Afrodita. Ése es el precio que debe pagar si quiere conservar la vida. —Por fin Marcelo admitió—: Es cristiana.

«Es cristiana y cree estar segura en el palacio, sirviendo a quienes han decidido acabar con los adeptos a su secta. A esa muchacha más le vale mantener la boca cerrada y las piernas abiertas, si no quiere acabar como los demás», pensó Quinto, pero no le dijo nada a su amigo. Se mostraba demasiado irascible cuando hablaba de esa tal Calia.

—El día de la matanza, estaba dentro del templo —soltó Marcelo, poniendo fin a las reflexiones de Quinto. Y, dando tiempo para que éste asimilara sus palabras, añadió—: Tú también estabas allí.

El oficial asintió. Cuánto hubiera deseado no haber estado...

Marcelo lo observó en busca de una respuesta que éste no tenía. Necesitaba saber qué había ocurrido ese día en el templo. En otra ocasión había cometido el error de preguntárselo a la cristiana. Quería oírle narrar cómo se había salvado sin sacrificar a los dioses; cómo había llegado hasta allí; por qué no la habían matado también a ella... Quería saberlo. Pero la cristiana no pudo soportar el recuerdo de lo sucedido y casi enloqueció de dolor. Él, que nunca antes había consolado a una mujer, no supo qué hacer. Se mantuvo distante, viendo cómo ella se derrumbaba.

—Quinto, ella no es como ninguna mujer que hayas conocido antes. En las últimas semanas he pasado muchas tardes en su cubículo, sin más compañía que la suya, escuchando, al otro lado de la puerta, las sordas risas de sus compañeras. Al principio ni siquiera me miraba. Se quedaba acurrucada en un rincón, con los ojos perdidos y la boca sellada. Yo temía romper su silencio. La veía tan frágil que no me atrevía ni siquiera a tocarla para no hacerle daño. Una de esas noches me miró y comenzó a hablarme sobre su vida en la aldea, sobre un templo dedicado a su Dios que ella y su familia cuidaban, de su madre enferma, de su padre, de su hermano pequeño..., del día en que celebraron sus esponsales con un muchacho al que no conocía, de su futura boda... En fin, de una vida muy distinta a la que lleva ahora en palacio. Desde aquella noche, empezó a confiar en mí, a mostrarse a gusto en mi compañía. Incluso creo que me echa de menos cuando tardo unos días en visitarla —tragó saliva al confesarlo—. Pero todavía no he podido probar su cama... Créeme, Quinto. No es como las demás. Tiene miedo a gozar conmigo. Le llevaré flores como éstas, le haré regalos, gastaré todo mi dinero en ella, pero aun así no podré tenerla.

—Vamos, Marcelo... ¡Tu encoñamiento te saldrá muy caro! No pierdas tu tiempo ni tu dinero. Ella no te dará nada que no te dé cualquier mujer de los lupanares de la parte alta. ¿Por qué no visitamos a Plotina? Siempre has alabado las habilidades de sus chicas. —Quinto le cogió por el hombro y lo zarandeó con camaradería—. Lo que tú necesitas es aliviarte, y la hetaira se niega a hacerte el favor. Te tendrá así hasta dejarte sin un denario. Creo, amigo mío, que has caído en sus redes.

—Puede que tengas razón... Dejémoslo. —Y zanjando el tema, se sumó a la propuesta de su colega sin demasiado entusiasmo—. Vamos. Nos vendrá bien joder con una de las putas de Plotina.

Pero, al decirlo, seguía contemplando las flores que tenía enfrente. Sí, le compraría rosas.

—Por Minerva... ¡Muévete! —le reprochó Quinto—. ¿No pensarás comprar las flores ahora? Si apareces con ellas en casa de Plotina, pensarán que te has vuelto loco.

—¿A qué vienen esas prisas? —protestó Marcelo—. ¡Mira! Tal vez a nuestro amigo le apetezca acompañarnos. —Señaló con la cabeza hacia un rincón de la calle, donde se había ocultado el mismo nubio que les había seguido desde el palacio.

—No está solo. Hay otro tipo que quiere unirse a la fiesta —le informó Quinto al ver a un hombre bajito y descuidado acercarse al nubio e intercambiar con él unas palabras.

Marcelo se paró en seco al ver de quién se trataba. ¡Conocía a aquel tipo! Era uno de los maestros africanos que enseñaban latín a los funcionarios de palacio por expreso deseo del augusto Diocleciano, empeñado en oficializar la lengua de Roma en todo el imperio. Se llamaba Lactancio y podía acceder a las dependencias de Constantino a cualquier hora del día, pues contaba con la plena confianza de su protegido.

—Quinto, acelera. Últimamente, en Nicomedia, nada tiene sentido... al menos en apariencia. Sospecho que es a mí a quien persiguen —dijo, inquieto.

«Apuesto a que Constantino está detrás...», pensó.

Prefirió no decirle nada a su amigo. Antes debía averiguar qué quería ese negro.